Читать книгу Sońka - Ignacy Karpowicz - Страница 8

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Hace mucho, mucho tiempo… Así comenzaba Sońka ciertas frases en las que no aparecían ni vacas, ni gallinas, ni cerdos; ni fiestas, ni pan, ni impuestos; ni siegas de heno, ni recolecciones de patatas, ni granizadas. Así comenzaba frases que se le atascaban en la garganta o se detenían en sus lisas encías, desdentadas, para deslizarse de nuevo hacia el interior de su cuerpo, hasta los pulmones, el corazón y el polvo arremolinado entre sus viejos y desgastados órganos. Sin embargo, después de ese «hace mucho, mucho tiempo…», a veces las palabras superaban los obstáculos, atravesaban el tejido de la carne y del tiempo, resonaba hasta la última de sus sílabas y solo entonces volvían a penetrar en el cuerpo: viajaban a través de los oídos hasta el cerebro, donde se hacían un hueco y esperaban a que el sueño destensara los sucesos aciagos, a que disipara los problemas. Entonces, como en tantas otras ocasiones, las palabras aparecían en los sueños en forma de historias, unas buenas, otras malas, dependiendo de por dónde se mirara, cuándo se despertara y adónde se hubiera o no llegado.

Habían pasado diez, treinta o cincuenta años, aunque para Sońka veinte, cuarenta o sesenta años significaban «hace mucho tiempo», una invariable lejanía. Y después de ese «hace», después de ese «mucho tiempo», siempre surgía, de un modo idéntico, la época en que Sońka, siendo aún muy joven, había vivido y experimentado con tal plenitud que luego ya no tuvo ni vida ni sentimientos. ¡Bah!, decía moviendo un racimo de dedos, saltaron los plomos, los fusibles, ¡paf!

Porque las personas, como solía decir, no están hechas de materiales duraderos, se componen de lo que comen: leche, carne y harina; frutas, setas, prosfora y sal. Pues sí, sobre todo sal. Es la que le confiere al conjunto su sabor y su forma, hace que la persona no se estropee, no se pudra, sino que se reseque hasta que comienza a parecerse a un hueso que ha pasado mucho tiempo expuesto a la lluvia y al sol.

Porque cuando una persona, y desde luego una mujer de pueblo, siente demasiadas cosas y vive demasiado deprisa, algo le chisporrotea por dentro, chisporrotea y chisporrotea, hasta que la instalación entera queda inservible. Dios Padre, nuestro Hospadzi,1 no acepta reclamaciones, a pesar de lo cual a veces se le olvida enviar al capataz ataviado con su túnica negra y su calavera y que con su guadaña siega piernas, tendones y ligamentos para que reine una cierta pulcritud y un cierto orden efímeros, hasta que llegue la pulcritud de las cúpulas radiantes y el orden definitivo, reflejado en los ojos abismales de los santos retratados en tablas doradas, en la fuente misma de la nada.

Sońka extrajo el clavo de la cadena a cuyo extremo aguardaba, plácidamente, una vaca manchada. La res rumiaba hierba y daba leche, paría cada dos años, proporcionaba carne y piel; producía dinero, que, si bien no era mucho, no se podía desdeñar. Producía ese dinero como si se tratara de la casa de la moneda, incluso cuando dormía o cuando por debajo de su inquieta cola excretaba una plasta que se esparcía como una imagen del test de Rorschach. El prado alimentaba a la vaca, y la vaca, al alimentar a los de la ciudad, alimentaba también a Sońka. El mundo está organizado de tal manera que para que unos puedan comer es preciso que otros coman. Porque si todos dejan de comer, decía Sońka, el mundo enflaquecerá, y si el mundo enflaquece hasta quedar en los huesos, entonces ni la grasa de castor ni los curanderos podrán hacer nada.

