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I EL CONTEXTO DEL DEBATE: EL DESARROLLO

El debate actual sobre la universidad en el Ecuador, suscitado en torno a la promulgación de la ley de 2008 y sus consecuencias en estos años, supuestamente tendría como objetivos encontrar y precisar los factores que han obstaculizado el desarrollo de la educación superior, y consiguientemente determinar las condiciones que se requieren para mejorar su calidad; en otras palabras, para alcanzar una mayor eficiencia y el logro de estándares que han adquirido reconocimiento internacional a partir de los parámetros de acreditación instituidos, a lo largo de una tradición de varias décadas, en la educación superior estadounidense, y que han sido luego trasladados hacia fines del pasado siglo a Europa en el marco del Proceso de Bolonia, y posteriormente dentro de políticas estatales a América Latina. Para esclarecer el contexto de tal debate podría contribuir el examen de las posiciones que se confrontaron hace medio siglo en torno a la «segunda reforma universitaria». Esta tuvo al menos dos vertientes que se enfrentaron en el período. Una, a la que los sectores críticos de izquierda denominaron «modernizadora», inscrita en el proyecto de las reformas estructurales de los países latinoamericanos, en el cual coinciden los Estados Unidos durante el gobierno del presidente John F. Kennedy, y sectores empresariales y tecnocráticos de América Latina empeñados en el desarrollo —cambios de la «matriz productiva», como se diría hoy, basados en la industrialización, la reforma agraria, la redistribución del ingreso, la modernización de los aparatos estatales, las obras de infraestructura, y el crecimiento y fortalecimiento social de las capas medias—; desarrollo que se configura idealmente, sin duda con diferencias de matices importantes que se deben tomar en cuenta, en el programa de la Alianza para el Progreso y en las propuestas de la Comisión Económica para América Latina —CEPAL— (Herrera, 1980). La segunda vertiente se configuró en torno a la propuesta a la que se denominó «reformista», la cual ponía el acento en una universidad que apoyase la transformación social (Ribeiro, 2007; Amat, 1969; Aguirre, 1973)4.

Conviene, de inicio, hacer una precisión terminológica sobre la «segunda reforma universitaria». Claudio Rama (2006) acuñó la denominación «tercera reforma» para designar los cambios de la educación superior latinoamericana que se dieron a partir de los años 80 en el contexto de las nuevas regulaciones estatales y la internacionalización de la educación superior, y más ampliamente, de los efectos de la globalización neoliberal en nuestros países, reforma que tenía como eje el mejoramiento y el control de la calidad de los servicios educativos. A su juicio, la «segunda reforma» tendría que ver con los procesos que se impulsaron entre los años 60 y 80 del siglo pasado, vinculados a la masificación ocasionada por el constante incremento de la matrícula, a una marcada diferenciación de las instituciones de educación superior y al significativo crecimiento de las instituciones privadas. Esta definición de Rama resulta plausible si se asume que los proyectos en debate durante los años 60 e inicios de los 70, tanto los que formaron parte de la vertiente de la llamada «modernización» como los que adhirieron a la autodenominada «segunda reforma», impulsaron de alguna manera las políticas que desembocarían luego en el crecimiento de la matrícula, la consiguiente masificación y la diversificación de la educación superior. Sin embargo, los partidarios de la «segunda reforma» siempre tuvieron como mira la educación superior pública, y más específicamente, la universidad pública. El examen de esas tesis permite comprender cómo se planteaban hace medio siglo las relaciones entre universidad, Estado y sociedad, y algunos temas conexos, como la correlación entre universidad y desarrollo. En esta perspectiva, interesa destacar la articulación, tanto del proyecto «desarrollista» o «modernizador» como del «reformista», con la idea de desarrollo, y más precisamente, de desarrollo nacional, en el esfuerzo encaminado a comprender los cambios operados a lo largo de este medio siglo5. El análisis de los postulados de hace medio siglo puede contribuir a la crítica de la legitimación que ha requerido la «tercera reforma», que se inscribe en un programa sin duda heredero del desarrollismo y la consiguiente modernización de las universidades, pero en circunstancias en que ha entrado en crisis la sustentación liberal-democrática de la primera y la segunda reformas. Los cambios que se llevan a cabo actualmente, que derivan de la «tercera reforma», parecen encaminarse hacia la limitación de la autonomía, del cogobierno, de la libertad de cátedra e investigación, en una circunstancia en que sería ya casi imposible articular una función «nacional» de la universidad, incluso si se sustituyese la perspectiva nacionalista por una perspectiva regional o latinoamericana o iberoamericana. Los cambios que se intentan lograr con la nueva legislación y el control gubernamental de la educación superior finalmente se llevan a cabo dentro de un contexto sobredeterminado por la tendencia a homogeneizar los sistemas de educación superior bajo el modelo estadounidense; es decir, un sistema conformado por una serie de instituciones, desde universidades de investigación que operan como corporaciones en relación con las corporaciones financieras e industriales —que en sus sueños tratan de imitar los tecnócratas— hasta los colleges de los pequeños condados, y que se caracteriza por la estructura de tres niveles en la formación profesional y científica: ciclo de formación (bachelor), maestría y doctorado. Este modelo es el que adopta hoy la universidad europea con el Proceso de Bolonia y el que tiende a generalizarse en América Latina, aunque con una serie de incoherencias, puesto que se ha tratado de imponerlo sin tomar en cuenta la cultura universitaria, las condiciones de la vida profesional, el estado de desarrollo de la ciencia y la tecnología, la disposición de recursos y la estructura del conjunto del sistema educativo.

