Читать книгу Sońka - Ignacy Karpowicz - Страница 9

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—Deliciosas tortitas —dijo el príncipe con la boca llena.

Sońka contestó con una sonrisa, una sonrisa completa, puesto que los dientes habían ido desde el aparador hasta su sitio correspondiente.

—Soy Igor —comentó, aunque sin mencionar nada sobre su reino, sobre Varsovia y las tablas del escenario, sobre torres de cristal y princesas que van ciegas de química y alcohol, sobre el público, sobre un vacío más doloroso que las pullas de los críticos.

Soy Igor, poseo en mi cuenta corriente esto y aquello, tengo no sé cuántos premios y más, sin contar las nominaciones, que también importan lo suyo, aquí no, pero allí sí. Soy Igor, mis admiradores me dan su número de teléfono mientras que mis detractores se burlan y conspiran a mis espaldas, y las noches son largas, debido al resplandor de las luces de la ciudad. Soy Igor, y a decir verdad no he hecho nada todavía, todo es ceniza, las cenizas lo son todo, están por doquier, en los pulmones y en la nariz, bajo los párpados y en la boca, irritan la garganta como el humo de un cigarrillo y así será hasta el final: basta con soplar un montoncito y no habrá ni siquiera The end.

Poseo un piso muy caro, en él tengo antigüedades y sobre estas no hay ni rastro de polvo gracias a una ucraniana que le pasa el paño a todo cada semana; yo soy el único objeto físico del piso al que no le da un repaso.

Soy Sońka, mi perra, Borbus Doce y Última, me llama la Blanca, por mis cabellos canosos, los pocos que aún están enganchados a la osamenta de mi cráneo. Tengo una vaca, Mućka; un perro; unas cuantas gallinas, y un gato, Jozik. No tengo parientes, no poseo bienes, no tengo nada, aunque eso carece de importancia, porque a fin de cuentas no podré llevarme nada en mi último viaje: ni a Mućka, ni a Borbus, ni a Jozik. ¿Para qué quiero otras cosas si lo que tengo no me lo puedo llevar conmigo?

De este modo podrían haber conversado la primera vez, Igor frente a las tortitas, Sońka con un bombón entre sus dedos huesudos, cuidadosamente escogido. La primera versión fue después reescrita muchas veces, porque las palabras no pronunciadas también son palabras y la mierda no cagada, mierda. Tal es la naturaleza de todas las cosas.

Agosto del cuarenta y uno, hace un millón y pico de años, antes del Diluvio como quien dice, hace mucho, mucho tiempo. Yo era joven, tenía dos hermanos mayores, Witek y Janek, tenía toda la vida por delante, las manos ajadas de tanto trabajar, pequeñas alegrías, sentimientos ocultos, me gustaba doblar la lengua en U y hacerme trenzas. Ni siquiera era capaz de odiar hasta la médula a mi padre. Dzichia lubi jak dushu, a trasi jak jrushu,17 decía antes de empezar a pegarme, aunque yo prefería que me pegara a que me amara, pues al fin y al cabo era más fácil soportar los golpes de mi padre que su amor, sobre todo porque me amó desde el momento en que florecí. Mi padre me tenía echado el ojo desde que yo era pequeña. Mataste a mi esposa, ahora expía tu culpa, me decía. ¡Pero si yo jamás le habría hecho daño a mi madre! ¡Ni siquiera llegué a conocerla!

Ni los más viejos del lugar recordaban un agosto como aquel, todo crecía fuerte, hermoso, y parecía que ese crecimiento no tenía límites, como si el buen Dios hubiera decidido aumentar las dimensiones del mundo, como si quisiera que todo fuera más grande a partir de ese agosto. Y lo era. Incluso yo empecé a estar en las nubes: el cielo se combaba de tal forma bajo el peso de las estrellas que se apoyaba en el pañuelo que yo llevaba en la cabeza, anudado en la nuca o bajo la barbilla. Aquel agosto el sol casi no se ponía y el río apenas fluía, llevaba más peces y cangrejos que agua. Las abejas volvían caminando a las colmenas, por la arena y la hierba, tan cargadas de polen que eran incapaces de levantar el vuelo. A las gallinas se les amontonaban los huevos, cada uno con dos yemas y un polluelo. El molino de mano iba muy suave, porque el calor lo engrasaba. El grano y las patatas fermentaban en tres días y te emborrachaban en un cuarto de hora.

