Читать книгу Agua - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada - Страница 8
EL AGUA EN EL ORIGEN
ОглавлениеQue bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche.
SAN JUAN DE LA CRUZ
Y ahora que me he puesto a escribir tengo mis dudas. ¿Sabré unir en este libro lo que me sugieren el río, el mar, la fuente, el lago, el pozo, la lluvia, el rocío, las lágrimas...? ¿Estaré en condiciones de combinar colores, patrones y circunstancias? ¿De hacer un libro sugerente para todo tipo de personas? ¿Seré capaz de expresar las aguas que se desbordaron en mi vida, mis momentos de euforia espiritual que, como un torrente, me empujaron aguas abajo en pos de situaciones arriesgadas? ¿Describir las noches negras de mi vida? La respuesta a estas preguntas es clara: lo voy a intentar.
¿Abundancia, sequía, escasez, limpieza...? ¿Cómo combinas estas descripciones con tu espiritualidad?
El verso de san Juan de la Cruz que he puesto al principio de este capítulo habla de una fuente que no para de manar, aunque en algunos momentos no seamos capaces de escucharla ni de verla. Ningún cristiano ha puesto nunca en duda que el creador de esa fuente era Dios. En mis noches, que las he tenido como todo el mundo, dejé de escuchar su ruido. Al ser este tenue, mis oídos atentos a otros sonidos, no estaban en situación de escuchar.
En algunos de esos momentos, un torrente de emociones se llevó por delante todas mis creencias, e incluso culpé a Dios de haber creado un mundo injusto y duro. Después de este periodo de enfrentamiento con lo divino –que se conoce como noche oscura–, mi alma –tras la ira y la excitación– entró en reposo como una tormenta enfurecida que deja paso a la calma de la indiferencia. No me importaba nada, no sentía ningún apego o rabia por Dios, todo me resultaba igual, pues me había convertido en una escéptica a quien el líquido resbala por su piel sin dejar ninguna impronta. En esas condiciones, no era capaz de escuchar el sonido de ninguna fuente que tuviera su origen en Dios.
El agua está siempre al principio de toda vida. El ser humano sabe que no hay criatura viviente que pueda seguir viviendo sin ella, tanto en el aspecto físico como espiritual, tan es así que en todos los mitos de la creación se menciona. En la Biblia se nos dice que, cuando Dios hizo al hombre, mezcló tierra con agua para conseguir un barro que le permitiera moldear un muñeco al que insuflar el Espíritu. Son de interés los dos relatos del Génesis, pues aportan diferentes ángulos de visión sobre el agua.
El primer redactor (Gén 1,1-2) nos describe un cuadro sombrío del origen del mundo, con imágenes que reflejan un caos acuático, oscuro y tenebroso, en el que no hay gobierno y donde amenaza el abismo. El lugar donde se alojaban en el antiguo Israel las fuerzas del mal que se ocultaban bajo el agua:
La tierra era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo.
La única esperanza que transmite el relato es el sonido de un rumor de alas –como el rumor de la fuente de la que habla san Juan–, el viento de Dios que, como un gran pájaro, incuba un mundo presto a eclosionar. Esta brisa infundía, si se escuchaba con atención, un sinfín de esperanzas. Me recuerda al tenue viento que escuchó Elías, el susurro de una brisa suave al pasar Dios por su lado (1Re 19,12).
El segundo relato (Gén 2,4-6) narra la experiencia de un hombre del desierto que conoce la realidad de su tierra, un suelo yermo en el que no crece ninguna semilla. Achaca la responsabilidad al mismo Dios, como dueño de la mies y de la vida, pues:
No había hecho llover sobre la tierra.
Si analizamos los dos relatos, veremos que en el primero, el agua produce miedo por exceso, mientras que en el segundo la congoja viene de una tierra seca y yerma.
San Juan escribe desde la cárcel, donde estaba preso condenado por sus hermanos de orden, y emplea para hablar de su situación los mismos símbolos de los dos relatos de la creación. Por un lado, la noche oscura de la celda y del alma, la lejanía de Dios y de los hombres pero, por otro, escucha el rumor de una fuente que no puede ver, pero de cuya existencia no duda. Esta presencia presente –aunque invisible– le produce paz y compañía.
