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ОглавлениеII MODERNIZACIÓN UNIVERSITARIA EN AMÉRICA LATINA
El debate entre «modernización» (o «integración») y «reforma universitaria»
En el contexto del desarrollismo, la «modernización» —o «integración», como prefería llamarla Darcy Ribeiro— postulaba transformar las universidades latinoamericanas tomando como modelo a las universidades estadounidenses, lo que implicaba tener en la mira tanto la eficiencia tecnológica para impulsar los procesos de industrialización como la formación de la tecnocracia que requería el aparato de Estado. La «segunda reforma», por su parte, intentaba continuar y actualizar la vía democrática y nacional que, a juicio de sus impulsores, se había iniciado con el movimiento reformista de la Universidad de Córdoba en 1918, y había instaurado los principios liberales que rigieron la relación entre universidad, Estado y sociedad en la región desde los inicios de la tercera década del siglo pasado en adelante: autonomía institucional respecto de los gobiernos y dentro del Estado; inviolabilidad del recinto universitario; cogobierno compartido por profesores y estudiantes; libertad de pensamiento y por consiguiente libertad de cátedra, de expresión y de investigación; establecimiento de concursos públicos para la provisión de cátedras; impulso de la función cultural de las universidades en la sociedad a través de la llamada extensión universitaria, que en ocasiones dio lugar a la creación de «universidades populares» e incluso «de universidades obreras» (Barros, 1918; Allard Neumann, 1973; Roig, 1998). La universidad asumimó a través de esos principios un rol fundamental en la construcción de la democracia liberal en nuestros países. Los principios de la Reforma de Córdoba tenían desde luego antecedentes: la representación estudiantil en la elección de autoridades universitarias existía ya en la Universidad de Montevideo desde 1878; en 1908 se reunió en Uruguay el Primer Congreso Internacional de Estudiantes de América, que planteó la representación de los estudiantes en los órganos colegiados de dirección de las universidades. En 1916, José Ingenieros expuso algunas ideas renovadoras en «La Universidad del porvenir», que alentaron a los jóvenes reformistas dos años más tarde15. En cuanto a la creación de universidades populares u obreras, vinculada a la extensión universitaria, se ha señalado la influencia del anarquismo que llegó a la Argentina con los obreros italianos inmigrantes. En cuanto a la autonomía universitaria, Mayz Vallenilla (2001) observa que en la formación de las universidades latinoamericanas, o más precisamente hispanoamericanas, confluyen ideas y formas institucionales que provienen de las universidades coloniales y de la universidad alemana constituida bajo el modelo propuesto por Humboldt. De las universidades coloniales, las hispanoamericanas habrían heredado, a juicio del filósofo venezolano, la característica fundamental de las universidades medioevales, «el supuesto fundamental que sostendría la idea o modelo encarnado por ellas: su índole monádico-sustancialista». Esta idea o este modelo, inherente a la sociedad feudal medioeval, estaría en la base de la idea de autonomía retomada luego, en el siglo XX, por las universidades hispanoamericanas: la idea de que cada universidad es una entidad autárquica, autosuficiente, subsistente por sí misma. De ahí que se haya reivindicado, de modo consiguiente, la inviolabilidad de sus recintos, de su claustro, la protección de sus límites. Para Mayz Vallenilla, sin embargo, esta idea de autonomía de la universidad medioeval se modifica al conjuntarse con la influencia de la idea fundamental de la universidad alemana: la autonomía surge de la finalidad misma de la universidad que, para Humboldt, es la investigación y el progreso de la ciencia, es decir, de la actividad de la razón. Para el Idealismo, la razón es autónoma, es libre; por tanto su lugar, la universidad, debe asegurar esa libertad, y para ello debe ser ella misma autónoma. Otra observación de Mayz Vallenilla que merece ser tomada en cuenta se refiere al cogobierno en conexión con la autonomía. La autonomía es una idea próxima a la de soberanía, el cogobierno se asocia con la democracia. De esta manera, según el filósofo venezolano, a partir de una operación analógica se llegó a entender que la universidad era una suerte de «república democrática», con una ciudadanía integrada por «ciudadanos universitarios», esto es, los profesores, los estudiantes e incluso los egresados. Bajo esta concepción de la universidad, la Federación Universitaria de Chile, en 1922, llegó a postular que estudiantes, profesores y egresados formaban el «pueblo universitario». Sin duda, la Reforma de Córdoba fue una irrupción que tuvo múltiples repercusiones en América Latina, sin que la haya precedido, no obstante, una amplia discusión filosófica, como la que antecedió en cambio a la fundación de la Universidad de Berlín en 1810. Dice Mayz Vallenilla: «Frente a la ordenada y sistemática discusión filosófica que precedió a la reforma de las universidades alemanas [en la que participaron sobre todo Fichte, Schelling, Schleiermacher y Humboldt], la llamada Reforma de Córdoba fue como una impetuosa vorágine de ideas y acontecimientos de cuyo seno emergieron los más diversos e inesperados efectos» (Mayz Vallenilla, 2001).
La aplicación de los principios de la Reforma de Córdoba en las décadas siguientes estuvo determinada por las vicisitudes políticas de los países hispanoamericanos. En momentos críticos, los gobiernos, sobre todo las dictaduras civiles y militares, clausuraron, intervinieron o reorganizaron las universidades, especialmente cuando los movimientos estudiantiles los confrontaban políticamente. La asignación de rentas estatales siempre fue un mecanismo de presión y control gubernamental, puesto que en América Latina era —y es— imposible que las instituciones universitarias contaran con los recursos económicos y los mecanismos de financiación que posibilitarían su independencia económica, como sucede con algunas grandes universidades de investigación estadounidenses o europeas. De ahí que en América Latina las tensiones entre las universidades y los gobiernos hayan sido constantes a partir de la primera reforma, como lo siguieron siendo durante y luego del período de la llamada modernización. En efecto, los conflictos entre universidad y gobierno vuelven a aparecer en momentos cruciales, como sucedió con la huelga de la UNAM en 1999-2000, y más recientemente, con las movilizaciones de los estudiantes chilenos en 2011-2012, que lograron colocar en la agenda política del actual gobierno chileno (Bachelet) el cambio de la ley de educación superior.