Nuestra hipótesis es que los cambios que hoy día se intentan introducir desde los Estados, y, en el caso concreto del Ecuador, desde el gobierno del presidente Correa, tienen como sustento ideológico una versión, ciertamente actualizada, de la concepción inscrita en el desarrollismo y su proyecto de modernización de la educación superior de mediados del siglo pasado. No es extraño que junto a la reiteración de algunos objetivos y esquemas ideológicos se repitan postulados tecnocráticos y que, para alcanzar esos objetivos, se postulen mecanismos autoritarios derivados de una profunda transformación de la concepción de universidad que se ha dado en el curso de este medio siglo.

La modernización de América Latina: entre el desarrollismo y la utopía nacionalista

En la segunda mitad de la década de 1960 del siglo pasado, la transformación de las universidades latinoamericanas —tal como fue planteada desde el punto de vista de los modernizadores o desde el punto de vista de la segunda reforma— se inscribía en los programas de desarrollo y de cambio social que habían cobrado vigencia desde los años 50, y que a inicios de la década del 60 aparentemente tendría dos caminos de realización: el desarrollo capitalista o la revolución antiimperialista y socialista6. Esta supuesta alternativa, que parecía cobrar mayor sentido después de que la Revolución Cubana adoptara el rumbo hacia el socialismo7, se insertaba en el contexto de la Guerra Fría, que en gran medida fue una guerra ideológica y sobre todo de propaganda, que se sustentó en el temor generalizado ante el peligro de una conflagración atómica o nuclear que aniquilaría a la civilización o incluso a la humanidad8. En consecuencia, los debates en torno a la transformación de las universidades se inscribían en la lucha política e ideológica librada entre las corrientes que propugnaban la modernización capitalista de las sociedades, ya sea bajo la hegemonía estadounidense dentro de la Alianza para el Progreso (1961) o ya sea como un proceso nacional relativamente autónomo —expectativa contenida en los programas de la CEPAL—, y aquellas que postulaban la revolución social que se habría iniciado en América Latina con la Revolución Cubana. Sin embargo, estas tendencias polarizadas contenían dentro de ellas diversas corrientes que expresaban intereses sociales de distintos grupos, con diferentes orientaciones económicas, sociales y políticas, y en el caso de las universidades, diversas ideas sobre sus funciones sociales. Si en la superficie aparecían dos grandes programas antagónicos —o desarrollo capitalista o socialismo—, en realidad las cuestiones en debate eran bastante más complejas de determinar y diferenciar. Dentro de cada tendencia se entrelazaban posiciones a menudo contrapuestas, así como también se pueden percibir ideas y propósitos semejantes entre posiciones aparentemente antagónicas, sobre todo si se las mira críticamente a medio siglo de distancia. En este sentido, habría que examinar hasta qué punto uno y otro programa, el de la modernización y el de la revolución social, se distinguían en cuanto se refiere a los paradigmas del progreso, del desarrollo moderno sustentado en la industria y la innovación técnica; es decir, el desarrollo como aspecto del capitalismo, coincidente con la expectativa de «desarrollo de las fuerzas productivas» como condición previa al socialismo. No existían tampoco sustanciales diferencias en cuanto se refiere a las consecuencias ecológicas de la producción moderna, que fueron ignoradas tanto en los programas desarrollistas como en los revolucionarios. Asimismo, es difícil establecer diferencias sustanciales en cuanto tiene que ver con las concepciones y las funciones asignadas al conocimiento y la técnica en la actividad humana, y por consiguiente respecto de la relación entre la humanidad y la naturaleza. Las concepciones epistemológicas que subyacían en las expectativas de desarrollo ilimitado fundadas en la técnica eran sustancialmente semejantes, puesto que derivaban de la Ilustración y el positivismo, y contaban con la evidencia del progreso en el mundo moderno industrializado. En consecuencia, las distintas posiciones que se confrontaban hacia mediados del siglo pasado tenían un horizonte común: el desarrollo, concebido inicialmente como un «despegue» desde las condiciones de atraso para encauzar a los países latinoamericanos en la vía del desarrollo capitalista siguiendo el modelo de los países avanzados —a la estela de la tesis de Walt W. Rostow—, sea este un proceso articulado al desarrollo de los países capitalistas centrales, o sea un proceso capitalista autónomo que tendría que impulsar las bases técnicas nacionales para la industrialización. Algo semejante se postulaba desde la óptica del marxismo «ortodoxo» o «soviético» —dominante en el pensamiento de la izquierda latinoamericana, aun en sectores que se distanciaban críticamente del estalinismo—, que consideraba el desarrollo de las fuerzas productivas como condición previa para cualquier proceso socialista. En este sentido, la idea de desarrollo en América Latina fue una versión de la idea moderna de progreso, entendido este como dominio del hombre sobre la naturaleza para superar la escasez, como despliegue de la técnica moderna que provenía del conocimiento científico que sostenía los procesos de industrialización en gran escala. La idea de desarrollo, como lo percibieron algunos teóricos vinculados a la CEPAL, implicaba ciertamente una continuidad de la idea de progreso que había hegemonizado gran parte de los debates intelectuales y políticos del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX (Pinto, 1968).