En muchas vidas se han sucedido los problemas generados por un caos acuático, por un río desbordado de emociones que arrasa con todo. Pero también los de aridez, que son peores, porque las almas añoran una presencia que no aparece, que no se anuncia ni se espera. Y la moraleja de estos dos relatos es que el agua, tanto la física como la espiritual, es un elemento siempre amenazante y amenazado.
En el comienzo del pueblo israelita aparece el relato del mar Rojo, cuyas aguas separó Moisés para impedir el paso de los egipcios, que les perseguían. Y toda vida humana se gesta dentro de un líquido donde el feto flota. Recuerdo, en el final de mis embarazos, que la rotura de aguas era el signo del niño que anunciaba su pronta llegada.
La vida de los cristianos también cuenta con agua en sus inicios. Yo no recuerdo mi bautismo pues, como la mayoría de mis lectores, se celebró cuando era niña. No tengo fotos ni conocí a mis padrinos, que debieron morir jóvenes. Ellos hicieron promesas en mi nombre que luego tenía que ratificar, si quería unirme a la Iglesia, a un grupo humano constituido por los seguidores de Cristo. La liturgia bautismal menciona los momentos estelares de la vida del Antiguo y del Nuevo Testamento, donde el agua, a pesar de sus peligros, es portadora de esperanza. Pero también menciona a las fuerzas del mal y nos pide una renuncia expresa. No me gusta pensar que el bautismo lava los pecados de un bebé, pues pienso que no ha tenido tiempo de hacer nada malo y tampoco es responsable de los pecados de sus padres. Prefiero pensar que es un rito de paso que nos introduce en la Iglesia, en la comunidad que forman los seguidores de Cristo.
¿Cuándo confirmé el compromiso que habían prometido los padrinos en mi nombre? Las personas de mi edad vivíamos en un entorno católico donde no se cuestionaba ninguna norma y todo nos parecía bien. Al menos yo no discutía mi suerte. Tan es así que tampoco recuerdo el momento de mi confirmación, pues solo queda en mi memoria la imagen de una ceremonia masiva, con mucho calor, y un cachete que recibí del obispo.
A lo largo de mi vida he ido renovando mis promesas y variando el compromiso pues, con el paso de los años, he dado más importancia a unos aspectos que a otros. Lo que tengo claro es que nunca me gustaron las renuncias a Satanás –un símbolo personificado del mal en el que no creo– y tampoco soy partidaria de colocar el énfasis sobre el pecado ni sobre los enunciados del Credo. Y me preguntarán entonces: «¿En qué consisten mis promesas?». Me apoyo en un compromiso menos intelectual y más de seguimiento a la persona de Jesucristo, que incluye el amor al prójimo, cuyas prácticas se enumeran en el juicio final que describe Mt 25: «Porque tuve hambre y me diste de comer», y también tengo presente el texto de Jesucristo con Nicodemo:
«¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo, puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Le respondió Jesús: «De cierto te digo que el que no naciere de agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios... No te maravilles de lo que dije: Os es necesario nacer de nuevo» (Jn 3,4-7).
Todas las mañanas podemos preocuparnos por nacer de nuevo, dejar atrás los malos momentos del pasado y, apoyándonos en los buenos, ir avanzando en el seguimiento de Jesucristo. Los cristianos tenemos fama de ser personas tristes, y acaso damos una sensación de serlo porque pensamos mucho en nuestras faltas, en nuestros pecados, nos damos golpes de pecho, nos cubrimos de saco y de cenizas como hicieran los antiguos judíos para demostrar arrepentimiento. Además, nuestras liturgias se encargan bien de recordarnos nuestra faceta pecadora para conseguir el arrepentimiento. Pero también hay que bailarle a la vida con toda la creación, gozar de nuestra existencia en la Tierra, hacer que entren en la fiesta los tristes, los enfermos, los ancianos... y todos los que lo están pasando mal, pues con esta actitud nacemos de nuevo todas las horas del día.
En el matrimonio pronunciamos muchas veces las palabras «te quiero», pero obras son amores y no buenas razones. Los cónyuges vamos cambiando y nos tenemos que adaptar a esas transformaciones que se dan en nosotros y en nuestras parejas si no queremos caminar por sendas paralelas e incluso contrarias. Tenemos que renovar las promesas que nos hicimos mutuamente todos los días.
