Читать книгу La buena voluntad - Ингмар Бергман - Страница 8

i

Оглавление

Elijo un día de invierno primaveral a principios de abril de 1909. Henrik Bergman acaba de cumplir veintitrés años y estudia Teología en la Universidad de Upsala. En este momento va subiendo por la calle Östra Slottsgatan camino de Drottninggatan y el hotel Stad, donde va a encontrarse con su abuelo paterno. Aún queda nieve en la cuesta del castillo, pero el aguanieve corre por los arroyos y las nubes desfilan en procesión.

El hotel es un edificio alargado de dos plantas, agazapado bajo la catedral. Los grajos graznan alrededor de las torres y un pequeño tranvía azul va bajando la cuesta con cuidado. No se ve un alma. Es sábado por la mañana, los ­estudiantes ­duermen y los profesores preparan sus conferencias.

Sentado en la recepción hay un hombre entrado en años y de mirada distinguida, leyendo el periódico Upsala Nya. Hace esperar a Henry un conveniente número de instantes, dobla a continuación la página y dice con cortesía nasal que sí, que el abuelo del señor lo espera en la habitación 17, por la escalera de la izquierda. Seguidamente se ajusta los quevedos y vuelve a la lectura. Se oyen ruidos y voces de mujer en la cocina. Un olor acre a cigarro apagado y a arenque frito se funde con el humo de una poderosa estufa de carbón que retumba en un rincón.

El impulso de Henrik es huir, pero las piernas lo suben por la crujiente y alfombrada escalera de madera y lo conducen a través del pasillo amarillento hasta la puerta 17. Junto al umbral están las botas recién lustradas del abuelo. Henrik respira profundamente antes de llamar. Una voz sonora, bastante clara, dice pasa, pasa, está abierto.

La habitación es grande, con tres ventanas que dan al patio empedrado, a las cuadras y a los todavía desnudos olmos. En la pared larga hay dos camas con los cabeceros de caoba. En la pared de enfrente campea el lavabo con la palangana, las jarras y unas toallas bordadas en rojo. El mobiliario se completa con un tresillo y una mesa redonda sobre la que hay una bandeja de desayuno. Sobre las tablas nudosas del suelo se extiende una gastada alfombra de incierta procedencia oriental. En el empapelado marrón y de suave dibujo de las paredes cuelgan grabados de cobre con motivos de caza.

Fredrik Bergman se levanta trabajosamente del sillón y va al encuentro de su nieto. Es un hombre alto, más alto que el muchacho, fuerte y huesudo, de nariz grande, pelo gris y corto, patillas, pero sin barba ni bigote. Tras la montura de oro de las gafas miran los ojos azul oscuro con los cercos un poco enrojecidos. Extiende una mano fuerte con las uñas rotas, pero limpias. Ambos hombres se saludan sin sonreír. El viejo le señala a su nieto una silla de gastada funda y patas torneadas.

Fredrik Bergman permanece de pie contemplando a Henrik con curiosidad, pero sin complacencia. Henrik mira a través de la ventana. Un carro arrastrado por dos caballos rueda con estrépito sobre los adoquines del patio. Cuando se calla el ruido, toma el abuelo la palabra. Habla de modo meticuloso y claro, como quien está acostumbrado a hacerse entender y obedecer.

fredrik bergman: Como ya sabrás, tu abuela está enferma. La operó hace unos días el doctor Oldenburg en el Hospital Clínico. Dice que no hay ninguna esperanza.

Fredrik Bergman calla y se sienta. Sigue con la punta del bastón los dibujos de la alfombra, parece muy interesado en ellos. Henrik endurece su corazón y se muestra indiferente. Su hermoso rostro está tranquilo, los ojos grandes de un azul suave, la boca fuertemente apretada bajo el cuidado bigote: yo no diré ni una palabra, yo a escuchar, ese hombre que está ahí no tiene nada importante que decirme. El abuelo carraspea, la voz es firme; el habla, lenta y clara con una sombra de acento.

fredrik bergman: Tu abuela y yo hemos hablado bastante de ti estos últimos días.

Alguien ríe en el pasillo andando a paso rápido. Un reloj da los tres cuartos.

fredrik bergman: Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que cometimos una injusticia con tu madre y contigo. Yo sostengo que cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su vida y de sus propios actos. Tu padre rompió con nosotros y se trasladó a otro sitio con su familia. Fue su decisión y su responsabilidad. Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que debíamos habernos ocupado de ti y de tu madre cuando murió tu padre. Mi opinión era que él había hecho su elección, tanto para sí mismo como para su familia. La muerte, a ese respecto, no cambia nada. Tu abuela siempre ha dicho que hemos sido despiadados, que no nos hemos comportado como buenos cristianos. Ese es un razonamiento que yo no entiendo.

henrik (de súbito): Si usted me ha llamado para explicarme su postura respecto a mi madre y a mí, le diré que la sé y la he sabido siempre. Cada cual responde de sí mismo. Y de sus actos. En eso estamos de acuerdo. ¿Puedo irme ahora? Es que tengo que preparar un examen. Siento que mi abuela esté enferma. Quizás usted sea tan amable de saludarla de mi parte.

Henrik se levanta y mira a su abuelo con un desprecio tranquilo y sincero. Fredrik Bergman hace un gesto de impaciencia que se propaga a través de todo su corpachón.

fredrik bergman: Siéntate y no me interrumpas. No voy a extenderme mucho. ¡Que te sientes, digo! Tal vez no tengas ningún motivo para quererme, pero eso no significa que tengas que ser maleducado.

henrik (se sienta): ¿Y bien?…

fredrik bergman: Tu abuela me ha dicho que hable contigo. Dice que es su último deseo. Dice que vayas a verla al hospital. Dice que quiere pedirte perdón por todo el daño que yo y ella y nuestra familia os hemos hecho a ti y a tu madre.

henrik: Cuando yo era un recién nacido y mi madre viuda, hicimos el largo camino desde Kalmar hasta su finca en busca de ayuda. Nos asignaron dos cuartuchos en la ciudad de Söderhamn y una pensión de treinta coronas al mes.

fredrik bergman: Fue mi hermano Hindrich quien se ocupó de las cosas prácticas. Yo no tuve nada que ver con el arreglo económico. Tu abuela y yo vivíamos en Estocolmo durante el año legislativo.

henrik: Esta conversación no tiene el más mínimo sentido. Además, es penoso tener que ver cómo un señor mayor, al que siempre he respetado por su falta de humanidad, pierde la cabeza de repente y se pone sentimental.

Fredrik Bergman se levanta y se coloca frente a su nieto. Se quita las gafas de oro con un gesto iracundo.

fredrik bergman: No puedo volver al lado de tu abuela diciéndole que te niegas. No puedo volver junto a ella diciéndole que no quieres ir a verla.

henrik: Pues a mí me parece que no hay otra salida.

fredrik bergman: Voy a proponerte una cosa. Yo sé que tus tías, las de Elfvik, os han concedido un préstamo para que puedas arreglártelas aquí, en Upsala. También sé que tu madre se gana la vida dando clases de piano. Te ofrezco la cancelación del préstamo y una pensión adecuada para tu madre y para ti.

Henrik no contesta. Contempla la frente del anciano, sus mejillas, la barbilla en la que hay una pequeña herida producida al afeitarse por la mañana. Observa la gran oreja, el ­pulso que late en la garganta por encima del cuello ­almidonado.

henrik: ¿Qué quiere usted que le conteste?

fredrik bergman: Te pareces mucho a tu padre, ¿sabes, Henrik?

henrik: Eso dicen, sí. Mi madre lo dice.

fredrik bergman: Yo nunca pude entender por qué me odiaba tanto.

henrik: Ya me he dado cuenta de que usted nunca lo entendió.

fredrik bergman: Yo fui campesino y mi hermano sacerdote. Nadie nos preguntó nunca lo que queríamos o lo que no queríamos. ¿Por qué ha de tener tanta importancia?

henrik: ¿Importancia?

fredrik bergman: Yo nunca he sentido ni odio ni amargura hacia mis padres. O tal vez lo haya olvidado.

henrik: ¡Qué práctico!

fredrik bergman: ¿Qué dices? ¡Ah!, práctico. Sí, ¿por qué no? Tu padre tenía unas ideas muy vivas sobre la libertad. Siempre estaba diciendo que debía «tener su libertad». Y así se convirtió en un boticario arruinado en Öland. A eso se redujo su libertad.

henrik: Está usted burlándose de él. (Silencio).

fredrik bergman: Bueno, ¿qué dices de mi oferta? Yo costeo tus estudios, le paso una pensión mensual y vitalicia a tu madre y os cancelo el préstamo. Lo único que tienes que hacer es ir al Hospital Clínico, a la sección doce, y reconciliarte con tu abuela.

henrik: ¿Cómo puedo fiarme de que no me engaña?

Fredrik Bergman se ríe brevemente. No es una risa amable, pero hay aprecio en ella.

fredrik bergman: Mi palabra de honor, Henrik. (Pausa). Te lo daré por escrito. (Alegremente). Hagamos un contrato. Tú decides las cantidades y yo firmo. ¿Qué te parece, Henrik? (Súbitamente). Tu abuela y yo hemos vivido juntos casi cuarenta años. Y ahora duele, Henrik. Duele mucho. Los dolores físicos son enormes, pero pueden calmárselos en el hospital, al menos por ahora. Lo difícil es que sufre espiritualmente. Y lo que yo te pido es un minuto de compasión. No para mí, no. Para ella. Vas a ser sacerdote, ¿no, Henrik? Algo sabrás del amor, del amor cristiano. Para mí eso no es más que palabrería y subterfugios, pero para ti eso del amor tiene que ser real. Apiádate de un ser humano, enfermo y atormentado. Te daré lo que quieras. Tú decides cuánto. No regateo. Pero tienes que ayudar a tu ­abuela en su sufrimiento. (Pausa). ¿Oyes lo que digo?

henrik: Vaya junto a la mujer que llaman mi abuela y dígale que vivió toda su vida al lado de su esposo sin ayudarnos ni a mi madre ni a mí. Sin enfrentarse a usted. Sabía de nuestra indigencia y nos mandaba pequeños regalos para las fiestas de Navidad y los cumpleaños. Dígale a esa mujer que ha elegido su vida y su muerte. Mi perdón no lo tendrá nunca. Dígale que la desprecio a causa de mi madre y de mí mismo de la misma manera que lo aborrezco a usted y a la gente de su calaña. Yo nunca seré como usted.

Fredrik Bergman agarra con fuerza el brazo del muchacho y lo sacude despacio. Henrik lo mira.

henrik: ¿Piensa pegarme, abuelo?

Se libera y sale lentamente de la habitación, cierra la puerta con cuidado y se aleja por el oscuro pasillo. Unas lámparas de gas parpadean en la tenue luz diurna desde tres ventanas sucias allá arriba, bajo el tejado.

La primera semana de mayo Henrik se va a examinar de Historia de la Iglesia con el temible profesor Sundelius.

Son las cinco y media de la mañana de un lunes. El sol luce con fuerza tras la persiana raída en el sencillo alojamiento del joven, donde cabe una cama desvencijada, una mesa raquítica, desbordada de libros y compendios, una silla de escritorio, una librería llena hasta los topes que ha visto tiempos mejores pero no mejores libros, un lavabo con la palangana desconchada, la jarra a juego, cubo y orinal, y una butaca con tres patas apoyada en cuatro volúmenes de la ilegible Exégesis de Malmström. Dos lámparas de queroseno (¡sorprendente lujo!), una en el techo, bajo y lleno de manchas de humedad que dibujan continentes; la otra en el escritorio, velando dos fotografías: la madre, cuando todavía era joven y atractiva, y la novia, blanca y hermosa, de mirada clara y amplia sonrisa. En el piso, irregular, unas cuantas alfombras de trapo de calidad irrompible. En los abollados papeles que cubren las paredes, reproducciones de motivos bíblicos. En el rincón junto a la puerta se eleva una estrecha estufa de azulejos floreados. Este habitáculo estudiantil respira pobreza, pureza luterana restregada con jabón verde y tabaco de pipa agrio. La vista al patio consiste en una pared medianera y siete retretes que se apoyan con zozobra unos en otros y en el muro. En los tilos casi abiertos alborotan los pájaros. El hombre de la leña ya ha empezado a aserrar en el sótano. En algún lugar grita un niño de pecho pidiendo teta. Son, pues, las cinco y media y Henrik se despierta con un hachazo en el estómago: el examen de Historia de la Iglesia. El temible profesor Sundelius

Justus Bark entra sin llamar. Tiene la misma edad que Henrik pero es bajo y corpulento, de ojos oscuros, nariz grande, pelo negro. Habla con acento de la región de ­Hälsingeland y tiene los dientes mellados. Va pulcramente vestido con un traje oscuro, camisa blanca, cuello y puños postizos, ­corbata negra y zapatos desesperadamente brillantes, pero gastados.

justus: Ecclesia invisibilis, ecclesia militans, ecclesia pressa, ecclesia regnans y, finalmente y sobre todo, ecclesia triunphans. ¿Sabes qué es lo peor de todo con el viejo Sundelius? Me lo contó Gyllen ayer por la tarde. Gyllen falló en lo ecuménico porque no sabía que la Iglesia católica romana había celebrado veinte concilios, pero que la Iglesia católica griega solo reconocía los siete primeros. ¿Qué concilios reconocían los griegos?

henrik: Nicea, año 325; Constantinopla, 381; Éfeso, 431; Caledonia, 451. Constantinopla, otra vez años 553 y 680; y Nicea, 787.

justus: Bravo, bravo, señor bachiller. Gyllen no lo sabía y el temible Sundelius le suspendió. Primera pregunta, respuesta errónea, fuera. Ahora tenemos miedo, miedo de verdad, he tomado demasiado café, de ese brebaje que llaman café. ¿Tienes unas hojas de té que prestarme? Me arde el estómago como el infierno.

henrik: En el armario, Justus. Nos vemos dentro de diez minutos. Abajo, al pie de la escalera. Y despiertos.

justus: Gyllen es rico. Le suspende Sundelius a los tres minutos de examen, se encoge de hombros y se va de vacaciones después del baile de la primavera. Y se prepara la Historia de la Iglesia para Navidad. ¿Me harías el favor de…?

henrik: No, gracias. Amicus.

justus: ¿Qué es ese cardenal que tienes en el pecho?

henrik: Es Frida. Muerde.

justus: Nos vemos dentro de diez minutos.

henrik: Pax tecum.

Cuando Justus abandona la habitación, Henrik se queda desnudo unos instantes en la intensa luz solar, trata de respirar despacio y dice en voz muy baja: ¿Me ayudarás, Señor? Como salga mal hoy, será una catástrofe. Ya se podía poner enfermo el viejo Sundelius y mandar al bueno del auxiliar. No sería la primera vez.

Pero justamente esa mañana, el temible profesor ­Sundelius no está en absoluto enfermo, más bien al contrario. A las ocho menos diez hay tres examinandos esperando sentados en el espacioso vestíbulo. Porque el profesor se ha casado con una mujer rica y vive en un suntuoso piso de doce habitaciones en la plaza Vaksala. La puerta del comedor está abierta, dos sirvientas uniformadas de azul y blanco quitan la mesa del desayuno. La esposa del profesor, majestuosa pero algo coja, se deja ver durante unos segundos. Echa una mirada rápida e impertinente a los pálidos examinandos que se levantan y se inclinan respetuosamente con lisonjera sonrisa —como si fuera a servirles de algo—. El reloj de la sala da las ocho con sordas campanadas: «No escuches el reloj de tu sepulcro que te llama a comparecer ante Dios o ante Satán», piensa Henrik citando a Macbeth, acto segundo, primera escena. El secretario del profesor (porque tiene secretario, es muy rico, se dice que será ministro en la próxima remodelación del Gobierno), el secretario, pues, es una persona bastante desabrida, sufre de soriasis, tiene los ojos acuosos y disfruta en secreto del terror que propaga cuando, con humilde entonación, llama a los tres jóvenes al despacho del profesor.

El profesor Sundelius es un hombre gallardo de unos cincuenta años, con un rostro franco, cutis sonrosado, abundante pelo entrecano y barba. Viste un bien cortado batín que pone de relieve lo proporcionado de su figura. Anda a paso rápido sobre la alfombra oriental, extiende sonriendo una mano musculosa y saluda cordialmente a los delincuentes.

El despacho es grande pero bastante oscuro. Pesados cortinajes dejan fuera el luminoso día de primavera. Aquí dentro imperan los olores y el silencio de los libros. Un escritorio enorme como un castillo. Muebles de piel. Tres sillas barnizadas de oscuro con asiento de mimbre y respaldo recto, preparadas, lámparas brillantes, oscuros cuadros de marcos dorados y un tenue resplandor de cuerpos femeninos.

El catedrático se sienta ante el escritorio e invita a los jóvenes a hacer lo propio en las tres sillas. Escoge un habano (el primer habano después del desayuno) de una caja de plata, le corta cuidadosamente la punta y lo enciende.

profesor sundelius: No hay nada comparable al puro del desayuno. En confianza les diré que este es un habano auténtico. Fíjense lo bien que prende. Fíjense lo bien que absorben el fuego los finos nervios de la hoja de tabaco y lo suavemente que se convierten en ceniza.

El catedrático y sus examinandos meditan unos segundos acerca de la belleza de fumar puros, seguidamente Sundelius se inclina y extiende en silencio su manaza. Los estudiantes entienden al momento que deben entregarle sus boletines de notas. El profesor los coloca en fila sobre la carpeta.

profesor sundelius: ¿Quién de ustedes quiere empezar? ¿Quién quiere parar el primer golpe? Como ustedes seguramente saben, tengo fama de exigente. No es mala voluntad, sino una actitud bien pensada que, con los años, me ha proporcionado muchos epítetos poco halagüeños. Bueno, sea por lo que sea, la cuestión es que hay demasiados teólogos vagos, torpes y mal formados. Yo quiero contribuir a mejorar la fama y la situación de ustedes manteniendo unas exigencias razonables. Con frecuencia se dice: un sacerdote es un pastor de almas, ¿de qué le sirve a sus feligreses que sepa algo de Bonifacio VII y de la que armó? Ese es un razonamiento capcioso y erróneo. Un buen dominio de la Historia de la Iglesia exige aplicación, interés, visión de conjunto, buena memoria y disciplina. Cualidades todas ellas buenas en un sacerdote. Yo manejo una criba para que no pasen los idiotas, los vagos y los charlatanes. Algo es algo, ¿no les parece, señores?