Las diferencias tenían que ver, en cambio, con la orientación y la hegemonía social y política de tales programas de desarrollo: ¿qué fuerzas sociales, qué intereses confluían o entraban en pugna para definir sus líneas estratégicas? Los debates sobre la historia de América Latina, sobre el desarrollo y el consiguiente subdesarrollo, sobre las interrelaciones entre metrópolis y periferia, es decir, sobre la dependencia, fueron especialmente intensos durante los años 60 y 70 del siglo pasado, en el contexto del inusitado impulso que tuvieron las ciencias sociales. Este impulso se debe, en importante medida, a los estudios realizados en el marco de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), organismo de las Naciones Unidas que dirigió el economista Raúl Prebisch entre 1950 y 1963 (Bielschowsky, 1998). Prebisch, ya en 1949, había publicado El desarrollo económico de la América Latina y algunos de sus principales problemas, libro que, se ha dicho, constituye el manifiesto de la economía estructural y que inicia el debate a que nos referimos. Más tarde, y dentro de la propia CEPAL, surgiría la teoría de la dependencia, cuya tesis fundamental considera que el subdesarrollo de América Latina, y en un sentido más amplio, de los países periféricos, es consecuencia de la dependencia respecto de los países del capitalismo central, surgida en los procesos coloniales y configurada dentro de la división internacional del trabajo inherente al desarrollo del sistema capitalista mundial. Más tarde confluirían en el debate las corrientes provenientes del estructuralismo cepaliano y el marxismo, dando lugar a las distintas líneas de interpretación de la dependencia. Se suele distinguir tres corrientes dentro de la teoría de la dependencia: la estructural de la CEPAL, en que se inscriben Prebisch, Ponce, Furtado, Sunkel; la que surge de esa corriente, pero recibe la influencia del marxismo, en que destacan Cardoso y Faletto; y la «neomarxista», en la que inscriben, entre otros, Marini, Dos Santos y Bambirra, la cual intenta comprender el desarrollo y el subdesarrollo como aspectos complementarios dentro del sistema capitalista mundial (cf. Furtado, 1964; Pinto, 1968; Cardoso y Faletto, 1969; Matos, 1969; Jaguaribe, 1969; Dos Santos, 1969; Marini, 1973. Una crítica a la teoría de la dependencia desde una línea marxista ortodoxa provino de Agustín Cueva, 1977, que contestó Vania Bambirra, 1978; más tarde, Dos Santos, 2003, ofrecería un análisis histórico y crítico de la teoría y su pertinencia)9. En el núcleo del debate de las ciencias sociales, y en consecuencia de la política, en primer término la política económica, se encuentra la discusión en torno a la posibilidad de un desarrollo autónomo. El desarrollo suponía, en cualquier caso, y como ya se venía sosteniendo desde décadas anteriores, liquidar la «sociedad tradicional» caracterizada por el predominio del mundo agrario sobre el urbano, por el consiguiente predominio de la agro-exportación y la exportación de minerales sobre la industrialización, y por la persistencia de formas premodernas de relación entre los terratenientes latifundistas y los trabajadores agrícolas. El desarrollo implicaba superar el Estado oligárquico, hegemonizado por oligarquías terratenientes, agro-exportadoras, para establecer la «sociedad moderna», con predominio de los centros urbanos, con una economía sustentada en la industria, ella misma sostenida en la sustitución de importaciones y luego de las exportaciones, con un Estado liberal-democrático que fuese capaz de impulsar procesos de reforma agraria y de distribución del ingreso (Cardoso y Faletto, 1969; CIES, 1973). Una primera diferencia se puede establecer entre quienes postulaban el desarrollo nacional autónomo, dirigido por burguesías nacionales con vocación empresarial, que podían impulsar la industrialización y la reforma agraria, y que podrían contar con el apoyo popular de los trabajadores urbanos y el campesinado —una corriente influenciada por la CEPAL, por la inicial teoría de la dependencia—; y de otra parte, quienes sostenían que el proceso de modernización debía darse en alianza con los capitales extranjeros interesados en la industrialización y las transformaciones agrarias —el programa de la Alianza para el Progreso—. En la izquierda de orientación marxista, el debate hasta cierto punto reflejaba estas líneas fundamentales: o se sostenía que el desarrollo de las fuerzas productivas era condición sine qua non para el socialismo, y por tanto se requería de un proceso de liberación nacional sustentado en la alianza de las burguesías nacionales, las ascendentes capas medias (burocracia, profesionales de libre ejercicio, maestros, ejército), los obreros y los campesinos, a fin de impulsar el desarrollo nacional autónomo —tesis mantenida sobre todo por los partidos comunistas (cf., para el caso ecuatoriano, Ibarra, 2013)—; o, desde otras posiciones más radicales, se postulaba que solo una revolución socialista podía impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas con base en la alianza de obreros y campesinos (Frank, 1976; Marini, 1973), como había sucedido en China y Cuba. Si la primera de estas corrientes ponía sus expectativas de desarrollo en las burguesías nacionales, la segunda partía de colocar al Estado como fuerza propulsora del desarrollo, aunque desde luego se trataba de un Estado diferente, una «dictadura de los trabajadores» o «democracia popular».