Los postulados de la modernización y aquellos de la reforma universitaria se articularon dentro de los planteamientos, respectivamente, del «desarrollismo» y de la «transformación social» de América Latina en el período comprendido entre 1960 y 1980. Pese a las diferencias que se pueden observar entre los países latinoamericanos en cuanto se refiere a su situación económica y sus conflictos sociales, diferencias determinadas por su situación geográfica, por los recursos naturales disponibles —especialmente para la exportación a los países capitalistas centrales, es decir, a Estados Unidos y Europa occidental—, por la consiguiente modalidad de inserción en la división internacional del trabajo, y por los procesos previos de urbanización, industrialización y transformación capitalista del campo, como hemos visto, existían hacia mediados del siglo pasado problemas comunes que caracterizaban a la región durante este período; los programas de desarrollo de la época ponían en evidencia esos problemas. Aquel fue un período de modernización capitalista que implicó una reorganización de las formas de inserción de los países de América Latina dentro del sistema capitalista mundial, sistema estructurado bajo un claro dominio político y económico de los Estados Unidos, caracterizado por la hegemonía del capital financiero y por la expansión de las corporaciones multinacionales. Fue un período de reorganización de la dependencia estructural de América Latina con respecto a la hegemonía de los Estados Unidos, pero también un período de cambios importantes en la economía de los países latinoamericanos, vinculados al crecimiento del capital financiero y la industria, a la constitución de nuevas hegemonías sociales y políticas en medio de luchas sociales que en varios países terminarían en gobiernos dictatoriales, especialmente en el Cono Sur, y en sangrientas guerras civiles en Centroamérica.
Los cambios que se produjeron en las estructuras económicas y sociales y en las instituciones políticas de los Estados durante el período trajeron consigo presiones sobre las instituciones universitarias, que se vieron obligadas a modificar sus viejas estructuras. El mercado laboral se expandió y diversificó desde los años 40 y 50, con diferencias entre los distintos países por el grado de desarrollo capitalista alcanzado; con ello, surgieron demandas de formación en nuevas profesiones a partir de la demanda proveniente de los sistemas productivos, la organización de las empresas, el crecimiento del comercio y las finanzas, y la ampliación y modernización de las burocracias estatales. Se desarrollaron las profesiones vinculadas a la agroindustria, la extracción y exportación del petróleo, la metalurgia; se diversificaron y crecieron las demandas de profesionales relacionados con los servicios de salud, de educación, del comercio. Las expectativas de desarrollo técnico demandaban no solamente la formación de ingenieros, sino la formación de tecnólogos16 y científicos, especialmente en los países con mayor desarrollo relativo en la región, como México, Brasil y Argentina. El proceso de formación de científicos dependió de políticas gubernamentales no siempre consistentes, entre ellas, políticas de becas para prepararlos en el extranjero, especialmente en Estados Unidos, y para crear posgrados en las universidades nacionales (Schwartzman, 1980). En la época, comienza a cambiar la figura del intelectual y surge, cada vez con mayor peso en relación con la política y la participación en los gobiernos, la figura del técnico, del especialista, del experto (Terán, 2004).
Las capas medias presionaban fuertemente por la ampliación de la matrícula en la educación superior, que había sido tradicionalmente elitista, pero que luego, de modo notable a partir de la década de 1960, pasaría a ser un importante mecanismo de movilidad, ascenso social, formación y crecimiento de la «clase media». Asimismo, las instituciones comenzaron a abrir sus puertas a un número creciente de mujeres, quienes ampliaban sus intereses profesionales hacia nuevas carreras técnicas, a más de la pedagogía y la enfermería, campos a través de los cuales habían iniciado su inserción en las universidades. Es un período en que se constata un importante incremento de la matrícula y del número de las instituciones de educación superior; esta se expande geográficamente y se crean centros educativos en las ciudades de mediana y aun de pequeña dimensión. Sin embargo de que la explosión de la matrícula se producirá en la década siguiente, durante los años 60 se inicia la «masificación» de los sistemas de educación superior latinoamericanos, la cual sin duda afectará a la «calidad» de los estudios, especialmente si esta se mide en términos de eficacia y eficiencia. A la vez, la educación superior se diversifica, y con el surgimiento de nuevas disciplinas y la formación en nuevas profesiones, las universidades se tornan más complejas.
Este proceso de cambio de las universidades no era ajeno, desde luego, a las tendencias en pugna dentro de la modernización capitalista. Por consiguiente, no asombra que en esa época surgieran proyectos para cambiar las universidades latinoamericanas que se inspiraban en el modelo de las universidades estadounidenses, e incluso que se buscara e implantara el tutelaje de algunas de estas sobre universidades latinoamericanas. Más aún, para la modernización de las universidades y con base en planes de desarrollo elaborados para ese fin —requisito que debía cumplirse para obtener préstamos de organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo, fundado en 1959— se firmaron convenios con organismos de financiamiento externo, que en ocasiones fueron considerados, sobre todo por la izquierda, como mecanismos de injerencia que imponían modificaciones al sistema universitario y que no siempre respondían a las necesidades de las instituciones o de las naciones. Esta estrategia de modernización universitaria tendía a impulsar cambios que permitiesen a las universidades dar respuestas eficientes a las nuevas demandas sociales y económicas de la modernización capitalista, ciertamente dependiente de la hegemonía estadounidense. La impronta de esta estrategia alcanzó incluso a las ciencias sociales, especialmente la sociología y la economía, que se transformaron en un amplio campo en disputa entre corrientes de pensamiento; por ello, no resulta extraño encontrar convenios que entonces se firmaron entre universidades latinoamericanas y estadounidenses, en los que primaban criterios relacionados con lo que serían orientaciones decisivas para las políticas económicas y sociales de las siguientes décadas (para el caso de Chile, como ejemplo, cf. Correa Sutil, 2004).
