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La historia

Bruno Cornacchiola

Hace muchos años, el suburbio romano de Porta Metronia era refugio no solo de gente muy pobre, sino también de hombres de mal vivir. El sitio, ubicado en las afueras de Roma, tenía gran cantidad de casas construidas en condiciones precarias; allí, sus habitantes pasaban hambre y vivían en la violencia. Eran continuas las peleas y discusiones que terminaban con la gente herida con cuchillos. Los padres de Bruno, oriundos de Rieti, estaban en la miseria. El padre a menudo pasaba temporadas en la cárcel de Regina Coeli y, cuando estaba en su casa, bebía cuanto le era posible y golpeaba e insultaba a su familia. En ese ambiente nació Bruno el 9 de mayo de 1913. Él contó cómo fue su niñez:2

“Mi madre, que lavaba ropa para ganar algo de dinero, a veces adoptaba la misma conducta de mi padre, a pesar de descender de la familia de la beata Colomba da Rieti. Así nosotros, los cinco hijos, tres varones y dos mujeres, crecimos abandonados a nuestro libre albedrío y a la gente del lugar, que en aquel tiempo solo podía darnos el peor ejemplo. Tuve poca formación, únicamente cursé la enseñanza elemental. Ya de grande, estudié algo más para entrar en una empresa romana de transportes: ATAC (Azienda Tranviaria Automobilistica Comunale)”.

”Yo no sabía lo que era la comunión, creía que era una especie de desayuno. Tenía aproximadamente unos 14 años cuando, mientras estaba tirado detrás de la Basílica de San Juan de Letrán, una señora me sacudió y, con amabilidad, no exenta de piedad, me preguntó si tenía hambre. Yo siempre tenía necesidad de comer porque llevaba una vida de miseria y vagancia. Permanecía en la calle, procuraba no volver a casa porque aquello era siempre un infierno y prefería protegerme del frío con gruesos cartones a modo de mantas sobre la escalera que estar con mi familia. Desde entonces la señora que se me acercó con aquella pregunta comenzó a darme el desayuno y, al mismo tiempo, me hizo estudiar para tomar la primera comunión. A decir verdad, escuchaba las breves lecciones de catecismo pensando que así podría comer. Por este motivo me quedó muy poco la formación religiosa que tuve. Tomé la comunión y después recibí la confirmación, pero no me sentía en absoluto cristiano”.

Su benefactora fue la señora Maria Falzetti, que aquella mañana se dirigía a la Basílica cuando vio a Bruno durmiendo en las escaleras externas de la capilla de la Escala Santa que, según la tradición, por ellas subió Cristo ante Pilato. Luego, la señora Falzetti les confió el muchacho a los Padres Pasionistas que se encargaban de la capilla. Más tarde, Bruno, no pudiendo soportar más el ambiente de su casa, se fue a Nápoles para seguir mendigando y de allí pasó a Rieti. En aquella vida azarosa, su fe incipiente fue ahogada por las espinas.

Los años pasaron y abandonó la fe por completo. Más tarde, conoció a su esposa que lo volvería a acercar a la Iglesia a través del sacramento del matrimonio. Él recordó así cómo le propuso casamiento:

“Cuando salí del servicio militar, volví a Roma y en el ‘ghetto’ donde vivía encontré a la hija del vigilante que había conocido a mi padre en la cárcel. También su familia había ido a vivir allí. Yo le pregunté si se quería casar conmigo. ‘¿Y qué trabajo tienes?’, me preguntó ella. ‘¡Piensas en trabajar! ¿Acaso se necesita?’. ‘¿Y dónde vamos a vivir?’ insistió, preocupada. ‘¡Tenemos tantos sitios!’, repliqué con la seguridad que me daba el haber dormido en las calles e incluso en los cementerios, en medio de las tumbas. En aquel tiempo, ciertamente, no pensaba en los espíritus de los muertos; y cuando era joven había visto muchos cuerpos mutilados en mi barrio, a causa de las peleas, que luego a la mañana se los llevaban”.