Tres pálidas sonrisas y algunos asentimientos ahogados; después, silencio. El tercero de los tres, Baltsar, carraspea. No hay mucho que decir de él. Es uno del grupo que va a comer a Kalla ­Märta, está delgado y tiene la piel de un amarillo enfermizo, ojos saltones, apagados y mal aliento. Baltsar ya no se cuenta entre los vivos. Apenas un año después de este día se introdujo un cartucho de dinamita en la boca y explotó entre los famosos y recién abiertos lirios del valle de la ciudad. No quedó mucho que enterrar.

profesor sundelius (de buen humor): Bien, muy bien, señor Bejer. Vamos a hablar de escolástica, materia amplia y rica donde las haya, y vamos a empezar por la llamada escolástica primitiva, cuyos primeros representantes fueron…

baltsar: … Juan Escoto Eríugena y Anselmo de Canterbury. En la Alta Edad Media. Año 900.

p. sundelius: Más o menos. Sí. ¿Y qué es lo que caracterizaba a estos dos señores?

baltsar: Juan Eríugena sostenía que la verdadera religión y la verdadera filosofía son una misma cosa. Anselmo de Canterbury afirmaba que los conceptos universales, es decir, las ideas, son realidades y no solo palabras. Credo ut intelligam.

p. sundelius: … Nihil credendum nisi intellectum.

baltsar: Eso no lo dijo Anselmo sino, en cierto modo, su adversario Abelardo. Según él, la razón desempeñaba un papel fundamental. Pretendía limitar la fe en la autoridad que juzgaba peligrosa. Eso le ganó poderosos enemigos.

p. sundelius: Volveremos a la antigua escolástica y a Tomás de Aquino enseguida. Señor Bergman, su tema será lo apostólico. ¿Quiere enumerar algunos de los padres apostólicos? ¿Qué autores se consideran los primeros discípulos de los apóstoles?

henrik: Bernabé.

p. sundelius: Exacto. Pero hay algunas otras figuras muy importantes.

henrik: Clemente de Roma. (Pausa). Policarpo.

p. sundelius: Otros tres, señor Bergman.

henrik: Pues… no.

p. sundelius: ¿Qué significa una «congregación apostólica»?

henrik: Son las congregaciones que los propios apóstoles fundaron en Roma, Éfeso y Corinto.

p. sundelius: ¿Otras?

henrik: Éfeso.

p. sundelius: Éfeso ya lo ha dicho.

henrik: Alejandría.

p. sundelius: Alejandría, no; Antioquía, ­Jerusalén.

henrik: ¡Ah, sí!

p. sundelius: ¿Qué quiere decir «símbolo de los apóstoles»?

henrik: Es algo que tiene que ver con la fe, pero no sé más.

Henrik se mira las uñas. La catástrofe es un hecho. Baltsar y Justus ni respiran. El profesor Sundelius guarda silencio. Una soñolienta mosca primaveral zumba en el delgado rayo de sol que dejan pasar los pesados cortinajes de la ventana.

Casi un minuto completo se pierde en la eternidad. El catedrático mira con atención al aspirante Bergman. Se vuelve hacia el escritorio y hojea el boletín de notas, que le entrega a continuación a Henrik.

profesor sundelius: Vaya usted a darse un buen paseo por el Jardín Botánico. Hay mucho de lo que maravillarse en esta época primaveral. O se cree en el Dios sapientísimo o no se cree. Adiós, señor Bergman, y sea usted bienvenido a finales de noviembre. Tal vez debo añadir que mi alocución preliminar no se refiere a usted. Yo creo que usted va a ser un buen sacerdote, independientemente del símbolo de la fe o de los santos apóstoles.

El profesor inclina la cabeza, indicando así que Henrik debe retirarse. No puede afirmarse que el Temible sonría, pero contempla a Henrik con algo parecido a la curiosidad. Es el final. Salir por la puerta, atravesar el comedor cuyo suelo de parqué están encerando de rodillas, el vestíbulo para agarrar la gorra de bachiller. Bajar las escaleras de mármol, que resuenan. La enorme puerta retumba. En medio de la calle desfila una banda de música que toca como puede, sol deslumbrante, la gente se para a mirar o anda al compás. Un joven larguirucho, sin sombrero, con pelo oscuro y ralo, ojos oscuros y cuidado bigote, se detiene frente a Henrik y le toca el brazo con su elegante bastón.

ernst: ¡Hola, Bergman! No te olvidarás del ensayo del coro esta noche, ¿eh? Va a venir Hugo Alfvén. Después iremos de juerga.

Hace una inclinación de cabeza y desaparece.

Vamos a hablar ahora de Frida Strandberg, novia de Henrik desde hace dos años. Verdad es que se trata de un noviazgo extraordinariamente secreto, solo los más íntimos lo saben, ni la madre de Henrik ni las tías de Elfvik están ­informadas. La familia de la muchacha, allá en la provincia de ­Ångermanland, tampoco sabe nada. Y sin embargo es un noviazgo en toda regla, con anillos de compromiso, promesas sagradas, velas y tiernos besos.

Frida es tres años mayor que su novio y trabaja como camarera en el hotel Gillet, uno de los más elegantes de la ciudad. Como muchos de los otros empleados, vive en uno de los míseros cuchitriles expuestos a las corrientes de aire, en lo más alto de la buhardilla superior de la mole del edificio. Las consecuencias morales de esta promiscua forma de vivir no le preocupan a la dirección del hotel, pero las correrías nocturnas están prohibidas. La única entrada de personal que existe está bajo la vigilancia de un cancerbero y su esposa, a quienes se considera carentes de la necesidad de sueño normal.

Frida es una mujer guapa, alta, algo huesuda, con los pechos altos y las caderas redondas bajo la larga y estrecha falda. Lleva el pelo rubio ceniza peinado en un tupé sobre la frente y recogido en un moño sencillo en lo alto de la cabeza. Sus ojos son grandes, casi redondos, observadores, apreciativos, curiosos. Tiene la risa fácil, sorprendentemente grande, los labios bien dibujados pero delgados, la barbilla redonda y firme. Da la impresión de ser decidida, con esa barbilla. La nariz es larga y bien formada. Habla deprisa y con mucho acento, se mueve con vivacidad, tiene un andar airoso lo mismo cuando lleva pesadas bandejas en el comedor del hotel que cuando sale a pasear los domingos por el parque Fyris con su novio.

Se conocieron por casualidad. A uno de los compañeros de Henrik, de los que iban a los comedores de Kalla Märta, le había tocado una herencia de una tía muerta y quiso ­celebrarlo. Fueron al restaurante Flustret, junto al estanque de los Cisnes. Frida hacía una suplencia durante el verano en el piso superior, donde estaban los reservados. Era una noche cálida, las ventanas abiertas dejaban entrar pesados aromas balsámicos y música militar del templete.

Todos acabaron borrachos, Henrik el que más. Cuando el grupo decidió irse al burdel de Svartbäcken no hubo manera de reanimar al teólogo, así que lo dejaron en manos de su destino o de Frida, quien más tarde (una vez terminado su trabajo, a las dos de la madrugada) buscó un coche. Consiguió a fuerza de melindres la dirección y, con ayuda del cochero, subió a rastras al estudiante, que seguía borracho como una cuba, por las escaleras hasta su habitación. Lo único que ocurrió esa noche fue que Henrik vomitó en la falda de Frida, se dio con la cabeza en el borde de la mesa y sangró bastante.

Dos días después Henrik se encaminó hacia el restaurante Flustret con un costoso ramo de flores. La encontró en la destartalada parte de atrás, donde descansaba un momento con una taza de café y un cigarrillo. Ambos se sintieron sumamente turbados. Henrik se disculpó por su vituperable comportamiento y exigió sufragar los costos de Frida por la limpieza de la falda. Ella no supo qué contestar, porque la falda no se podía lavar, se había estropeado. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Henrik apenas tenía dinero para comprar otra.

Frida terminó el café, apagó el cigarrillo y guardó la colilla en una cajita de estaño. Luego se levantó y dijo que se le había acabado el descanso, pero que si quería que se vieran, ella terminaba a las dos. Él se sentó en un velador de mármol, fuera, en uno de los grandes cenadores de lilas, pidió un agua mineral y se quedó mirando a la gente y oyendo la música del regimiento, los graznidos de los gansos y la corriente bajo el puente Island.

Cuando llegó la hora acompañó a Frida hasta el hotel Gillet y allí le besó la mano, cosa que había aprendido de su madre. Le explicó además que estaba solo en ­Upsala, en Suecia, en el mundo y en el universo. Frida se reía asombrada y un tanto desconcertada, y le propuso hacer una excursión a Graneberg. El próximo domingo estaba libre.

Así empezó una relación que no tardó en convertirse en convivencia. A Henrik le atormentaban el remordimiento de los pecados, la lujuria y unos celos salvajes. Frida se valía de astucias, sentido común, mentiras blancas y estrategia para calmar a esta criatura excitada y confusa. Le enseñó también qué tenían que hacer para evitar consecuencias, lo que a su vez desencadenó un ataque de celos retrospectivos. Frida era dulce y suave, y Henrik armaba escándalos. Pronto fueron inseparables.

Poco después se prometieron, en secreto. Henrik no se atrevió a hablar con su madre de Frida, pero Frida no se enfadó. Ella esperaba su momento. Convertirse en la acomodada esposa de un sacerdote podía ser un buen porvenir. Soñaba con frecuencia y de buena gana con una vida así, pero esos sueños los guardaba para sí misma. Frida sabía mucho de la vida y era lo bastante sensata para sacar conclusiones y hacer planes. Henrik en cambio no sabía nada, porque una montaña de exigencias le ocultaba el panorama. Vivía hundido en sus propias coerciones y en expectativas ajenas. Al lado de Frida podía sentir súbitas punzadas de felicidad o como se llamara ese sentimiento desconocido que le sorprendía y le hacía brotar cálidas lágrimas bajo los párpados.

Cuando Frida llegó a casa de Henrik la noche del examen, ya era bastante tarde. Había conseguido cambiar un turno con el indulgente permiso del jefe de comedor. Dieron las diez en la catedral y se encontró la puerta abierta y el cuarto casi a oscuras. Henrik estaba en la cama con un brazo sobre el rostro. Al acercarse ella despacio, él se sentó.

frida: Pasó Justus y me lo contó. ¿Has comido? ¿No has comido nada en todo el día? Ya me lo temía yo, así que me he traído una cerveza y unos fiambres de la cocina. La señorita Hilda, ya sabes, aquella que nos encontramos en el concierto de la iglesia de la Trinidad, te manda saludos. Dice que le pareciste muy guapo, pero demasiado delgado. Déjame encender la lámpara para poner la mesa. Tendré que apartar un poco los libros.

Desempeña sus tareas silenciosa y tenazmente. Henrik la mira sintiendo pesar y alivio a un tiempo. Además, tiene unas ganas de orinar terribles.

henrik: Tengo que bajar a mear. Es que no he meado en todo el día.

frida: ¡No se puede estar tan triste como para no mear!

Henrik sonríe a medias, desaparece por el pasillo y se le oye bajar la escalera. Frida sirve la cerveza en el vaso de lavarse los dientes, se sienta a la mesa, enciende un cigarrillo y ­contempla la fotografía de la madre de ­Henrik. Su mirada va a través de la ventana hacia la pared medianera y el patio. Allí está Henrik, a la débil luz de la farola del portal. Se está abotonando los pantalones y debe de sentir que ella lo está mirando, porque alza la cara hacia la luz de la ventana y la ve allí, enmarcada por el cuadrilátero amarillo. Ella sonríe, pero él no contesta a su sonrisa. Entonces ella le hace señas de que suba, levanta el vaso y bebe. Luego se abre la blusa, se baja la camiseta y descubre su seno derecho.

De madrugada Frida se levanta para irse a su casa.

frida: No, no te levantes. No tardará en amanecer, y a mí me gusta andar por la orilla del río cuando la ciudad está en silencio y vacía.

henrik: Tengo que irme a casa la próxima semana. ¿Puedes imaginarte lo que va a ser eso? Mi madre, gorda y expectante, en el andén. Yo me acerco y le digo que no pude aprobar el examen. Y ella se echa a llorar.

frida: ¡Pobre Henrik! Puedo ir contigo.

Ríen sin mucha alegría de lo impensable de semejante plan. Henrik se levanta rápidamente de la cama y se viste. Van andando a través de la fría y quieta mañana de mayo. Cuando llegan al puente Nybron se paran a mirar las oscuras aguas que fluyen con fuerza.

henrik: Cuando era pequeño mi madre le encargó un altarcito a un carpintero. Hizo un mantel de encaje y compró una imagen de yeso del Cristo de Thorvaldsen, puso dos candelabros del comedor en el altar. Los ­domingos celebrábamos misa solemne, yo hacía de sacerdote, revestido y todo. Mi madre y una señora mayor del asilo de ancianos eran la feligresía. Mamá tocaba el órgano y cantábamos salmos. Tomábamos incluso la comunión, figúrate. Más adelante tuve que pedirle a mi madre que acabáramos con ese vergonzoso teatro. Me dio por pensar que estábamos cometiendo un pecado terrible —todo era tan ridículo y tan humillante—, yo creía que Dios iba a castigarnos. Mi madre es, en cierto modo, tan irreflexiva… Se puso muy triste, claro. Había hecho todo aquello por mí, y yo, por lo menos los últimos años, lo había hecho por ella. Fue una pena. Y entonces, un día como hoy, pienso si voy a hacerme sacerdote por darle gusto a mi madre y porque mi padre no quiso serlo pese a que toda la familia decía que debía ser cura. Y me gustaría saber lo que pensaba cuando dejó los estudios que tan prometedores habían sido. Me gustaría saber lo que pensaba. Boticario. Se hizo boticario. ¿Te imaginas al abuelo y al resto de la familia? ¡Y la vergüenza, claro!

frida: ¿Por qué no ibas tú a ser sacerdote, Henrik? Es un buen oficio. Honrado, bueno y sólido. Puedes ganarte la vida y mantener a una familia. Y, sobre todo, a tu madre.

Frida lo ha dicho en broma, no cabe la menor duda. O tal vez es su acento el que hace que el problema parezca insignificante. O es la propia Frida la que piensa que su teólogo se embrolla. No es fácil saberlo.

El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está descansando. Eso significa abreviar con dignidad el aburrimiento de la tarde echando una cabezadita. El señor director tiene, además, todo el derecho a descansar. Ha cumplido setenta años y se ha retirado de los puentes de ferrocarriles, apartaderos ferroviarios y sistemas de señales construidos y levantados durante la gran expansión del tráfico sobre raíles. Siendo muy joven, y con el flamante título de ingeniero recién sacado, se colocó en los Ferrocarriles del Estado, donde pronto dio que hablar por sus ideas expeditivas y prácticas. Avanzó con rapidez y facilidad. A los veinticuatro años se casó con la hija de un acaudalado mayorista, compró el edificio que se acababa de construir en el número 12 de la calle Trädgårdsgatan y se instaló en un piso de diez habitaciones de la primera planta. Casi seguidos nacieron tres hijos: Oscar, Gustav y Carl. Después de veinte años de éxito social y de turbación matrimonial, murió su enfermiza esposa. Johan Åkerblom se quedó solo y sin saber qué hacer con tres hijos a medio criar y supereducados. El hogar estaba en manos de las sirvientas y la desintegración se acercaba a pasos agigantados.

El señor director tocaba el violoncelo en sus ratos libres y se veía con los Calwagen, cuyo cabeza de familia había escrito una gramática alemana para uso escolar que iba a torturar a los niños suecos durante generaciones: Die Heringe der Ostsee sind magerer als die der Nordsee. Y así todo.

Junto con el señor director, formó un cuarteto de cuerda que, si lo deseaban, podía convertirse en quinteto, ya que la hija mayor, Karin, era una aplicada pianista aficionada que suplía la falta de musicalidad con entusiasmo y determinación. Karin experimentaba una profunda simpatía por el viudo, que le llevaba casi treinta años. Veía con claridad el desmoronamiento del hogar después de la muerte de la esposa. Un día de primavera ella le propuso sin ambages que se casaran. Abrumado por tanta generosidad y energía, Johan, conmovido, no pudo hacer más que aceptar tartamudeando. Se casaron a los seis meses y, después de una, para la época, breve luna de miel en un nuevo nudo de comunicaciones en la ciudad de Halle, Karin, con veintidós años y rebosante de buena voluntad, se instaló en el piso de la calle Trädgårdsgatan.

Los tres hijos, que tenían prácticamente su misma edad, reaccionaron con desconfiado rechazo y las estudiadas groserías de la gente educada con rigidez. No se llevaban bien entre ellos, pero, de pronto, tenían un motivo para unirse frente a quien con toda claridad amenazaba su libertad. En el curso de unos meses, sin embargo, los muchachos tuvieron que reconocer que habían dado con la horma de su zapato. Tras unos meses de dolorosos fracasos se decidieron a deponer sus armas y solicitar un armisticio. Karin era una estratega consumada ya de joven, y se dio cuenta de que no debía usar su ventaja para humillar a los adversarios. Al contrario. Los llenó de pruebas de misericordia, no solo por sensatez sino por cariño. Quería a sus buenos, desmañados y confundidos hijastros, y acogió el afecto que empezaba a nacer en ellos con una ternura áspera y regocijada.

Karin tiene ahora cuarenta y cuatro años y dos hijos propios, Ernst y Anna, ambos de veinte. En la casa hay cuatro personas de servicio y una intensa vida social. Además, los dos hermanos mayores, Oscar y Gustav, se han casado, tienen familia y acuden con frecuencia en visitas más o menos improvisadas.