Por su parte, desde la izquierda surgieron propuestas de reforma que postulaban la inserción de las universidades en los procesos de cambios democráticos, desde una perspectiva nacionalista y antiimperialista. Para los intelectuales y universitarios de izquierda de esos años se planteaba un problema específico: ¿cómo impulsar una reforma universitaria antes de que se diera un proceso revolucionario? ¿Cómo convertir la universidad, que es una institución de Estado y sobre todo una institución conservadora, en agente del cambio revolucionario? Las capas medias pugnaban porque la universidad sirviese al ascenso social a través de la titulación profesional, por lo que presionaban por la ampliación del ingreso y la expansión de la matrícula, aunque no necesariamente por la calidad académica, y desde luego no tenían ningún interés en que la universidad fuese agente de transformaciones revolucionarias del sistema social. A menudo, en la «vieja universidad» dominaban grupos internos conservadores con el suficiente poder, que impedían los cambios. Estas tendencias tenían que encontrarse y combatirse mutuamente en medio de la crisis por la que atravesaban las universidades latinoamericanas en el período señalado.
Tanto la modernización como la reforma universitaria se enfrentaban a estructuras universitarias que se habían tornado anacrónicas, pese a la autonomía, el cogobierno de profesores y estudiantes, y las libertades de pensamiento, de cátedra, de expresión y de investigación (Ribeiro 2007 [1969]; Allard Neuman, 1973; Aguirre, 1973). Tanto para los modernizadores cuanto para los reformistas, el primer obstáculo a superar era la vieja «estructura napoleónica» de las universidades. En efecto, la estructura de la educación superior que se implantó en Francia durante el imperio napoleónico a inicios del siglo XIX, que reemplazó la universidad por facultades separadas establecidas en distintas ciudades, que impulsó escuelas politécnicas y escuelas normales —en otras palabras, facultades y escuelas que se organizaban independientemente unas de otras, aunque todas dependían del gobierno—, y que privilegió la formación profesional sobre la investigación, la cual se realizaba sobre todo en institutos (Bermejo Castrillo, 2008), fue el modelo que se adoptó en América Latina desde el siglo XIX. Este es, por caso, el modelo de educación superior que tenía en mente García Moreno cuando clausuró la Universidad Central de Quito y, con el apoyo de los jesuitas alemanes e italianos que habían sido expulsados de Colombia, creó la Escuela Politécnica Nacional. Aunque luego se restableció la Universidad Central, el modelo napoleónico se consolidó en las universidades ecuatorianas (Moncayo de Monge, 1944; Malo, s/f). La estructura de facultades llegó a convertirse en un obstáculo que frenaba la racionalización académica y administrativa que hubiese permitido contar con la necesaria flexibilidad que se requería para responder a la diversificación profesional. A mediados del siglo XX se necesitaban estructuras universitarias que respondiesen rápida y eficientemente a las demandas de formación profesional en las nuevas ramas que surgían en el mercado laboral, y se esperaba además que contribuyesen a la transferencia tecnológica desde los países centrales a los latinoamericanos. Las facultades separadas habían derivado en estructuras cerradas, en «feudos» como se decía en esa época, que obstaculizaban los cambios urgentes que se exigían a la enseñanza superior. Los obstáculos inherentes a la obsolescencia de las facultades se veían incrementados por el surgimiento en su interior de múltiples escuelas o centros, que reproducían en las facultades el «feudalismo» imperante en la universidad. Esta estructura obstaculizaba la introducción de cambios orientados al logro de mayor eficiencia y eficacia en la organización académica y en la gestión de las instituciones; se había convertido en una barrera que impedía el desarrollo de la investigación científica y tecnológica, que anulaba la realización de proyectos multidisciplinarios o interdisciplinarios, y frenaba o impedía el establecimiento de programas de posgrado —maestrías y doctorados—.
La investigación científica autónoma fue tema recurrente entre los reformistas universitarios de mediados del siglo pasado. Se reconocía el atraso de los estudios científicos en las universidades; la débil participación de América Latina en la producción de conocimientos en los campos de las ciencias naturales, las matemáticas y aun las ciencias sociales; la transmisión acrítica y anacrónica de saberes; la irrelevancia de invenciones tecnológicas en un momento en que se producía la revolución tecnológica termonuclear, como la denomina Ribeiro. En el pensamiento universitario reformista se evidencia el malestar que había crecido por décadas en América Latina respecto de ese atraso en el campo científico. No obstante, ya en 1930 Ortega y Gasset había analizado críticamente cierta obsesión hispánica y latinoamericana que colocaba, en la línea de Humboldt y el modelo de la universidad alemana, a la investigación como la función prioritaria de la universidad. Al establecer una jerarquía de las funciones de la universidad, Ortega antepone la enseñanza profesional a la investigación científica, y sobre ellas, de modo coherente con su historicismo, con su concepción de las generaciones y su crítica al cientificismo de la sociedad moderna, que a su juicio estaba en la base de la crisis europea de la época, coloca como función prioritaria la «transmisión de la cultura», esto es, del «sistema vital de las ideas en cada tiempo» (Ortega, 1962). Esta idea orteguiana sin duda está presente, aunque modificada, en el historicismo que subyace a las ideas reformistas. También para los teóricos de la reforma como Ribeiro, o Aguirre en el caso ecuatoriano, la universidad tiene una función prioritaria en la creación, transmisión y difusión de la cultura, entendida esta como «cultura nacional», por una parte, y como «sistema vital de ideas» asociadas a la transformación social, por otra.
