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PRÓLOGO

Sabemos que la Guerra de Sucesión a la Corona española, librada en los inicios del siglo XVIII, fue algo más que un conflicto sucesorio y sabemos que supuso algo más que un cambio de dinastía. Supuso, sobre todo, la posibilidad de desarrollo de una monarquía absoluta sin los obstáculos que ciertos particularismos, en este caso forales, venían ofreciendo al despliegue y al reforzamiento de la autoridad real. Y eso se hizo en el contexto de una guerra con claras implicaciones políticas internacionales. La forma en que finalmente se resolvió la contienda, a favor de los borbones, condicionaría desde el primer momento el devenir histórico de la Corona y sus relaciones con el reino y con las distintas partes de éste. Es decir, con la nobleza, con la Iglesia, con las ciudades. Será un momento más, pero de consecuencias irreversibles, en el declinar del tradicional pactismo.

Desde 1707, pero sobre todo desde que el decreto de 29 de junio de 1714 aboliera la legalidad foral de los territorios de la que pasaría a ser la antigua Corona de Aragón, la dinastía entrante, de la mano de Felipe V, iniciaría una nueva dinámica política. Pronto pudo vislumbrarse una acción de gobierno marcada por los deseos y por la necesidad de uniformización legislativa, de centralización y también por las reformas de corte ilustrado. Y para ello se requerían, precisamente, la abolición y la eliminación de cuantos obstáculos legales, institucionales y sociales lo impidieran. Se estaba en guerra y la mejor forma de asegurar el éxito en esa nueva empresa parecía la militarización del gobierno de unos territorios que dejaban de regirse por sus antiguas leyes, para pasar a hacerlo conforme a lo establecido en la Nueva Planta. Los referentes castellano y francés servirían para reordenar el gobierno de los pueblos y ciudades de la monarquía. Así, ya no se hablará más de jurados, sino de regidores, ni de jurat en cap, sino de corregidor, de alcaldes mayores y de intendentes. Castilla, Andalucía, Aragón, Valencia o Cataluña, no importa, todos debían someterse a una regla común, bajo el control regio ejercido a través de sus delegados en las nuevas provincias o gobernaciones, conforme, pues, a la nueva delimitación y denominación de los territorios peninsulares de la monarquía hispana. Todo parecía indicar que, ante este distinto modo de hacer, la Corona cercenaba aquello que de autogobierno ciudadano pudiera restar de épocas precedentes. La lógica de centralización y de absolutización del poder en manos de la Corona semejaba un proceso ineluctable en virtud del cual se desvitalizaban todas las partes del reino. Con unos monarcas a partir de entonces absolutos e ilustrados, la centralización política, hacendística y administrativa, el reformismo en general, parecían mostrarse con unos perfiles tan nítidos que resultaba difícil interpretarlos al margen o fuera de lo que pudiera suponer un modelo plenamente estatal.

Sabemos también que esta explicación de los hechos, esta lectura de la lógica política y de la realidad institucional del Antiguo Régimen, está concebida según una clave estatalista, como si la historia europea –y la hispana lo era– fuera la historia del desarrollo del Estado moderno. Esta idea de la política moderna, si bien fue dominante en los años sesenta y setenta del siglo pasado, empezaría a debilitarse, a perder fuerza, una década después: y con ella, igualmente, la interpretación continuista al uso, es decir, aquella según la cual, y en relación con la contemporaneidad, el Antiguo Régimen constituiría un símbolo anticipado de lo que después había de venir, y la monarquía absoluta el Estado decimonónico en fase embrionaria, en gestación.

Como decimos, aunque vigente todavía esta interpretación, es débil, porque han sido otras las lecturas que se han ido abriendo paso en la historiografía a lo largo de las últimas décadas, tanto de la mano de historiadores del derecho, como de modernistas y de contemporaneístas. Autores como Bartolomé Clavero o Jesús Lalinde, el historiador portugués Antonio M. Espanha o los italianos Pierangelo Schiera y Cesare Mozzarelli son junto con el modernista Pablo Fernández Albaladejo, entre otros, pero sobre todo ellos, los responsables de haber introducido en este espacio histórico e historiográfico lo mejor de una tradición, en este caso alemana, que se remonta a Otto Hintze. Y de ellos parte y en ellos se basa el autor de este estudio.