En consecuencia, la cuestión nacional se vinculaba a la problemática del desarrollo: para las corrientes que cabe ubicar dentro del liberalismo, la democracia cristiana y la socialdemocracia, o bien el desarrollo era un proceso autónomo de las naciones latinoamericanas, o bien un proceso que requería la alianza con los capitales foráneos, especialmente los estadounidenses. En la izquierda de orientación marxista: o bien el desarrollo era premisa para el socialismo, lo que requería la liberación nacional —a la que se añadía «la liquidación de los rezagos feudales»—, o bien la revolución socialista era condición esencial del desarrollo y de la emancipación frente a la dependencia del imperialismo. Hay que tomar en cuenta que el nacionalismo implícito en los postulados del desarrollo autónomo y de la liberación nacional tenía en la mira las alianzas entre sectores liberales o socialdemócratas minoritarios y sectores populistas —por caso, sectores del peronismo argentino o de los sucesores de Vargas en Brasil— y la izquierda más apegada a la ortodoxia del marxismo soviético. Esta concepción del desarrollo autónomo como vía al socialismo quizás tuvo su última expresión en la Unidad Popular, el frente político que llevó a Salvador Allende al gobierno de Chile en 1970. Es preciso anotar que en Chile no hubo una tradición populista, como en el caso de Argentina, México o Brasil. En este último país, el desarrollo nacional autónomo fue el objetivo de los gobiernos de Kubitschek y Goulart. En México, las tendencias nacionalistas asociadas al desarrollo se generaron dentro del Estado y del partido gobernante, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), luego de la fase que corresponde estrictamente a la revolución; ya Lázaro Cárdenas en la década del 30 representaba esta tendencia nacionalista.