A más de ello, a la «estructura napoleónica» de la universidad se añadían las dificultades que provocaba el sistema de cátedras. En muchas universidades latinoamericanas, el profesor era no solo propietario de la cátedra sino del saber que se impartía. El examen era en este contexto el único instrumento de medida del aprendizaje y del «saber»; devino en mecanismo de promoción meramente memorístico y en forma de control de la adscripción de los estudiantes a las enseñanzas del maestro. Décadas atrás, Eliodoro Roca, el principal ideólogo de la Reforma de Córdoba, ya había cuestionado de manera radical el valor de los exámenes como mecanismo de evaluación y acreditación de los estudiantes (Roca, 1942). El examen no evalúa la capacidad inventiva y argumentativa de los estudiantes o la producción de nuevos conocimientos, sino las respuestas al saber establecido por los catedráticos; de ahí su relativa utilidad en las disciplinas técnicas, pues a través del examen se puede medir cuando más el aprendizaje de destrezas técnicas. En el caso de las disciplinas sociales, de las humanidades y de las ciencias, es más bien un instrumento que obliga al estudiante a repetir dogmáticamente los saberes del maestro. En las condiciones de las universidades de América Latina, que tenían muy débiles incursiones en la investigación científica, este sistema de cátedras se reducía a una jerarquía de poder dentro de las facultades; no respondía a una organización de la actividad investigadora ni a la formación científica y cultural de los estudiantes. La actividad docente se reducía en buena parte a la repetición de lecciones y al uso de manuales a menudo obsoletos. Estas características de la enseñanza universitaria se venían denunciando desde tiempo atrás. En el Ecuador, la denuncia de algunos de estos métodos de enseñanza se hacía ya en los años 30, como puede verse en el discurso de orden que pronuncia el profesor Abel S. Troya en la apertura del año escolar de 1931-1932 en la Universidad Central, y en el ensayo «Breves reflexiones acerca de la función de las universidades», que publica el profesor Emilio Uzcátegui en la revista Anales de la Universidad Central del Ecuador del año 1934 (Arellano, 1988).
Darcy Ribeiro: la «contrapolitización» necesaria de las universidades latinoamericanas
La discrepancia entre la tendencia modernizadora o integracionista —como la llama Ribeiro (2007)17, atendiendo tanto a la integración cultural de la población como de la universidad en la modernización capitalista bajo la hegemonía norteamericana en la época de la «revolución técnica termonuclear» y la paralela expansión de los medios de comunicación de masas— y la línea reformista tenía que ver directamente con la función política que estas posiciones asignaban a las universidades (sobre las tesis de Ribeiro, véase además Maihold, 1990; Mendible, 2006; Ocampo, 2006). El programa reformista se proponía superar el encierro de profesores y estudiantes dentro del claustro universitario, dentro de la «torre de marfil», y tendía a abrir las puertas de la universidad a fin de que profesores y estudiantes se involucraran en el conocimiento de la realidad social, económica y política de sus países. Se procuraba que las universidades fuesen factores de cambio y de intervención democrática. Desde la tendencia modernizadora, la «politización» de la universidad se veía como una amenaza a su función fundamental, la enseñanza profesional, esto es, la preparación de los cuadros técnicos necesarios para impulsar la modernización capitalista. Desde la tendencia reformista, la reducción de la universidad a la enseñanza profesional, es decir, la «universidad profesionalizante», implicaba una acción política que llevaban adelante los Estados con el propósito de imponer un modelo de universidad afín a la modernización dependiente. Darcy Ribeiro, que había recibido el encargo del presidente Kubitschek de organizar la Universidad de Brasilia en la nueva capital de Brasil, dentro de un proyecto político que tenía fuertes componentes nacionalistas, y que luego del golpe de Estado contra Goulart, ya en el exilio, participó de modo decisivo en algunos esfuerzos reformistas —en la Universidad Central de Venezuela en 1970, durante el gobierno demócrata-cristiano del presidente Caldera, opuesto a la reforma; en Argelia, y luego en el Perú, durante el gobierno de Velasco Alvarado—, sintetiza los aspectos fundamentales del reformismo universitario en La Universidad nueva: un proyecto, libro que se publica en 1969. Para Ribeiro, lo que caracterizaba a ese momento histórico de América Latina era la confrontación de dos grandes proyectos: la «modernización refleja» del capitalismo, que provocaba el subdesarrollo, que sería el proyecto de las clases dominantes; y el proyecto de la «revolución social», que sería la opción de los «pueblos». Dentro de la «modernización refleja» de las sociedades latinoamericanas, se concebía una transformación de las universidades sustentada en préstamos y donaciones de gobiernos extranjeros, sobre todo de Estados Unidos. «Lo que se busca, a través de estos esfuerzos es, aparentemente, lograr una mayor eficacia funcional de la Universidad a través de la expansión masiva de las matrículas, del perfeccionamiento de las técnicas de enseñanza y de la implantación de amplios programas de investigación científica», propósito que en principio no parece cuestionable, por lo que la modernización refleja despertaba la adhesión de los sectores conservadores dentro de las universidades. Sin embargo, para Ribeiro, este propósito ocultaba el real objetivo de la modernización refleja: la servidumbre de la universidad al sistema y la recolonización. A esta «política», como la llama Ribeiro, que juntaba a los conservadores y modernizantes, había que enfrentarse desde una «contrapolítica», la cual debía procurar que la universidad contribuyese «ponderablemente a la revolución necesaria», para lo cual tenía que conocer sus limitaciones y asumir «el liderazgo de la renovación universitaria». De este modo, para Ribeiro, el núcleo de la lucha política que se libraba en torno a la universidad tenía que ver con la confrontación entre las dos opciones opuestas que se enfrentaban en ese período histórico en América Latina. La reestructuración de la universidad a la que apuntaba la contrapolítica tendría como objetivo el concientizar al mayor número de profesores y estudiantes para vincularlos al proceso de transformación social. Esta concientización debía ser paralela a la concientización de las masas «potencialmente revolucionarias», y tenía que invertir el proceso de adoctrinamiento y adscripción conservadora, tanto del pueblo como de las élites intelectuales. Sin embargo, frente al adoctrinamiento reaccionario, los sectores populares tendrían mayor posibilidad de resistencia que los profesores entrampados en la erudición humanística y el simulacro del saber científico; estos profesores poco o nada podían ofrecer a las masas populares. Por el contrario, el conocimiento de la realidad, que debía acometerse como tarea de la universidad reformada, resultaba fundamental para la concientización de los universitarios y de las masas populares.