Nunca antes la vida había sido tan fácil para nosotros: ni como parte de Prusia, ni en ninguna Rusia (la zarista y la soviética), ni en la oligárquica Polonia, tal como aseguraban los ancianos. Sabíamos que ahora éramos súbditos de Hitler, Adolf. Según se rumoreaba, Adolf Hitler era la encarnación del mal, era el mal en sí mismo, porque nos odiaba tanto como a nuestros vecinos, aunque en realidad no sabía absolutamente nada de nosotros, lo cual no resultaba muy fastidioso porque la nueva guerra había trazado una amplia curva para evitar la aldea. Aquella era una época de muchas guerras, ninguna de las cuales era nuestra. Los polacos se habían peleado con los alemanes y los rusos, y ahora, los rusos contra los alemanes, pero esto nos incumbía más bien poco, porque no éramos de los suyos, no éramos de ninguno, solo de nosotros; quizá más allá sí, en Białystok, pero no aquí; a lo mejor un poco en Gródek, pero no en Królowe Stojło. El fin del mundo tiene la ventaja de que pocas veces llega hasta allí la guerra, lo normal es que aparezca en forma de fugitivos andrajosos, ecos deformados y un trueno que atraviesa lentamente el horizonte. En cambio, cuando llega, lo hace de un modo aterrador. Más tarde pudimos experimentarlo nosotros mismos.

Aquel día, después de acabar las faenas en la casa, salí a sentarme en el banco, sola, porque mis hermanos se habían esfumado, supongo que con las hijas de los Gryk, y mi padre se había ido a casa del vecino. Allí estaba sentada conmigo misma, mientras el sol trenzaba sus rayos, proyectaba reflejos sobre la madera y producía sonidos, como los de la carcoma, en las hojas verdes y en mi vestido de pequeños nomeolvides. Porque no sé qué ventolera me dio, pero el caso es que llevaba mi mejor vestido, el de ir a la iglesia, a las bodas y a los entierros. No comprendo en qué pensé para ponérmelo. Y allí estaba sentada, limpia y arregladita, un poco triste y bastante cansada, sin la menor idea de cómo vivir el resto de mi vida. Mi padre no quería casarme con ningún buen hombre, me necesitaba como sustituta de mi madre.

Si mi padre me hubiera visto, nos habría puesto a caldo a mí y mi madre, que en gloria esté. Pero mi padre se había ido donde el vecino y eso significaba que volvería de noche. Primero sentí el delicado temblor del aire: sus capas pesadas y transparentes se pusieron a ondear, empezaron a separarse, a despegarse unas de otras como el esmalte de los dientes, y perdieron su transparencia. El aire se volvió opaco. Después —digo «después», aunque esto sucedió hace mucho, mucho tiempo—, después en la carretera de arena se levantaron pequeñas columnas de polvo, que se quedaba en lo alto y que no dejaba de saltar desde el suelo, como si la carretera fuera una criba que separara el salvado del grano, como si desde debajo alguien creara remolinos de aire soplando a través de una paja.

Escuché un sonido similar al que hace un enorme enjambre de abejas que busca un sitio para construir una colmena. El sonido fue aumentando, se acercaba y las columnas de polvo giraban creando formas confusas color pardo, como bolas de pelo del gato al que me gustaba cepillar. Me asusté. La tierra temblaba. Un estruendo de motores y el rechinar de trozos de metal chocando entre sí irrumpieron de repente con mucha más fuerza, y entonces apareció un camión gris por la curva y tras él otro y otro. También llegaron semiorugas y se apoderó de mí un miedo cerval, como el de una lombriz cortada por una pala.

Fue como si desaparecieran los colores, como si todo se hubiera cubierto de ceniza. Miré la tela de mi mejor vestido, que ya no parecía el de las ocasiones especiales con pequeños nomeolvides, sino que estaba sucio y era normal y corriente: las florecillas se habían marchitado, el parterre estaba cubierto de ceniza. Me eché a llorar y las lágrimas debieron de llevarse la grisura y la ceniza del mundo, porque me atreví a mirar las caras de los hombres sentados en las cajas y en las cabinas de los camiones y de los demás vehículos.

Me resultaban muy parecidos unos a otros, como si los hubiera traído al mundo la misma madre, grande y trabajadora. Tenían rostros hermosos pero toscos, de piel dorada y rosácea; el pelo, claro como el marco de un icono; los ojos, del color de la tela de mi vestido; los cuerpos, atléticos. Su aspecto era magnífico, amenazante y noble; como si se hubieran perdido en aquel rincón del mundo, como si se encontraran allí por equivocación, como si hubieran abandonado por un momento la verdadera historia, como si fueran la encarnación de un error, de un rumor que aún no corría de boca en boca.

Aquellas caras soleadas se expandían como una estela de luz y los detalles se difuminaban. Antes de que se posara el polvo y regresaran los colores, se detuvo ante mí una motocicleta. Era grande, tenía una tercera rueda a un lado y una especie de cuna, de un negro reluciente, similar al caparazón de un escarabajo. De la moto se bajó una figura. Me persigné tres veces y agaché la mirada, porque me pareció que se trataba del diablo o de su criado; vestido de cuero negro, incluso su cara estaba cubierta por unas extrañas gafas, y si no le vi el rabo fue porque venía hacia mí de frente.