Esa otra historiografía tiene el mérito de haber puesto de relieve la importancia que adquiere para la correcta comprensión de la convulsión revolucionaria posterior, el acercarse de manera diferente al objeto de conocimiento que constituye la realidad política europea de la Edad Moderna. Esto es, sin incurrir en planteamientos presentistas, sin cometer anacronismos racionalizadores, sin trasladar a aquella realidad política y al modo en que evolucionó, y a los cambios que en ella se operaron, la lógica y las categorías que le eran ajenas. ¿Por qué eran ajenas? Porque eran una lógica y unas categorías que habían resultado del nuevo orden político y social inaugurado por las revoluciones liberales o, en su caso, por unas prácticas políticas en las que el monopolio del poder en manos del Estado y el desarrollo y dominio burgués no necesitaron de la revolución. Había que situarse, pues, por el contrario, en la lógica del ordenamiento político y jurídico del viejo orden, analizarlo desde su razón de ser y desde su particular lenguaje. Desprendiéndonos, pues, de cualquier tentación de racionalidad retrospectiva que viniera a maquillar aquella sociedad y sus instituciones con colores poco apropiados para la época. La racionalidad retrospectiva es un concepto propio de Michel Foucault, de un autor muy querido, por ejemplo, por Antonio M. Espanha. ¿A qué se refiere? Alude al modo de pensar embrionario que atribuye sentido, significación, a hechos previos de acuerdo con los resultados posteriores, incluso muy posteriores, como si los actores supieran ya de antemano cuál iba a ser la consumación de esas circunstancias contingentes.

Evidentemente, cuando los historiadores evitan esa racionalidad retrospectiva corren un riesgo, que algunos por fortuna han logrado evitar: al tratar y valorar el Setecientos, sus reformas y su Ilustración, como un mundo aparte, parecía que poco o nada podía aportar a la nueva sociedad más que residuos feudales o feudalizantes. Porque, además, esas reformas y esa ilustración dieciochescas acabaron, según este criterio, en un rotundo fracaso. Hoy sabemos, como desvelan importantes trabajos al respecto, que el reformismo ilustrado español gozó de relativa buena salud y que las prácticas del absolutismo monárquico se impregnaron de él. Y sabemos también que ello dio resultados visibles, tanto en materia económica, como desde el punto de vista de los cambios sociales que se operaron en aquella centuria. Unos cambios y una movilidad social que, al mismo tiempo, hemos de contemplar, no sólo para tratar de captar aquello que nos ofrece el llamado Siglo de las Luces, sino para entender igualmente el alcance de lo que vino después, pero sobre todo, el contexto y las circunstancias en las que se daría la revolución. Una revolución que fue principalmente de carácter político, aunque aportara y tuviera como consecuencia, también, cambios sociales trascendentales, que, en todo caso, vinieron a sumarse a aquellos otros que les precedieron. Porque, del mismo modo que el alcance de lo que aconteció entre 1808 y 1843 no puede desligarse de la dinámica política y social de un proceso que desde su inicio fue muy conflictivo y en absoluto predeterminado por los intereses exclusivos y excluyentes de un grupo social concreto, tampoco se puede prescindir del tono ciertamente cambiante y no menos dificultoso del Setecientos. Y es en esta centuria en donde se sitúa y se realiza el trabajo de Isaïes Blesa.

En efecto, es el suyo un exhaustivo estudio sobre la ciudad de Xàtiva durante el siglo XVIII, un trabajo riguroso de historia local. Un trabajo en el que el autor elige su objeto de estudio y un ámbito espacial en el que se concreta no tanto por el lugar, como por lo que éste puede decirnos y aportarnos sobre uno de los momentos más trascendentales del absolutismo hispano. «Víctimas» de la nueva monarquía lo fueron muchas ciudades, pero quizá en ésta, las tropas borbónicas y la propia Corona fueron especialmente «vengativas». Como si de un acto purificador se tratara, las llamas arrasaron la que fuera una de las principales urbes valencianas de la Edad Moderna. La falta de lealtad a la nueva dinastía por parte de muchos de sus habitantes justificaba, al parecer, una intervención tan radical, tan tajante, sobre todo porque podría llegar a verse, por qué no, como una especie de castigo reparador, como una lección de la que aprender para futuras ocasiones. Pero por muy llamativa que sea dicha circunstancia, no es sólo ésta la que provoca el interés del investigador por la localidad y por sus habitantes, sino la capacidad de aquéllos, o al menos de una parte considerable de los mismos, de resurgir de las cenizas, de recuperarse en el nuevo marco político e institucional resultante de la guerra. La historia del Setecientos, y en especial de esta ciudad, muestra cómo supieron sacar provecho de la nueva correlación de fuerzas que la monarquía propiciará para configurar un reino a su medida. La empresa, ciertamente, no fue fácil, ni para los unos, ni para la otra. Pero si algo pareció estar bastante claro desde el principio fue que el tradicional marco legal e institucional era un obstáculo para el despliegue de la autoridad regia, así como para no pocos intereses particulares que, desde ese momento, ligaron, sin saber hasta cuándo, su futuro al de la monarquía. El Ayuntamiento de la nueva ciudad de San Felipe, tal y como fuera «rebautizada», sería el lugar idóneo para tal andadura.