Ribeiro reconoce que la universidad es una institución conservadora, no una instancia revolucionaria. De ahí que la función cultural e ideológica que podía tener la universidad en un proceso de transformación social, sobre todo a través de la extensión universitaria, requería de una intervención crítica que modificase los contenidos del saber universitario: «En sociedades acometidas de lacras tan dramáticas como las latinoamericanas, nada es más aleccionador, concientizador e incluso revolucionario que el estudio de la realidad, el diagnóstico de los grandes problemas nacionales, el sondeo de las aspiraciones populares y la demostración de la total incapacidad del sistema vigente para encontrarles soluciones viables y efectivas dentro de plazos previsibles». Es decir, la posibilidad revolucionaria de la universidad se concretaría en el estudio de la realidad; esta sería una posibilidad teórico-crítica cuyos contenidos podían difundirse hacia las masas populares (Ribeiro, 2007).
En otros pasajes de La Universidad nueva, Ribeiro destaca que la contrapolitización de las universidades latinoamericanas, que correspondería al proyecto político de la revolución social en el ámbito nacional, debe inscribirse en el gran propósito de integración latinoamericana. Ahora bien, inscrita la contrapolitización de la universidad en el horizonte del cambio revolucionario de las sociedades, si este cambio tiene como sustento un proyecto nacional, ¿cuál es entonces la «misión de la universidad», cuál es el objetivo de su función crítica? Si la universidad napoleónica era esencialmente profesionalizante, elitista, y si sus saberes no rebasaban la mera erudición humanística o el simulacro científico, y si la modernización refleja propendía a la ampliación de la matrícula, la diversificación de la enseñanza profesional, la modificación técnica de los sistemas de enseñanza y la investigación articulada a la modernización capitalista —sobre todo la investigación orientada a la transferencia y adecuación tecnológica, dentro de lo que permitía y exigía dicha modernización capitalista dependiente—, la reforma postulaba por el contrario una universidad democrática, crítica, científica, creadora de una ciencia y una técnica autónomas, creadora y difusora de la cultura nacional (Aguirre, 1973).
Universidad crítica para el desarrollo de la nación
A siglo y medio de distancia, la idea de universidad que había surgido en el seno del Idealismo alemán y del Romanticismo (cf. Kant, 2003; Fichte, 2002; Schelling, 1984; Bermejo Castrillo; Brandt; Bacin, y Abellán en Oncina Coves, 2008), y sobre todo la propuesta de Wilhelm von Humboldt para la fundación de la Universidad de Berlín (Humboldt, 2005), al parecer retornaba con todo vigor en América Latina. En efecto, la idea de formación (Bildung), que es el núcleo del pensamiento idealista alemán sobre la universidad, tiene un sentido complejo que incluye la formación de la nación, de su cultura, y a la vez de los individuos, en el horizonte del proyecto de construcción del Estado nacional. La universidad, en el ámbito de la reforma alemana de inicios del siglo XIX bajo las ideas propuestas por W. von Humboldt, es fundamental y principalmente una institución destinada a la investigación, al progreso de la ciencia —el conocimiento de la totalidad de lo real— y, solo subordinada a esta función fundamental, a la enseñanza profesional. Humboldt, en este sentido, continúa la propuesta de Fichte sobre lo que debe ser la universidad, oponiéndose a Schleiermacher, quien postulaba más bien la unidad de la universidad —la ciencia, la filosofía— y las escuelas de formación profesional (Mayz Vallenilla, 2001). La función científica de la universidad —filosófica, en última instancia— se inscribe para Humboldt dentro del gran propósito político de formar la nación, de crear la cultura nacional del Estado alemán, aunque por razones históricas este Estado deba circunscribirse en primera instancia a la Prusia del emperador Federico Guillermo III. La fundación de la Universidad de Berlín, que daría inicio a la profunda reforma de las universidades alemanas, estuvo precedida de un notable debate filosófico. Que para Kant, primero, y para Fichte, Schleiermacher, Schelling, Hegel y Humboldt, después, el núcleo de la universidad sea la Filosofía (la Ciencia) tiene que ver ciertamente con la totalización del saber, con la idea de Sistema, pero también con la comprensión de la unidad esencial entre ese saber (la Filosofía) y el Estado, concebido o bien desde una óptica liberal —Fichte, Humboldt— o bien desde una organicidad que articula las instituciones de la sociedad civil y de la sociedad política —Hegel—. Dentro de tal concepción, la Filosofía no se restringe solamente a la metafísica o a la ontología, sino que contiene los saberes regionales, es decir, la filosofía natural, y la filosofía política y moral. En la Filosofía se articulan la razón pura o teórica, y la razón práctica, el saber y la política, la ciencia y la ética. La razón, por lo demás, es autónoma. Si para Kant la Filosofía demanda la autonomía institucional de su Facultad, se debe ante todo a la autonomía de la razón (Kant, 2003), a la evidencia de que no es posible la investigación filosófica sin la autonomía del sujeto. En El conflicto de las Facultades de Kant se encuentra ya sin duda la raíz liberal de la autonomía universitaria, y consiguientemente de las libertades de cátedra, de investigación, de pensamiento y de expresión. La autonomía de la razón demanda la libertad de pensamiento; no sería posible indagar la verdad bajo ningún tutelaje o servidumbre. A su vez, la razón requiere de la consiguiente libertad de expresión, incluida la libertad de prensa, como condición necesaria para la exposición de la verdad, del conocimiento y de sus límites. Esta autonomía de la razón, es decir, del sujeto de la Filosofía o del saber, se correlaciona con la autonomía del Estado nacional. La constitución del Estado nacional necesita de una «sustancia nacional» autónoma, de un «pueblo» de la nación, y por consiguiente de una «cultura nacional». Se sustenta con ello la «formación» de la cultura, en primer término de la cultura nacional, y en perspectiva de una cultura universal fundada en la razón. Humboldt es bastante explícito en cuanto se refiere a la función político-cultural que debe tener la Universidad de Berlín en la formación de la cultura nacional alemana (Humboldt, 2005). En contraste con la universidad francesa que surge de la reforma napoleónica, la universidad alemana privilegia la vocación científica y sistemática. Frente a la enseñanza de saberes técnicos transmitidos por los maestros, que prevalece en el modelo napoleónico, en el modelo humboldtiano se incentiva la formación de los estudiantes en seminarios que les permitan desplegar sus capacidades investigativas, su creatividad. La ciencia, para Humboldt, es un proceso abierto de conocimiento, de ahí que se privilegie la investigación y la formación de científicos, es decir, de investigadores. A su juicio, la escuela profesional se limita a transmitir saberes ya conocidos. Más tarde, las universidades del ámbito anglosajón, primero las inglesas y escocesas18, y luego las estadounidenses, procurarán incorporar algunos aspectos de la «universidad alemana» a su propia matriz, esto es, a la universidad basada en «colegios». En este ámbito anglosajón, el seminario se utilizará ante todo en los estudios graduados, las maestrías y los doctorados.