Se acercó al banco, se detuvo, vi las puntas de sus botas polvorientas. Empezó a decir algo, pero hablaba de una manera horrible, no pude entender ni jota de lo que quería, hablaba en algún dialecto bronco del infierno. En ese idioma suyo se tronchaban los troncos de abedules jóvenes, se rompían los cabrios y nada casaba con nada, sino que todo se separaba de todo. Rogué a Dios que se llevara de mi lado al maligno, rogué y rogué apretando con fuerza los ojos, hasta que empezaron a dar vueltas ante mí hogazas de pan anaranjado. Después de eso todo quedó en silencio y noté que me tocaba la piel desnuda de otra persona. Olía a almidón. Pensé que mi madre había vuelto para levantar mi cara hacia la carretera, que el mal se había alejado, barrido por completo por la falda de mi madre, incluidas la moto y la figura negra.

Dejé que aquella piel desconocida me agarrara por la barbilla y volviera mi cara hacia el sol. Entonces mis ojos se hundieron en otros, los más azules, profundos y alegres, enormes, brillantes y terriblemente tristes. Pensé que así debía de ser el mar del que oí hablar una vez a los judíos de Gródek. Eso fue lo que pensé, agua sin límites que no era posible cruzar a nado, había que ahogarse, y un momento después empecé a sollozar porque comprendí que estaba hechizada, fascinada y enamorada, para lo bueno y para lo malo. Comprendí que el Señor acababa de poner su sello, pude oler la cera del sello. Dios había unido nuestros destinos, el de aquel hombre con ropa de cuero negro y el mío, con mi vestido de flores.

El hombre, señalándose su corazón con la mano, dijo:

—Joachim.

Me miró.

—Joachim —repitió—. Und sie?

Noté que me ruborizaba. Aún me quemaba en la barbilla el roce de su piel. Aún me ardían las huellas de mis lágrimas.

—Sońka —contesté lo más bajo posible, aunque él me oyó.

—Sońka. —Sonrió—. Sehr gut.

Se acercó a aquella cuna negra a un lado de la motocicleta y sacó algo de ella. Me dio un cachorrillo peludo que dormía: un pequeño perro lobo rojizo. También me dio un precioso collar de piel.

Sońka und Joachim —dijo, y después se subió a la moto y se alejó, levantando una polvareda.

Me quedé allí con el perrito dormido. No sabía qué hacer. Me sentí como una semilla sembrada en un campo de piedras. Giré con los dedos el collar para intentar descifrar las extrañas letras de estilo antiguo. No se me daba muy bien leer, sabía lo poco que me había enseñado el pope, y además aquellas no eran las letras que yo conocía, porque las que hay en nuestra iglesia se parecían a sillitas. Pero por algún milagro conseguí leerlas.

—Borbus —dije, y el cachorro levantó su hocico hacia mí.

Así recibió su nombre: Borbus Primero.

—Borbus —dijo en alto Igor.

—Borbus —repitió Sońka, y se levantó para servir más leche.

Y al otro lado de la ventana, la susodicha Borbus, Borbus Doce, se calentaba al sol y gañía. Igor, en su mente, soltó el bolígrafo, la hoja de papel, el móvil, el dictáfono y el extracto bancario electrónico donde apuntaba el relato de Sońka. Se preguntaba si debía acentuar el dialecto de uno u otro lugar —dependiendo de si la perspectiva era la del sitio donde se hallaba en ese momento o si era la de Varsovia— y si eliminar ciertas frases hechas, metáforas y comparaciones demasiado urbanas que a Sońka nunca se le habrían ocurrido. ¿O quizá sí?

Bueno, pensó, pero debo hacer hincapié en el carácter universal de esta historia, de este relato que presiento, pero que aún no conozco. Esta historia debe ser comprensible sobre todo para los demás y entonces también será comprensible para mí.

Bebió un poquito de leche.

—Así que usted se llama Sońka —comentó—. Yo soy Igor. Igorek para los amigos.

Sońka pensó que ese nombre no existía, al menos allí. ¿Sería quizás Ihar? En el idioma de Sońka no había letra «g». Daba igual; sonrió mostrando su hermosa prótesis, señaló su pecho con la mano verrugosa y dijo:

—Sońka. Sońka.

Hemos conocido nuestros nombres, pensó él, haciendo cierta concesión a la mentira.

Y después lo asaltaron pensamientos tristes.

Sońka callaba. Sentía una felicidad y una satisfacción que se extendían por aquel cuerpo suyo olvidado y conducido a una vía muerta. De nuevo, en agosto ocurría algo importante, algo que otra vez iba a ser definitivo. Se levantó, fue al dormitorio, sacó de un baúl un harapo enrollado y se lo dio con timidez al visitante.