Al casarse, Karin dejó sus estudios de magisterio, algo de lo que nunca tuvo ocasión de arrepentirse. La vida le ­proporcionó constantes quehaceres. Tenía sentido común, perspicacia, humor, era amable y enérgica. También era irascible, autoritaria, desconsiderada y tenía una lengua mordaz. No se puede afirmar que fuera guapa, pero toda su persona irradiaba encanto y vitalidad física. Es poco probable que el director de Tráfico y su joven esposa se amasen en el sentido normal del término, pero ambos representaban sus papeles sin protestar y con el tiempo se fueron haciendo amigos.

El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está, pues, descansando. La herencia protestante le impide desnudarse y reposar la espalda y las doloridas caderas en su cómoda cama. Está sentado en el butacón de lectura, con un elegante batín corto y un tratado científico en la mano. No ha hecho más que ponerse las gafas en la frente. La pipa de la tarde, la caja de tabaco y el vasito de ajenjo están en la mesita, al lado del sillón. Bajo los pies, un escabel con cubierta bordada, y una manta sobre las rodillas. La luminosa habitación da al patio, de ahí el silencio. Un alto árbol primaveral se interpone entre el sol y la ventana creando sombras verdes que se mueven por las librerías de las paredes y los cuadros con motivos italianos. Un grave reloj que descansa sobre el suelo mide el tiempo con corteses sonidos. El piso de madera está cubierto por una alfombra oriental de colores y dibujos tenues.

La puerta se abre ahora con mucho cuidado y la otra protagonista de esta historia entra sin hacer el menor ruido. Es una joven que se llama Anna, acaba de cumplir veinte años, es bajita y menuda, pero muy bien proporcionada, tiene el pelo largo de color castaño, un poco rojizo en las puntas. ­Cálidos ojos castaños, nariz bien formada, boca dulce y ­sensual y mejillas redondas, infantiles. Lleva una preciosa blusa de encaje, un cinturón ancho en torno a la delgada cintura y una falda larga, elegantemente cortada, de lana fina y clara. No lleva joyas, solo unos pequeños pendientes de brillantes. Los botines son, como marca la moda, de tacón alto.

Así es ella: Anna, que, en realidad, se llamaba Karin. Ni quiero ni puedo explicar por qué tengo esta necesidad de mezclar y cambiar nombres: mi padre se llamaba Erik y la que se llamaba Anna era precisamente mi abuela. Bueno, debe de ser cosa del juego, y esto es un juego.

anna: ¿Duermes, papá?

johan åkerblom: Pues claro. Duermo y sueño que duermo. Y sueño que estoy en mi despacho durmiendo. Y se abre la puerta y entra la más hermosa, la más adorable, la más tierna de las criaturas. Y se acerca a mí y me sopla con su dulce aliento diciendo: ¿Duermes, papá? Y entonces sueño que pienso: Así debe de ser despertarse en el paraíso.

anna: Papá, tienes que aprender a quitarte las gafas cuando reposas la comida. Si no, pueden caer y romperse.

johan åkerblom: Eres igual de sabionda que tu madre. Ya deberías saber que yo lo hago todo con toda intención y después de pensarlo bien. Si me coloco las gafas en la frente cuando me tomo el corto reposo de la comida, da la impresión de que estoy pensando algo con los ojos cerrados. Nadie —excepto tú— puede sorprender a Johan Åkerblom con la barbilla colgando y la boca abierta.

anna: No, no, papá. Dormías muy correcto y elegante y controlado. Como siempre.

johan åkerblom: Bueno. ¿Y qué querías, mi vida?

anna: Vamos a cenar enseguida. Por cierto, ¿me dejas probar el ajenjo? Dicen que es tan perverso… Acuérdate de Christian Krohg y todos aquellos noruegos geniales que se volvieron locos por tomar ajenjo. (Lo prueba). Para tomar ajenjo hay que ser un poco perverso. Estate ­quieto un ­momento, que voy a peinarte para que estés bien guapo.

Anna desaparece en otra habitación y vuelve enseguida con un cepillo y un peine.

johan åkerblom: ¿No íbamos a tener un invitado para la cena? ¿No era Ernst el que iba a…?

anna: Sí, es un compañero de Ernst. Cantan juntos en el coro de la universidad. Ernst dice que está estudiando Teología.

johan åkerblom: ¿Qué? ¿Que va a ser sacerdote? Nuestro Ernst, ¿amigo de un aprendiz de cura? Me parece que se acerca el fin del mundo.

anna: No seas bobo, papá. Ernst dice que el chico —se me ha olvidado cómo se llama— es muy simpático, un poco tímido, pero muy simpático. Además, parece que es terriblemente pobre. Pero guapo.

johan åkerblom: ¡Vaya, vaya! Ahora me explico tu inesperado interés por las últimas amistades de tu hermano.

anna: Ahora vuelves a decir tonterías, papá. Yo me voy a casar con mi hermano Ernst. Él es el Único para mí.

johan åkerblom: Y yo, ¿qué?

anna: ¡Y tú también, claro! ¿No te ha dicho mamá que tienes que tener cuidado con los pelos de los oídos? No sé cómo se puede oír con tanto pelo en los oídos.

johan åkerblom: ¡Son muy delicados, se llaman pelos auditivos y no dejo que me los toque nadie! Con mis pelos auditivos tengo un oído especial que me dice lo que la gente piensa. Porque la mayoría de la gente dice una cosa, pero piensa otra. Yo eso lo oigo enseguida con mis pelos auditivos.

anna: ¿Puedes decirme, papá, lo que estoy pensando ahora mismo?

johan åkerblom: Estás demasiado cerca. Los pelos auditivos se recargan demasiado. Ponte allí, en ese rayo de luz, y te digo al momento lo que estás pensando.

anna (se coloca, riéndose): ¡Venga, papá!

johan åkerblom: Estás muy contenta de ti misma. También estás muy contenta de que tu padre te quiera tanto.

Cuando el reloj de la catedral, el reloj del comedor, el reloj de la sala y el reloj ensimismado que descansa sobre el suelo del despacho dan las cinco, se abre la puerta y el director de Tráfico hace su entrada en el salón con Anna a su lado. Ha puesto la mano derecha sobre sus hombros y con la izquierda se apoya en un bastón.

Todos se levantan a saludar al cabeza de familia. Este es, quizás, el momento oportuno para describir a los presentes: de la señora Åkerblom ya hemos hablado, así como del hijo preferido, Ernst, que tiene la misma edad que Henrik. Los tres hermanos, Oscar, Gustav y Carl, están un poco apartados, dilucidando alguno de los eternos negocios de letras de cambio de Carl. Se quitan la palabra de la boca unos a otros. En cuanto el padre entra en la habitación, se callan y se vuelven sonriendo amablemente a los recién llegados.

Oscar se parece a su padre, es un acomodado mayorista, seguro de sí mismo y hombre de pocas palabras. Está casado con una mujer alta y delgada de aspecto enfermizo, con gafas que ocultan su mirada dolorida. Siempre cree que está a punto de morirse. Pasa todos los otoños en sanatorios o balnearios del sur de Alemania o de Suiza y regresa todos los años encorvada, un poco tambaleante y con una atormentada sonrisa de disculpa: tampoco me he muerto esta vez, tenéis que tener un poco de paciencia.

Gustav es catedrático de Derecho Romano y muy pelmazo, como afirman de buena gana los que lo rodean. A modo de protección se ha procurado una notable redondez. Ríe, bonachón, y sacude la cabeza ante su propio aburrimiento. Su esposa, Martha, es de origen ruso, habla sueco con marcado acento y es muy alegre. A ella y a su marido les une un profundo amor por los placeres de la mesa. Tienen dos hijas adolescentes, atractivas y algo díscolas.

Carl es ingeniero e inventor, casi siempre fracasado. La mayoría considera que es la oveja negra de la familia. Es una síntesis de inteligencia y de misantropía, solterón y no muy limpio, ni de alma ni de cuerpo, esto último para constante indignación de su madrastra. Sí, algo raro pasa con el hermano Carl, volveré a él más adelante.

También está presente Torsten Bohlin, un joven genio de rasgos atrevidos y pelo flotante, de una descuidada elegancia y muy querido de la familia. A los veinticuatro años está escribiendo su tesis doctoral (sobre el canto gregoriano en la música coral anterior al protestantismo tal y como se refleja en la colección de música hallada en la iglesia de Skattungby cuando fue restaurada en 1898). Al joven Bohlin se le considera, finalmente, como el futuro esposo de Anna. Se dice que entre ambos jóvenes se han producido señales visibles de sentimientos románticos.

La pudibunda Siri se asoma a la puerta del comedor, parece ligeramente desorientada. Karin Åkerblom dice desde el otro extremo de la habitación: nuestro otro invitado no ha llegado todavía. Vamos a esperar unos minutos a ver si aparece.

karin (a ernst): ¿Estás seguro de haberle dicho a tu amigo que la cena era a las cinco?

ernst: Le insistí en que somos de una puntualidad enfermiza en esta familia. Me contestó que él era un desesperado entusiasta de la puntualidad.

johan åkerblom: ¿Qué clase de individuo es?

ernst: Pero, papá, no es ningún individuo. Estudia Teología y será sacerdote, si Dios quiere.

carl: ¡Un sacerdote, un sacerdote! ¿Por qué no un sacerdote en la familia? Sería una aportación profesional a esta pandilla de hipócritas.

martha: ¿Y cómo se llama ese prodigio?

ernst: Henrik Bergman. Corporación universitaria de Gästrike-Hälsinge. Cantamos juntos en el coro de la universidad. Tiene una estupenda voz de barítono y, además, tres tías solteras.

oscar: Las señoritas de Elfvik.

ernst: Las señoritas Bergman, de Elfvik.

johan åkerblom: Entonces, el diputado Fredrik Bergman debe de ser su abuelo.

karin: ¿Lo conocemos?

johan åkerblom: Un viejo zorro de mucho cuidado. Se desvive por una asociación especial, un partido agrario. ¡Pues sí que estaría bonito! Enfrentamiento y división. Debemos de ser algo parientes, por cierto. Hijos de primos o algo por el estilo.

Esto da paso a unas risas que se interrumpen cuando llaman a la puerta. Yo abro, dice Anna decidida. Detiene a Siri, que se dispone a hacerlo con un gesto especial de reprobación en la cara que asustaría a cualquiera. Anna abre la puerta. Allí está Henrik Bergman. Está paralizado de terror.

henrik: Llego con retraso. Llego tarde.

anna: Le daremos la cena de todos modos. Aunque va a tener que sentarse en la cocina.

henrik: Lo siento… Yo, en general soy…

anna: … un ministro de la puntualidad. Ya lo sabemos. ¡Pase, pase, que no se retrase más la cena!

henrik: No, no creo que me atreva.

Henrik se da la vuelta bruscamente y se encamina con pasos rápidos a la escalera. Anna va tras él y lo toma del brazo. Se aguanta las ganas de reír.

anna: Es verdad que somos bastante peligrosos cuando nos reunimos todos en familia, especialmente si no comemos a la hora prevista. Pero creo, sin embargo, que debe usted armarse de valor. Va a ser una comida muy rica y el postre lo he hecho yo con mis propias manos. Vamos, venga. Hágalo por mí.

Le quita la gorra de bachiller y le alisa el pelo con la mano; Eso es, así está usted bien, y lo empuja delante de ella por el vestíbulo.

anna: El señor Bergman pide mil perdones. Fue a visitar a un amigo enfermo y tuvo que ir a la farmacia. Había bastante cola y por eso se retrasó.

karin: Buenas tardes, señor Bergman. Bienvenido. Espero que su amigo no esté gravemente…

henrik: No… no… Solo está…

anna: Se ha roto una pierna. Este es mi padre.

johan åkerblom: Bienvenido. Se parece usted mucho a su abuelo.

henrik: Eso dicen, sí.

anna: Mis hermanos Gustav, Oscar y Carl; Martha, que está casada con Gustav; y Svea, con Oscar; las niñas son hijas de Gustav y Martha; y este es Torsten Bohlin, que dicen que será mi prometido. Ahora ya conoce usted a la familia.

karin: Bueno, pues entonces vamos a la mesa ya.

ernst: Hola, Henrik.

henrik: Hola.

ernst: ¿Quién se ha roto la pierna?

henrik: Nadie. Es que tu hermana…

ernst: ¡Ja, ja, ten cuidado con ella!

henrik: Yo ya no tengo…

karin (interrumpe): ¿Quiere ser tan amable, señor Bergman, de sentarse allí, al lado de doña Martha? Y Torsten, por favor, al lado de Anna. Vamos a bendecir la mesa.

todos: Derrama, Señor, tu bendición sobre nosotros y sobre los alimentos que vamos a tomar, amén.

Rápidas inclinaciones y reverencias. Todos se sientan conversando animadamente. Siri y Lisen, uniformadas de negro con cofias blancas almidonadas, aparecen con espárragos frescos y agua de Seltz.

Las vicisitudes no han terminado todavía para Henrik Bergman. Él no ha visto un espárrago en su vida. Jamás ha tomado una comida de cuatro platos ni ha bebido otra cosa que agua, cerveza o aguardiente, no ha visto en su vida un lavamanos con una pequeña flor roja flotando en el agua, nunca tantos cuchillos y tenedores, nunca ha dado conversación a una señora sarcástica y afable que habla con fuerte acento ruso. Se alzan muros, se abren abismos.

martha: Yo soy de San Petersburgo. Mi familia sigue viviendo allí en una gran casa junto a los jardines de Alexander. San Petersburgo es una ciudad muy bonita, sobre todo en otoño. ¿Ha estado usted en San Petersburgo? Yo voy todos los años en septiembre, es la estación más hermosa, para entonces ya ha vuelto todo el mundo del veraneo y empieza la temporada, las fiestas, los teatros, los conciertos. Usted va a ser sacerdote. Tiene usted un aspecto muy adecuado para ello. Tiene usted los ojos bonitos y tristes, seguro que a las mujeres les encanta un físico así. Pero hay que retirar el pelo de la frente cuando se tiene una frente de poeta tan joven y tan bella. ¡Permítame que lo ayude! Gustav, mi marido, ese gordo bonachón que está allí sentado, ¡sí, sí, ese, estoy hablando de ti, querido!, es catedrático de Derecho Romano, nadie se lo imaginaría con esa pinta… (Se ríe a carcajadas). Va a hacer veinte años que estoy en Suecia, me encanta su país, pero yo soy rusa, Gustav parece un panadero, pero es un alma de Dios. Estaba de visita en San Petersburgo y nos conocimos en una fiesta de beneficencia, se me declaró esa misma noche y yo me dije: Martha, no seas tonta, seguro que puedes conseguir un marido más guapo, pero ese hombre tiene un corazón de oro puro, así que nos casamos un año más tarde, y claro que a veces me sorprenden este país y estas gentes singulares, pero la verdad es que no me he arrepentido nunca. Y el arrepentimiento tampoco casa mucho con mi temperamento. ¿Es usted una persona dada al arrepentimiento? (Se ríe, se pone seria). Las iglesias son tan pobres en este país, también las canciones, no hay momentos grandiosos. Mi querido joven, a veces tengo la impresión de que rogamos a dos dioses distintos. (Se ríe bajito). Voy a… no, espere un momento, voy a enseñarle a usted cómo se comen los espárragos. Mire, lo más rico son las puntas, está permitido pinzar el tallo con los dedos, así saben mejor… Da más gusto. Se ponen en la boca y se muerden despacito. Y así se hace con el lavamanos, fíjese en mí, señor Bergman.

El menú se compone, además de los espárragos, de pastel de salmón con salsa verde, pollo con verduras (difícil de manipular) y la obra maestra de Anna: un tembloroso flan.

Después de tomar café en el salón, se toca música. Va oscureciendo a través de los ventanales. Se encienden velas en torno a los músicos. El andante del último cuarteto para cuerda de Beethoven. Johan Åkerblom toca el violoncelo, Carl es un buen violinista aficionado, miembro de la orquesta de la universidad. Ernst es el segundo violín, con más sentimiento que acierto. A la hora del café y los licores, baja del piso de arriba un músico jubilado que ha tocado en la orquesta de la corte con su viola; es un personaje atento, amable y algo estirado. Le cuesta mucho esfuerzo tocar en semejante compañía, pero el director de Tráfico ha avalado algunas de sus letras de cambio, lo que mitiga el sacrificio.

Música y anochecer, Henrik se sume en meditaciones: todo esto es como un sueño, al margen y lejos de su propia vida gris. Anna está sentada junto a la ventana mirando fijamente a los músicos y escuchando con atención. Su perfil se recorta contra la luz del ocaso. Ella se siente observada, domina su primer impulso, pero cede enseguida y vuelve la mirada hacia Henrik. Él la mira con seriedad, ella sonríe un poco superficialmente, con una cierta ironía, pero luego se pone seria también, devuelve la seriedad de Henrik; sí te veo, sí. Veo.

Es hora de irse y de decir adiós. Henrik se inclina y da las gracias en todas las direcciones, durante un instante tiene a Anna frente a él. Ella se pone de puntillas y le habla bajito al oído, su pelo perfumado, el ligero roce.

anna: Yo me llamo Anna, y tú, Henrik, ¿verdad?

Se aleja enseguida y se pone junto a su padre, lo toma del brazo y apoya la cabeza en su hombro, todo un poco teatral, pero con encanto, y no desprovisto de talento.

Henrik está aturdido. (Se dice así. Resulta banal, pero en este momento no hay mejor palabra: aturdido). Henrik está, pues, aturdido en la esquina de Trädgårdsgatan con Ågatan, sabe que debería irse a casa a escribirle a su madre esa difícil carta que tiene que escribirle, pero aún es pronto y se siente solo. Su amigo Ernst se fue de juerga con muchas prisas, ­Drottninggatan abajo, agitando los faldones del gabán.

Los castaños están en flor y se oye música militar del parque Municipal. El reloj da las nueve en la catedral y la campana Gunilla contesta con argentinas campanadas desde lo alto, sobre la cúpula de Sture.