La semejanza del proyecto reformista latinoamericano de los años 60 y 70 del siglo pasado con el «modelo clásico alemán» de universidad es sin embargo parcial y relativo. ¿En qué contexto intenta desplegarse el nacionalismo progresista latinoamericano de los años 60 y 70 del siglo XX? Es verdad que ese nacionalismo progresista tuvo en su horizonte histórico las últimas luchas anticoloniales de África y Asia, y sus efectos ideológicos, como puede verse en el pensamiento de Franz Fanon o de Ernesto «Che» Guevara. Los procesos de liberación nacional de las últimas colonias irrumpen en el contexto de la Guerra Fría, en la confrontación entre los bloques «capitalista» y «socialista», entre Estados Unidos y la URSS, en medio de una revolución tecnológica basada en el uso de la energía termonuclear y la cibernética. Lo que aparecía en la época ante los intelectuales latinoamericanos y tercermundistas era nada menos que la búsqueda de una alternativa al capitalismo y al neocolonialismo, dado que cualquier proyecto de «desarrollo nacional» que no rompiese los vínculos con el capitalismo metropolitano no tendría otro futuro que el restablecimiento del dominio imperialista, y a la vez una independencia con respecto a las formas del socialismo real, sobre todo después de los procesos de denuncia del estalinismo (cf. Fanon, 1965). No existía sin embargo posibilidad alguna de capitalismo autónomo; cualquier proceso nacional o regional tenía que inscribirse dentro del sistema capitalista mundial. Las llamadas burguesías nacionales eran o demasiado débiles para dirigir y encauzar un proyecto nacional o estaban articuladas de una u otra forma al capitalismo externo. Por otro lado, sobre todo a partir de la divergencia chino-soviética, el nacionalismo progresista sospechaba de la adscripción al bloque socialista liderado por la URSS. ¿Era posible, en esas circunstancias, un «socialismo nacional», como el que habían propugnado Nasser y otros políticos árabes y africanos? ¿Era posible una modalidad de «socialismo nacional» o incluso de desarrollo capitalista autónomo en América Latina? Los reformistas universitarios de los años 60-70, más que plantearse esa cuestión, prefirieron postular la posibilidad de inserción de la universidad en las luchas revolucionarias o cuando menos la posibilidad de una acción ideológica y cultural que contribuyese a la «toma de conciencia» de los pueblos latinoamericanos. No obstante, esa toma de conciencia se inscribiría en el proyecto de liberación nacional del neocolonialismo.
La «misión» de las universidades latinoamericanas dentro de ese proyecto nacional progresista tenía como núcleo de su programa, como ya hemos visto a propósito de las tesis de Ribeiro, el estudio de la realidad nacional, el diagnóstico de los grandes problemas nacionales, el sondeo de las aspiraciones populares y la demostración de la total incapacidad del sistema vigente para encontrarles soluciones viables y efectivas dentro de plazos previsibles. Esto es, la universidad debía asumir una función cognoscitiva, de análisis y a la vez de crítica del sistema social. Esta era una tarea ante todo de las ciencias sociales y las humanidades. De ahí que la reforma pusiera su énfasis en el desarrollo de algunas disciplinas vinculadas con ese propósito: la historia, la sociología, la antropología, la economía; y que paralelamente postulase una filosofía distinta, liberadora, latinoamericana, como propusieron Salazar Bondy, Zea, Ardao, Roig y otros intelectuales latinoamericanos. ¿Qué sucedía, en tanto, con las disciplinas técnicas, con las ingenierías, las profesiones agropecuarias, la arquitectura, la administración pública y la gestión empresarial? ¿Qué, con la medicina y las profesiones relativas a la salubridad y la sanidad? Los reformistas se encontraban en este ámbito ante un serio problema relacionado con la «universalidad» del conocimiento científico y con la «dependencia tecnológica». Su respuesta a este problema contiene dos aspectos: el primero, la concientización de estudiantes y profesores, y el segundo, que es el de fondo, el esfuerzo por dotar de algún contenido «nacional» y «autónomo» al saber científico y a su «aplicación» tecnológica. ¿Cómo articular en un solo proyecto de reforma estas distintas y diferentes disciplinas científicas, técnicas y profesionales? En el propio ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, ¿cómo articular dentro del propósito crítico la dimensión científica, y por tanto la actividad investigativa, con la preparación profesional que se orienta hacia la tecnocracia, hacia la formación de los cuadros que requiere el propio sistema, el statu quo, para su reproducción? A juicio de Darcy Ribeiro, la vieja universidad latinoamericana había sido incapaz de desarrollar una ciencia de lo humano, señalamiento que es digno de destacarse, proviniendo, como proviene, de alguien que se propuso nada menos que analizar los procesos civilizatorios de la humanidad. La ciencia académica y precaria debía ser reemplazada, más aún, demolida y suplantada, si se deseaba que sirviese para la transformación social:
Nuestro desafío es nada menos que rehacer la ciencia —tanto las humanas como las «deshumanas»— creando los estilos de investigación útiles a nuestras sociedades como herramientas de aceleración evolutiva y de autosuperación. Para ello, el primer paso debe asumir el compromiso, aparentemente paradojal, de demoler y suplantar la ciencia que tenemos, en tanto es representación local de un estilo de pensamiento y de acción que, al no prestarnos ayuda, nos obstaculiza. Si confiáramos las tareas de la transformación social a los científicos que tenemos o a los que ellos podrían reproducir, es casi seguro que el resultado sería mediocre, y quizás, negativo (Ribeiro, 2007).
