Читать книгу La vida en la cornisa - Inés Fernández Moreno - Страница 6

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Dios lo bendiga

“Estimado pasajero, somos siete hermanitos. Mi mamá trabaja pero no alcanza. Ayude con lo que pueda. Dios lo bendiga”.

El señor D’Angeli sacó sin vacilación su cartera del bolsillo y le dio un billete al chico. Estaba en un día par. Como hombre sistemático que era, había decidido imponerse una norma que resolviera limpiamente sus problemas de conciencia. Accedía a todos los pedidos los días pares. Los días impares cerraba su corazón y leía el diario con total indiferencia, sin preocuparse siquiera porque no se volaran los mensajes de papel que quedaban sobre sus rodillas, o sobre su attaché, en equilibrio inestable.

Cuando subió la señora con el bebé en brazos, plegó el diario y se dispuso a escucharla. La mujer se paró en el extremo del vagón y recitó con voz doliente: “Señores pasajeros, mi marido hace más de un año que está sin trabajo. Yo tengo al más chiquito enfermo y no puedo salir a lavar la ropa. Por favor, ayúdeme, aunque sea con una monedita, Dios se lo va a agradecer”.

El señor D’Angeli sacó dos billetes de su cartera y los dobló en cuatro para dárselos a la mujer cuando pasara a su lado. Apenas reabrió el diario en la página de deportes, empezó a oír la armónica desafinada del ciego que avanzaba bamboleante a lo largo del vagón. Cuando lo tuvo cerca, le introdujo un billete en el bolsillo y le dio un empujoncito amistoso para guiarlo nuevamente hacia el centro del pasillo. Dos estaciones después, ya había comprado una guía completa de los colectivos de la ciudad, cinco chocolatines al precio de uno y un señalador japonés destinado a ayudar a los discapacitados.

Entonces entró al vagón una pareja con cinco chicos. Llevaban un changuito desvencijado, un carrito de bebé, varias mochilas y algunos paquetes de papel madera atados con hilo sisal. Después de acomodarse en círculo, desplegaron entre todos un cartel que decía: “Estimados pasajeros, tengan ustedes muy buenos días. Hace un mes que estamos en la calle. Fuimos desalojados del inquilinato donde vivíamos porque van a construir allí un hotel internacional. Los dos trabajamos pero no nos alcanza para pagar un techo decente. Por favor, sea solidario. Ayúdenos”.

El señor D’Angeli les alcanzó varios billetes y también una de sus tarjetas personales donde anotó el teléfono y la dirección de un abogado amigo que se especializaba en desalojos.

A pesar de que el vagón ya estaba bastante lleno, un hombre de corbata finita, con cara de oficinista desesperado, conseguía abrirse paso entre la gente y dejar sobre sus rodillas una hoja tamaño oficio, tipeada a máquina, donde podía leerse: “Señores pasajeros: gracias a Dios tengo trabajo. Soy empleado de una repartición oficial y hago doble turno para conseguir dinero extra. Soy casado y tengo una hijita en edad escolar. Vivimos en un modesto departamento de un ambiente que alquilamos con mucho sacrificio. Pero, aunque mi mujer colabora tejiendo suéteres para afuera, el dinero no nos alcanza. Debemos seis meses de expensas. El consorcio nos amenaza. Para cubrir esta deuda es que estoy pidiendo colaboración. Le agradeceré su aporte, por mínimo que sea, con todo el corazón”.

El señor D’Angeli comprobó que se había quedado con poco efectivo. Sacó entonces su chequera y extendió un cheque al portador por una suma significativa. Se lo entregó al hombre, recomendándole que lo cobrara solo cuarenta y ocho horas más tarde.