Después de extraer el clavo Sońka aguardó un instante a que su respiración dejara de golpearle las costillas con tanto dolor, se apoyó en la cayada nudosa, pesadamente, tal y como en tiempos se apoyaba en una horca, e incluso más pesadamente, porque ahora se sentía pesada, terriblemente pesada, como si fuera un saco de carne. Se arregló el pañuelo, lanzó unos chasquidos y le dijo a la res:

Nu, Mućka, pashla.2

La central lechera manchada, automotriz y con las ubres colmadas, miró a Sońka con el marrón más marrón de sus ojos, en cuyo fondo crecía la hierba, revoloteaban los tábanos y en el abrevadero nadaban unos minúsculos pececillos espinosos, kaluchki,3 de los cuales se saca un provecho tan pequeño como ellos mismos, aunque lo que es pequeño o inservible en época de bonanza se convierte en grande e indispensable en tiempos de hambre y guerra.

Sońka se puso a caminar muy despacio, ni siquiera miró hacia atrás por encima del hombro, el izquierdo para el mal de ojo, el derecho para deshacer los hechizos, porque sabía que la res conocía el camino: un sendero abierto a fuerza de pasar por allí, y que descendía con suavidad hasta la orilla del río, llena de pisadas de pezuñas. Una vez allí, la vaca bebería unos dos cubos de agua y la viejecita sacaría del bolsillo un caramelo de menta de los baratos. Después tendría que regresar, cuesta arriba, deteniéndose al menos tres veces para que la respiración la alcanzara, porque, como decía Sońka, la respiración no caminaba al mismo ritmo que la persona, y si alguien va demasiado deprisa es capaz de perder su propio aliento, y cuando alguien pierde su aliento, ni san Nicolás el Milagrero ni san Menas pueden encontrarlo. Pero en cuanto la vereda arenosa sale de detrás de los matorrales, entonces ya se puede dejar que las piernas te lleven a casa sin ninguna inquietud.

De tanto en tanto, un coche con matrícula de Białystok o incluso de Varsovia pasa junto a ese camino arenoso. Cruza en un visto y no visto, levantando tanto polvo que parece una cortina de humo.

Y en ese momento —como sucede en los cuentos, cuando el príncipe aparece a caballo y ve a una campesina en la que descubre su destino, la felicidad, sus vástagos y la maldición del matrimonio morganático— apareció por la carretera una limusina de quinientos caballos. Apareció y, finalmente, se detuvo.

Aquella mole ovoide, un Mercedes clase S, permaneció inmóvil, lanzando destellos grisáceos como si se tratara de un escarabajo agigantado. La vaca estornudó, rumió la hierba almacenada en uno de sus múltiples estómagos, hasta un total de cuatro, movió las pezuñas y pareció interesarse únicamente por los tábanos que intentaban posarse en su nariz. En cambio, Sońka se puso una mano como visera. La mano —ahora endurecida, con astillitas clavadas, con callos, con la historia de muchas décadas encima— le permitía ver mejor. Tfu, pensó Sońka, prystanuli i buduć stsać.4

Sin embargo, nadie evacuó la vejiga en plena naturaleza. Sońka se había equivocado en la elección de las palabras, aunque no había cometido ningún error en la apreciación de lo que iba a suceder, pues no pretendía decir nada en concreto. Al igual que tras el invierno llega siempre la primavera, también cuando se para un coche con matrícula de Varsovia se tiene la seguridad de que va a ocurrir algo inoportuno.

El Mercedes se quedó parado, el polvo se posó; los altavoces tronaban —la puerta delantera, del lado del conductor, se había abierto— y del coche surgió el príncipe de la ciudad. Pero en lugar de decir «te amo», «te he buscado», «he puesto anuncios», en lugar de eso la puerta se cerró y la música dejó de oírse, sin más.

