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Puesta en situación I

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En contra de lo que es un lugar común, el cine de Hollywood no siempre tuvo esa apabullante presencia en nuestro medio que se pudo apreciar entre 1915 y comienzos de los años cincuenta, y que se puede ver en estos días con la política “arrasadora” de los blockbusters. Para dar cuenta de esa coyuntura, en que se podía percibir algo así como una competencia de preferencias en la cartelera y que duró varios años, hemos escogido como materia de investigación los estrenos en salas comerciales en el periodo que va desde 1950 hasta 1969. Allí se podrá ver cómo ese claro dominio de la producción de los estudios de Los Ángeles fue disminuyendo de manera progresiva debido a la reducción del volumen de películas norteamericanas, pero sobre todo al aumento de la ‘cuota’ de otros países, sobre todo europeos.

Estas dos décadas, además, han tenido una importancia muy especial en el decurso de la historia del cine, pues si nos atenemos a las categorías estilísticas utilizadas en los círculos de la teoría y de la crítica cinematográficas, ellas corresponden a la culminación y al cenit del clasicismo1 y a la aparición de la modernidad y de las nuevas olas. Corresponden, también, a los cambios y efectos que se producen (o empiezan a producirse) en las industrias cinematográficas como consecuencia de la entronización paulatina de la televisión como el medio de comunicación de mayor alcance masivo.

Son años en los que, como nunca antes, el concepto de autor adquiere un realce que, en el paso de los años cincuenta a los siguientes, se ve fuertemente potenciado. Pero son años, también, en que se levantan géneros y subgéneros populares de gran irradiación, que no se generan en Hollywood, como la commedia alla’italiana, los peplum, de ese mismo país, el wéstern mediterráneo cultivado en Italia y España, principalmente, las películas de espías y agentes secretos que se producen en diversos países a partir del éxito de los primeros títulos de la serie dedicada al agente 007. Asimismo, las películas mexicanas de luchadores, las españolas de cantantes, las comedias alemanas, las cintas policiales y las de samuráis japonesas entre otras variantes, todas las cuales, en mayor o menor medida, llegan a nuestras salas y contribuyen a esa diversidad que no tuvo precedentes, al menos desde 1915, cuando la industria norteamericana se asentó de manera definitiva en las pantallas de todo el continente, ni tendrá tampoco continuación en la historia de la cartelera local.

Por otra parte, son años en los que, progresivamente, y a medida que el propio concepto del cine de autor se fue consolidando en otras latitudes, se asiste a un incremento de películas que corresponden a esa franja, casi siempre minoritaria en la producción industrial y ocasionalmente de origen independiente de las grandes casas de producción. También en el Perú se pudo comprobar, no el afianzamiento, pero sí una mayor presencia de un cine que en la mayor parte de los casos pasó esporádicamente por la cartelera de estrenos y fue a alimentar el circuito de cineclubes, particularmente activo en los años sesenta.

Es verdad que, además del volumen de películas de producción norteamericana, debe considerarse el de las cintas de otros países que traían las grandes distribuidoras de Hollywood que operaban en el Perú –Metro Goldwyn Mayer (MGM), Fox, Paramount, Warner, Universal, Columbia y United Artists–, con lo cual la evaluación varía. Es decir, las cintas de Hollywood se situaron, de manera más marcada en el curso de los años sesenta, debajo del 40 % y a veces del 30 % del total de los estrenos anuales, pero las distribuidoras norteamericanas no solo lanzaban títulos de esa nacionalidad, sino muchos provenientes de Inglaterra, Francia, Italia y otros países, inclusive México. Las películas de Cantinflas eran distribuidas por la Columbia Pictures desde inicios de los años cuarenta, por señalar un ejemplo relevante.

El poder de las majors se complementaba, entonces, con obras de otras industrias nacionales, lo que –si asignamos las películas al origen de las distribuidoras– le confiere un porcentaje bastante más elevado que si consideramos únicamente la producción norteamericana. Cintas francesas protagonizadas por Jean Gabin o por Jean-Paul Belmondo que venían con el sello de la MGM y otras, son una muestra de la capacidad de las compañías norteamericanas para ampliar, más allá de los criterios “nacionales” de otrora, el origen del material distribuido.