¿Recuerdas el comienzo de tu vida cristiana? ¿Qué te sugiere la palabra «bautismo»? Piensa cuando renuevas las promesas, ¿a qué te estás comprometiendo? ¿Has pensado alguna vez en nacer de nuevo?
Recuerdo una medalla que me regaló mi novio –hoy mi marido– que decía: «Te quiero más que ayer pero menos que mañana». Estaban de moda, pero reflejaban una realidad muy importante de la vida, y es que en el amor no te puedes quedar parado pues ese estatismo equivale a una muerte lenta pero segura. También debes variar tu relación con Dios, y si no lo haces es que no has evolucionado en tu vida espiritual. Hoy, cuando leo textos escritos en mi juventud, me entran ganas de reír por lo infantiles que son. Entonces no conocía las amarguras de la vida y me presentaba ante un Dios todopoderoso con la seguridad de que allanaría mi camino y me sacaría de cualquier complicación que se me presentara. ¡Qué confundida estaba! He tenido que realizar una larga senda para descubrir que Dios nos apoya en nuestros esfuerzos vitales, pero no nos suprime ningún dolor. Está a nuestro lado y me gusta pensar que sufre con nosotros, como hiciera el Padre con el Hijo en la Cruz, pues si no lo hace es un Dios impasible, una presunta virtud que defendían muchos teólogos, con quien no me interesaría relacionarme.
Reflexiona en los cambios que se han producido en tu vida. ¿Te has convertido en una persona más amable, más formada, más egoísta, más comprensiva? ¿O en todo lo contrario? Y piensa cómo ha cambiado tu relación con Dios o con las personas con las que convives.
Si me hubieran preguntado hace unos años en qué consistía ser cristiano, hubiera respondido que suponía creer una serie de enunciados y que esas creencias nos colocaban un escalón por encima de los demás seres humanos. Me temo que todavía hoy es la contestación que darán muchos fieles. Pero el cristianismo no es una creencia, sino una vivencia. En este punto, tengo que hacer un reproche a la Iglesia, pues a los fieles no nos han enseñado a realizar una oración personificada, una lectio divina (una lectura orante del Evangelio), a perseguir el entendimiento necesario para establecer una relación más profunda con Jesucristo, ya que se dejaba este capítulo para los sacerdotes y religiosos. Todavía hoy, en las liturgias católicas se pronuncian oraciones hechas, y no se deja tiempo para pensar, para embarcarse en el encuentro o la búsqueda de Dios y de sus intenciones con nuestras vidas.
Me atrae la contemplación que ha llegado a Occidente de la mano de las religiones orientales, y que no es muy distinta de la que siguieron los grandes místicos cristianos. Atención al cuerpo y a sus posturas, hacer silencio, tratar de ahuyentar las distracciones –que son «la loca de la casa», como las llamaba santa Teresa– y dejarse invadir por la compasión que anida en lo más profundo de nuestro ser, donde se encuentra Dios.
Personalmente me resulta difícil engancharme a ese camino. Lo intento, aunque sin mucho éxito, pues soy una persona de acción y no de contemplación. Mi inspiración se apoya en los pensadores católicos que han intentado amalgamar los distintos caminos: el místico contemplativo, el intelectual teológico y la praxis compasiva. Reconozco que, aunque estoy convencida de la ruta, me cuesta por la falta de costumbre y porque me dejo llevar por los pensamientos que me sugiere el diario vivir: la compra, los hijos, los nietos, los olvidos, los dolores... Pero ahí estoy.
¿Has emprendido el camino de la contemplación alguna vez? ¿Te ha costado perseverar? ¿Crees que esas prácticas ayudan en tu vida?
Volviendo al bautizo, tengo muy presente el de mis hijos y nietos, pues me dieron mucho que pensar. ¿Qué vida tendrían? ¿Serían fieles a las promesas que otros hacían en su nombre? Y cuando repaso el Credo, me entran las dudas, pues siento que las nuevas generaciones no basan su religión en verdades inamovibles como hicimos nosotros, en verdades mal enunciadas y poco explicadas, creídas sin reflexión... Pero tampoco siguen a Jesucristo.