El polvo se posó, el V8 del coche enmudeció, la vaca continuó caminando por el arcén; tras la vaca, Sońka —difícil saber quién llevaba a quién—, y tras ella no parecía haber nada: todo lo que poseía, se lo había ofrecido a otros hacía mucho tiempo, y lo que no tenía, no podía darlo ni robarlo. De su mismo lado, en ese mismo arcén, se quedó el príncipe de la ciudad, con una mochilita en vez de un cetro y una sonrisa en lugar de un reino. El tipo llevaba un pantalón corto de camuflaje militar con unos bolsillos inservibles, una camiseta de manga corta color naranja como los incisivos de una nutria y unas sandalias de ante con un aspecto aún más suave que el abrigo de piel de oveja karakul de Wiera, la del Ayuntamiento de Gródek, la más elegantona de la comarca, que una vez a la semana iba a Białystok en su coche, un Golf, que así se llamaba, made in Germany, igual que la pesadilla que vivió Sońka; y si la calidad del coche igualaba, aunque solo fuera en parte, a la que tenía aquella guerra, entonces no quedaba otra que envidiar a Wiera: su Golf le prestaría servicio durante años, sin averías, y jamás se le iría de la cabeza ni de sus pensamientos.

¡Hay que ver!, pensó Sońka, intrigada y algo nerviosa, es tan mono este principito que podría colocarlo en el salón, limpiarle el polvo una vez a la semana y, en Navidad, adornarlo con colgantes dorados, farolillos y pajaritos, encender una vela, sacar del calcetín el último anillo que me dejó mi madre y mirarlo y mirarlo hasta la saciedad, y después, a dormir.

El jovenzuelo de la ciudad tendría nombre, cosa que Sońka imaginaba, tendría una posición, aunque Sońka no lo podía imaginar, y era evidente que estaba de mal humor, lo cual provoca que salgan innecesariamente arrugas que ni Lancôme ni la doctora Irena Eris pueden remediar. Durante un buen rato se palpó los bolsillos y rebuscó en la mochila, como si hubiera perdido un papel con consejos y respuestas a todas las preguntas del mundo: ¿qué hacer y cómo vivir?, ¿de qué huir y con quién huir?, ¿adónde huir y por cuánto dinero?; y, sobre todo: ¿dónde coño está el número del puto seguro? Pero no sacó ningún papelito, sino un paquete dorado de cigarrillos —comprado en un duty-free, como saben quienes fuman y vuelan mucho por el mundo—. Encendió uno, le dio una calada y tuvo un ataque de tos. Zdyjlina,5 le susurró Sońka a la vaca, que había detenido su marcha junto a unos matorrales y meditaba acerca de la naturaleza de los tábanos.

El príncipe sacó un móvil a la última, tan bonito y reluciente que parecía ideal para colocarlo sobre la Puerta Real del iconostasio y, en caso de máxima urgencia —una inundación, una guerra, un Gobierno de derechas—, llamar al Jefe y quejarse a gusto, abrirle el corazón y aprovecharse de una tarifa plana: Spasi, Hospadzi, spasi.6 Pero ese móvil, aunque fuera muy bonito y brillara mucho bajo el sol de agosto, no puso en contacto a su dueño con el dueño de un aparato similar al otro lado de la línea, en algún lugar de un mundo real, con cines, centros comerciales y pizzas por teléfono, marcando el 0800, llamada gratuita, el envío también gratuito para los pedidos superiores a treinta zlotys.

Sońka sabía que el urbanita se había detenido en el culo del mundo elevado a la décima potencia porque ningún operador de telefonía móvil cubría aquel pedazo de tierra, ningún sociólogo reflejaba a sus habitantes en las estadísticas, ni siquiera el pope se acercaba por allí en su Daewoo Espero y cuando lo hacía era para consagrar a toda prisa, bendecir mecánicamente, meterse el sobre en el bolsillo y a otra cosa; se dejaba ver entre tres y cinco veces al año, dependiendo del número de decesos, puesto que el número de fiestas no cambiaba.