Bruno quería casarse solo por lo civil, pero Yolanda Lo Gatto le exigió el casamiento religioso. Finalmente, se casaron en la sacristía en presencia de un sacerdote. Ante el atractivo de Bruno, Yolanda no consideró su falta de religiosidad. La celebración se llevó a cabo el 7 de marzo de 1936 y luego se instalaron en un departamento con dos habitaciones.

“Yo –continúa Bruno– ya militaba en el partido de izquierda republicana mientras transcurría la Guerra Civil Española. Algunos amigos me pidieron que fuera con los voluntarios a España con el bando de Franco. Aunque iba con los fascistas, estaba en contra ellos y luchaba para los rojos. El motivo que determinó mi participación en la guerra de España fue que tenía posibilidad de ganar dinero para mandarlo a mi familia. En noviembre, cuando Yolanda estaba a punto de dar a luz, me fui… y en diciembre, entré en combate”.

Durante la guerra, conoció a un hombre que lo acercaría al protestantismo. Bruno recordó una anécdota:

“En Zaragoza conocí a un alemán que llevaba a menudo bajo el brazo un libro. ‘¿Qué novela es? ¿Me la dejas leer?’ le pedí un día, porque quería instruirme un poco. Él me contestó: ‘Este libro está en alemán, y no es una novela, es la Verdad’. ‘¿Qué es eso? Nunca he oído hablar…’, le contesté. Y así comenzó a hablarme de muchas cosas sobre la Biblia.

”Una vez nos encontramos ante una gran Iglesia en Zaragoza dedicada a la Virgen del Pilar. Había mucha gente porque se celebraba el aniversario de un acontecimiento milagroso que se había dado en el templo: durante el bombardeo de Zaragoza, habían caído tres bombas, dos delante de la Virgen, que no explotaron, y la tercera se quedó en el techo. Sentí dentro de mí un impulso: quise confesarme y comulgar. Dije a mi amigo alemán: ‘Basta, no quiero hacer ya mal a nadie. Vamos a entrar, que ha habido un milagro. Tú me has hablado bien de Cristo, vayamos a la Iglesia y confesémonos’. En ese entonces, recordé mi primera y única comunión.

”La reacción de mi maestro fue violenta:

”–¿Pero, estás loco? ¿Te he hablado alguna vez de la Iglesia Católica, de curas, de confesión o de comunión?

”–Ciertamente no –repuse, y añadí, molesto: –¿Pero, qué hombre eres? No has hablado de eso, y has hablado de Cristo, ¿cómo se explica?

”–Yo soy protestante. Todo lo que la Iglesia hace es errado. ¿Sabes lo que es la confesión? Espionaje camuflado. ¿Y la comunión? ¿Eres tan ingenuo como para creer que Jesús está escondido en un pedazo de pan?

”Mi amor propio reaccionó instantáneamente: ‘De hecho nunca creí de verdad... ’.

”–Me hubiera admirado de lo contrario... ¡Y la Virgen! Una Virgen Inmaculada, madre de no sé cuántos hijos.

”De pronto me preguntó: ‘¿Sabes quién financia y quiere esta guerra en España? La bestia del Apocalipsis que está en Roma: el Papa. La misma Biblia lo dice’.

”Aquel día sentí que, como cristiano, tenía el deber de combatir a la Iglesia.

”–Es preciso despojar a los curas –me decía siempre mi compañero alemán–; cerrar todos los conventos, quitar el velo a las monjas y a las mujeres, instaurar la democracia. Para abolir en la Iglesia la cabeza absoluta, tienen todos que presidir la asamblea, como hacemos los protestantes. ¿Estás dispuesto a combatir por todo esto?

”–Sí, soy un combatiente– le respondí y comencé a incubar un gran rencor contra el Papa, que me había sido presentado como el autor de tantas infamias. Así, en Toledo compré un puñal para matar a la bestia del Apocalipsis cuando volviese a Roma, y grabé sobre el puño: ‘Muerte al Papa’ (A morte il Papa). También en la primera página de mi nueva Biblia escribí con mano orgullosa: ‘Este libro será la muerte de la religión católica, principalmente por la muerte del Santo Padre’”.