Las tendencias nacionalistas de América Latina tuvieron un indudable componente antiimperialista, que se iría acentuando a lo largo del siglo pasado, luego de la Primera Guerra Mundial. Las intervenciones estadounidenses en los países latinoamericanos, tanto las militares directas —en Guatemala, 1954; en República Dominicana, 1965—, como las intervenciones a través de aparatos como la CIA y otros semejantes —Cuba, 1961; Chile, 1973, y muchas otras— en casi todos los países del continente, fueron ciertamente manifestaciones de los intereses políticos imperiales de Estados Unidos. A raíz de la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, su hegemonía en el continente adquirió la forma de dirección de la alianza militar de los países americanos; luego, durante el gobierno de Truman, es decir ya en el período de la Guerra Fría, la alianza supeditada a la dirección estadounidense continuó bajo el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), y más tarde, durante el gobierno de Kennedy —y, en consecuencia, de manera contemporánea a la Alianza para el Progreso—, surgiría la Doctrina de la Seguridad Nacional, que proclamaba que el comunismo era una amenaza que debía ser combatida en un doble frente, como enemigo externo y como enemigo interno. Estados Unidos se encargaría del primer frente, es decir, de contener a la URSS, China y Cuba; mientras el combate en el frente interno, es decir, a los movimientos insurreccionales, a las acciones políticas de la izquierda y a los movimientos sociales de protesta, quedaba en manos de los Estados latinoamericanos y sus ejércitos (Leal Buitrago, 2003). La Doctrina de la Seguridad Nacional se convirtió de esta manera en fundamento ideológico y de supuesta legitimidad de las dictaduras militares desde la década de 1960. Frente al intervencionismo estadounidense, el antiimperialismo latinoamericano del siglo XX reivindicó la continuación de la lucha por la independencia y de la lucha decimonónica contra los intereses imperiales ingleses y franceses, de ahí que propusiera como objetivo una «segunda independencia». La presencia de los capitales extranjeros en América Latina se había iniciado en el siglo XIX, a través de empréstitos para obras de infraestructura —construcción de líneas férreas—, de inversiones directas en el comercio de exportación e importación, o de inversiones en la minería e incluso en la agricultura de exportación, los llamados «enclaves». La presencia de capitales norteamericanos en la región cobró importancia luego de la Primera Guerra Mundial. Después de la independencia política frente a España y Portugal, prosiguió el colonialismo —o la dependencia— por la supeditación de nuestros países a los intereses imperiales de Inglaterra y Francia durante el siglo XIX, supeditación que provocó además el «colonialismo mental» al que se refirieron críticamente algunos destacados intelectuales latinoamericanos de la época, que prosiguió más tarde bajo la dependencia de los Estados Unidos. En tal contexto, se trataba de alcanzar la independencia económica y la emancipación mental de América Latina (Roig, 2003). Sin embargo, más allá de las expectativas depositadas en las burguesías latinoamericanas para impulsar un desarrollo relativamente autónomo, los intereses del capital extranjero, especialmente de Estados Unidos, confluyeron con los intereses de las burguesías vinculadas a la modernización, más que con los de las oligarquías agrarias tradicionales. Esto es evidente sobre todo en aquellos países donde se había iniciado la industrialización: México, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay10. Y no solo ello, sino que la modernización capitalista se dio, contra las expectativas de quienes esperaban una alianza democrática de burguesías nacionales, trabajadores y capas medias, en un marco de represión a los trabajadores a fin de mantener salarios bajos y hacer frente a la creciente migración de campesinos a las ciudades en circunstancias en que no hubo el correspondiente crecimiento de las fuentes de trabajo. De esta suerte, si bien la Alianza para el Progreso postulaba como aspecto del desarrollo la democracia liberal como régimen político necesario para América Latina (OEA, 1967), a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, al menos hasta los gobiernos de Reagan y Bush padre, los Estados Unidos impulsaron y apoyaron los golpes de Estado y las dictaduras militares, con todas las consecuencias de autoritarismo, violación de los derechos humanos y aun genocidio. En estricto rigor, se podría decir que tan solo los gobiernos de Eduardo Frei en Chile, Fernando Belaúnde en Perú y Rómulo Betancourt en Venezuela expresaron los objetivos liberales de la Alianza para el Progreso que se fijaron en Punta del Este.