Allí, en el fin del mundo, en Królowe Stojło, al lado de la metrópoli Słuczanka, había solo cuatro casas. En la más pequeña vivía Sońka. En otras dos se divertían los ratones, pues sus dueños se acomodaron en ataúdes y ahora venían sus herederos desde las ciudades, algunos fines de semana, no todos, más bien pocos, y era una lástima que lo hicieran con tan poca frecuencia, porque rompían la rutina, introducían algo de ruido en el silencio, algo de vida en el vacío. En cambio, la cuarta casa era otra cosa: nueva, construida con bloques de hormigón durante el segundo mandato del presidente Kwaśniewski, embellecida con ventanas de plástico, con hermosos y resplandecientes mosaicos en las paredes hechos con trocitos de botellas rotas, en forma de flores, olas y otras chorradas. En el huerto había filas de orondos enanitos como si estuvieran en un campo de concentración, entre caballones de repollos y cebollas, colocados así pensando en la máxima de que lo hermoso ha de observar una disciplina. En el balcón, una balaustrada de yeso. Además, columnas, un porche, una cornisa, al más puro estilo barroco ruso-słuczankiano.

El príncipe guardó el teléfono y se quedó inmóvil, de espaldas a la carretera, de cara a los prados y la línea del bosque cercano. Estaba de pie, dando caladas al cigarrillo, con el rostro bronceado levantado hacia el sol y con una ligera sonrisa. Musi jaki durak, bez struka,7 pensó Sońka al ver la sonrisa del guaperas de la ciudad. Y es preciso señalar, para que no se olvide, que la opinión de Sońka era compartida por un grupo de influyentes críticos teatrales y literarios, y también —aunque esta sea otra historia— por unas cuantas personas que conocían muy bien al chico dorado, o casi tan brillante como el oro.

Este encantador personaje se llamaba Igor Grycowski y era el más renombrado y talentoso, según decían unos, y quizá también el más pretencioso y falto de gusto escénico, según decían otros, entre los directores teatrales de la generación más joven que la vieja, además de escritor de novelas sin un argumento definido. Igor había hecho famosos su nombre y su persona unos años antes, cuando sobre el escenario del Teatro Dramático de Varsovia había dirigido una obra titulada Reflejo condicionado. Después del estreno se había desatado una tormenta seca, como suele ocurrir en la prensa: cuanto más duraba el ruido de los truenos, los estrépitos, los enfrentamientos y los comentarios atiborrados de odio, más famosos se hacían Reflejo condicionado y su director, Grycowski. Y después ya tooodo fue cuesta abajo, aunque en la dirección opuesta, ópera, libreto, París y Nueva York. Nuevas obras teatrales —tres en total— y novelas —cero en total— consolidaron la posición de este artista, relativamente más joven que sus viejos colegas, tanto en el terreno de las relaciones humanas como, sobre todo, en el financiero.

El príncipe, tras abandonar el interior climatizado de su Mercedes, seguramente aguardaba algo tan extraordinario como el maná —por ejemplo, la cobertura, aunque solo fuera una rayita, ¡por favor, Señor! ¡dámela, dámela!—, pero ni se inmutó cuando la vaca y Sońka se le acercaron hasta una distancia mínima, tanto que se hacía inevitable un intercambio de frases, aunque solo fuera «buenos días, cómo puedo ir a…», o bien «¿dónde se encuentra el lugar más cercano con cobertura?». El príncipe, tras aterrizar en un sitio que no era exactamente el que quería ni con la persona que quería, había entrado en una especie de embelesamiento por el paisaje. Le había asaltado un recuerdo doloroso. El paisaje era como cualquier otro paisaje, los prados, los árboles, todo tenía el aspecto que debía, a pesar de lo cual aquella naturaleza, con su río y su cielo, su carretera y sus cigüeñas, encerraba algún tipo de amenaza. El joven intentó descubrir si se trataba de una amenaza del pasado o si concernía al futuro. Al final hizo un gesto con la mano, pasó del tema e hizo bip con el mando para dejar cerrado el coche. Entonces se giró de repente y con tal brusquedad que casi asusta a la vaca, en general poco asustadiza, y miró a Sońka a la cara.