Alguien le toca en el hombro. Es Carl. Se muestra muy amable, huele a coñac.

carl: ¿Le parece que vayamos juntos, señor Bergman? ¿Bajamos por esta calle hasta el estanque de los Cisnes a ver los tres cisnes nuevos Cygnus olor o el cisne negro Chenopsis atrata que acaban de importar de Australia? ¿O alargamos el paseo cien metros, nos tomamos una copa y —sobre todo— vemos a las tres putas nuevecitas que han traído de Copenhague? ¡Vamos al Flustret, señor Bergman, vamos al Flustret!

Carl sonríe con agrado y palmea a Henrik en la mejilla con una mano pequeña y blanda.

Se sientan en la terraza encristalada de Flustret; es una noche serena, la gente se ha echado a la calle en este templado crepúsculo de comienzos de verano. Solo unos cuantos profesores universitarios empollan en el interior del restaurante velando en amarga soledad sus whiskies con soda. Una camarera esbelta y muy guapa se acerca a la mesa a preguntar qué desean. Saluda con familiaridad, haciendo una pequeña reverencia.

frida: Buenas noches, señor ingeniero, buenas noches, señor aspirante; ¿qué puedo ofrecerles hoy?

carl: La señorita Frida puede traernos media botella del licor de costumbre y unos cigarros puros.

frida: Voy a avisar a la chica.

Saluda y da media vuelta. Carl la sigue con la mirada azul detrás de los anteojos.

carl: Parece conocer usted a la señorita Frida.

henrik: No… Bueno, quizá. Mi grupo de comedor y yo venimos aquí a veces, cuando tenemos dinero. Pero no, no la conozco.

carl (con ojos penetrantes): El color se le sube a las mejillas al pastor, ¿se avecina una negación? ¿Oiremos cantar al gallo?

henrik: Solo sé que se llama Frida y que es de la provincia de Ångermanland. (Cobra nuevos bríos). Guapa chica.

carl: Guapa, muy guapa. Reputación dudosa, ¿no? ¿Qué opinión le merece a usted? Se dice que los estudios de Teología proporcionan buena vista para las debilidades humanas. ¿O debo decir olfato?

Llega la cigarrera con su bandeja y los señores se proveen de habanos. Carl paga y da una buena propina. La chica corta las puntas de los puros y les da fuego. Echando bocanadas de humo, se recuestan en sus asientos.

carl: Bueno, señor Bergman, ¿qué tal lo ha pasado esta tarde?

henrik: ¿A qué se refiere, señor Åkerblom?

carl: Qué le hemos parecido, para ser breve.

henrik: Es la primera vez en mi vida que estoy en una cena con cuatro platos y tres vinos diferentes. Era como un teatro. Yo estaba allí en medio de la representación y se esperaba que actuase como los demás, pero no me sabía el papel.

carl: ¡Muy bien formulado!

henrik: Todo era atrayente y, a la vez, repulsivo. O mejor dicho, inalcanzable, no es mi intención criticar.

carl: ¿Inalcanzable?

henrik: Si yo desease penetrar en ese mundo de ustedes y aspirase a jugar un papel en su representación, sería, de todas maneras, algo imposible.

Llega Frida con el licor en un enfriador y dos vasitos levemente empañados. Carl contempla a Henrik con discreta atención. Henrik no se atreve a enfrentar la mirada de Frida. ¿Y si se le ocurre darme un beso en la boca o ponerme la mano en la nuca? ¿Qué pasaría? La verdad es que ella, por su parte, también resulta impenetrable. ¿Tal vez es eso, por todas partes? ¿Excluido?, piensa Henrik con amarga voluptuosidad. ¿Excluido?.

carl: Es Karin Calwagen, mi madrastra, la que protagoniza nuestro insignificante drama familiar. Mammchen tiene un notable carácter, bastante más fuerte que las circunstancias que la rodean. Es una persona ávida de poder que nos gobierna con puño de hierro. Hay quien dice que ha sido una bendición para nosotros, otros afirman que es una lagarta redomada. Si a alguien se le ocurriera la idea de preguntarme a mí, diría que su intención es buena, pero los hechos son malos, como dice… Sí, me parece que es san Pablo. Lo que quiere es que la familia esté unida, yo no sé para qué sirve eso. Si algo no casa con su modelo, entonces corta, amputa, deforma. Eso lo sabe hacer bien la encantadora y querida señora.

Carl alza su vaso hacia Henrik, que contesta a su brindis; ambos se miran con simpatía.

carl: Me atrevo a proponer un brindis de fraternidad. Me llamo Carl Eberhard, 1899. Gracias.

henrik: Erik Henrik Fredrik, 1906. Gracias.

Cumplido el ritual de apear el tratamiento, los recién hermanados amigos guardan meticulosamente el silencio que suele seguir a un hecho tan significativo.

carl: Yo, en realidad, soy inventor y tengo algunos inventos de poca entidad registrados en el Registro de Patentes. A ojos de la familia soy un fracasado, la oveja negra. He estado en el manicomio unas cuantas veces. No creo que esté más loco que otros, pero me consideran algo incoherente. Nuestra familia ha producido tanta maldita normalidad que ha dejado un poso de locura y lo he recogido yo. Además, hace unos años tuve problemas con la justicia, y es que imito la letra de la gente con mucha facilidad. Hacerse cura supone tener fe en algún dios, ¿no es esa la premisa fundamental?

henrik: Sí que lo es.

carl: ¿Cómo coño puede creer en Dios un joven de hoy? Perdona la intencionada falta de tacto de mis palabras.

henrik: … Es difícil de explicar, así de pronto.

carl: … ¿Una voz interior? ¿La sensación de estar en manos de alguien? ¿De no sentirse excluido? ¿Como un aliento cálido en la cara? ¿Como ser un pequeño latido en una inabarcable circulación sanguínea? ¿Un latido no insignificante pese a lo grandioso del sistema venoso? ¿Sentido, modelos, instantes de gracia? No, no lo digo con ironía, es que mi garganta no se cansa nunca de producir eructos sarcásticos. Estoy hablando muy en serio, mi joven amigo.

henrik: ¿Por qué preguntas, si lo sabes?

carl: Yo creo que un hombre que ha nacido ciego, puede muy bien figurarse cómo es el color rojo, el azul y el amarillo.

henrik: Yo soy una persona llena de dudas. Tal vez se me figura que la sotana va a ser un buen corsé. Me hago sacerdote para salvarme a mí, no para salvar a la humanidad.

Vuelve Frida con la nota, que deja en la mesa, al lado de Carl. Mira a Henrik por el rabillo del ojo.

frida: Disculpen que les traiga la cuenta, pero como quizás hayan visto los señores en el letrero de la antesala, esta noche vamos a cerrar más temprano. Mañana tenemos la comida del Consejo Académico y tenemos que preparar las mesas en todo el local.

carl: ¿Así que la señorita Frida está…

frida: … ocupada esta noche? (Risas). Y bien ocupada.

Mientras Carl paga la cuenta y se guarda la cartera con gestos ampulosos, Frida se inclina detrás de Henrik y le da un pellizco en la oreja. La cosa sucede con rapidez y pasa ­desapercibida. La muchacha huele a sudor y a agua de rosas.

Poco después, Carl Åkerblom y Henrik Bergman están apoyados en la barandilla del estanque de los Cisnes. Contemplan al cisne negro, que se desliza como en sueños por el espejo negro del agua. Ha empezado a caer una lluvia ligera.

henrik (después de un largo silencio): ¿Y tu hermanastra Anna?

carl: ¿Anna? Pronto cumplirá veinte años. Ya la viste.

henrik: Sí. (Afirma). Sí, claro.

carl: Estudia en la Escuela de Enfermeras de la clínica Sophia. Mammchen dice que las chicas tienen que estudiar. Que tienen que ser independientes y esas cosas. ­Mammchen cree que lo cree. Ella, en cambio, dejó sus estudios de maestra para casarse.

henrik: Tu hermana es muy…

carl: … atractiva. Sí, sí… Hemos tenido muchos pretendientes en casa, pero nuestro señor padre los ha espantado con sus terribles aunque muy sofisticados celos, y nuestra señora madre los ha espantado todavía más con la poco alentadora perspectiva de tener a Karin Åkerblom por suegra. Por el momento nos frecuenta el joven genio Torsten Bohlin. A él no hay nada que le haga mella, y parece que lo toleran sorprendentemente bien. Pero es que también es un hombre con futuro. Está claro que llegará a ser ministro o arzobispo. A Anna parece divertirle bastante que le haga la corte. Aunque mi teoría es que el destino de Anna se escribe en otro libro.

henrik: ¿Ves? Ahora sale el otro cisne negro del nido. Es tan agradable esta lluvia.

carl: Después de la sequía, claro. El destino de Anna será probablemente enamorarse de un loco o de un perverso asesino o de una nulidad, quizá.

henrik: ¿Por qué estás tan convencido?

carl: Nuestra princesita es tan dócil e inteligente y de corazón tan puro y tan delicada y cariñosa que no tiene límites.

henrik: Pero eso es bueno, ¿no? ¿Todo? ¿O no?

carl: Tiene una arista dentro, ¿sabes? Una afilada arista que corta. (Se ríe). ¡Ahora sí que te has asustado!

henrik: No entiendo lo que quieres decir.

carl: Tampoco es algo que se pueda entender así de buenas a primeras. Pero yo la conozco bien. Yo la reconozco.

henrik: Eso suena a literatura de la buena.

carl: Claro, Henrik, claro que sí.

henrik: ¿Nos vamos? Está arreciando.

carl: Puedes compartir mi paraguas. Como tengo una opinión manifiestamente pesimista de la marcha del mundo, ando siempre con paraguas. Si lo uso o no luego, ya es cosa mía. Es mi ingeniosa manera de combatir el determinismo y de engañar a la casualidad.

henrik (sonriendo): Como comprenderás, yo no puedo compartir tu…

carl: … opinión, quieres decir. Yo no opino nada, es pura cháchara. ¿Sabes una cosa, Henrik? Yo creo que la ­señorita Frida sería una extraordinaria y magnífica esposa de sacerdote.

Henrik no responde. Se ha quedado sencillamente sin respuesta.

El curso ha terminado y Henrik se va a su casa. Es un caluroso día de mediados de junio y el tren avanza lentamente por el paisaje de comienzos de verano, parándose largo rato en todos los apeaderos, silencio, zumbido de moscas. Los castaños en flor se mecen contra las ventanas cerradas del compartimento. No hay nadie por ninguna parte, ni en las estaciones ni en el tren. Este sigue resoplando, primero a través del bosque de abetos y luego por el borde del mar. Se tarda todo el día en ir en tren desde Upsala a Söderhamn. Henrik llega a la estación del oeste a las ocho y veintisiete de la tarde. Mamá Alma lo espera en la puerta. Henrik la ve enseguida: hay como un hálito invisible de llorosa desolación en torno a la pesada figura. Henrik sonríe, deja la maleta en el suelo y abraza a su madre.

Su madre es gorda, pesará unos cien kilos. Tiene la cara redonda, los ojos angustiados y muy abiertos, una pequeña nariz respingona, boca grande y sensible y el cuello corto. Lleva un abrigo de verano bastante gastado que le queda estrecho y al que le falta un botón. El sombrero negro con la pluma se le ha torcido al abrazarse. Ella ríe y llora con desamparo. Henrik se esfuerza por corresponder a las muestras de ternura de la madre. Huele agrio, a sudor seco, y respira asmáticamente. Déjame que te vea, hijo mío, qué pálido estás, qué delgado, seguro que has descuidado las comidas. ¡Qué bien que vengas a pasar unos días conmigo! ¿Te vas a dejar bigote, de veras? No estoy segura de que me guste mucho ese bigote, vas a tener que afeitártelo para volver a ser mi muchachito.

Alma Bergman vive en un piso de tres habitaciones en la última planta, al otro lado del patio interior del edificio, en la esquina de las calles Norralagatan y Köpmangatan. La habitación de Henrik se alquila durante el semestre de invierno.

Otra habitación, muy pequeña, es el dormitorio de Alma, y luego está el comedor, comunicado mediante un estrambótico antecomedor con una cocina espaciosa. El piso está atestado de cosas, como si sus habitantes se hubieran visto obligados a trasladarse de repente de un lugar mucho más grande y no hubieran tenido el valor de separarse de muebles voluminosos, cuadros y objetos.

Hay por todas partes una viscosa película de orgullosa pobreza orgullosa. De perplejo abandono. De desesperanza y lágrimas.

Mientras Alma prepara algo para comer, Henrik entra en su habitación: la vieja y estrecha cama. El desvencijado sillón de mimbre con los cojines, la mesa escritorio, inestable, con viejas heridas producidas por el cortaplumas, las sillas desparejadas. El armario ropero con la luna rajada, la librería con los libros leídos y releídos mil veces, el lavabo con la palangana y la jarra diferentes, las gastadas toallas. La ventana sucia con la cortina colgando de la barra. Los cuadros de la niñez con motivos bíblicos: Jesús con los niños, La vuelta del hijo pródigo. Sobre la cama hay una fotografía del padre. Un rostro joven y hermoso, pelo fino y flotante, peinado hacia atrás desde una frente despejada, grandes ojos azules; sonrisa un poco arrogante, orgullo, vulnerabilidad, integridad y pasión, los rasgos faciales de un actor.

En un rincón, junto a la ventana, algo empotrado, está el altar con su mantel, sus candelabros, el Cristo de Thorvaldsen y un libro de oraciones abierto. Delante, un reclinatorio para arrodillarse bordado en verde y oro. El mantel es morado, con una cruz de color rojo oscuro. A los pies de Jesús hay un espléndido ramo de primaveras recién cortadas. Henrik se deja caer en una de las sillas. Esconde la cara entre las ­manos y respira hondo, como si sufriera un ataque de asfixia.

Le cuesta tragar, aunque debería tener hambre, ya que solo ha comido unos bocadillos durante el largo viaje. La madre está sentada a la mesa del comedor, frente a él, la lámpara de queroseno está encendida, fuera anochece.

alma: Últimamente se ha puesto todo carísimo. Claro está que tú no necesitas pensar en esas cosas, pero yo casi no sé cómo salir adelante. Imagínate: el queroseno ha subido tres céntimos y cinco kilos de patatas cuestan treinta y dos. La carne de vaca apenas puedo ya permitírmela, tiene que ser cerdo o carne de puchero. Y el carbón —no te imaginas el invierno que hemos pasado—, el carbón y la leña han subido al doble. Así que a echarse pieles encima, aunque yo no tenía más remedio que calentar esto por los alumnos de piano y me ha costado mucho dinero. ¿Qué te pasa, Henrik? Pareces triste, ¿te ha ocurrido algo malo? Ya sabes que a tu madre le puedes contar lo que sea.

henrik: Suspendí el examen de Historia de la Iglesia.

Hace un gesto de desamparo y clava los ojos en la oreja de la madre. Ella posa con suavidad la taza de té y apoya sobre el mantel su pequeña mano gordezuela, en la que brillan los pesados anillos de matrimonio.

alma: ¿Cuándo ocurrió eso?

henrik: Hace unas semanas. A finales de abril.

alma: ¿Y qué implica ese suspenso?

henrik: Tengo que presentarme otra vez a finales de noviembre. El profesor Sundelius no me deja intentarlo antes.

alma: Entonces, tu licenciatura se retrasa bastante.

henrik: Medio año.

alma: Y ¿cómo vamos a arreglárnoslas, Henrik? El dinero del préstamo se está acabando y todo se ha puesto muy caro. Y la matrícula, y los libros y tu manutención. Yo no sé qué hacer. Yo nunca he sabido administrarme.

henrik: Tampoco yo.

alma: Y el préstamo que prometimos pagar en cuanto te ordenaras sacerdote…

henrik: Ya lo sé, mamá.

alma: Yo trato de conseguir más alumnos, pero las clases de piano es lo primero de lo que se priva la gente ahora que todo ha subido tanto. Ya me entiendes.

henrik: Claro que lo entiendo.

alma: Puedo empezar a hacer limpiezas otra vez, pero estoy mucho peor del asma y se me resiente el corazón.

henrik: Mamá, por favor, tú no vas a hacer limpiezas.

Alma se levanta suspirando y llena de ternura. Abraza a su hijo y lo cubre de besos. Al mismo tiempo, parlotea: mi muchachito, ¡querido mío, corazón mío! Tú eres lo único que tengo, no vivo más que para ti, tenemos que ayudarnos mutuamente, nunca nos separaremos, ¿no es así, hijo queridísimo, no es así?

henrik: Puedo dejar de estudiar, mamá. Dejo de estudiar, busco un trabajo y me vengo para casa otra vez. Y lo ­primero que hacemos es devolverles el préstamo a las tías de Elfvik. Después, quizá pueda seguir estudiando, cuando haya ahorrado lo suficiente para arreglármelas yo solo sin necesidad de ser una carga para nadie.

Entonces Alma se echa a reír y su risa es grande, sana, una risa que muestra su blanca dentadura. Acaricia la cara del hijo con su blanda mano gordezuela.

alma: Pobre hijo mío, decididamente, tú eres aún más tonto que yo. ¿Cómo se te ocurre que vamos a dejarnos atajar ahora que estamos tan cerca de la meta? ¿Cómo se te ocurre que voy a tenerte aquí haciendo de ayudante de telégrafos o de maestro interino? Tú, que vas a ser mi sacerdote. ¡Mi sacerdote!

La madre vuelve a reírse y se levanta llena de súbita energía. Va al enorme aparador que domina todo el espacio entre las ventanas, saca una botella de oporto y sirve dos vasos. Henrik se echa a reír también —esta es una situación conocida de antiguo y cargada de una curiosa seguridad: él y ella sumidos en la aflicción, y, de pronto, una carcajada irresistible, mamá se ríe—, las cosas entonces no son tan graves. ­Brindan y ­beben. Ella se inclina hacia delante, suspirando.

alma: He oído decir que los estafadores verdaderamente inteligentes nunca hacen trampas con calderilla. Van a por un dineral, directamente. Así resultan más dignos de crédito y pueden robar aún más dinero.

henrik: Ahora no te entiendo.

alma: ¿No entiendes? ¡Hemos sido demasiado modestos! Pero esta vez las tías van a tener que soltar dinero en abundancia. Vamos a ir de visita, Henrik. Enseguida. Mañana mismo.