En otro plano, el de los postulados políticos, es igualmente manifiesta la distinción que se establece entre las corrientes políticas y sus representantes en el debate teórico que se libró en torno a la democracia: en una orilla se ubicaron los defensores de la «democracia liberal», representativa, basada en la división de poderes —el «mundo libre»—; en la otra, los partidarios de la «democracia popular», esto es, de la concentración del poder en el gobierno revolucionario, que sustentaría su poder en una organización general del pueblo. Uno de los aspectos más inquietantes de la historia política de América Latina tiene que ver con la posición de los actores políticos respecto de la democracia. La tradición liberal decimonónica, que traslada a nuestros países las ideas jurídicas y de organización estatal surgidas en Europa, sobre todo de la Revolución Francesa y del parlamentarismo inglés, y que se expresan en algunos principios constitucionales —división de poderes, elecciones, libertades de pensamiento, credo, expresión, movilización de las personas, libertad de empresa—, tuvo a menudo restricciones derivadas de la propia estructura social. A ello se junta lo que parece ser una escisión constante entre el liberalismo político cuyo objetivo es la democracia moderna, y el liberalismo económico, centrado en los libres juegos del mercado. De ahí que en ocasiones el liberalismo económico se haya vinculado a políticas autoritarias —como sucedió con la imposición de las políticas económicas durante las dictaduras del Cono Sur en los años 70 y 80 del siglo pasado—. Pero también sucede lo contrario: políticas sociales relacionadas con la redistribución del ingreso han sido impulsadas por regímenes autoritarios, como aconteció en regímenes populistas —por caso, durante el primer gobierno de Perón o el gobierno de Getulio Vargas—. La izquierda de orientación marxista, hasta finales del siglo pasado, o postuló un uso instrumental de la democracia liberal —los partidos comunistas— o desconfió e incluso se opuso a la participación en la democracia liberal —los movimientos guerrilleros de mediados del siglo XX—. Entre liberalismo y marxismo se puede ubicar la que más tarde será reconocida como corriente socialdemócrata, que intentó consolidar la democracia representativa liberal como soporte del desarrollo, y que postulaba el propósito de constituir, también en América Latina, el Estado de bienestar. A esta corriente, aunque proveniente de la derecha conservadora y vinculada a la doctrina social de la Iglesia, se sumó la democracia cristiana, que cobró fuerza en algunos países, sobre todo en Chile, especialmente luego del Concilio Vaticano II. Las vicisitudes políticas de la democracia liberal en el período, especialmente en momentos de crisis económicas, dieron lugar a regímenes populistas y autoritarios, y a dictaduras civiles o militares. Al tiempo, en la otra orilla, la «democracia popular» cedía rápidamente el paso a la dictadura del partido único y a la dictadura del caudillo revolucionario dentro del partido, lo que suprimía la disensión en el seno de la sociedad, y con ello, la vía para las disensiones y los consentimientos democráticos. No obstante, la cuestión política que con mayor intensidad aparece en las confrontaciones ideológicas de la época es aquella que determina la partición entre la aceptación de la hegemonía estadounidense, de un lado; y el nacionalismo, en ocasiones vinculado al latino-americanismo, de otro. Tanto los populismos —peronismo en Argentina, varguismo y sus sucesores en Brasil— como buena parte de la izquierda inspirada en el marxismo soviético —más allá de las distinciones que introdujo la disensión chino-soviética hacia 1960, y más allá de la confrontación entre quienes impulsaban la vía armada y quienes participaban en procesos electorales— postularon como objetivo político completar la independencia nacional a través de una «segunda independencia» de los países latinoamericanos, esto es, alcanzar la independencia económica y a la vez impulsar la emancipación mental o cultural (Roig, 2003; Terán, 2004; Sarlo, 2007)11. Esta «segunda independencia» sería la continuidad histórica de los proyectos de emancipación de Bolívar, de Martí, de Sandino12. A propósito de los populismos, hay que tener en cuenta la influencia en ellos del fascismo europeo, especialmente del fascismo italiano, en la formación de su matriz ideológica nacionalista durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, se debe considerar para el caso del nacionalismo de los movimientos de izquierda, comunistas o socialistas, la influencia de la estrategia de los frentes amplios antifascistas de la Internacional Comunista, estrategia que surgió luego de la victoria electoral del nazismo en Alemania y que en América Latina se entendió como alianza para el desarrollo entre las burguesías nacionales, la clase obrera y las capas medias (Ibarra, 2013); y luego la influencia de los procesos de liberación de las colonias africanas y asiáticas sometidas a los imperios europeos, que culminan en la larga guerra de liberación de Vietnam contra el dominio francés primero, y contra la intervención estadounidense después, que concluyó apenas en 1976. Desde luego, como se ha indicado anteriormente, había otros sectores de la izquierda que postulaban un proceso revolucionario inmediatamente socialista, en la estela de Ernesto «Che» Guevara, pero que no dejaban de apuntalar su propuesta en el marco de la nación, aunque esta pudiese adquirir, dentro de tal concepción ideológica, la dimensión de América Latina en su conjunto. Los movimientos de masas vinculados al populismo, y los movimientos insurreccionales relacionados con algunos grupos de izquierda —provenientes de distintas corrientes y partidos: marxistas, populistas, socialdemócratas y aun de grupos cristianos surgidos luego del Concilio Vaticano II— respondían en general a estos lineamientos, aunque entre esos movimientos existieron diferencias que en ocasiones les llevaron a enfrentarse entre sí con la misma violencia que lo hacían contra sus adversarios estratégicos.