Y enmudeció. Los labios —el de arriba y también el de abajo, más vistoso— dibujaron una «o», porque el rostro de Sońka era un rostro de verdad, la vida ya no moldeaba rostros como ese, caras así no se veían. El rostro de Sońka había salido de un icono: moreno, sano, curtido, sin distinción y sin falsedad, pero al mismo tiempo fuerte, con las líneas de las arrugas más claras, y eso que tenía un huevo de arrugas que habrían vuelto loco a un cirujano plástico: alisar, estirar, cortar, había suficiente exceso de piel como para hacer al menos tres caras nuevas. Porque el rostro de Sońka era lo que se dice un rostro; se veía que había vivido lo suyo, se veía que había tenido sueños, pero sobre todo ese rostro servía para lo que Haspodź lo había creado: escuchar, mirar, comer, ser lavado, besar, oler, hipar, llorar, sonarse la nariz.

Igor Grycowski, con sus labios en «o», se quedó petrificado, y cual príncipe azul de cuento de hadas comprendió que ante él se encontraba el ser al que llevaba esperando toda su vida, y no nos referimos a la vaca, bella a su manera y que mecía de una forma muy tentadora sus largas pestañas. Tampoco nos referimos exactamente a Sońka, o al menos no a la Sońka que Sońka era a diario. Nos referimos a una Sońka nueva, ignota y olvidada, una Sońka excitante cuya presencia Igor Grycowski percibió y contempló cuando la mirada azul de la viejecita se detuvo en él, primero con cierto temor y desgana, pero enseguida se despejó como el cielo y palideció, se aclaró y resplandeció.

—Buen día —dijo la anciana—. Shto stalaso?8 —añadió, pues a fin de cuentas también a ella le ocurrían a veces cosas imprevistas, también a ella alguna vez la habían abandonado, lastimado, pateado; el mundo no cambia así, sin más, de repente, pero aunque cambiara así, sin más y de repente, seguro que no lo haría a mejor.

—Buenos días —contestó Igor, tratando de estar a la altura de las circunstancias y con la elegancia propia de un polaco de ciudad—. Se me ha estropeado el coche de repente y no puedo contactar con nadie por teléfono. —Tras lo cual añadió, algo turbado, sin razón aparente—. Alemán. Es de allí —Y, al mismo tiempo, señaló con la mano un punto entre el coche y el cielo.

El desamparo del joven, su sinceridad y su belleza —que, objetivamente, ni era para tanto ni tan evidente— cautivaron a Sońka de tal forma que, de manera espontánea, lo invitó a tomar leche fresca, señalando con la cayada primero las ubres de la vaca y después el tejado de la casa, y, de modo implícito, hacia algo que debía encontrarse entre ambos: una taza esmaltada con su correspondiente desconchón ennegrecido. El príncipe asintió:

—Encantado, gracias.

Dejó pasar a Mućka y a la paticoja Sońka, y pisó la colilla con la sandalia. Después, sumido en un estupor que iba en aumento, caminó arrastrando los pies hacia la casa.

La verja, torcida y cubierta de musgo, apenas se sostenía sobre las bisagras herrumbrosas, como si estuvieran en la casa de una hermana de Baba Yaga, la hermana de una amante de la fealdad, que apartaba lo más lejos de su vista todo lo bello y lo nuevo. Igor paseó la mirada por el modesto jardín, por las kastrule9 azules metidas en estacas; por cazuelas que dejaban ver agujeros en sus fondos, negros por el hollín y desgastados por el fuego; por un grupito de gallinas abigarradas que cloqueaban; por un gato pelado que dormía en el umbral; por los palos, las escobas, las horcas y los rastrillos. Al atravesar la verja, al entrar en los dominios de Sońka, Igor se había armado con una varita mágica para cambiar —primero en su mente, a modo de prueba— el destino de su anfitriona.

