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Prefacio

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Los Åkerblom eran una familia muy amiga de ­fotografiarse. A la muerte de mis padres, heredé un buen número de álbumes; los primeros, de mediados del siglo xix; los últimos, de principios de los años sesenta. Hay sin duda una enorme magia en esas imágenes, sobre todo si se examinan con ayuda de una lupa gigantesca: rostros, rostros, manos, posturas, ropas, joyas, rostros, animales domésticos, vistas, luces, rostros, cortinas, cuadros, alfombras, flores de verano, abedules, ríos, peinados, granos malignos, pechos que despuntan, majestuosos bigotes, esto puede continuar ad infinitum, así que será mejor parar. Pero, sobre todo, los rostros. Me meto en las imágenes y toco a las personas, a las que recuerdo y a aquellas de las que no sé nada. Esto es casi más divertido que los viejos filmes mudos que han perdido sus textos explicativos. Yo me invento mis propias pautas.

Ya desde la autobiográfica Linterna mágica me ha venido rondando la idea de hacer una película sobre los años jóvenes de mis padres, sobre los comienzos de su matrimonio, sus esperanzas, sus fracasos y su buena voluntad. Miro las fotografías y siento una fuerte atracción hacia esas dos personas que en casi todos los aspectos son tan diferentes de los seres medio esquivos y de míticas dimensiones que dominaron mi niñez y mi juventud.

Puesto que el cine y la imagen son mi forma especial de expresarme, empecé a dibujar de modo bastante vago un modelo de acción basado en testimonios, documentos y, como ya he dicho, fotografías. En mi representación anduve por las calles de Upsala cuando Upsala era una pequeña ciudad universitaria, apartada y medio dormida. Estuve en Dufnäs, en Dalecarlia, cuando Våroms, la finca de veraneo de mis abuelos maternos, era todavía un paraíso especial e ilusorio alejado de las carreteras.

Escribí como estoy acostumbrado a hacerlo desde hace cincuenta años: de forma dramática, cinematográfica. En mi representación los actores pronunciaban sus réplicas en un escenario intensamente iluminado, rodeados de unos decorados algo difuminados pero maravillosamente claros. En el centro de esta notable puesta en escena se movían mi madre y mi padre, personalizados por Pernilla Östergren y Samuel Fröler.

No pretendo afirmar que haya sido siempre respetuoso con la verdad en mi narración. He exagerado, añadido, quitado y cambiado de orden. Pero, como suele ocurrir en este tipo de juegos, el juego ha resultado seguramente más claro que la realidad.

Como, sin el menor asomo de amargura, sabía que no iba a dirigir mi saga, fui más minucioso que de ordinario en mis descripciones, hasta en las de detalles bastante ­insignificantes, incluso en cosas que nunca podría registrar una cámara, salvo, tal vez, como sugerencias a los actores.

De esta manera se fue desarrollando la historia durante un verano en Fårö. Fui tocando con cuidado los rostros y los destinos de mis padres y me parece que aprendí mucho de mí mismo. Mucho que ha estado escondido bajo capas de represiones polvorientas y formulaciones conciliadoras carentes de sentido.

Este libro no se ha adaptado ni en una sola coma a la película. Se ha mantenido como fue escrito: las palabras se yerguen incontestables y ojalá vivan su propia vida, como una representación propia en la mente del lector.

Ingmar Bergman

Fårö, 25 de agosto de 1991

La buena voluntad

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