Más allá de su posición anticolonialista o antiimperialista, en el núcleo de esas corrientes nacionalistas se puede advertir la persistencia de la idea de nación surgida en la modernidad europea y de sus funciones: la integración de la diversidad étnica, lingüística y social dentro de la nación de Estado; la legitimación de la unidad territorial y la centralización política impuestas por el Estado soberano, por el poder político; por tanto, la subsunción de las diferencias sociales y étnicas dentro de la nación de Estado, la subsunción de lo múltiple en la unidad e identidad de la nación o del «pueblo». La formación de la nación y del Estado nacional introduce la cuestión de la identidad, que ha sido acuciante en el pensamiento latinoamericano desde mediados del siglo XIX (Roig, 2001; Terán, 2004)13. De hecho, la emergencia durante las últimas décadas del siglo XX de los movimientos «indígenas»14 en varios países de América Latina —México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia y Brasil— ha puesto en evidencia tanto la imposibilidad de integración de la población indígena dentro de la nación de Estado, como la fractura inherente a la diversidad étnica heredada de la Colonia. Otro tanto se puede decir acerca de la población afro-americana. No es este el lugar para examinar si la declaratoria de «Estado plurinacional» con la que se inician las actuales constituciones de Ecuador y Bolivia resuelve esta crisis inherente a la organización social y política, o si más bien es la expresión de su imposibilidad de resolución dentro de los actuales Estados «nacionales»; pero cabe anotar que, cuando menos, es una expresión de esta profunda fractura de las sociedades latinoamericanas.

El auge de las corrientes nacionalistas, antiimperialistas y latinoamericanistas, a un tiempo, coincidió con el singular impulso cultural que se produjo en los ámbitos de la literatura, las artes plásticas y la música latinoamericanas a partir de las vanguardias, y que hacia mediados del siglo confluyó con el ya mencionado desarrollo de las ciencias sociales y de las humanidades—historia económica y social, sociología, antropología, los esfuerzos encaminados a configurar una filosofía latinoamericana, dentro de la cual se inscribe la denominada filosofía de la liberación, y el surgimiento de la teología de la liberación—.

En síntesis, la idea de desarrollo tal como se presenta en la Carta del Este que dio origen a la Alianza para el Progreso, en las formulaciones de la CEPAL, en la teoría de la dependencia y en los planteamientos populistas y marxistas que postulaban la liberación nacional, junta una serie de propósitos articulados en torno a la industrialización y el consiguiente progreso técnico y científico: la urbanización, la reforma agraria, la redistribución del ingreso, el desarrollo del mercado interno, la diversificación de las exportaciones, la modernización de los aparatos estatales (la tecno-burocracia), la planificación (Leiva, 2012, Terán, 2004), la intervención del Estado en la construcción de infraestructura, la alfabetización general de la población, el impulso a la educación (y dentro de esta, de la educación superior), la mejora sustancial de la salud de la población. En una frase, se podría decir que el desarrollo apunta al Estado de bienestar. En los países de mayor desarrollo capitalista relativo, como México, Brasil y Argentina, se planteó entonces el paso de la industrialización de bienes de consumo duraderos a la siderúrgica y la industria pesada, mientras en países como el Ecuador apenas se iniciaba la producción de bienes de consumo duradero. Se postuló también, como condición del desarrollo, la creación de mercados y alianzas comerciales, como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), que nunca llegó a tener un peso decisivo en la economía latinoamericana. En todos estos propósitos hay concordancia entre los distintos programas políticos, desde la Alianza para el Progreso hasta la liberación nacional, pasando por el «centro», esto es, el desarrollo autónomo postulado por la CEPAL. Sin embargo, en las condiciones de América Latina, incluso en los períodos de crecimiento, hubo fuertes presiones sociales que surgían de la imposibilidad de insertar a la masa de trabajadores desplazados del campo a las ciudades en el curso de los procesos de industrialización, lo que derivaba en la marginación y la pobreza, e implicaba que los Estados recurriesen a la fuerza para controlar a la masa de trabajadores y para sostener políticas de bajos salarios derivados de las dificultades de la industrialización.