Entonces, agita su varita: el sol se apaga, cesan los murmullos entre los espectadores, el estreno va a empezar; la luz de un foco saca de la oscuridad a una silueta encorvada. Hace mucho, mucho tiempo…, comienza Sońka, y los espectadores reunidos se dejan llevar por su voz, miran fijamente su rostro; la historia de Sońka los lanza fuera de los límites del tiempo. Después, una ovación cerrada (Igor, discreto, de pie junto a la actriz ancianita, mira las puntas de sus propios zapatos con una modestia demasiado fotogénica), los aplausos duran más de quince minutos, las damas se desmayan, los caballeros no se avergüenzan de las lágrimas que surgen de sus ojos y corren por sus bien cuidadas mejillas. ¡Un éxito total!

Mućka se dirige tranquilamente hacia el establo, avanzando con una pezuña tras otra; Igor se sienta en un banco; Sońka tiene que cambiar la paja para la vaca, ordeñarla, colar la leche, echarla en un bidón, llevar rodando el bidón hasta la entrada de la casa, sobre el banco, donde la recogerán los lecheros; por eso mira con gratitud al educado joven, sentado con las orejas gachas como un conejo. No solo es guapo, también es pensador, piensa ella. Sońka está muy contenta, no comprende de dónde le viene ese alegrón repentino, pero es preciso decir que, desde hacía mucho, muchísimo tiempo, no había sentido tal felicidad.

Mientras Sońka, sin haber debutado aún sobre el escenario, representa el único papel que domina bien —realiza sus tareas en el establo, interpreta blancas sonatas de leche en el interior de un balde, se queja y se mete amistosamente con la res (Mućka, nastupisa, bladzina)10—, Igor medita sobre sí mismo, en concreto, acerca de sus vacíos, que todavía no ha logrado transformar con ayuda de su varita mágica en una familia feliz, unos valores de buena marca, un nivel moral de alta calidad ni en una certeza de que tras la muerte hay otra vida.

Porque, en primer lugar, Igor Grycowski sufre, y su sufrimiento es profundo como una caverna y extenso como un océano, pues a fin de cuentas posee un ego enorme. Si algún día quisiera suicidarse, se podría subir a su ego y saltar desde él. Y, en segundo lugar, porque no encuentra sentido a nada. Sufre de impotencia creativa y si no es eso, pues de lo otro, la inmanencia. No ve ningún sentido en el mundo, ningún objetivo en la vida, pese a emplear medios de ayuda, como drogas, pornografía, literatura filosófica.

De repente, un detalle, un recuerdo, un pequeño fragmento, un residuo: sonríe y saca del paquete otro cigarrillo.

Sońka, una vez acabadas sus faenas, se detuvo delante de la puerta, se quitó las botas de goma.

Pachakajcie11 —dijo antes de entrar en casa.

Un perro viejo y canoso se arrimó contra los pies de Igor, se restregó mimoso, apestaba; en su collar de cuero raído brillaban unas letras metálicas de estilo gótico.

Con cierta dificultad, con repugnancia hacia el perro y las pulgas, las bacterias y los gérmenes, y también hacia la vejez del animal, Igor descifró como pudo la palabra «Borbus».

—Borbus —dijo en voz baja, y el perro alzó los ojos, del color del ámbar, casi color miel, con recuerdos de un pasado lejano hundidos en la resina del iris.

En los cuentos, los animales no son simplemente animales, son criaturas algo inferiores a las personas, pero a la vez mucho más transparentes que estas en los actos que realizan. El perro se tumbó patas arriba e Igor advirtió que Borbus era una perra.

Soy Borbus, la decimosegunda perra con ese nombre en línea directa desde Borbus Primero, apodado el Ario, así llamado por ser un enorme pastor alemán que salvó tres veces la vida a mi ama. Una vez espantó a unos lobos que se acercaron por la noche hasta las ventanas, otra vez descubrió con su olfato un foso lleno de patatas y, por último, desvió la atención de unos soldados y las balas destinadas a Sońka mataron a Borbus Primero, mi padre. Ahora, yo, Borbus Doce, apodada la Última, cuido a mi ama, Sońka la Blanca. No he tenido cachorros y mi linaje se extingue, al igual que se extingue el linaje de Sońka, ella tampoco tiene ya cachorros, nos extinguiremos al mismo tiempo, lo digo yo, Borbus Doce y Última. Y los ángeles descenderán e inclinarán sus cabezas radiantes ante mi ama, y yo ascenderé junto a ella a las arenas de la nada y aullaré en honor del Padre ausente. Aleluya. ¡Guau, guau!