La reforma se encontraba ante «obstáculos epistemológicos» que no podía resolver en el campo de la ciencia, ni tampoco en el de la tecnología. En un momento en que el saber adquiere la forma de una unidad entre ciencia y tecnología, en el contexto de revolución científico-tecnológica contemporánea, esto es, la vinculada a la energía nuclear y la cibernética, lo que postulaba la reforma se circunscribía a la «utilidad» del conocimiento. La tendencia reformista no llegó, en efecto, a plantear una crítica de la revolución científico-tecnológica que estaba en curso.
Sin embargo, la crítica emprendida por los reformistas en torno al saber universitario y a la vieja «universidad napoleónica», a la vez que la confrontación contra los procesos de «modernización refleja», devino en la postulación de nuevos modelos de estructura universitaria. Se percibe entre los reformistas el esfuerzo por superar la estructura de facultades y escuelas, por dotar a las estructuras académicas de la flexibilidad necesaria a fin de que pudiesen responder a las demandas de nuevas profesiones, de tecnificación de la enseñanza y de ampliación de la matrícula, por crear las bases institucionales para la investigación científica y la consiguiente apropiación, adaptación e invención tecnológica, exigencias todas estas que comparten los reformistas con los modernizadores. Se intenta, en los modelos de universidad que proponen, superar tanto la estructura de facultades y escuelas como la estructura por departamentos que proviene del modelo estadounidense de universidad. La «síntesis» que propone Ribeiro, por caso, es una combinación de facultades y departamentos o institutos; en aquellas se pondría énfasis en la enseñanza profesional, y en estos últimos, en la investigación.
Cabe preguntarnos si, más allá de las intenciones críticas y el anhelo de vincular a la universidad con la transformación social, hubo en realidad un proyecto consistente de reforma que tuviese la posibilidad de contrarrestar el empuje de la «modernización refleja» en América Latina. Como hemos indicado ya, la segunda reforma —en el sentido de Rama—, es decir, la «segunda reforma realmente existente», fue más bien el resultado de la llamada «modernización refleja», cuyos objetivos se cumplieron de manera parcial. Al parecer, las tendencias críticas, de cuestionamiento al sistema social, demandan ciertamente su espacio de reflexión dentro de las universidades, pero estas, como instituciones, son más bien funcionales al sistema, son «aparatos ideológicos de Estado» (Althusser, 1976) en los cuales ciertamente se dan conflictos y antagonismos correlacionados con los enfrentamientos en otros ámbitos de la sociedad.
Ignacio Ellacuría: universidad y política en un contexto de guerra civil
La inquietud por la politización de la universidad ha sido constante en América Latina, lo que ha dado lugar a posiciones y documentos que van desde la valorización positiva de la politización —sea esta entendida en el sentido de la función política, cultural y democrática que tendría la universidad dentro de la sociedad, o sea, en el extremo, como instrumento partidario de grupos que han llegado, en coyunturas especiales, a convertir a las instituciones en brazo partidista, en fuente de financiamiento de sus prácticas o incluso en bastión militar—, hasta la valoración negativa, casi siempre a nombre de la neutralidad de la ciencia y la técnica. La politización, por tanto, ha sido concebida en varios sentidos: desde un punto de vista sociológico e histórico —que enfoca la funcionalidad de la institución dentro del Estado, y por tanto en la elaboración y transmisión de ideas políticas, la preparación de las élites gobernantes y de los técnicos que requieren el desarrollo y el mercado—, hasta el uso instrumental de las instituciones universitarias con fines políticos partidarios —gubernamentales o insurreccionales; de derecha, de izquierda, fascistas o populistas—, pasando por una comprensión de la universidad como espacio democrático. En efecto, diversos sectores en conflicto han hecho un uso instrumental de las instituciones universitarias: desde las dictaduras militares que se sirvieron de la Doctrina de la Seguridad Nacional para enfrentar al peligro del comunismo, pretexto bajo el cual intervinieron universidades —con el saldo de asesinatos políticos, encarcelamiento y exilio de profesores y estudiantes, censura, destrucción de libros, prohibiciones de enseñanza (de Marx, de Freud, de Nietzsche e incluso de Hegel), como sucedió en las universidades argentinas bajo las dictaduras militares desde fines de los 60 (Terán, 2004) y en las universidades centroamericanas—, hasta grupos insurreccionales que constituyeron los recintos universitarios en bastiones o zonas de resguardo, pasando desde luego por los grupos políticos que instrumentalizaron las universidades con fines de propaganda y proselitismo. La universidad tiene indudablemente funciones políticas dentro del Estado moderno, en la configuración de la cultura, en la preparación de las élites o de los funcionarios, en la producción y circulación de ideas e ideologías. Pero en América Latina, especialmente a lo largo del siglo pasado, las universidades, y sobre todo los movimientos estudiantiles, han tenido una participación activa y directa en distintos momentos de conflictividad política. De ahí que la politización de la universidad haya sido puesta como problema y tematizada, especialmente en el contexto de la segunda reforma y para enfrentar a la «modernización refleja», como la denominó Ribeiro. Tal vez esta problematización haya sido más enfática y cruda en momentos en que la beligerancia política adquiría la forma de guerra abierta. Tal es el caso de los países centroamericanos, especialmente de Nicaragua, Guatemala y El Salvador, durante un largo período de luchas contra las dictaduras, por consiguiente, de represión y continua violación de los derechos humanos. Un documento notable, porque revela de modo intensamente dramático la circunstancia, es el ensayo Universidad y política del filósofo y teólogo jesuita Ignacio Ellacuría19, rector de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (Ellacuría, [1980], 1990), escrito un año después del triunfo de la revolución sandinista y del derrocamiento de la dictadura del último Somoza en Nicaragua; además, como aclara el autor, es un trabajo redactado a propósito de un encuentro