En una casa de madera junto al río Ljusnan, veinte kilómetros al sur de la ciudad de Bollnäs, viven las míticas tías. Son hermanas del abuelo de Henrik y bastante viejas, el abuelo es el hermano menor, nació cuando ya no se esperaba. La mayor se llama Ebba; la del medio, Beda; y la más joven, Blenda.

Lo que pasa con ellas es, en pocas palabras, lo siguiente: el bisabuelo era un hombre que tenía bosques, tierras y talento para los negocios. Cuando empezó en serio la explotación de Norrland, el enérgico Leonhard se preocupó de labrarse una fortuna. A su muerte dejó una herencia considerable. El abuelo Bergman pensaba que no había que tocar nada y que todo debía entrar a formar parte y perpetuarse en el capital y el funcionamiento de la finca familiar. Nadie osó oponerse excepto Blenda, que exigió la partición de la herencia para ella y sus hermanas. El hermano se negó, pero Blenda llevó la controversia ante la Audiencia Provincial de Gävle. Antes de que estallase el escándalo, Fredrik ­Bergman cedió y, con el corazón temblando de odio, tuvo que pagarles los lotes de la herencia a sus hermanas solteras. Después de aquello no quiso volver a dirigirles la palabra, y el odio estaba bien enraizado por ambas partes. Ni nacimientos, ni bodas, ni óbitos habían sido capaces de superar el recíproco rencor.

Blenda, la más joven, que había demostrado tener tanta energía, se hizo cargo de la administración de la fortuna. Con inteligencia y talento para los negocios hizo que siguiera aumentando. Mandó construir una magnífica casa de madera con vistas a la más bella comarca del río Ljusnan. La casa se acondicionó con el mobiliario más cómodo de la época y las paredes se empapelaron y decoraron con los papeles pintados, los adornos y los cuadros de peor gusto del siglo.

La casa tiene un jardín, casi un parque, que baja en terrazas hasta el río. En él trabajan las tres hermanas en primavera, verano y otoño, vestidas de hilo blanco, con delantales, sombreros de anchas alas, guantes y zuecos. Todo el amor, la ternura y la inventiva que tienen y que apenas se prodigan entre ellas, los dedican al jardín, que a su vez les corresponde con intenso verdor, árboles cargados de frutos y esplendorosos macizos de flores.

Ebba es la mayor, un poco pazguata, siempre lo ha sido. Además, está sorda y no habla mucho; tiene un amigo fiel, un labrador perdiguero muy viejo y aquejado por la gota. La cara de Ebba es como de pétalos de rosas mustias, debe de haber sido muy guapa en su juventud.

Beda, a pesar de sus años, sigue teniendo el pelo oscuro, los ojos son también oscuros y su aspecto es trágico. Lee novelas y toca a Chopin con más pasión que conocimiento, se enfada con frecuencia y se queja ruidosamente de casi todo. De vez en cuando se va, pero siempre regresa. Las salidas son espectaculares y las entradas prosaicas. A diferencia de sus hermanas, ha vivido —se asegura— una pasión.

Blenda, finalmente, es menuda, rápida y muy dueña de sí. Tiene fama de saber cómo salirse con la suya. Pelo entrecano, frente baja y ancha, nariz grande y un poco rojiza, boca sarcásticamente torcida, adecuada para relampagueantes ocurrencias e irónicos denuestos.

Una vez al año viajan a la capital, alternan con la buena sociedad, asisten a conciertos y a funciones de teatro y se encargan ropa cara y moderna en las mejores tiendas de la ciudad. En ocasiones van a algún balneario al sur de ­Alemania o a Austria.

Eso es lo que hay respecto a las tías de Elfvik.

Los dormitorios de las hermanas están amueblados conforme al gusto de cada una, pero terriblemente abarrotados. Ebba tiene un ambiente floreado y luminoso en su cuarto, el de Beda es violeta con motivos modernistas, mientras que el de Blenda es todo azul, azul claro, azul oscuro, azul apagado. En este instante reina gran agitación. Están vistiéndose para la cena y se consultan y se ayudan unas a otras; se pelean un poco, también. Las habitaciones se comunican entre sí con puertas, casi siempre cerradas, pero ahora abiertas de par en par.

blenda: ¿Los ves?

beda: ¿Qué están haciendo?

ebba: ¡Ay, Dios mío! Están junto a la caseta de baño.

blenda: Pero, ¡bueno! ¿Van a bañarse en el río?

ebba: ¡Ay, Dios mío! ¡Pues claro que piensan bañarse!

blenda: Es ridículo. Alma, gorda como una vaca. Es ridículo.

beda: Déjame ver.

blenda: Van a entrar en la caseta.

ebba: Sí que se van a meter en el agua, sí.

beda: ¡A quién se le ocurre bañarse ahora! No creo que el agua esté a más de diez grados.

blenda: ¿Me pongo el azul claro?

beda: ¿No te parece demasiado elegante? Alma ­podría sentirse rebajada. Seguro que ella viene de negro.

blenda: Entonces me pongo el gris perla.

beda: Pero, hija, ese es aún más elegante.

ebba (a voces): ¡Ay, Dios mío! Que se desborda el Ljusnan.

blenda: ¿Qué estás diciendo?

ebba: La montaña de grasa de Alma se ha metido en el agua.

beda: No te quedes ahí mirando, anda, ponte el corsé, que te ayudo a apretarlo.

ebba: ¿Qué decías? ¡Ahora se ha desnudado Henrik!

beda: ¡No me digas! Eso tengo que verlo.

blenda: No empujes. ¡Oh, qué guapo es ese chico!

ebba: ¡Ay, qué delgado está!

beda: Pero tiene una hermosa espalda. Y un buen tipo.

blenda: Yo lo que me pregunto es a qué vienen.

beda: Pues no es muy difícil adivinarlo.

ebba: Nada muy rápido.

beda: Pero ¿te vas a poner por fin el gris perla?

blenda: Pues, mira, sí.

beda: La verdad es que le va bien al rojo de tu nariz.

ebba: Ya vuelven hacia la caseta. ¡Ay, Jesús mío! ¿Qué haríamos si se ahogaran?

blenda: Pagar el entierro, supongo.

beda: Ebba, ven, que te visto.

ebba: No, no, que quiero verlos al salir del agua.

beda: ¿Salen ya?

ebba: ¡Están saliendo! ¡Y van de la mano!

blenda: Ya me figuro yo a lo que vienen, ya.

beda: Bueno. ¿Y qué, pedazo de roñosa?

blenda: De aquí no sale ni un centavo de cobre, eso os lo digo yo. Ni un centavo de cobre. Ya les hemos hecho un préstamo que no tienen que amortizar hasta que Henrik sea sacerdote.

ebba: Henrik es guapísimo. Pero resulta raro que anden así, desnudos.

beda (a ebba): He sacado el traje rosa. (Tiembla). ¡El rosa!

ebba: No, no quiero el rosa. Quiero el de flores y encaje.

beda: ¡Ah!, sí. El que te hace aún más espantosa.

ebba: Acabas de decir una maldad, no creas que no me entero.

blenda: Ella en cambio se está poniendo como si fuera a presentarse en el Teatro Real.

beda: ¿Se puede saber qué tienes que decir de este vestido?

blenda: Justamente del vestido, nada.

beda: Yo quiero estar guapa por el muchacho. No le hará daño ver un poco de estilo y de belleza.

blenda (riéndose con sorna): ¡Ja, ja!

ebba: ¿Quién me ha quitado mi perfume? (Gritando). ¡Mi perfume!

beda: Una vieja chatarra como tú no debe usar perfume. ¡Es obsceno!

ebba: Ya has vuelto a decir otra maldad. ¿Dónde está mi audífono?

beda: Y si así fuera, que vienen por cuestiones de dinero, ¿de veras tenemos que cerrarnos en banda?

blenda: No te quepa la menor duda, querida Beda. Corren malos tiempos y la gente tiene que aprender a vivir de acuerdo con sus posibilidades.

beda: No parece que tengan muchas.

blenda: Alma no ha sabido nunca manejar el dinero. ¿Recuerdas que le mandamos cincuenta coronas cuando murió el padre de Henrik? ¿Sabes lo que hizo? Comprarse un par de zapatos preciosos para el traje de luto. Ella misma lo contó. ¿Es esa manera de administrarse? Yo solo pregunto.

ebba: Ya salen de la caseta. ¡Hay que ver con qué cariño mira a su madre! Fíjate. Es un muchacho muy bueno, no cabe duda.

El cuarto de estar y el comedor están unidos en ángulo con grandes ventanas orientadas hacia poniente. Todos los colores son claros: ligeras cortinas de verano, muebles hechos a mano en el estilo de Carl Larsson, pintados de blanco, papeles amarillos en las paredes, grandes butacas de mimbre, un piano cuadrado, un aparador color flor de tilo, multicolores alfombras de trapo sobre las anchas y bien fregadas tablas del piso. En las paredes hay una especie de arte moderno: mujeres que parecen flores y flores que parecen mujeres, paisajes y muchachas vestidas de blanco, mirando irresolutas hacia un futuro maravilloso.

Las hermanas entran en fila: Ebba, Beda y Blenda. Alma y Henrik ya están en su sitio, la madre con un vestido de seda violeta demasiado ceñido, sufriendo dentro de la ­ajustada faja, Henrik con un traje pulcro pero lleno de brillos por el uso, cuello duro y corbata. Blenda invita enseguida a pasar a la mesa y, una vez sentados, toca un timbre eléctrico escondido. Inmediatamente surgen dos jóvenes sirvientas con una sopera humeante y platos calientes: sopa de ortigas con huevos duros.

Después de la cena, toman café en la galería. A Alma y a Henrik los colocan en el sofá de mimbre. Blenda se sienta en la mecedora, estratégicamente situada fuera de la horizontal luz solar. Beda se ha sentado en las escaleras de la galería. Fuma un cigarrillo en una elegante boquilla. Ebba está sentada de espaldas a las vistas y con los audífonos preparados.

Ha llegado, pues, la hora. La respiración de Alma es un poco silbante: si es por la emoción o por la buena comida o por el excelente vino, es difícil decirlo. Henrik está pálido y trenza los dedos en nudos.

blenda: Es de suponer que Alma y Henrik no han hecho este largo camino solo por cariño a la familia. Si no recuerdo mal, la última vez fue hace tres años. La razón de vuestra visita en aquella ocasión fue el préstamo para costear los estudios de Henrik.

Blenda se mece suavemente en su asiento y contempla a Alma con fría afabilidad. Beda cierra los ojos y se deja bañar por los últimos rayos de la puesta de sol. Ebba tiene los audífonos puestos y se chupa la dentadura postiza.

alma: Se ha terminado el dinero. Así de sencillo.

blenda: ¿Cómo que se ha terminado el dinero? Era para cuatro años y apenas si han pasado tres.

alma: Las cosas se han puesto muy caras.

blenda: Tú misma fijaste la cantidad que necesitabas. Yo no recuerdo haber regateado.

alma: No, no, qué va. Fuiste muy generosa, Blenda.

blenda: ¿Y ahora se ha terminado el dinero?

alma: Yo contaba con que el abuelo de Henrik nos ayudaría, puesto que, al fin y al cabo, Henrik iba a continuar la tradición familiar haciéndose sacerdote.

blenda: Pero el abuelo de Henrik no os ayudó, ¿no?

alma: No. Estuvimos todo un día pidiéndole. Solo nos dio doce coronas para los billetes de vuelta. Para que pudiéramos regresar a casa, a Söderhamn.

blenda: Muy generoso por su parte.

alma: Son malos tiempos, Blenda. Yo doy clases de piano, pero no se gana mucho. Y hay alumnos que no van a seguir.

blenda: Entonces, ¿lo que quieres es otro préstamo?

alma: Henrik y yo discutimos a fondo la posibilidad de que abandonase sus estudios para solicitar un puesto en la nueva oficina de Telégrafos de Söderhamn. Porque otra salida no teníamos. Pero entonces ocurrió algo.

ebba: ¿Qué?

alma: Ocurrió una cosa.

beda: ¡Dilo ya!

alma: Una cosa muy agradable.

ebba: ¿Qué dice?

blenda: Que pasó algo agradable.

alma: Yo creo que debe ser Henrik quien lo cuente.

henrik: Pues… me examiné de Historia de la Iglesia con el profesor Sundelius, que es un verdadero hueso. Fuimos tres a examinarnos y el único que aprobó fui yo. Después del examen el profesor quiso tener una conversación a solas conmigo. Me ofreció un habano y estuvo amabilísimo. Totalmente distinto de su acostumbrada actitud sarcástica.

alma (excitada): Le ofreció un habano a Henrik.

henrik: Por favor, mamá, acabo de decirlo.

alma: Perdona, perdona.

henrik: Bueno, hablamos un rato de unas cosas y otras. Él dijo, por ejemplo, que los que son fuertes en Historia de la Iglesia demuestran aplicación, buena memoria y disciplina. Le pareció que yo había dado prueba de una extraordinaria inteligencia cuando expliqué el simbolismo apostólico. Es un tema bastante complicado que requiere un cierto sistema científico.

ebba: ¿Qué dice el chico, Blenda?

blenda: Espera, Ebba (a gritos), luego te lo digo, luego.

henrik: Me propuso que me dedicara a la investigación. Que debía preparar una tesis doctoral. Se ofreció a dirigírmela él. Más adelante yo podría solicitar un cargo docente. En su opinión, la mayoría de los teólogos son unos mentecatos, y hay que aprovechar los talentos sin recursos.

alma: Muy halagador para Henrik, ¿comprendes, Blenda? El profesor Sundelius va a ser nombrado arzobispo o ministro en cualquier momento.

henrik: Entonces yo le dije la verdad, que no tenía recursos. Que ni siquiera me llegaba el dinero para hacerme sacerdote. El catedrático me aseguró que si podía arreglármelas por mi cuenta los primeros años, después me darían lo que llaman una beca de doctorado. Eso es bastante dinero, ¿sabe, tía Blenda? Casi todos los doctorandos están casados, tienen hijos y servicio.

blenda: ¡Caramba!

alma (intercala): Ahora acudimos a vosotras para pediros otro préstamo, sin intereses ni amortizaciones, de seis mil coronas. Es lo que el profesor Sundelius calcula que se necesita, aproximadamente.

blenda: ¡Caramba!

alma: Queríamos decíroslo a vosotras primero. Antes de ir al Banco de Uplandia, me refiero. El catedrático prometió escribir una carta de recomendación. Dijo que tal vez podría dar su aval.

blenda: ¿Tú qué dices, Beda?

beda (ríe): Me he quedado sin habla.

ebba: Pero ¿de qué estáis hablando? ¿De dinero?

blenda: ¡De que Henrik va a ser catedrático! Y necesita seis mil coronas además de las dos mil que ya le hemos prestado. ¿Entiendes?

ebba: ¿Tenemos todo ese dinero?

blenda: Esa es la cuestión, esa.

Blenda se ríe como rezongando. Beda mira sonriente a Henrik a través de sus largas pestañas oscuras. La palidez de Henrik ha dejado paso a un intenso rubor. Alma respira ­pesadamente. Blenda se incorpora de repente dando unas palmadas.

blenda: Si hemos de hacer algo, es mejor que lo hagamos ya. Alma y Henrik, ¿queréis ser tan amables de pasar a mi despacho?

El despacho de Blenda tiene entrada directa desde el recibidor y es bastante estrecho. Las estanterías están atestadas de libros de contabilidad. En mitad de la habitación hay un pupitre; junto a la ventana, una mesa escritorio y unas cuantas sillas de madera pintadas de oscuro. En un rincón, un sofá de piel y un butacón, una mesa redonda con tablero de bronce y aperos de fumar. Blenda enciende la luz, saca una llavecita de la cadena de oro que lleva al cuello, abre el cajón central del escritorio, saca unas llaves de metal reluciente y abre la caja fuerte que está escondida tras un biombo, junto a la puerta.

Alma y Henrik no pueden ver lo que hace al otro lado del biombo. Cuando reaparece, lleva un fajo de billetes en la mano derecha. Pone el dinero encima de la mesa, guarda las llaves de la caja fuerte y coloca la llave del cajón en la fina cadena de oro. Luego empieza a contar: son seis mil coronas en billetes. Cuando termina, le da el dinero a Alma, que está como paralizada por un rayo.

alma: ¿Debería, tal vez, firmar un recibo?

blenda: Henrik, ¿quieres hacerme el favor de irte con las tías un momento? Me gustaría hablar a solas con tu madre.

Henrik hace una inclinación y se dirige a la puerta. Tiene la desagradable impresión de que algo ha fallado. Cuando Henrik sale, Alma se sienta. Blenda empieza a hojear un listín de teléfonos.

blenda: Curiosamente, tenemos aquí en la oficina el listín de teléfonos de Upsala. Estoy pensando en llamar al profesor Sundelius para agradecerle en nombre de todos los parientes su misericordiosa ayuda al prometedor vástago familiar. Sí, aquí está el número, quince, cuarenta y tres.

Levanta el auricular y mira sonriente a Alma cuyo rostro se ha vuelto ceniciento. Las lágrimas han empañado su desmesurada mirada azul. Blenda coloca despacio el auricular en su sitio.

blenda: Acaso llame otro día. No es muy cortés molestar a un hombre tan importante después de las ocho de la noche.

Blenda se sienta frente a Alma y la mira con algo que podría describirse como «tierna ironía».

blenda: Supongo que comprendes que tanto yo como mis hermanas estamos orgullosas de poder contribuir a que Henrik tenga un porvenir tan brillante.

Le da unas palmaditas a Alma en su redonda rodilla y en su redonda mejilla, por la que justamente resbala una lágrima hacia la comisura de la boca. Alma balbucea algo sobre su agradecimiento.

blenda: No tienes nada que agradecer, Alma. Hago esto porque tu hijo es cautivadoramente inteligente. ¿O por nada, quizás? ¿O por lo mucho que tú lo quieres? No lo sé. ¿Nos vamos con los demás? Creo que hay que celebrar esta noche con una botella de champán. ¡Ven, Alma! No llores así. No me había divertido tanto desde que nuestro hermano perdió el pleito de la herencia.