Igor sintió un mareo. No había almorzado y para desayunar solo había tomado un suplemento dietético en forma de dos rayas de cocaína, que sin duda eran bajas en calorías y cuya pureza no iba muy allá. Sus párpados ocultaron los ojos de la perra, que ya no eran color ámbar sino amarillo intenso, como un huevo revuelto recién hecho, como las caléndulas o los pendones de las procesiones ortodoxas. Estoy en un cuento, pensó, un cuento sobre la vida. En otros términos, la vida resulta insoportable. ¿Me salvarán? Al menos me podrían volver a escribir como es debido.

Antes de ser salvado y después ejecutado —porque es el único final posible—, la brasa del cigarrillo le quemó los dedos, el perro se puso de pie, meneó el rabo con tristeza y se fue tranquilamente a su caseta. Sońka apareció en la puerta.

Jadzi na malako, jadzi12 —dijo.

Igor se levantó del banco. En el umbral se quitó las sandalias de ante, tan fuera de lugar, tan suaves al tacto, más caras que una pensión anual. Se dio cuenta de que hacía muchos años que no tenía amistades a las que visitar descalzo, todos ganaban demasiado dinero. Pisó con pies desnudos un zaguán oscuro, frío, que olía a leche fermentada, a tocino y a cebolla, a heno, a chucrut y a humo, a sudor, a jabonadura y a cereales. Tras el siguiente umbral, la cocina: un aparador pintado de azul cielo, una mesa rústica con un hule de flores desgastado, dos sillas, una estufa-cocina de azulejos con lezhayka,13 un taburete con un balde de agua, un suelo de madera cubierto con pintura marrón al aceite; en la esquina derecha, un icono; en las paredes encaladas dos pequeños tapices con frases escritas en polaco, una lengua medio extranjera para Sońka, por la cual en realidad sentía indiferencia: «Si el agua es fresca, el vigor aumenta» y «Cuando es la dueña quien cocina, los platos saben de maravilla».

—¿No tiene aquí cañerías ni sistema de desagüe? —preguntó Igor.

—Pa shto?14 —contestó ella—. ¿Para que se me pudra la casa por el fregadero de la cocina? ¿Para dormir bajo el mismo techo que mi propia mierda?

Cuando Igor atravesó el umbral de la cocina, Sońka miró al inesperado huésped y comprendió, en una revelación cerúlea y llamativa como el rojo de un camachuelo, que había buscado a aquel hombre durante muchos años, desde hacía tiempo, desde el final de la guerra que resultó ser el final de la vida de Sońka. La guerra la había destruido, pero no la había derrotado. Sońka comprendió que no miraba a un príncipe, sino al ángel de la muerte; comprendió que podría contarle su historia, exponer sus actos para que fueran examinados. Comprendió que con sus últimas palabras se apagaría en su interior una lucecita débil y temblorosa: y conversaron largo y tendido hasta que se hizo de noche y después no vivieron muchos, muchos años ni fueron felices al final, más allá de la memoria. Sońka comprendió por qué se había alegrado tanto: un ángel había atravesado su puerta, un ángel auténtico y no uno mendigado en la iglesia; la mismísima raíz etimológica de «ángel», el mensajero, el malak, el anuncio de la muerte.

Sońka señaló una silla, el príncipe se sentó sin decir palabra y ella, feliz, sirvió leche en una taza esmaltada, puso sobre la mesa unas tortitas de harina preparadas esa misma mañana y sacó del aparador su mayor tesoro, reservado para los invitados más importantes, como el bachiushka15 o el propio Dios: una caja de metal con bombones.