En 1939, al finalizar la guerra de España, volvió a su hogar abstraído por su nueva manera de comprender la religión:

“Regresé a casa, no tanto con el deseo de volver a ver a mi mujer, sino con el afán de decirle que debíamos repudiar a la Iglesia Católica. Yolanda era para mí una mujer hacia la cual, a pesar de ser mi esposa, no sentía mucho afecto, la consideraba un poco como un objeto. Todavía no había visto a mi hija Isla, que había nacido durante la guerra española, y ya hablaba de mi nueva religión. Yolanda, al oír que era necesario dejar la Iglesia, exclamó: ‘¡Pero, ¿cómo?, si has vuelto porque he rezado mucho con la niña delante de este cuadro!” e indicaba una imagen de la Virgen de Pompeya. ‘¡Hay que tirar todo esto, quemarlo todo!’, grité como poseído. Y en vez de abrazar a mi mujer e ir a ver a Isla que estaba durmiendo, saqué los Rosarios y los libros de oración, recuerdos de la primera comunión, y la cruz que estaba sobre nuestra cama, los rompí y quemé junto con el cuadro. Se produjo tanto alboroto que despertó a la niña, que estaba asustada. Así conoció Isla a su padre”.

A pesar de la prepotencia de su marido, Yolanda se mantenía firme en su creencia religiosa, contó Bruno:

“No se dejaba convencer, me costó mucho. Una vez le partí el labio de un golpe, otra, le di una infinidad de bofetadas; todos los días la maltrataba y golpeaba; no pudo más, al fin cedió, pero me hizo prometer que antes de abjurar del catolicismo comulgaría con ella los nueve primeros viernes de mes”.

Más tarde de esos episodios, Bruno tomó contacto con los adventistas en Roma y participó activamente de sus asambleas: “Yo fui un propagandista tan hábil de su causa que, cuando volví al seno de la Iglesia Católica, los adventistas de la capital se habían triplicado en número, ‘convertidos’ todos por mí”, recordó.

Entre tanto, Bruno comenzó a trabajar para sacar adelante la familia; pasó el examen de enseñanza elemental y entró en una empresa de tranvías y colectivos como cobrador. Durante sus jornadas laborales, aprovechaba para molestar a los sacerdotes que subían al transporte:

“Mi odio contra el clero no hacía más que crecer y también lo ponía en práctica. Llamaba a los sacerdotes ‘perros’ y una vez, a un anciano que estaba enfermo, le cerré las puertas rápidamente, simulando no haber visto que estaba subiendo. Cayó mal y se fracturó una pierna. En otra oportunidad, escondí (metiéndola detrás de mi asiento) el maletín de un sacerdote que había subido y estaba por sacar el boleto. Cuando el pobre buscó su bolso, yo, fingiendo admiración, le respondí que la había tomado un pasajero que había descendido poco antes, con tanta desenvoltura que creía fuese la suya. Aquel maletín lo llevaba conmigo el 12 de abril de 1947 cuando fui a Tre Fontane donde mi vida sería cambiada de repente”.

Finalizada la práctica de los nueve primeros viernes, Bruno y su familia se hicieron protestantes. Al respecto, relata:

“Enviaba notas a la maestra de mi hija, Isla, para decirle que no deseaba que tomara las lecciones del catecismo católico. También, quizás como una reacción por la vida que había llevado, de miseria e ignorancia, quería instruirme en la enseñanza de la Biblia. Había muerto el anciano pastor de la iglesia adventista de Civitavecchia y me hubiera gustado ocupar su lugar. En abril de 1947 (yo era director de la juventud misionaria del Lacio), nuestros superiores dijeron a los jefes de grupo que se preparaba una salida en público en Roma por primera vez. Habría tenido que hablar en medio de la gente en la plaza de la Croce Rossa. Para mí era una gran ocasión: si hubiese hecho impacto con un sermón bien preparado, se me habría abierto una carrera de pastor en el protestantismo”.

Sin embargo, nunca llegó a pronunciar ese discurso.

2. Cf. Sciascia, G., revista Alba, 9 de mayo de 1982.

La Virgen de la Revelación

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