Para mis nietos, o incluso para mis hijos, no tiene ningún interés que Jesucristo estuviera en el cielo a la derecha del Padre, bajara a los infiernos, o que exista entre todos los cristianos una unión de gracia que se conoce por «comunión de los santos». Tengo la sensación –más que sensación, certeza– de que hablo también en mi nombre. En cambio, están mucho más abiertos a los sentimientos de amor y compasión por los más desfavorecidos. Pero, ¿cómo hacemos compatible este altruismo para que se diferencie de las ONG? No lo tengo claro.
La liturgia del templo les interesa muy poco y hay que ir por otro camino para encontrarse con Dios. La religiosidad popular, en cambio, tiene atractivo, aunque sea folclórica y mágica, pues en sus ritos planea la trascendencia y se puede escuchar –aunque tenuemente– el ruido, como apareciera en la creación, de las alas del Espíritu.
Los momentos más espirituales de mi familia, aparte de las eucaristías, primeras comuniones, bautizos, matrimonios, funerales... han sido cuando hicimos juntos unas etapas del Camino de Santiago. Aunque tratábamos de andar a la par, cada uno tiene diferente ritmo de marcha. Recogíamos en el campo distintos elementos que nos sirvieran de ofrenda para la misa, que celebrábamos en un alto del camino. Era precioso ver los objetos que escogían los más pequeños: un palito quemado, una piedra redonda, una espiga... Y más bonito todavía escuchar los motivos por los que los ofrecían, ya que en sus peticiones tenían un lugar especial los enfermos y los pobres. Empezaban a intuir que había personas que lo estaban pasando mal en el mundo y ellos, por el contrario, eran unos privilegiados.
A los mayores nos cuesta abrir nuestros corazones en público y reflejar las vivencias que se alojan en nuestro interior, por lo que somos más fríos en nuestras manifestaciones. Recuerdo un día que celebrábamos la misa al lado de un arroyo. Escogí una hoja grande, pues quería meter como ofrenda, en primer lugar, a mi familia, pero luego al mundo entero, tal como hiciera Teilhard de Chardin en su famosa eucaristía. Era un momento en el que mi corazón se ensanchaba, tenía la sensación de que explotaba y me permitía abarcar el infinito. Abraham Maslow, un gran psicólogo, dice que esos momentos de plenitud que tienen muchas personas nos hacen vislumbrar el cielo futuro que nos espera.
Mis hijos, mis nietos y yo misma guardamos un recuerdo muy especial de esas marchas, perro incluido, pues aunque alguno ni siquiera nos diéramos cuenta, tuvimos un contacto grande con la trascendencia.
Recuerda alguna liturgia en el templo o fuera de él que te resultara gratificante. Reflexiona sobre el lugar y los detalles que la hicieran diferente.
Siempre me he preguntado los motivos que llevaron a Jesucristo a bautizarse en el Jordán. Todos los evangelistas debieron pensar que era importante, pues lo describen, a pesar de que la figura de Juan tuviera preeminencia sobre la del Nazareno. De hecho, algunas comunidades, muerto Cristo, lo defendieron. Los evangelistas salen al paso de este escollo al hablar de la reticencia de Juan para llevar a cabo el acto, y el Bautista aclara que Jesucristo era la persona de la que él había hablado para decir: «Después de mí viene un hombre que es antes de mí porque era primero que yo» (Jn 1,30).
En esos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. En seguida, al subir del agua, Jesús vio que el cielo se abría y que el Espíritu bajaba sobre él como una paloma. También se oyó una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo» (Mc 1,1-10).
Esta es la versión de Marcos, a quien los expertos colocan como el primer evangelista. Sabemos que Jesucristo no era pecador y pienso que a lo mejor ese acto daba pie a la voz desde el cielo que le reconocía como Hijo, daba el espaldarazo a sus pretensiones de instaurar el reino y a su acceso a la vida pública. Muchas religiones tienen ritos semejantes que incluyen un agua simbólica para reiniciar una nueva vida y es lo que sucedió en el caso de Jesucristo.