La había comprado tres años antes, tenía forma de corazón con un hermoso rótulo dorado: «E. Wedel». Había pasado medio año, más o menos, observando aquella caja en la tienda, tan maravillosa, tan cara e inalcanzable. La miraba y se imaginaba que algún día ese corazón rojo acabaría ocupando un lugar en su casa, sobre su aparador, encima del mantelito de ganchillo, junto a los dientes. La deseaba y a menudo soñaba con ella por las noches, mientras la saliva le resbalaba sobre la almohada. Hasta que un día pidió los bombones. La tendera, la hija de Irka, de Mieleszki, se quedó con la boca abierta:

Vy, Sońka zdureli16 —le dijo.

—Quizá me haya vuelto idiota —contestó Sońka—, pero ya tengo unos añitos, hago lo que quiero, los médicos me dieron los papeles de la pensión. ¿No te da vergüenza?

Sońka quitó el plástico que cubría el corazón para poder abrir ambos: primero aquel rojo con el rótulo dorado y bombones dentro, y después ese otro reseco como una nuez y mudo como un cisne, situado entre las costillas y sin la firma de sus creadores. Sońka no recordaba a su madre en absoluto. Se murió en el posparto, en una época en que el cuerpo de las mujeres no descansaba: al igual que la tierra de cultivo, debía ser fértil, y engendrar cada año. El óvulo divino producía un nuevo ser viviente que venía al mundo y, por lo general, se dejaba llevar al cielo un poco después, siempre y cuando la bautizara el pope y Dios la aceptara —con ellos nunca se sabe, tan voraz el uno como el otro—. Antes de la guerra no tenían allí coches y ahora, aunque los hay, se les tiene que echar gasolina, que cuesta lo suyo. Antes de la guerra, Isus Chrystus era más barato y más accesible, pues el medio de transporte del bachiushka comía hierba, y la hierba crecía gratis.

Igor trazó con el pie un círculo sobre la esterilla multicolor de ganchillo y le dio un trago a la leche, que no se parecía más que en el color a la de los cartones, porque tenía un sabor extraño, un sabor y un olor a un animal de sangre caliente, no a estériles procesos productivos. Cogió un bombón con algo verdusco por encima, seguramente un pistacho, pensó.

Patom razpalu u piechy —dijo Sońka y se sentó frente a su invitado.

—En polaco se dice «después enciendo el fuego en la cocina» —la corrigió Igor con un genuino lenguaje de ciudad.

Porque Igor ocultaba a toda costa su verdadera infancia, la coloreaba, se avergonzaba de ella de manera consecuente, la había olvidado escrupulosamente, la había repudiado y enterrado. Una infancia que había pasado con sus abuelos en un pueblo cercano. Se llamaba, y aún seguía llamándose, Wysranka —«el cagadero»—, porque allí donde vivieron sus bisabuelos y sus abuelos se acababa el mundo, y ni siquiera el mundo, porque en otros fines del mundo había palmeras, montañas de hielo, desiertos de arena; por contra, aquel fragmento de la región de Podlasie —otro mundo aparte— había encontrado su punto final justo allí: en la línea de los abetos y en la última casa, construida antes de la época del general Sławoj —ministro del Interior en el período de entreguerras—, que elevó el nivel higiénico del país mediante un decreto sobre las obligaciones de todos los culos. Y es que el general Sławoj consideraba que en la renacida Polonia también el culo tenía sus derechos personales e intransferibles: les correspondía el derecho a cagar tranquilamente en una caseta de madera separada de la casa, bautizada como sławojka en honor del general. En cambio, antes del decreto la gente se iba entre los árboles de las lindes del pueblo, justo en Wysranka, siguiendo fielmente la máxima de que el culo tira a la sombra, igual que la cabra tira al monte. ¡Y cuidado con lo que pasa entre las piernas!

Sońka

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