El excelente estudio de Isaïes Blesa no es, pues, un trabajo más en el que el autor se lamente con claras resonancias románticas de la pérdida de un pasado foral, supuestamente mejor. No es tampoco, ni nunca pretendió serlo, un intento de aproximación al cambio dinástico que se opera en la monarquía española en el contexto de una compleja guerra, hecho desde rígidos planteamientos sociologistas acerca de los componentes de un «bando» u otro en el conflicto. Por el contrario, su estudio pretende adentrarse, y lo consigue, en el complejo mundo de relaciones de poder y de dominio que se articuló en torno al control de los resortes institucionales del municipio. Y lo hace, precisamente, en esa ciudad valenciana, antes Xàtiva, luego San Felipe, que fue arrasada por las tropas borbónicas hasta quedar reducida a cenizas, y en la que, como ocurriera en la capital, pronto iban a aplicarse las nuevas disposiciones en materia de administración y gobierno. Las circunstancias que allí se dieron hacían, pues, mucho más difícil, si se quiere, el estudio, pero al mismo tiempo, lo convertían también en un reto. Alejado teórica e historiográficamente, como decíamos, de ese romanticismo decimonónico que, incluso tiempo después, hizo añorar a no pocos el pasado foral, Isaïes Blesa, sin embargo, pondrá el acento no tanto en lo que es objeto de abolición, no tanto en el antes, como en el después, en la Nueva Planta municipal y en la nueva política desarrollada por la dinastía de los Borbones: en la forma en que aquélla se concretó en un espacio conflictivo social y políticamente; en lo que significó tanto para la monarquía, como para aquellos individuos y familias que de forma directa o indirecta irán dando forma a sus vidas y a sus relaciones en torno a la institución municipal, a partir y desde sus resortes de poder, económicos, sociales y también institucionales. A veces, sobre todo, sólo institucionales.

El poder local constituye, en estos momentos que son también de cambio o remodelación social, la oportunidad y la clave de la diferencia. Su control, o no, determinará la superioridad de un grupo sobre otro, de una familia de regidores sobre otra. Entre lo más preciado del patrimonio, el territorio de la política en el ámbito local se verá de este modo constantemente disputado por unos pocos, por unas oligarquías que se sirven del conflicto para desplazar al «otro», para situarse en el centro de la gestión de unos intereses y asuntos que hacen propios. En este nivel, los intentos de la monarquía de constituir un espacio público o interés general que se superpusiera a los particularismos tropiezan con la gestión interesada de unos ayuntamientos cuyos miembros dirimen en esa escena su posición social, sus recursos económicos o el modo de asegurarlos, su futuro, en fin, y el de sus hijos e hijas. Tanto si se trata de familias con antecedentes en el control del poder local foral, que las hubo, como de nuevos apellidos que irrumpen con ocasión del conflicto sucesorio, el establecimiento de relaciones entre algunas de estas familias, mediante enlaces matrimoniales, es también un recurso habitual en estas pequeñas oligarquías de regidores que al mismo tiempo que «sirven» a la monarquía se sirven de los mecanismos que ésta les proporciona para conformar sus patrimonios, en tierras, casas o censos, y sus relaciones familiares. Estamos, en efecto, ante un grupo que se hace a sí mismo en y desde el control de la administración, en constante conflicto con aquellos con quienes comparte banco en los plenos municipales y, en menor medida, con la Corona. Porque las relaciones entre ésta y las distintas oligarquías locales en el setecientos no fueron siempre y necesariamente unidireccionales, ni respondieron a comportamientos estereotipados. Fueron, por el contrario, lo suficientemente ambivalentes y contradictorias como para que no sea sensato seguir pensando en papeles históricamente asignados a unos grupos o clases específicos.

Por eso, y también por la enorme cantidad de información que el autor nos desvela acerca de una sociedad como la de Xàtiva, en una centuria de cambio, de convulsión y de crispación social, el modo en que se concretó la relación de la monarquía con los espacios de poder local y con quienes los controlaron se revela de enorme interés. Pero es también necesario para poder dibujar la rica complejidad del comportamiento de unos individuos y de unas familias que se servirán de los mecanismos tradicionales de ascenso social, como el privilegio, aunque también de otros que no lo eran, sin importarles si vulneraban o no los cimientos de su sociedad. Posiblemente ellos no eran conscientes, no podían serlo, de que vivían bajo el Antiguo Régimen, y de que esa designación, de que esa realidad que nacería conceptualmente en el momento de su defunción, albergaba una parte importante de los cambios que después harían posible la revolución. Tampoco sabían que, al menos algunos de ellos, protagonizarían igualmente esa nueva historia que también sería la suya. En su comportamiento, en sus actitudes ante un orden que se querrá crear de la nada, lo que fueron se presenta como un condicionante que ni siquiera ellos pudieron eludir.

ENCARNA GARCÍA MONERRIS

Valencia, 23 de diciembre de 2003

Un nuevo municipio para una nueva monarquía.

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