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A modo de introducción

Porque poniéndome en su lugar puedo imaginar su estado de ánimo. Abandonar la hermosa patria, los queridos parientes, el más bello entorno, las ruinas de las inmediaciones; no sigo, porque de otro modo me pondría tan triste como usted; lo que debe abandonar, usted lo sabe mejor que nadie.

Sigmund Freud1

Estoy inclinada sobre una valija en un corredor del aeroparque Jorge Newbery. Es el 21 de febrero de 2001. La valija había cerrado antes, pero ahora ya no cierra; no encuentro manera de acomodar los objetos que hay en ella. A mi alrededor, hay doce personas, entre familiares y amigos, que miran la escena inmóviles y visiblemente emocionados. Uno de ellos intenta tomar la palabra, y esgrime una estimación acerca de la medida de la valija y la medida de todas las cosas. “Es imposible”, dice, “no entran”. Yo insisto en acomodarlas, hasta que acepto lo irremediable y empiezo a sacar lo que rápidamente decido que quedará en Buenos Aires: unos palos que alguien me entregó como parte de un perchero desarmable, unas vasijas de cerámica y algunas prendas que ya no voy a usar. Mientras elijo y descarto, dos manos a mi lado me ayudan en la tarea. Una integrante del grupo allí reunido pudo articular su cuerpo y se inclinó conmigo ante la valija. Es una amiga querida que, viendo mi necesidad imperiosa de resolver allí, en ese preciso instante, lo que finalmente llevaría, acudió en mi ayuda. Se lo agradeceré por siempre, ella lo sabe. Habiéndome despedido de cada uno de los que un momento antes habían formado un círculo alrededor mío y de mi valija, paso al otro lado, al lugar donde queda definido que ya no hay marcha atrás, al corredor previo al embarque. Allí todo lo veo azul, quizás por el reflejo del sol… ¿o será este el color de mis recuerdos? ¡Cuánto amor me llevo, y cuánta incertidumbre me abruma!

De repente, vi a una señora muy elegante que se dirigía hacia mí y reconocí rápidamente su mirada. Era ella la heroína de la lucha contra los colaboracionistas de los nazis en tiempos de la Shoah, devenida ahora en una impecable mujer mayor que regresaba de Punta del Este. Nos saludamos, y al enterarse de que yo estaba allí porque había decidido migrar a Israel y hacer aliyá2 por segunda vez en mi vida, soltó una lágrima y salió corriendo hacia uno de los negocios que tenía sus puertas abiertas. Me quedé absorta. Nucha estaba allí despidiéndome. La misma que había hecho mil senderos hasta llegar a Buenos Aires y que solía emocionarse ante las banderas celestes y blancas. Por más hermosa que se viera, siempre la imaginaba vestida de harapos y portando la estrella de David de color amarillo. Sentí que algo la había espantado. Mientras mi imaginación corría veloz, ella ya volvía llevando en sus manos un perfume que había comprado en ese instante. Me entregó su regalo y me deseó un buen viaje. Yo vi en ese perfume una antorcha que ella me pasaba. Me lo había transmitido con su mirada, tierna y sostenida. Ella ya no se iría, y sin embargo, en ese instante de la entrega, se estaba yendo a Israel conmigo. Crucé la puerta de embarque estremecida, sabiendo que ya no volvería a vivir en mi ciudad… una etapa importante de mi vida quedaba atrás definitivamente.

Isabel Edenburg

1 Freud, S. (1992). Cartas de juventud (1871-1881) (p. 307). Barcelona: Gedisa. (1941)

2 En hebreo, “ascenso”; término utilizado para nombrar la inmigración judía a Israel.

Sujeto migrante

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