Al bautismo le sigue el episodio de las bodas de Caná (Jn 2,1-11). Cuenta el evangelio que Jesús y su madre asistieron a una boda en la que faltó el vino, pues el cálculo de los novios resultó menor de lo esperado y la familia quedaba expuesta a la vergüenza. María –las mujeres nos fijamos más en estas cosas aparentemente no importantes que los varones– le pidió a su hijo que interviniera para evitar la deshonra familiar:
Se terminó el vino, y la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». Jesús le contestó: «¿A ti y a mí qué, mujer? Mi hora todavía no ha llegado». Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que él os diga» (Jn 2-1,11).
No sigo con la historia, pues todos sabemos que el agua de las tinajas, que se usaba para la purificación, se convirtió en vino y Jesús adelantó su vida pública, su camino, predicando la llegada del Reino por las aldeas de Palestina. Hay otro simbolismo en estos inicios que me inspira: el agua insípida de nuestra vida que, gracias a la acción de Jesús, se puede convertir en el vino más preciado. Pero no es este un cambio súbito, sino que llega despacio, sin ruido y sin ostentación.
En tu vida, Jesús ¿ha convertido el agua en vino alguna vez? ¿Tu pobre existencia ha dado agua de beber a alguna persona necesitada, convirtiéndose en vino? El agua puede simbolizar la palabra y la escucha que para el oyente es el mejor vino que le puedes ofrecer.
Y vuelvo a san Juan que no duda en defender que la vida de la gracia es caudalosa y que riega todos los confines del mundo creado..., aunque no se advierta:
Sé ser tan caudalosos sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan y las gentes,
aunque es de noche.
Con el bautismo no se acaban mis inicios, pues ¡cuántas veces he roto ese pacto sellado con agua a lo largo de mi vida y he tenido que volver a empezar! En ocasiones fue un tiempo más prolongado que otro, pero en todos he tenido que volver al principio ayudada por el recuerdo de épocas pasadas, épocas en las que mi corazón vibraba con el Evangelio. Los motivos de que perdiera los fundamentos de mi vida cristiana fueron varios: el nacimiento de muchos hijos seguidos, mis padres enfermos o mayores, la pérdida de un hijo, la enfermedad, el éxito... Me decía que no tenía tiempo, y la verdad es que en esos momentos fui incapaz de escuchar el ruido de aquellas alas que planeaban sobre mi vida o el rumor de la fonte en mi interior. Con el resultado de que perdí la esperanza y el deseo –que es peor– de encontrar la sombra, el frescor y la compañía de Dios, tanto en la travesía del desierto como el descanso en los oasis.
En mi juventud había una pila de agua bendita en los templos donde, al entrar, mojábamos nuestros dedos. Hoy ha desaparecido. Posiblemente digan que no es higiénico, pero se pensaba que con ese acto se borraban los pecados veniales, y hoy los hombres no tenemos conciencia de pecado. También teníamos la costumbre de santiguarnos al inicio de alguna actividad: salir de casa, comer... para que Jesucristo nos acompañara en nuestra vida. Yo también me santiguaba siempre que entraba en el mar «por si acaso», ya que las aguas del Cantábrico pueden ser muy traicioneras.
En aquellos tiempos se veía en la ciudad a muchas personas que se santiguaban al salir de sus casas, una costumbre que se ha perdido. Por eso me hace ilusión comprobar que los jugadores de fútbol, y de otros deportes, lo siguen haciendo cuando saltan al campo. No sé si con mucho significado –ellos sabrán los motivos que tienen–, pero a través de su gesto, Cristo está presente en el estadio de manera explícita.
Lavarse las manos también está en el comienzo de muchas actividades. Comer, empezar un trabajo minucioso, el sacerdote en la misa... Son gestos que tratan de eliminar la suciedad que hemos contraído a lo largo de nuestra jornada. Me parece que nunca pensamos en las manos que se han manchado dando de comer a niños o ancianos, en limpiar heridas o deposiciones, en quitar sudores o lágrimas, son manos que se han ensuciado con una suciedad bendita. ¡Qué mejor ejemplo que el lavatorio de los pies de Jesucristo a sus discípulos!
Piensa en todas estas acciones positivas que te han llevado a limpiarte las manos, pues te harán sentirte mejor. No eres la persona inútil en la que piensas.
No nos podemos quedar en los orígenes pues la vida sigue su curso. Y eso es lo que pretendo hacer en los siguientes capítulos.