Hacia mediados de siglo había ya conciencia de que el desarrollo estaría condicionado por la capacidad de ahorro e inversión internos de los países latinoamericanos, y en consecuencia, por las condiciones en general desfavorables de los términos de intercambio con los países centrales, los déficits de las balanzas de pago, los costos onerosos de las deudas (Cueva, 1977; Bielschowsky, 1998). La inversión externa, que crece en el período, implicaba por su parte el retorno de ganancias e intereses desde los países de América Latina hacia los países centrales, y la consiguiente descapitalización de aquellos. Más aún, buena parte de las inversiones que realizaban las empresas extranjeras surgía de fondos «ajenos» provenientes de los propios países latinoamericanos (Cueva, 1977). Además, en el período era ya notoria la hegemonía que había alcanzado en la región el capital financiero sobre el capital productivo, acorde con el proceso global del sistema capitalista mundial.

4 En adelante, haremos uso de estos términos para distinguir las dos vertientes que postularon la transformación de la universidad a mediados del siglo XX.

5 Ese medio siglo corresponde a la vida universitaria de mi generación: como estudiantes, estuvimos involucrados en la lucha por la «segunda reforma»; como profesores, vivimos las vicisitudes de la modernización realmente existente, las restricciones impuestas luego por las políticas neoliberales, la falta de compromiso de los gobiernos para impulsar la educación superior, y finalmente la ofensiva tecnocrática de nuestros días.

6 En este acápite se tomarán las grandes líneas de pensamiento dominante en los debates de la época que tenían relación con la modernización o la reforma de las universidades, lo cual, desde luego, implica una visión desde la óptica ecuatoriana, que deja de lado las notables diferencias regionales o nacionales que pueden establecerse en una consideración histórica más prolija.

7 En septiembre de 1960, con la Declaración de La Habana, que respondía a la Declaración de la OEA reunida en San José de Costa Rica en agosto del mismo año.

8 Sin embargo de que la Guerra Fría se iría debilitando o moderando a lo largo de la década, especialmente por la política de coexistencia pacífica entre sistemas que adoptó la URSS, la propaganda militar y, por tanto, los medios de comunicación de masas alimentaban la sensación del conflicto permanente y aun la inminencia de la confrontación nuclear. El carácter disuasivo del militarismo de las potencias solo se percibió más tarde, durante el evidente declive soviético, desde la época de Brezhnev hasta la perestroika y el derrumbe de la URSS.

9 Para esta parte de mi ensayo, me ha sido de enorme utilidad el trabajo Estrategias de desarrollo en América Latina y sus aplicaciones en Ecuador. Del desarrollismo al neoliberalismo, de Fernando Carvajal (2013), aún inédito.

10 En los primeros estudios sobre la industrialización se sostenía que esta se había iniciado y había cobrado impulso a través de la sustitución de importaciones, en el contexto que sigue a la crisis de 1929, luego, durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra. Posteriormente se ha cuestionado este supuesto (Cardoso y Faletto, 1969; Cueva, 1977). No obstante, la industrialización siempre entró en pugna con los intereses de los grupos latifundistas tradicionales, en parte por el control de la mano de obra y en parte por la necesidad de crear un mercado interno.

11 «[L]ogramos ser independientes de un poder como fue el metropolitano español o portugués, pero bien pronto descubrimos que no estábamos emancipados respecto de prácticas sociales y políticas heredadas de aquellos regímenes, hecho que restaba alcances y efectividad a la independencia alcanzada» (Roig, 2003: 43).

12 Benjamín Carrión y otros intelectuales de izquierda llegaron incluso a formar un movimiento político denominado «Segunda independencia» hacia finales de la década de 1960 en el Ecuador.

13 Roig intenta en este artículo establecer una diferencia entre nación y Estado nacional, necesaria para las corrientes nacionalistas de izquierda, que se ven en el caso de afirmar el sentido histórico de la nación en que se sustenta la posibilidad de la emancipación o liberación, a la vez que cuestionar el carácter del Estado y del poder político «oligárquico» que le ha sido inherente.

14 Por cierto, un término nada feliz para designarlos.

Universidad - Sentido y crítica

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