Pocos minutos después, un señor que viajaba a su lado y en el que había notado un evidente nerviosismo durante todo el trayecto, abrió su maletín con un suspiro. Junto al estetoscopio, había un grueso fajo de recetas que empezó a repartir entre los pasajeros. Bajo el rótulo con su nombre y su número de matrícula médica, se leía: “Señores: hace treinta años que ejerzo la medicina como Dios manda, honestamente. Siempre he creído en el profundo contenido humano de la profesión médica. Es por eso que, lejos de cultivar una clientela particular, he seguido la carrera hospitalaria. Nuestra economía enferma me lleva hoy a pedirles colaboración. Es un último recurso para no verme obligado a abandonar el hospital ni los enfermos que allí atiendo. Piense que mañana usted puede ser uno de ellos. No sea indiferente a este pedido”.

El señor D’Angeli acompañó esta vez su cheque con una fuerte palmada en el hombro del abatido médico y unas palabras de apoyo: “Vamos, hombre, coraje, las cosas siempre pueden mejorar”. Casi de inmediato, vio a la señora de gorro tejido, que se sentaba dos asientos más adelante que él, levantarse y extraer una tiza de la cartera. Parada sobre el asiento, empezó a escribir un largo mensaje sobre la pared del vagón. El señor D’Angeli se puso los anteojos de leer de lejos. A la señora le habían saqueado la casa llevándole todos los electrodomésticos. El televisor color era lo de menos. La preocupaba el lavarropas. No pudo terminar de leer los motivos porque en ese momento varios pasajeros más se levantaron de sus asientos y empezaron a distribuir hojas, esquelas, volantes, provocando un desordenado movimiento dentro del vagón.

Sintió que le tocaban el hombro. Una mujer madura, envuelta en una profunda melancolía, le entregó en mano un sobre cerrado. D’Angeli sacó de su attaché un cortapapeles y lo abrió con cuidado. Desplegó una hoja de grano fino, perfumada y manuscrita con letra elegante pero un poco temblorosa. “Estimado desconocido”, decía, “le parecerá sorprendente que me dirija a usted de esta manera, pero la vida nos va llevando por caminos insospechados. Mi marido es empresario. En los últimos años perdió y ganó miles de dólares. Abrió y cerró fábricas. Inventó decenas de nuevos negocios. Nada me falta económicamente. Sin embargo, me falta todo. Él vive devorado por la especulación, los insomnios, el estrés. Se ha transformado en un extraño para mí. He probado todos los medios: la meditación trascendental, el psicoanálisis, el tarot, la gimnasia china... pero la soledad solo se cura con la presencia de otro ser. Necesito alguien que me escuche, que me mire, que me ame. Tal vez usted pueda ayudarme”.

El señor D’Angeli se levantó de su asiento y atravesó la multitud que ahora se desplazaba en todas direcciones hasta encontrar a la mujer melancólica, hundida en un asiento, en el otro extremo del vagón. Se sentó junto a ella y le tomó la mano con dulzura. Le sacó el tapado y la abrazó largamente. Después la sentó sobre sus rodillas y la meció como a un chico. Vio por la ventanilla que solo le faltaba una estación para bajarse. Redobló sus caricias. Le besó las manos, los ojos, el pelo, las mejillas. Después se separó de ella con suavidad, volvió a ponerle el tapado y se levantó con decisión para alcanzar a tiempo la puerta de salida. Cuando estaba casi llegando, tropezó con un hombre alto y desharrapado que lo tomó con fuerza de las solapas. Lo miró con ojos borrosos y empezó a balbucear en voz baja un pedido incomprensible. Después se inclinó sobre su oído y repitió jadeando su mensaje. El señor D’Angeli tuvo un instante de pánico. Sin embargo, se sobrepuso casi de inmediato. El trato con su conciencia había sido muy claro: solo los días pares y en el trayecto que iba desde la estación de partida hasta la estación de llegada. Con un pie casi sobre el andén podía considerar, técnicamente, que había llegado. De todas maneras, empujado por la presión de la gente, fue despedido hacia la plataforma. Las puertas del vagón se cerraron tras él y el hombre desharrapado se quedó gesticulando del otro lado del vidrio.

El señor D’Angeli se pasó la mano por el pelo desordenado, se ajustó la corbata y pensó que, gracias a Dios, el siguiente sería un día impar.

La vida en la cornisa

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