El director de Tráfico construyó en sus buenos tiempos una casa para veranear cerca de los ríos, los lagos, los bosques y las azuladas colinas. Todos los años, a mediados de junio, se hace el traslado, empresa enorme dirigida por experimentados estrategas. Se quitan las cortinas, se enrollan las alfombras con naftalina en papel de periódico, se cubren los muebles con fantasmales sábanas amarillentas, se envuelven las arañas en tarlatana, y se carga un baúl con los indispensables artículos de primera necesidad, desde la cama y las almohadas especiales de Johan Åkerblom hasta la casa de muñecas de las niñas y los incomparables moldes para pastas de Siri, los pinceles de doña Martha y las novelas de Anna.

Estamos a primeros de julio y una tranquila somnolencia, acompañada de un centelleante calor, envuelve a las personas y los espejos acuáticos. La pelota de croquet rueda indolentemente. Alguien está tocando el piano, una romanza sentimental de Gade. Lisen dormita en el banco del mirador, sin darse cuenta de que el ovillo se ha caído en la hierba. Doña Karin, la dueña de la casa, está en la galería de arriba, vestida de blanco y de buen humor, con un sombrero de ala ancha que le da sombra a los ojos. Está escribiendo una carta que no terminará. Su mirada gris se pierde en la luz que da sobre las lomas. El director de Tráfico, por su parte, reposa en la hamaca con las gafas en la frente y un libro sobre el vientre. En la cocina, sin embargo, reina una cierta, si bien limitada, aplicación.

Siri y Anna están limpiando fresas. Hay un montón, y lo hacen a buen ritmo. El ambiente es de conversación confidencial: un poco de charla y un poco de silencio. Las moscas zumban en la cinta amarilla del ­cazamoscas y el ­orondo gato ­ronronea medio adormilado en la ventana.

siri: … Pues, sí, yo entré en la casa cuando usted nació. Entré para ayudar a Stava, pero ella ya no tenía fuerzas para nada, así que tuve que hacerme cargo desde el principio. Casi todo el tiempo se lo pasaba acostada en el cuarto, dando órdenes. Nadie sabía lo enferma que estaba, así que una se enfadaba bastante, ¿sabe usted? Y de pronto un día amaneció muerta. Yo ya valía bastante entonces, aunque no tenía más que veinte años. Pero había mucho que hacer. Y la señora Åkerblom no era mucho mayor, no… Con esos hijastros ingobernables. Y el señor no se molestaba mucho en ayudar a educarlos, estaba demasiado ocupado con sus puentes y sus ferrocarriles. Y luego Riken y Runa, que eran buenas chicas y obedientes, pero tontas como gallinas. No, las que tuvimos que hacernos cargo de todo y poner orden en todo el desarreglo fuimos la señora Åkerblom y yo. Y lo hicimos, ya lo creo, a pesar de que la señora se quedó embarazada otra vez —sabrá que se puso bastante mala—, así que le dije: No se mate, señora Åkerblom, no se mate, repose todo lo que pueda, que yo me ocuparé de todo el jaleo, basta que me diga la señora cómo quiere las cosas. Y así lo hice. Y luego la señora se puso bien y otra vez de buen humor, y así ha seguido todo, al orden, me refiero. La señora y yo no siempre pensamos lo mismo, pero las dos combatimos el descuido, la suciedad y el desorden. No soportamos el desorden de ninguna de las maneras, si usted comprende lo que quiero decir. (Pausa). Pues sí, así han sido las cosas y así seguimos.

anna: ¿No se ha enamorado usted nunca, Siri?

siri: Pues claro que sí, hubo uno al principio que quería levantarme las faldas. Pero con tantos apremios no llegué a enterarme nunca de qué intenciones tenía.

Ernst entra ganduleando en la cocina, le tira de la trenza a su hermana, besa a Siri en la nuca y le pregunta si hay zumo de naranja, se sienta a la mesa y come con glotonería fresas limpias. Siri sirve al muchacho. Incluso rompe un trozo de hielo del bloque que gotea permanentemente en la nevera y pone sobre la mesa un vaso de zumo y, además, galletas de pasas. Ernst dice, bostezando, que va a darse una vuelta en bicicleta hasta el lago Gimmen. ¿Quiere ir Anna con él? ¡Con este calor!, grita Anna cuando Ernst le hace cosquillas en el costado. Venga, no seas holgazana, vamos y nos ­bañamos de paso. Se lo decimos a mamá y nos vamos.

Se encaminan hacia la escalera que sube al primer piso. Ernst grita: ¡Mamá! Karin Åkerblom despierta de sus sueños en torno a la carta a medio escribir, sale al rellano y dice con severidad: Ernst, ¿cómo haces tanto ruido?, vas a despertar a papá. Vamos al lago a bañarnos, ¿vienes con nosotros? ¿Le ha preguntado Anna a Siri si hay algo que hacer en la cocina? Ahora mismo no hay nada, dice Anna. Y además las niñas también pueden ayudar un poco. Se han escondido en la caseta de juegos a leer Los amantes secretos, de la condesa Paulette. «Amantes», en plural. Bueno, bueno, dice la señora Åkerblom con resignación, eso no es cosa mía, es cosa de Martha. Nosotros nos vamos, dice Ernst corriendo por la escalera para abrazar a su madre. Gracias, muy amable, dice Karin Åkerblom tirándole del pelo. Tienes que cortarte el pelo, no están bien esas greñas.

Luego se van en sus flamantes bicicletas. Primero unos kilómetros por la carretera y después en ángulo recto entre los árboles. Es un sendero serpenteante y arenoso que va siguiendo al pedregoso riachuelo Gimån, que no es muy profundo, pero que corre caudalosamente incluso en los meses más calurosos del verano.

El Gimmen es un lago natural de forma alargada, incrustado en un interminable paisaje de bosques. El agua es clara y helada, las orillas están llenas de piedras y se inclinan suavemente hacia abruptos precipicios.

Los dos hermanos dejan las bicicletas junto a un molino en ruinas y avanzan por una senda de vacas bajo alisos y troncos de abedul que se van oscureciendo. Encuentran un lugar para bañarse, una estrecha faja arenosa sombreada por denso follaje.

Después de bañarse se reparten una tableta medio derretida de chocolate. A excepción de la compañía de algunas torpes moscas, todo es quietud, no se ve una nube, aunque la atmósfera está cargada como una ansiada y temida tormenta en el horizonte. Ernst, que es un buen gimnasta, hace el pino. Anna se ha puesto la camisa y las enaguas, está tumbada de espaldas mirando el follaje, levanta un brazo y con el dedo índice sigue los bordes de las hojas que se perfilan contra la blanca bóveda del cielo.

anna: Ernst, dime, ¿tienes tú algún ideal?

ernst: ¿Qué?

anna: ¡Ideales!

ernst: ¡Qué pregunta!

anna: Sí, te puede parecer rara, pero es una pregunta y quiero que me contestes.

ernst: Ideales. Pues claro: ganar dinero. No tener que trabajar. Amantes apasionadas. Buen tiempo. Buena salud. Inmortal, quiero ser inmortal, no morirme nunca. Ser inmortal en el sentido de ser famoso me deja completamente frío. Quiero que las personas a las que amo sean tan felices como yo. No quiero odiar a nadie. No quiero casarme jamás. Pero me gustaría tener muchos hijos. Así que, sí, tengo ideales.

anna: ¿Es que no puedes tomarte nada en serio?

ernst: No, Anita, no me tomo nada en serio. ¿Cómo voy a tomarme nada en serio viendo cómo se comporta la gente? Lo que sí necesito, y mucho, es salvaguardar mi sano juicio. Por eso no me dedico a pensar. Si pensase, «volveríame loco», como dice Lucidor.

anna: En la Escuela de Enfermeras tenemos bastantes clases teóricas. Casi siempre son muy aburridas, pero de vez en cuando son tan emocionantes, tan fascinantes que…

ernst: … Tú tienes el don de la compasión y yo no. En eso soy igual que nuestra madre.

anna: Un día vino una mujer médico, catedrática de pediatría. Empezó a hablar y a dar ejemplos de su consulta, solamente. Sobre todo de niños con tumores. Nos contó sufrimientos tan espantosos que apenas podíamos dominarnos, lo único que queríamos era llorar y librarnos de todo ese horror. Niños sufriendo como condenados. Niños pequeños, ¿te das cuenta Ernst?, que no comprenden nada y que ven adultos a su alrededor que no saben qué hacer. Son niños atormentados, llorosos, valientes, callados, estoicos. Y se mueren, no hay remedio. A veces desgarrados en varias operaciones hasta quedar irreconocibles. Esa profesora hablaba con la mayor serenidad. Su compasión era total todo el tiempo, ¿comprendes, Ernst?

ernst (un poco sarcástico): No, Anna, mi querido arándano rojo. ¿Qué es lo que quieres que comprenda?

anna: Yo quiero ser como esa profesora. Yo quiero estar en medio de la más incomprensible crueldad, Ernst. Quiero ayudar, mitigar y consolar. Y debo tener todos los conocimientos necesarios.

ernst: Entonces la Escuela de Enfermeras está muy bien para ti, ¿no?

anna: Sí, no está mal. La mitad de las compañeras se casan en cuanto terminan. Pero a mí me interesa algo más importante y más difícil. Es que, ¿sabes Ernst?, a veces me parece que tengo una fuerza enorme. Pienso que Dios me ha creado para hacer algo importante… Algo importante por los demás.

ernst: Pero ¿tú crees en Dios?

anna: No, la triste realidad es que no creo en Dios.

ernst: Cavilas demasiado. Es por eso que tienes dolor de estómago.

anna: Tengo que hablar con papá y mamá sobre esto de estudiar Medicina.

ernst: No va a ser fácil, Anita. ¡Figúrate Upsala! ¡Figúrate los estudiantes de Medicina que conoces! ¡Figúrate los catedráticos!

anna: Si ella fue capaz de hacerlo, también yo.

ernst: ¿Y qué va a ser de nosotros si tú te haces catedrática?

anna: Nos casamos y tú te ocupas de llevar la casa.

ernst: Pero es que yo quiero tener hijos.

anna: Ya tienes a tus amantes, caramba.

ernst: Pero tú vas a tener unos celos horribles y a armar cada trifulca…

anna: Eso es verdad. A mis amores no me los toca nadie.

ernst: ¿Quiénes son tus amores, pues?

anna: A que te gustaría saberlo, ¿eh? Pues, papá, claro. Y tú, claro (se calla).

ernst: ¿Y Torsten Bohlin?

anna: No, por Dios, qué tonterías dices. Torsten no es uno de mis amores.

ernst: Pero alguien sí lo es.

anna: A lo mejor. Pero no lo sé, la verdad.

ernst (inopinadamente): A propósito, ¿te apetece venir a pasar unos días conmigo a Upsala?

anna: No sé si me dejará mamá.

ernst: Tranquila, de eso me ocupo yo.

anna: ¿Qué vas a hacer en Upsala a mediados de julio?

ernst: Acaban de inaugurar un departamento de Meteorología. El profesor Beck me ha dicho que me matricule.

anna: ¿Y eso te gustaría?

ernst: Contemplar el firmamento y las nubes y el horizonte, volar, quizás, en un globo… ¿No te parece precioso?

anna: Tendrás que hablar con mamá. No creo que me deje ir.

ernst: ¿Quién va a hacerme la comida? ¿Quién va a zurcirme los calcetines? ¿Quién va a ocuparse de que el niño mimado de mamá se acueste como es debido por las noches? Lo podemos pasar bien, ¿sabes?

anna: Apetecer, me apetece muchísimo.

ernst: Yo voy en bici y tú tomas el tren. Y nos vemos en casa. Este verano tan bucólico está empezando a atacarme los nervios.

anna (le da un beso): Eres un pícaro, Ernst.

ernst: Y tú también, Anita bonita, vergel de arándanos. Aunque de otro tipo.

Estudiar en vacaciones. Alumno reacio y deprimido con postillas en las rodillas, medio dormido. Profesor reacio y deprimido con rabia contenida y pensamientos disolutos. La ventana se abre hacia el verano. A lo lejos, pero perfectamente visibles, se bañan cuatro muchachas entre gritos y risas. Aromas balsámicos del jardín. La casona de Åkerlunda, en la finca del mismo nombre, unas decenas de kilómetros al noroeste de Upsala. El arroyo del parque, los cultivos, los rápidos, las colmenas, unas vacas indolentemente desorientadas en el sembrado de centeno. Estudiar en vacaciones.

El joven conde se llama Robert y mira fijamente y de mal humor la gramática alemana abierta frente a él. Se espera que de un momento a otro recite el presente, el imperfecto y el pluscuamperfecto y, a ser posible, también el futuro del verbo auxiliar «sein». Henrik, con corbata y en mangas de camisa, está sentado al otro extremo de la mesa, estudiando Historia de la Iglesia. De tanto en tanto subraya algo con un trozo de lápiz romo. Robert y Henrik, dos esclavos encadenados en el fondo de las galeras de la sabiduría. Las chicas que se bañan, gritan. Robert alza la mirada y la clava en la ventana con blancas cortinas que se ondulan perezosamente. Henrik quita los pies de la mesa y cierra el libro.

henrik: ¿Y bien?

robert: ¿Qué?

henrik: ¿Ya te lo sabes?

robert: ¿No podríamos ir a bañarnos?

henrik: ¿Qué crees que diría tu padre?

El joven conde remueve el trasero, se tira un pedo y dirige a su torturador una mirada de aborrecimiento. Robert, en realidad, es un chico guapo, el ojito derecho de su madre, pero ahí está ahora, entre el yunque y el martillo: la vanidad y las aspiraciones del conde.

robert: Me cago en la puta de los cojones, maldita sea.

henrik: ¿Crees que a mí me parece divertido? Vamos a sacar todo el partido posible a la situación.

robert: Pero usted cobra, coño. (Se rasca la entrepierna).

henrik: Abróchate los pantalones y haz el favor de acercarme la gramática.

Robert le tira el libro a Henrik y se guarda de mala gana la pija, azulada y levemente ondeante. Pone los brazos sobre la mesa, la cabeza sobre los brazos, y adopta la posición de dormir.

henrik: Bueno, vamos a ver, ¿el presente?

robert (velozmente): Ich bin, du bist, er ist, wir sind, Ihr seid, Sie, sie sind.

henrik: Muy bien. Vamos con el imperfecto, pues.

robert (igual de rápido): Ich war, du warst, er war, wir waren, Ihr wart, Sie, sie waren.

henrik (sorprendido): Hay que ver. Y ahora… ¿qué falta?

robert: El perfecto, cojones, me cago en la puta.

henrik: ¿Perfecto?

robert: Ich habe gewesen. (Silencio).

henrik (lo mira con fijeza).

robert: Du hast gewesen, er hat gewesen. (Silencio).

Víctima y verdugo se miran con implacable aversión. En este instante, sin embargo, no se puede saber quién desempeña un papel u otro.

henrik: ¿Cómo?

robert: Wir haben gewesen.

En ese crítico momento entra el conde sin llamar a la puerta. Posiblemente haya estado escuchando desde fuera. Svante Svantesson de Fèste llena la habitación con su volumen, su voz, sus patillas y su nariz. Los ojos son de un azul infantil; la cara, roja con tendencia al morado. Henrik se pone de pie y se estira la ropa. Robert se derrumba. Ya sabe lo que le espera.

conde svante: Así que… gramática alemana, ¿eh?… Esto… ¿Qué le iba a decir? ¡Ah!, sí. Un joven que se llama Ernst Åkerblom vino en bicicleta y quería hablar con usted. Le comuniqué que estaba usted ocupado con mi hijo hasta la hora del té y le sugerí que fuese a bañarse con las chicas, cosa que parece que hizo con mucho gusto. Sí, eso era. ¿Qué tal va Robert? ¿Es ineducable o ha logrado usted inculcarle algún conocimiento de los que se supone que debe tener un aristócrata desde que se suprimieron los cuatro estamentos? ¿Qué tal va?

henrik: Yo creo que Robert es listo y hace progresos. Claro que hay lagunas…

conde svante: ¿Dice usted de verdad lagunas? ¿No abismos?

henrik: … Digo que hay lagunas, pero si nos esforzamos los dos, lograremos unas cuantas cosas antes de que empiece el curso.

conde svante: ¿Ah, sí? ¿De veras? Vaya, vaya, esto parece prometedor. Y tú, ¿qué dices, Robert? ¿Eh?

El conde golpea a su hijo en la nuca con la mano abierta de modo que se oye cómo le rechinan los dientes. Es un gesto hecho con intención de dar ánimos, pero Robert baja la cabeza, empieza a moquear y una lágrima se abre paso por su sucia mejilla.

robert: Sí.

conde svante: ¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?

robert: No.

conde svante: Ya, ya me parecía a mí. Suénate. ¿No tienes pañuelo? ¿Y eso? Anda, toma el mío. No moquees. Quiero hablar a solas con tu profesor. Llévate la gramática y siéntate a estudiar en el cenador.