Asimismo, habría que considerar el volumen de la asistencia de público y los ingresos obtenidos por cada película en su circulación por Lima y provincias, información muy difícil de obtener, pues no hay documentos ni estadísticas accesibles o que puedan considerarse útiles para un levantamiento mínimo. Se puede suponer ese predominio a partir de ciertos indicadores, sobre todo el tiempo de permanencia en la ronda de estrenos y la aceptación preferente de filmes procedentes, en un número superior, de Estados Unidos, lo cual avala la impresión que se podía tener de su presencia mayoritaria en el mercado local.

Lo señalado en los dos párrafos anteriores no puede soslayarse de ninguna manera y sería erróneo pretender minimizar la presencia que, por el éxito de algunos títulos y su intensa difusión a través de las semanas y los meses, tuvo la producción norteamericana y, además, la fuerza de las compañías distribuidoras de ese país al sumar a esos títulos propios los que provenían de otros países. Cualquier conclusión que se limite a sumar simplemente películas por país estaría equivocada. Si aquí queremos hacer notar que hubo una diversidad no vista ni antes ni después no es con la intención de apañar el dato contundente e inapelable del dominio de la distribución norteamericana.

Ese dominio, con altibajos, se va a mantener en las décadas siguientes, hasta que se afianza en el curso de los noventa con la aparición de las multisalas y de los complejos, nacionales o transnacionales, que las gobiernan. Las multisalas van a establecer una clara línea de separación con el pasado, pues la formación de los circuitos de programación, desde los tiempos pioneros de las primeras décadas del siglo XX, favorecieron una cierta dispersión de propietarios, aun cuando se formaran empresas como Cinema Teatro, de la familia Prado, que poseían, comparativamente, un volumen mayor de salas. La propiedad de los cines, en todo caso, estuvo muy parcelada, tanto en Lima como, en mayor medida aún, en las ciudades y pueblos de provincia que contaban, en casi su totalidad, con una o más salas, dependiendo de la extensión urbana cubierta. Arequipa, Cusco, Trujillo o Piura, entre otras, contaban con un número más alto de cines que la mayoría de las demás capitales provincianas. Pero incluso una ciudad comparativamente más pequeña como Ica albergaba varios de los llamados cine-teatros, aunque el espectáculo teatral estuviese casi siempre ausente. La denominación de Cine Teatro tuvo mucha fuerza desde la década de 1910 porque se construyeron salas de cine a imagen y semejanza de las de teatro y algunas de ellas ofrecían temporadas teatrales que eran seguidas por otras en las que se proyectaban filmes.

Unas pocas distribuidoras extranjeras tuvieron cines propios en Lima (el cine Metro o el llamado Paramount Tacna, por ejemplo, que pertenecieron a la MGM y a la Paramount, o el Central, que perteneció a la Warner) y no hubo entre nosotros nada equivalente al poderoso consorcio Cine Colombia que, desde hace mucho, es dueño de una buena parte de las salas colombianas, antes y después del corte que supone la llegada de las multisalas. Por otro lado, aquí y en todas partes se estructura una pirámide que tiene en la parte superior a las salas de estreno y en la base ancha a las llamadas salas de barrio. Aun cuando una parte de estas últimas se integrara ocasionalmente a los circuitos de estrenos o que, de modo independiente, estrenaran títulos de menor rendimiento potencial, la amplitud, calidad arquitectónica y la ubicación de las salas en la ciudad era muy reveladora de esa diferenciación.

Los cines de estreno se ubicaban en el centro de Lima (y en los centros históricos de las capitales y ciudades de América del Norte, Centro y Sudamérica) en perímetros más extensos, con fachadas y marquesinas más ostensibles, mayor aforo, comodidad de las butacas, tamaño de las pantallas, etcétera. Estas salas ofrecían preestrenos, muchas veces en funciones de medianoche los viernes y sábados, matinales con cintas de animación los domingos, entre otras “ofertas” propias. Los cines de barrio, en cambio, estaban, en el caso de Lima, en los distritos donde, con el correr de las décadas del siglo XX (antes de la explosión demográfica y urbana que se va acentuando en el curso de los años sesenta) se fue concentrando la mayor parte de la población: empezando por la cercanía al Centro, el Rímac, La Victoria, Breña, Jesús María, Lince, Magdalena, San Isidro, Miraflores, Pueblo Libre, San Miguel, Barranco y Chorrillos. Aunque unas cuantas eran bastante grandes, la dominante en estas salas fue su tamaño reducido y su aire de espacio vecinal. No eran salas que lucieran la distinción de las primeras y había una marcada diferencia en los precios; tenían sus propias estrategias de marketing: los lunes femeninos o los martes sociales, con entradas rebajadas, intentaban compensar la debilidad de los días de menor asistencia potencial.