Na, pahladzi18 —dijo en alto.

El hombre no se apresuró a desdoblar el trapo. Primero lo sopesó en sus manos, medio sorprendido, medio intrigado. No pesaba mucho, pero en definitiva lo importante no pesa mucho, exactamente igual que lo no importante. Por eso resulta tan fácil confundir lo uno con lo otro, confundirse y perderse.

Igor miró aquella tela medio deshecha. Tenía entre sus manos un ramillete de flores secas, un trapo sucio y raído con una gran mancha color bronce. Concentró su mirada en esa mancha: ¿café, cacao?

Heta yaho krou19 —dijo Sońka en voz baja.

Le di al cachorro leche con un trozo de pan mojado en ella. Tenía miedo de que mi padre no me dejara quedarme el regalo. Volvió muy borracho, tanto que ni siquiera me pegó, sino que se tiró sobre el jergón y se durmió como un ceporro. Deseé que en su sueño tuviera una muela de molino atada a su cuello y que el peso lo arrastrara a los abismos; que mi padre sintiera la noche y el frío, murciélagos en el pelo y sanguijuelas en los párpados, que se asustara y regresara cambiado, que fuera bueno con Janek y Witek, conmigo y con nuestros animales.

Porque mi padre era un demonio. Los demonios se habían apoderado de él, unos muy trabajadores y de fervientes rezos. Mi padre no se diferenciaba de otros padres, en los pueblos de por aquí los demonios crecen en tal cantidad que ni siquiera un camello entraría en el paraíso.

No podía dormirme. Todo en mí había cambiado. Por eso salí de casa y fui al banco en el que había estado sentada unas horas antes; hace mucho, mucho tiempo. Desoí la orden de mi padre: Pa nochy tolki katy i bladzi laziać,20 solía decir. Tenía miedo de esa arbitrariedad suya, pero más miedo aún me daba mi propio coraje. Todo había cambiado en mí. Era la misma y a la vez otra completamente distinta, vuelta del revés como un vestido con lo de dentro hacia fuera. Temía más el futuro que la furia de mi padre, porque la furia la conocía, pero el futuro no. Miré al cielo. Vi la bóveda con millones de estrellas. Mi Dios, recé, tienes millones de estrellas, dame una, la más pequeña, hazla fugaz, impúlsala con el dedo o con un estornudo y yo pensaré un deseo. La estrella más pequeñita; puede estar desconchada, no importa, pero dámela, te lo suplico.

Se ve que mi mamá intercedió por mí ante el Todopoderoso, porque escogió una estrella, que quizá no fuera grande pero sí muy bien hecha y casi nueva, y la empujó para que pasara fugaz sobre la tierra. Cerré los ojos y pensé un deseo. Tuve los ojos cerrados durante un buen rato y mi deseo grabó a fuego una señal en mi corazón. Fue un deseo como la tapa de un ataúd. Un deseo muy corto, una palabra a lo sumo, o quizá menos.

—Joachim —dijo Igor, rememorando con voz tranquila el eco del deseo ansioso y desdichado de Sońka.

Sońka miraba ahora con ojos muy abiertos al joven de la ciudad, de piel dorada y cuyos cabellos empezaban a escasear, con una calva que avanzaba como un río apacible; un chico de olor elegante y sin manchas de sudor debajo de las axilas, que había envejecido y se hacía cada vez más transparente e incluso quizá más juicioso a medida que pasaban los minutos. Un chico que había venido desde la lejanía más invisible para escuchar, comprender y despedir a Sońka. Un joven con un algo que daban ganas de llevárselo a casa, aunque no se sabe si para mucho tiempo.

Sońka lo miraba y no podía apartar la vista, los agujeros de su nariz aspiraban el olor a almidón de hacía un millón de años, sus ojos veían aquella estrella anterior al Diluvio, muy bien hecha y que no estaba en absoluto desconchada, pues al fin y al cabo el deseo —una palabra a lo sumo, o quizá menos— se cumplió de inmediato.

Y del ojo derecho de Sońka, al que los años habían borrado el color, surgió una enorme lágrima. No corrió deprisa; primero se formó lentamente, poco a poco, para al final desprenderse a duras penas. No era una lágrima transparente, sino lechosa. No era una lágrima empapada, sino tan solo un poco húmeda. En realidad, aquella lágrima era un grano de sal. Avanzó siguiendo las arrugas del rostro de Sońka, como una oruga por una hoja vieja y retorcida, sin esperanza de metamorfosearse o transformarse; hasta que al final, rodeando los labios, cayó desde la barbilla al suelo, donde se desintegró en polvo de sal.

Y cuando de la lágrima solo quedó un polvillo, entonces el ojo derecho de Sońka recuperó el color. Se volvió azul, un azul profundo y alegre, brillante y triste.

Sońka

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