Robert se retira cabizbajo, parece una desgracia andante. Cuando se cierra la puerta, la voluminosa humanidad del conde se desploma en una vacilante silla con el respaldo roto. Se queda así, agobiado y rezongando como para sí mismo.

henrik: ¿El señor conde quería hablar conmigo?

conde svante: Su madre dice que soy injusto. Que me meto con él. Que no lo quiero. No sé, me parece que no vale la pena seguir esta especie de tortura. ¿Qué opina usted?

henrik: No hay que perder las esperanzas.

conde svante: Bobadas, señor Bergman. Mi hijo Robert es un zángano incorregible, un completo imbécil. Un llorica de los cojones. De mayor será un tunante y un botarate. Sigue pareciéndose a su tío materno, y en él puede verse el resultado final.

henrik: Da lástima el muchacho.

conde svante: ¿Cómo que da lástima? ¿Da lástima alguien que lo ha tenido todo? ¿Que nunca ha tenido que esforzarse, que es el niño mimado de su madre? Si ese da lástima, lo que da lástima es la humanidad.

henrik: Tal vez dé lástima la humanidad.

conde svante: Pero ¿qué mariconadas está usted diciendo, señor Bergman? No me venga con semejantes fantasías enfermizas. Ich habe gewesen! Sí, señor. El hombre es un maldito montón de mierda, señor Bergman. Una contaminación en la superficie de la Tierra. Menos mal que hay caballos. Si no tuviera mis caballos, me pegaría un tiro en la cabeza. Los caballos sí que dan pena. Su gran error fue pactar con el hombre al comienzo de los tiempos. Y ese pacto lo están pagando. (De pronto). Estamos, pues, de acuerdo en suspender la broma esta de que Robert estudie durante las vacaciones, ¿no es así?

henrik: Usted decide, señor conde.

conde svante: Eso es, señor Bergman, el señor conde decide. Mandaremos a ese sauce llorón a casa de su abuela en Hägersta, que allí hay bastantes mujeres ante las que hacer melindres. Y en otoño que repita curso. ¿Qué día es hoy? Sábado, 9 de julio. Usted cesa hoy a petición propia con sueldo hasta el viernes 15. Puede usted irse o quedarse, como quiera. ¿Le parece a usted bien así?

henrik: El señor conde quizá tenga la bondad de recordar que a mí me contrataron hasta el primero de septiembre. Yo carezco de recursos y he contado con este empleo.

conde svante: ¡Anda, coño! ¿Quiere usted decir que pretende cobrar sin hacer nada?

henrik: A estas alturas del verano es imposible conseguir otro empleo, y yo tengo que vivir.

conde svante: Tiene usted muchas pretensiones. Y, además, es usted un descarado. Eso no me lo esperaba de un aprendiz de cura.

henrik: Lo siento, pero tengo derecho a lo que me corresponde. Si el señor conde se niega, me veré obligado a dirigirme a la señora condesa, puesto que el contrato, en último término, está firmado por ella y por mí.

conde svante: ¡No se atreverá a hablar con la condesa!

henrik: No tengo más remedio.

conde svante: Es usted un maldito granuja al que le han dado pocos azotes de pequeño.

henrik: Y el señor conde es, con perdón, un bruto de mierda al que probablemente han zurrado mucho de pequeño.

conde svante: ¿Qué tal si reparo alguno de los pecados de omisión de su padre y le cae una somanta aquí mismo?

henrik: Hágalo, señor conde, pero no cuente con que vaya a quedarme quieto. Adelante, le dejo la iniciativa, señor conde, usted es, sin duda alguna, más viejo. Y más noble.

conde svante: Tengo la tensión alta y no puedo agarrar estos cabreos.

henrik: Ojalá le dé a usted un patatús. La misericordia de Dios libraría al mundo de un animal.

Svante Svantesson de Fèste se echa a reír y empieza a boxear contra el pecho de Henrik con el puño cerrado. Henrik sonríe desconcertado.

conde svante: ¡Vaya con el aprendiz de cura de los demonios! Bueno, joven, no ha rugido usted mal, no. Si se quiere hacer algo en este podrido mundo hay que mantener el tipo hasta el final. ¿Hasta el 1 de septiembre, dice? Le debo entonces julio y agosto. Doscientas cincuenta coronas. Concluimos el negocio ahora mismo y ni una palabra a las señoras, ¿estamos?

henrik: En el acuerdo entraba la comida y el alojamiento hasta el primero de septiembre, pero eso se lo regalo.

conde svante: ¡No, hombre, no! ¡Quédese! Aquí se está bien. Hay chicas guapas. Buena comida. ¡Reconozca que aquí se come bien!

henrik: No, muchas gracias.

conde svante: ¡Hay que ver qué altanero es usted! ¿Rencoroso también?

henrik (sonriendo): No en este caso.

conde svante: Pues venga a tomar el café con la condesa y las chicas. Y con su amigo. ¿Cómo dice usted que se llama?

henrik: Ernst.

El conde, risueño, palmea al señor Bergman en la espalda.

El calor empieza a apretar y el polvo vuela en las secas ráfagas de viento. Henrik y Ernst van camino de Upsala en bicicleta. Pedalean uno al lado del otro por el accidentado camino. Sandalias, pantalones un poco remangados, camisa abierta. Mochilas con diversas pertenencias. Chaquetas, ropa interior, calcetines envueltos en impermeables, en el portaequipajes. Gorras de bachiller. Despacio. Han salido a las cinco y entre los muchos descansos y los baños, han llegado solo hasta la iglesia de Jumkil.

Hay movimiento de gente. Se forman grupos que van siguiendo el borde del camino: hombres endomingados con sombreros redondos, cuello y corbata. De repente, un terrón de tierra le da a Ernst en mitad de la espalda. Se para y se vuelve. Henrik se para un poco más allá. Pasa un grupo de hombres hablando entre ellos, pero sin mirar a Ernst. Un hombre alto y delgado se adelanta corriendo de improviso y le arranca la gorra de bachiller a Henrik, escupe sobre ella, la tira al suelo y la patea. Henrik se queda perplejo. Ernst pasa pedaleando y le hace señas de que se dé prisa.

Llegan a la estación de Bälinge: un tren especial con muchos vagones está parado en una vía muerta. Alrededor del tren, mucha agitación. Una banda de música saca los instrumentos, se van desplegando banderas. Un centenar de hombres se mueve en la polvorienta explanada de la estación, envuelta en la blanca luz solar.

ernst: Ya veremos si hay clase este trimestre.

henrik: ¿Por qué no iba a haber?

ernst: ¿Es que no lees los periódicos?

henrik: ¡Como si tuviera dinero para eso!

ernst: Dicen que va a haber huelga general y lockout. Para agosto, a más tardar.

Henrik no contesta. Se siente confundido y avergonzado de ignorar, como de costumbre, esos asuntos.

A eso de la una llegan a una Upsala desierta. El sol cae de plano en la calle Trädgårdsgatan y las sombras se han retirado bajo los castaños. Dejan las bicicletas en el patio empedrado y toman el equipaje. Anna ya les ha visto y sale corriendo. Tiene las mejillas rojas y está morena. El pelo recogido en una gruesa trenza. Sobre el vestido de hilo lleva un gran delantal de cocina con las hombreras plisadas, anchas como alas de ángel. Se abraza a Ernst y le da un beso en la boca, luego se vuelve hacia Henrik y le tiende la mano sonriendo.

anna: ¡Qué bien que hayáis podido venir los dos! Buenos días, Henrik. Bienvenido a casa.

henrik: Me alegro mucho de volver a verte, Anna.

Se tratan con cumplido y un tanto azorados. Esto, en realidad, es tráfico ilegal, sin que lo sepan los padres y sin su permiso.

ernst: Ahora un baño frío, cerveza fría, dos horas de sueño y una buena comida, y después fiesta con improvisaciones. ¿Os parece bien?

Arrastran la enorme tina de latón hasta la cocina y la llenan con cubos de agua fría. Henrik y Ernst se refriegan con jabón y esponja. Anna les ha sacado botellas de cerveza de la nevera. Después de secarse —Anna está sentada en la leñera del vestíbulo— y de vaciar la tina en el desagüe, junto a la bomba del patio, se instalan cada uno en su cuarto: Ernst en el suyo de siempre y Henrik en el del servicio, detrás de la cocina. Está orientado al norte, es fresco y un poco oscuro. El papel de las paredes es de color cardenillo y huele a ­arsénico, el techo es alto y adornado con manchas de humedad. Henrik se estira en la estrecha cama crujiente. En la pared hay un cuadro que representa una diligencia parada junto a una posada de pueblo, con gente andando entre coches, carros y casas, perros que ladran y un caballo encabritado. Sobre una cómoda alta, pintada de marrón y con tiradores de bronce, hay un reloj dorado con cuatro patas. Hace un tictac simpático y diligente. Las sábanas y la almohada huelen a espliego. El espeso follaje está inmóvil, casi pegado a la ventana. En esto, sopla un poco de viento, las hojas se mueven con pereza, se oye un rumor durante unos instantes. Después, vuelve el silencio.

Henrik oye a los dos hermanos riendo y charlando en algún lugar en las profundidades del piso. Súbitamente se siente invadido por una gran paz, apenas sabe qué es lo que hace que se le llenen los ojos de lágrimas. Pero qué es lo que me pasa, murmura para sí mismo. Y se queda dormido.

Ernst lo despierta sin contemplaciones: qué manera de dormir es esa, tres horas has estado durmiendo, ahora tienes que espabilar, ven, que vas a oír una cosa divertida. Pero chist, no hagas ruido, que no se dé cuenta. Ernst lo toma de la mano y lo conduce a través de la cocina, en la que se notan algunos preparativos para la cena. La puerta que da al vestíbulo está entreabierta. Se oye la voz de Anna. Está hablando por teléfono.

anna: ¡Cuánto me alegro de que hayas llamado, mamá! Sí, sí, Ernst ha llegado muy bien. ¿Cómo? Que sí, que llegó muy bien, digo. En este momento está roncando como un ángel bendito. No se oye muy bien. Que no se oye muy bien. ¿A papá le duele el estómago? Como siempre, pobre papá. ¿Que qué vamos a hacer esta noche? Pues seguramente iremos al parque Odin, hay un concierto. ¿Que si estamos solos? ¿Cómo dices, mamá? Solo estamos Ernst y yo. ¡Uy, qué cara va a salir esta llamada, mammchen! Muchos saludos a todos. Va a haber tormenta, se oyen muchos ruidos en el teléfono. Muchos besos, mammchen, y no te olvides de darle un abrazo a papá de mi parte. ¿Qué dices, mamá? ¿Que tengo la voz rara? Son figuraciones, es que se oye muy mal. Adiós, mamá, vamos a colgar.

Anna cuelga el auricular y le da a la manivela, va corriendo a la cocina, le tira del pelo a su hermano y le echa luego los brazos a la cintura. Ten cuidado con mi hermana, dice ­Ernst con ternura. Ten muchísimo cuidado. Es la más sincera hipócrita y la más experta embustera de la cristiandad.

La cena quizá no sea precisamente exquisita, pero resulta, de todas maneras, divertida. Ernst ha manipulado con suavidad el candado de la bodega del director de Tráfico y ha puesto a enfriar unas botellas de borgoña blanco, el oporto está en el botiquín. Las ventanas están abiertas hacia el ocaso y el silencio de la calle, se oye una tormenta camino de algún sitio y el sol se ha apagado, sumido en una nube azul oscuro más allá del tejado de cobre de la biblioteca Carolina Rediviva. Anna se ha arreglado con gusto: lleva una blusa de seda fina color sepia con escote cuadrado, mangas largas y puños de encaje. La falda tiene un corte muy elegante, el cinturón es ancho con hebilla de plata. Se ha recogido el pelo en un moño bajo. Los pendientes son pequeños y brillan discretamente, pero se nota que son caros.

¿De qué hablan? Pues, por supuesto, de la insólita experiencia en la estación de Bälinge; luego hablan de Torsten Bohlin, que se ha ido a Weimar para seguir después hasta Heidelberg. Le ha escrito varias cartas a Anna, que se las ha encontrado aquí, en casa, alguien olvidó pedir que se las reexpidieran. La culpa es solo mía, dice Anna, a papá nunca le gustan mis pretendientes. Solo Ernst, dice Ernst, y se echan a reír los tres. Anna toma de la mano a su hermano. Mira a ver si hay puros en la caja de papá, dice.

Y los hay; bastante resecos, sí, pero se pueden fumar. Ernst le hace contar a Henrik el altercado en Åkerlunda. Y de pronto Henrik se vuelve hacia Anna, la mira intensamente y dice: ¿y tú vas a ser enfermera? Lo que lleva a Anna a ir en busca de un pequeño álbum: esta es la clínica Sophia, ¿ves?, y aquí en la parte de atrás, con las ventanas al parque y al bosque de Lill-Jan, tenemos las clases. Y aquí están los dormitorios, están bastante bien, solo vivimos dos en cada cuarto. La comida también es buena, y los profesores, estupendos. Aunque la disciplina es muy rígida. Y los días muy largos, nunca menos de doce horas. Desde las seis y media de la mañana hasta mucho después de las seis de la tarde. Así que para entonces una ya está muerta, ¿sabes Henrik? Anna está de rodillas en la silla de comedor, muy cerquita de Henrik, huele a algo fresco y dulce, no es exactamente perfume, sino tal vez un buen jabón. ¿O quizás es que ella huele así? ¿Solo ella? Ernst está sentado a la cabecera de la mesa, balanceándose en la silla con el puro entre el pulgar y el índice. Mira sonriente y, sí, un poquitín borracho a su hermana y a su amigo. Henrik siente el antebrazo de ella contra el suyo, su cabello le hace cosquillas cuando inclina la cabeza para buscarse en las ­fotografías. ¡Aquí estoy!, dice. No lo parece, el uniforme no sienta muy bien que digamos, aunque la cofia es mona, pero no nos la dan hasta que terminamos la carrera. Mi hermana va a ser hermana, mi hermana, hermana Anna, dice Ernst, y los tres se echan a reír. Por cierto, hacéis muy buena pareja juntos.

Anna cierra de golpe su álbum y deja espacio entre ella y Henrik. ¿Te parece atractiva mi hermana? Más que atractiva, contesta Henrik con seriedad. E insiste: ¿qué quieres decir con eso? No lo estropees todo ahora que lo estamos pasando tan bien, dice Anna un poco enfadada y sirviéndose un poco de oporto. Me ha caído una gota en la falda, dice luego. Haz el favor de darme la garrafa de agua, Henrik, es mejor probar con agua. ¡Qué mala suerte! La falda nueva. Ernst y Henrik miran cómo Anna frota la mancha con su servilleta. La falda ciñe la redondez de la cadera y del muslo.

Terminan la bebida y recogen la cocina juntos. Ernst friega, Henrik seca, Anna ordena y coloca en alacenas y cajones. ¿De qué hablan mientras? Probablemente los dos hermanos cuentan cosas de mammchen: es mamá la que manda, mamá gobierna, mamá decide. Mamá se pone a hablar con papá, justo cuando este acaba de sentarse en su sillón preferido con el periódico y el cigarro de la mañana, y dice: oye, ­Johan; o bien: oye, Åkerblom (si es algo importante), ahora tenemos que decidir por fin si le echamos una mano a Carl otra vez con la letra de cambio o si dejamos que acuda a los desgraciados de los usureros, como siempre, eso ya lo sabemos. Tú decides, dice papá Johan. No, Johan, protesta mammchen sentándose, ya sabes que en los asuntos económicos siempre hago lo que tú dices, ¡no puedes seguir usando esa chaqueta, está empezando a salirle brillo en los codos!

Los hermanos son buenos comediantes, se ríen e interpretan, Henrik se deja ir, nunca antes ha visto seres tan hermosos. Siente una intensa nostalgia, pero no sabe bien de qué.

O así, dice Anna, atropelladamente, haciendo de mamá Karin. Oye, Ernst, escucha, ¿quién era la dama con la que estabas el jueves en el café Ekberg? Bien que os vi por la ventana, de algo muy misterioso debíais de hablar, porque os olvidasteis del chocolate y del pastel. Sí, sí, era bastante guapa, muy guapa, incluso, pero ¿era una chica verdaderamente fina? ¿Qué ha sido de Laura? Laura nos caía muy bien a papá y a mí. Es una pena que no sientes cabeza, querido Ernst, estás demasiado mimado por las chicas. No tienes más que mover el dedo meñique y vienen al galope y a montones. Tu amigo, ¿cómo se llama? ¿No se llama Henrik Bergman? Será también un cabeza de chorlito que seguramente se trae muchos líos de faldas. Es demasiado guapo para que una joven se atreva a confiar en él.

Por la noche empieza a llover. Se han sentado en el salón verde, entre sillones cubiertos de sábanas y cuadros tapados. Al oscurecer, los suelos de madera, despojados de alfombras, parecen más blancos, las ventanas sin cortinas se recortan con perfiles más acusados. Ernst canta un lied de Schubert con clara voz de barítono y Anna lo acompaña al piano. Es del ciclo La bella molinera, la canción número 18: «Ihr Blümlein alle, die sie mir gab, euch soll man legen mit mir ins Grab». Los sonidos flotan lentos a través de la habitación en penumbra. Dos velas alumbran a Ernst y a Anna, que se inclina sobre las notas. «Ach. Tränen machen Nicht maiengrün, machen tote Liebe nicht wieder blühn…».

Henrik contempla el rostro de Anna, la suave línea de la boca, el dulce resplandor de los ojos, la brillante oleada del pelo. Cerca de ella, con la cara vuelta hacia Henrik, pero en este preciso momento con los ojos cerrados, Ernst, con su fino y escaso pelo peinado hacia atrás, la boca pálida, los rasgos faciales muy acusados.

Henrik contempla fijamente a los dos hermanos, detiene el tiempo, ahora no puede correr sin más ni más, ni de cualquier manera. Él nunca ha vivido nada semejante, no sabía que existían esos colores, un espacio cerrado se abre. La luz se hace más intensa, se marea: así que esto puede vivirse. Esto puede vivirlo él también.

ernst: Schubert sabía mucho del espacio, del tiempo y de la luz. Juntó elementos inimaginables y sopló sobre ellos. Y así los hizo comprensibles para los demás. Los instantes le atormentaban y los resolvió para nosotros. El espacio era escaso y sucio. Nos resolvió el espacio. Y la luz. Él vivió entre frías y crueles sombras y nos puso la tierna luz a nosotros. Era un santo. (Guarda silencio. Silencio).

anna: Propongo que demos una vuelta hasta el puente Fyris antes de acostarnos.

ernst: Está lloviendo.

anna: Solo son unas gotas. Y Henrik, que se ponga la gabardina de papá.

henrik: A mí me apetece.

ernst: A mí, nada.

anna: Venga, Ernst, no seas bobo.

ernst: Id tú y Henrik. Yo me quedo y liquido lo que queda en la botella.

anna: Pero yo quiero que vengas. Y no solo quiero, exijo que vengas. Así que ya lo sabes.

ernst: Anna es hija de su madre. En todos los aspectos.

anna: Mi hermano carece de la más elemental sensibilidad. Es una lástima, la verdad.

ernst: Ahora no entiendo de qué estás hablando.

anna: Eso es lo que pasa. ¡Que no entiendes!