Además de dar cuenta del interés que reviste la etapa que cubrimos por las razones expuestas, debo mencionar lo que ella significó en mi propia historia y por eso yo diría que este es un trabajo que tiene una carga más notoriamente autobiográfica que otros anteriores míos, que también la tienen, claro. A inicios de los años cincuenta se produce mi encuentro con el cine. Son años de deslumbramientos, de fogonazos que permanecerán en la memoria, de ansiedad creciente por ver el mayor número posible de películas. Desde 1957 lo primero que he hecho todos los jueves de mi vida, a no ser que estuviera fuera del país, es enterarme o confirmar avisos previos de los estrenos de la semana, sobre todo en las páginas del diario El Comercio, costumbre que se ha mantenido incólume hasta hoy. En los años sesenta se afirma la vocación cinéfila activa y se perfilan las actividades que la materializan: el cineclubismo, la crítica y la docencia.

La experiencia de todos esos años, por más que en los primeros fuese todavía un chico que no podía discernir más allá del envolvimiento emocional que me producían los filmes, constituye una ventaja para efectos de la investigación que he realizado, pues tuve un conocimiento “directo” de las películas que se catalogan, si no por haberlas visto todas (que no es así en absoluto), sí por saber de ellas, por haber visto los posters o los stills (las fotos) al menos en los diarios u otras publicaciones, si no en la entrada o en el lobby de las propias salas, con la avidez del coleccionista que descubría semana a semana y a veces día a día las novedades que se anunciaban. Desde comienzos de 1958 el “conocimiento” pasa por el registro escrito de los estrenos en unos cuadernos (primero a lápiz), aunque ese registro muy poco me ha servido para efectos de este libro, pues se limitó en los primeros años a los títulos locales y a los actores principales, quedando fuera tanto el título original como otros datos relevantes y, pese a intentarlo, no siempre consignaba el íntegro de los estrenos. Hacia 1961 empecé a agregar a los directores, pero sin hacer propiamente fichas, hasta que, cuando empezamos a publicar la revista Hablemos de Cine a comienzos de 1965, dejé de hacerlo confiando en que alguno de los colegas se animara a emprender la tarea. Recuerdo haber tratado de convencer, en primer lugar, a Juan M. Bullitta, y luego, en etapas posteriores, a Nelson García, a José Antonio Portugal y a Alberto Choy, pero ninguno quiso dar el paso. La lección de esa experiencia fue muy clara y no seré el primero en decirlo: si se quiere hacer algo que está a nuestro alcance, uno mismo tiene que hacerlo y no esperar que otros lo hagan.

Ese registro escrito alimentó el lado de la afición que se aboca a la memorización del dato exacto, el título, el año de producción, la filmografía de directores y actores, etcétera. Aquí está, probablemente, el componente que de forma más notoria pone en evidencia el rasgo ‘filatelista’ del cinéfilo y el mío propio. Desde muy joven me interesé por la retención de títulos y nombres de intérpretes. Conocí a Carlos Rodríguez Larraín, más tarde uno de los fundadores de Hablemos de Cine, compitiendo con él, en los patios del colegio San Isidro, en el listado del mayor número posible de actores de Los diez mandamientos, La vuelta al mundo en ochenta días y otros títulos con profusión de intérpretes. Me interesé desde chico por hacer ese “mapeo” de las películas y, de modo puntual, de los estrenos en el Perú. Finalmente, eso se logró, parcialmente, con el trabajo de Violeta Núñez en los años noventa, que apoyé en todo lo que pude y que mencionaré más adelante, hasta que, con la investigación que ha dado lugar a este libro, se presentó la oportunidad (nunca es tarde) de hacer mi propio aporte en la pesquisa.

Por cierto, ese vínculo personal, por fuerte que sea, no va a aparecer de manera explícita en este libro, pues, salvo en un pie de página, no habrá anécdotas privadas ni relatos de hechos vividos en mi contacto con las películas. Por más que se desplieguen datos y comentarios que me conciernen de manera muy personal, no es en absoluto un libro autobiográfico. Eso, en todo caso, podrá ser materia de otra publicación con un carácter distinto, pues de lo que aquí se trata es de un trabajo de investigación que intenta ofrecer un cuadro panorámico o, dicho de otra manera, una “secuencia de montaje”, que muestre lo que se vio en esos tiempos. Digo lo que se vio y no cómo se vio, pues eso sobrepasaría nuestros objetivos. Se pueden plantear algunas hipótesis al respecto, pero allí no apunta nuestro trabajo que, si permite que luego se utilice el material para ulteriores investigaciones, nos hará quedar muy satisfechos.