Pasean bajo la suave lluvia de la noche estival. Anna en el centro, bastante más baja, llenita, flanqueada por los gallardos jóvenes. Van los tres del brazo y andan despacio. Ninguna farola enturbia la luz de la noche. Se paran a escuchar.

La lluvia se cuela por los árboles.

anna: Callad. ¿Oís? Un ruiseñor.

ernst: Yo no oigo nada. En primer lugar, no hay ruiseñores tan al norte, y, en segundo lugar, el ruiseñor no canta después de San Juan.

anna: Calla. No paras de hablar.

henrik: Pues sí, sí, es un ruiseñor.

anna: Escucha bien, Ernst

ernst: Anna y Henrik oyendo ruiseñores en julio. ¡Estáis perdidos! (Escucha). Pero ¡coño!, si es verdad que es un ruiseñor.

Esa misma noche, a las dos, se divisan relámpagos a través de la clara persiana del cuarto del servicio. De vez en cuando se oye un lejano retumbar de truenos. El susurro de la lluvia es irregular, a veces más intenso, a veces apenas un débil goteo. De pronto, el silencio puede ser tan grande que Henrik oye los latidos de su propio corazón y de su sangre en el tímpano. Está desvelado, yace boca arriba con las manos detrás de la cabeza y los ojos completamente abiertos: Así es, así puede ser. ¡Incluso para mí, Henrik! La abertura del espacio, tan herméticamente cerrado antes, se va haciendo cada vez más grande, es como un vértigo.

Alguien anda por la cocina, la puerta se abre chirriando de modo particularmente manifiesto, esto no es ningún sueño. Anna está en el rectángulo iluminado, no puede verle la cara, todavía está vestida.

anna: ¿Estabas durmiendo? No, ya sabía yo que no dormías. Pensé: Voy a ir a ver a Henrik y decirle lo que pasa.

Sigue inmóvil en el vano de la puerta. Henrik no se atreve a respirar. Esto es muy serio.

anna: Yo no sé qué me pasa contigo, Henrik. No está bien que estés aquí conmigo. Pero es mucho, muchísimo peor cuando estás lejos de mí. Yo siempre…

Calla y reflexiona. No cabe la menor duda de que es de vital importancia ser veraz. Henrik quiere hablar de su turbación, del espacio cerrado y abierto, pero es demasiado complicado.

anna: Mamá dice que lo más importante es conocer los propios sentimientos. Yo siempre he sido sensata para eso. Así que me parece que tengo bastante confianza en mí misma, la verdad.

Vuelve la cabeza y da un paso atrás. La luz del amanecer entra por la ventana de la cocina y le da ahora de lleno en la cara. Henrik ve que ha llorado. O que llora. Pero la voz es serena.

anna: No se puede… Mamá y otros, mis hermanastros, por ejemplo, dicen que he heredado mucho entendimiento, tanto de papá como de mamá. Siempre me he sentido un poco orgullosa cuando me han elogiado por mi sensatez. He pensado que así debe ser la vida y que así quiero yo que sea. No tengo, verdaderamente, por qué tener miedo. (Silencio, largo silencio). Pero ahora tengo miedo o, para ser sincera: si lo que siento es miedo, entonces tengo miedo.

henrik: También yo tengo miedo.

Tiene que carraspear. La voz se le ha quedado seca y ahogada. Y ahora, en ese preciso instante, se le para el corazón, solo un momento, pero se le para.

henrik: Además, se me ha parado el corazón. Ahora mismo.

anna: Yo sé lo que pasa, Henrik. Estamos en un momento decisivo, imagínate, en un momento tan singular y ­enigmático… que el tiempo se detiene, o nos parece que se detiene, o «el corazón», como dices tú.

henrik: ¿Qué hacemos?

anna: En realidad, no hay más que dos posibilidades… (Sobriamente). O te digo: Márchate, Henrik; o bien: Ven a mis brazos, Henrik.

henrik: ¿A ti te parece que las dos alternativas son malas?

anna: Sí.

henrik: ¿Malas?

anna: Decisivas.

henrik: ¿No podemos permitirnos jugar un poco?

anna: Pero si es que ni siquiera sé qué clase de persona eres.

henrik: Yo no soy nada raro.

Hay un asomo de espanto en el tono, de cómico espanto. Henrik no tiene mucho conocimiento de sí mismo, nunca lo ha tenido, nunca lo tendrá. Anna mueve la cabeza sonriendo: ¡Ya ves lo arriesgado que puede resultar esto! Traspone el umbral, entra en la habitación y se sienta a los pies de la cama, estirándose la falda. Henrik se mueve torpemente hasta quedarse sentado.

anna: A mí me parece que tú no sabes nada de nada. A mí me parece que estás como ensombrecido, no encuentro otra palabra así de repente.

henrik (débilmente): ¿Ensombrecido?

anna: No haces más que repetir lo que yo digo todo el tiempo. Di tú lo que te parece.

henrik: Te lo voy a decir ahora mismo. Yo nunca, y digo nunca, y juro que es verdad, yo nunca en mi vida he pasado un día, una tarde y una noche como este día, esta tarde y esta noche. Y eso lo juro. No sé nada más. Me siento turbado y agradecido y asustado. Quiero decir, que todo esto me va a ser arrebatado. Siempre es así. Me quedo con las manos vacías; suena dramático, pero así es. Quiero decir, sencillamente, que por qué habría de tocarme a mí algo de lo que he vivido hoy. ¿Entiendes, Anna? Tú y Ernst vivís en vuestro mundo, no solo en el aspecto material, sino en todos los aspectos. Para mí es inaccesible. ¿Entiendes, Anna?

Anna afirma despacio con la cabeza y mira a Henrik con mirada triste. Luego sonríe, se levanta, va hacia la puerta y se vuelve.

anna: Bien. De cualquier manera, podemos aplazar el momento decisivo durante unas horas, o incluso unos días o unas semanas.

Dicho esto, sonríe con indulgencia y da las buenas noches. Luego cierra la puerta, que chirría violentamente.

Puedo verlos en el comedor, sentados a la gran mesa con las patas de león, ya recogida. Han colocado el tablero de ajedrez del director de Tráfico entre los dos. Han quitado las sábanas protectoras de dos ventanas. Llueve serena y pertinazmente. Veo también a Ernst, está en la puerta, con gabardina y la gorra de bachiller en la mano, diciendo que se va al departamento de meteorología un rato, que el ­profesor quiere hablar con él. Cenamos a las cinco, murmura Anna moviendo un alfil. Hasta luego y buena suerte, dice Henrik, y se retira con la reina. Un portazo en el vestíbulo, luego silencio.

De pronto Anna revuelve las piezas del juego y se tapa la cara con las manos, mira a Henrik entre los dedos y se ríe a hurtadillas. Henrik se inclina sobre el tablero y trata de colocar las piezas como estaban. Después de un débil intento se queda quieto y expectante. En algún lugar de la casa alguien toca el piano despacio y con torpeza.

anna: No tenemos que contarle a todo el mundo que… Bueno, que tenemos intención de…

henrik: No, claro.

anna: Me horrorizo cuando pienso que no sabemos nada el uno del otro. Deberíamos estar aquí sentados cien días hablando y preguntando cosas.

henrik: No bastaría.

anna: Decidimos que vamos a vivir juntos toda la vida y no sabemos nada el uno del otro. Es un poco raro, ¿no?

henrik: Y ni siquiera nos hemos besado.

anna: ¿Nos besamos ahora? No, no, que eso puede esperar.

henrik: Primero tenemos que decir nuestros defectos.

anna (risas): No, no me atrevo. ¡Igual te marchas!

henrik: O te marchas tú.

anna: Mamá dice que soy obstinada. Que soy egoísta. Amiga de diversiones. Impaciente. Mis hermanos dicen que tengo muy mal carácter, que me enfado por cualquier cosa. No sé qué más decir. Ernst dice que soy coqueta, que me encanta mirarme al espejo. Papá dice que soy perezosa para las cosas que hay que hacer: limpiar, cocinar, hacer deberes aburridos. Mamá dice que me gustan demasiado los chicos. Bueno, como ves, la lista es interminable.

henrik: Mi mayor defecto es que soy confuso.

anna: Pero eso no es un defecto.

henrik: Sí, eso es exactamente lo que es, un defecto.

anna: ¿Qué quieres decir?

henrik: Soy confuso. No entiendo nada. Solo hago lo que los demás me dicen. Yo creo que no soy muy inteligente. Si leo un texto complicado me resulta difícil comprender lo que dice. Tengo tantos sentimientos, eso también contribuye a mi confusión. Casi siempre tengo mala conciencia, pero la mayoría de las veces no sé por qué.

anna: ¡Qué pena!

Tristeza y desánimo. ¿Qué clase de juego es este? ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué no nos besamos hoy que es fiesta? Guardan silencio y evitan mirarse.

henrik: Nos hemos puesto tristes los dos.

anna: Sí.

henrik: Es la soledad la que nos da miedo. Si estamos juntos, tendremos valor para entender y perdonar nuestras faltas. Hay que tener cuidado de no empezar mal.

anna: Si nos besamos ahora, nos pondremos de buen humor otra vez.

henrik: Espera un momento. Hay algo importante que tengo que contarte, Anna. No, no te rías. Es necesario que te diga que…

anna: ¡Ya estoy cansada de estas tonterías!

Se pone frente a él, le toma la cabeza entre sus manos, le vuelve la cara hacia arriba, se inclina sobre él y lo besa fervorosamente. Henrik solloza, su olor, su piel, sus pequeñas y fuertes manos que lo aprisionan, el pelo que se desborda por su espalda.

Se abraza a su cintura y la oprime contra él, la frente apoyada en su pecho, ella no suelta su cabeza, se tambalean, enlazados. Así se quedan durante largo rato, no se atreven o no pueden romper el abrazo. ¿Cómo será la vida real después de esto? ¿Qué nos pasa?

anna: … Ahora me figuro que somos novios.

Ella se libera y acerca su silla a la de él, están sentados uno frente a otro, ya no está la mesa por medio, entrelazan las manos, están emocionados y tratan de serenar la respiración y el corazón. Henrik, además, sufre, debería decir lo que tiene que decir, pero no puede. Ella nota que hay algo que no está bien y escudriña la cara de Henrik.

anna (sonriendo): … Ahora somos novios, Henrik.

henrik: No.

anna (risas): … ¿Que no somos novios?

henrik: Yo ya sabía desde el principio que iba a salir mal. Tengo que irme. Nunca más volveremos a vernos.

anna: Hay otra mujer.

Henrik asiente con la cabeza.

El rostro de Anna se vuelve ceniciento, apoya el índice sobre los labios, como imponiéndose silencio. Pasa ­fugazmente la mano izquierda por la frente de Henrik y la deja descansar sobre su hombro un instante. Luego va rodeando la mesa y se sienta en la cabecera a espaldas de ­Henrik. Allí se queda, sentada, mordiéndose una uña, sin saber qué decir.

henrik: Hemos vivido juntos más de dos años. Ella estaba tan sola como yo. Me quiere. Me ha ayudado mucho. Lo hemos pasado bien. Somos novios.

anna: No tienes nada que reprocharte. Nada, en realidad. Quizás hubieras podido decir algo esta noche, pero fue todo tan irreal… Comprendo que no me dijeras nada. ¿Qué va a ser ahora de nuestro hermoso futuro? ¿Qué es lo que quieres tú en realidad?

henrik: Yo quiero vivir contigo. Pero ayer no lo sabía. Todo ha cambiado… ¡Así, de pronto!

Hace un gesto con la mano, que cae luego pesadamente y sin consuelo sobre el tablero de la mesa. Luego se vuelve hacia ella y sacude la cabeza.

anna: Entonces, ¿lo que quieres decir es que piensas dejar a… como se llame… quien sea?

henrik (pausa): Se llama Frida, si quieres saberlo. Es unos años mayor que yo. Es del norte, también, trabaja en el hotel Gillet.

anna: ¿Qué hace?

henrik (irritado): Es camarera.

anna (con frialdad): De modo que… camarera.

henrik: ¿Tiene algo de malo que sea camarera?

anna: No, ¿qué más da?

henrik: Me parece que olvidaste mencionar uno de tus defectos más graves: es evidente que eres orgullosa. Tú eres la que te has inventado eso de nuestro futuro en común. No yo. Yo siempre he estado dispuesto a vivir en la realidad. Y mi realidad es gris. Y aburrida. Fea. (Se levanta). ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Pues voy a ir a ver a Frida. Voy a ir a su casa a pedirle perdón por mi estúpida y necia traición. Le voy a contar lo que yo he dicho y lo que has dicho tú y lo que hemos hecho y le voy a pedir perdón.

Anna: Tengo frío.

Henrik no escucha. Se va.

En el vestíbulo se tropieza con Ernst, que acaba de entrar y está quitándose la gabardina. Henrik farfulla unas palabras y trata de escabullirse, pero queda apresado.

ernst: Hola, hola, hola. ¿Qué es lo que pasa aquí?

henrik: Suéltame. Quiero irme y no volver a poner aquí los pies.

ernst (imitándolo): Irme y no volver a poner aquí los pies. ¿Qué estás diciendo? ¿Tenemos un romance de Schubert?

henrik: Fue una tontería desde el principio. ¿Quieres hacer el favor de soltarme?

ernst: ¿Y qué has hecho de Anna?

henrik: Ahí dentro está.

ernst: Ya habéis reñido. No perdéis el tiempo. Pero es que Anna tiene muy poca paciencia. Le gusta ir rápido.

Obliga a Henrik a sentarse en la leñera pintada de blanco que está junto a la pared corta del vestíbulo y se coloca delante de las puertas de cristales para evitar una posible fuga. En ese momento aparece Anna en el salón. Al ver a su hermano se para en seco y se golpea el muslo con la mano. Luego se vuelve bruscamente hacia la ventana.

ernst: ¿Qué coño habéis estado haciendo?

henrik: Te pido por favor que me dejes salir, el próximo paso será darte un puñetazo.

anna (grita): Déjalo, déjalo, que se vaya.

ernst: No desaparezcas, Henrik. Tú y yo bien podemos cenar en Kalla Märta a las cinco. ¿Has oído?

henrik: No sé, no va a servir de nada.

Lleva su equipaje abrazado, recoge la gorra de bachiller de la percha. Ernst abre la puerta del vestíbulo y Henrik desaparece escaleras abajo a grandes zancadas. Ernst cierra y se acerca despacio a su hermana. Ella sigue junto a la ventana y todo en ella denota enfado y sufrimiento.

ernst: Anna, corazoncito de arándano, ¿cómo has armado este lío?

Anna se vuelve hacia Ernst y le echa los brazos al cuello, llora durante unos segundos muy dramáticamente, con regodeo, tal vez. Luego se calla y se suena en el pañuelo que le tiende Ernst.

anna: Estoy segura de que lo quiero.

ernst: ¿Y él?

anna: Estoy segura de que me quiere.

ernst: Pero, entonces, ¿por qué lloras?

anna: ¡Sufro tanto!

Ernst no consigue enterarse de más. Se sienta en una silla, sienta a su hermana en sus rodillas y así se quedan, en dulce intimidad y sin decir una palabra más. Deja de llover y el sol dibuja cuadrados y rectángulos nítidos y blancos en las sábanas que cubren las ventanas. Toda la habitación parece flotar.

Henrik lleva a cabo lo que ha dicho que tenía intención de hacer y se encamina al hotel Gillet. Sube con esfuerzo los seis pisos y golpea la puerta de Frida. Al cabo de unos segundos ella abre medio dormida; lleva un amplio camisón de franela y una media alrededor del cuello. Tiene la nariz enrojecida y le brillan los ojos. Mira fijamente a Henrik, como si fuera una aparición. Pese a ello, se hace a un lado para que entre.

frida: Pero ¿estás aquí, en la ciudad?

henrik: ¿Estás enferma?

frida: Tengo un resfriado tremendo, me duele la garganta y tengo fiebre. No tuve más remedio que venirme a casa anoche a las nueve y media, estaba a punto de perder el conocimiento. ¿Quieres un poco de café? Iba a preparar algo caliente.

henrik: No, gracias.

frida: Qué sorpresa más agradable que hayas venido, nunca me lo hubiera esperado. Y gracias por tu preciosa carta. Te iba a contestar, pero tengo muy poco tiempo y tampoco se me da muy bien escribir.

Detrás de una mampara se ve el único artículo de lujo de la habitación. Es un pequeño hornillo de gas que tiene una llama tiznada y mortecina. Frida hace café y prepara unos bocadillos. Henrik protesta blandamente pero se deja servir. Frida anda sin hacer ruido, descalza y solícita. Por fin se sienta en la cama, se tapa con el edredón y sopla el café, que está muy caliente y que ella sorbe a través de un terrón de azúcar. De pronto mira atentamente a Henrik, que está sentado en la única silla de la habitación y que ha dejado su taza de café en la mesilla de noche.

frida: ¿Estás tú también enfermo? Tienes muy mala cara.

henrik: No es nada.

frida: ¿Cómo puedes decir eso? Como si no viese yo que algo te pasa.

henrik: Será que estoy triste.

frida: Sí, eso está claro. ¿Tienes algo que decirme? Me da la impresión de que sí.

henrik: No.

frida: Lo parecía.

henrik: … No.

frida: Ven aquí que te abrace.

Deja el café y el bocadillo y lo atrae hacia sí; él no la rechaza.

frida: ¿Tienes miedo de que te contagie?

henrik: … No.

frida: Anda, desnúdate y acuéstate.

Ella se levanta rápida de la cama y baja la persiana rota. Se quita la media del cuello y se pasa un peine frente al manchado espejo que hay encima de la cómoda. Antes de volver a la cama se quita el camisón. Debajo del camisón lleva una corta camiseta de punto y una braga de perneras bastante largas. Se despoja de la braga, pero se deja puesta la camiseta.

La buena voluntad

Подняться наверх