Hay que decir que, aunque haya aspirado a la mayor exhaustividad, no ha sido posible conseguirla. La cartelera del diario El Comercio ha sido revisada día tras día, desde el 1 de enero de 1950 hasta el 31 de diciembre de 1969, sin que eso signifique que no se hayan hecho incursiones en los años anteriores al marco temporal investigado para indagar por posibles lanzamientos previos que podían pasar como estrenos de los años reseñados. También el diario La Prensa ha servido para cotejar algunos datos dudosos. Aún así, no contamos con el 100 % de los estrenos, pues no todos pasaban por la semana de rigor a partir de cada jueves (y, eventualmente, otros días) ni tampoco todos recurrían al cartel ahora casi ausente en las páginas de espectáculos. Algunas cintas se estrenaban sin anuncio en alguna sala de barrio y otras en salas de provincias y luego llegaban a Lima. Había a veces errores en los datos consignados en la cartelera e, incluso, confusiones de títulos y no digamos de intérpretes, cuando los nombres eran colocados en los pequeños recuadros correspondientes a cada película. En esos años el listín se limitaba al título y a los actores y el poster, eventualmente, podía consignar el título original, especialmente en las películas norteamericanas, o el director, pero no en la mayoría de los casos.

Se han dejado de lado, para efectos del trabajo, los reestrenos en copias nuevas y las reposiciones cercanas de títulos estrenados tiempo atrás. La política de reestrenos fue habitual, aquí y en otras partes, durante varias décadas y han sido las multisalas, la difusión televisiva y la ampliación del mercado de video de consumo familiar, las que han venido a cerrar prácticamente su existencia2. Quienes vivieron en el marco temporal que cubre este trabajo pueden dar cuenta de la presencia constante de películas del pasado, en su mayoría norteamericanas, que circulaban en los cines de barrio después de su reestreno en las salas principales. Como ocurrió después con la televisión, la muerte de un actor o actriz podía ser uno de los motivos para reponer o reestrenar una porción de sus películas. Pero había políticas de reestrenos que se gestaban desde las oficinas centrales de las distribuidoras en Los Ángeles.

No habrá fotos en el libro, pese a que el material se prestaba como pocos para la ilustración del enorme caudal de títulos mencionados, mejor aún incluyendo los posters periodísticos. Las fotos de filmes hubiesen requerido el derecho de usarlas, previa negociación, no así los posters si se extraían de diarios o revistas, con la indicación de la fuente. La calidad visual no hubiese sido la misma, pero era lo más indicado tratándose de estrenos. Tal vez más adelante, en una versión incorporada a la Internet, pueda intentarse colocar el poster al lado de la ficha, lo que es factible en la mayor parte de las películas, aunque sería una ímproba tarea la de fotografiar uno a uno los carteles periodísticos.

Una buena parte del trabajo se ha concentrado en la búsqueda de los datos faltantes, facilitada hoy en día por una base de Internet como la International Movie Data Base (IMDB), que ofrece una cantidad de información que, sin duda, favorece este tipo de investigación, la cual hace pocos años hubiese encontrado serios escollos por la ausencia, precisamente, de una base de datos suficientemente amplia y abarcadora. De cualquier modo, la IMDB no es infalible ni lo cubre todo, por lo que hay que buscar otras fuentes complementarias. Aun así, cuando la información del periódico se reduce a un título en castellano, sin director ni actores (por ejemplo, en el caso de los documentales) es extremadamente difícil la identificación y eso ha ocurrido, afortunadamente, solo con una muy pequeña parte de los más de 10 000 títulos catalogados.

Quiero aclarar que, aunque el trabajo aporta datos para un conoci­miento del desarrollo de la exhibición fílmica en el Perú, y sin duda tiene que ver directamente con la historia del cine, no es producto de una investigación histórica propiamente dicha, para la que se hubiese requerido un instrumental distinto y una búsqueda mucho más exhaustiva y prolija en hemerotecas, archivos, documentos y otras fuentes. No soy un historiador del cine y la perspectiva en que se sitúa este trabajo es la del analista que registra, observa y comenta la cartelera limeña durante veinte años, dejando de lado el abordaje metódico de los asuntos que competen a la distribución y a la exhibición, apenas tratada en el trabajo.

20 años de estrenos de cine en el Perú (1950-1969)

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