en Guatemala «organizado por el entonces secretario general de la FUPAC [Federación de Universidades Privadas de América Central], Roberto Mertins Murúa, asesinado hace pocos días [el 3 de septiembre de 1980] por las hordas irracionales que no desean la politización de la Universidad». En otras palabras, el de Ellacuría es un documento escrito en medio de la guerra. Hay que considerar, además, que quien lo escribe era rector de una universidad confesional católica, por tanto, privada, aunque ciertamente de una universidad atravesada por la confrontación política. Para Ellacuría, la condición política es inherente a la universidad, es un problema que debe ser abordado necesariamente dentro del debate intelectual universitario. Que la condición política sea un problema universitario implica que las universidades «en todo el mundo se ven a sí mismas como elementos activos y pasivos de la estructura social», sea esta capitalista o socialista. La cuestión tiene que ver con la dominación política y con las condiciones a las que cabe llamar ideológicas, que derivan de la profesionalización y el consiguiente «mercantilismo del saber». «[Q]uizá la razón más profunda de la politización —dice Ellacuría— estriba en que la universidad, tanto en los países occidentales como en los socialistas, está dirigida a convertirse no en instrumento de saber sino en instrumento de dominación. Se cultiva el saber, pero principalmente como medio de dominación. En definitiva, de dominación socio-política y económica». El saber se ha puesto al servicio del mercado, de las corporaciones transnacionales, al servicio de la confrontación armada. Incluso los saberes humanistas están al servicio de la tarea de dominación, «ideologizando y adornando lo que esta tarea tiene de ominoso y de contrario a la libertad y la pureza del saber». No interesa aquí cuestionar lo que sería tal «pureza del saber». Sí, en cambio, interesa la salvedad que a renglón seguido coloca el autor: no todos los académicos «se dedican a la macabra empresa de servir al Estado, de servir a una clase social, de preparar profesionales para la lucha por la vida» [el énfasis es añadido], sino que optan por la crítica, puesto que «la universidad genera los críticos más severos de la dominación y, en general, del sistema en el que están inmersos». En el seno de la universidad, por tanto, se reproduce el conflicto entre dominación —estatal, clasista, del mercado— y liberación, la cual se expresa en la crítica. La universidad es también el escenario en que se encuentran y confrontan saberes destinados a la reproducción y a la mejora de la formación social. En las universidades latinoamericanas, incluso en aquellas privadas y de carácter confesional, como es el caso de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», aparecen y se enfrentan por consiguiente posiciones que van de un extremo a otro, desde el que pretende la neutralidad científica y pone el acento en la profesionalización, que implica la politización para el dominio, a otras que por el contrario pretenden que la universidad, en tanto dispone de contingente humano, recursos e instalaciones, debe ponerlos al servicio de la acción puramente política. Ellacuría anota que, bajo el pretexto de la politización absoluta, este extremismo «niega no sólo la autonomía universitaria sino la realidad y el ser mismo de la universidad». De ahí que se precise indagar y situar la «verdadera y necesaria politización de la Universidad». Significativamente, para Ellacuría esa politización necesaria tenía que ver con el proyecto liberador. No obstante, la politización necesaria debía encontrar la «especificidad política de la universidad», es decir, «la adecuada implicación de lo académico con lo político y de lo político con lo académico». Frente a quienes postulaban una universidad despolitizada, Ellacuría insistía en la necesaria repolitización de la universidad, «exigida por la naturaleza específica de la universidad como fuerza social, que incide en la correlación de fuerzas que disputan el poder político». Dado el contexto, la disputa por el poder político era el escenario de la guerra entre dictaduras, sean estas militares o civiles sustentadas en el apoyo militar, y grupos insurreccionales, que habían surgido desde sectores radicalizados que iban de la democracia cristiana hasta el marxismo. Se requería de un especial temple de ánimo y valor para sostener en tales circunstancias, y en una universidad privada y además confesional, la exigencia de la repolitización de la universidad. Más aún, para Ellacuría la «politización adecuada de la sociedad», que, dado el contexto, habría que entender que implicaba el fin de la guerra civil, necesitaba de la politización de la universidad, no solamente porque esta producía saberes (investigación) y preparaba profesionales (enseñanza) para la sociedad, sino por algo más de fondo: porque «[e]n nuestro caso, (…) la universidad se encuentra ante una sociedad dominada por una terrible irracionalidad e injusticia, de la que de algún modo es cómplice». Para Ellacuría, la injusticia es irracionalidad, por tanto, se hacía preciso un «correcto entendimiento de lo que es racionalidad», entendimiento en que habían de confluir racionalidad y ética para que fuese fundamento de la politización, la cual es «una necesidad y una obligación», o, como dirá luego, una «obligación teórica y ética». Dice Ellacuría a propósito del «correcto entendimiento» de lo que es racionalidad:
En nuestro caso, además, la universidad se encuentra ante una sociedad dominada por una terrible irracionalidad e injusticia, de la que de algún modo es cómplice. Tal vez pudiera pensarse que el factor de injusticia no debiera afectar tanto a una institución que se encargaría fundamentalmente de encontrar un máximo de racionalidad y a la que no deberían afectarla tanto las cuestiones morales. Ante el supuesto de que así fuera, la injusticia lleva consigo una carga terrible de irracionalidad y, además, la irracionalidad es en nuestro caso un dato primario, ante el que una institución cultivadora de la razón no puede quedar imposibilitada. Aunque se considere a la universidad como una institución social cuya finalidad última sea introducir en el cuerpo social el máximo de racionalidad, dejando de lado toda intimación ética, la situación de nuestros países dominados y subdesarrollados exigiría su intervención precisamente por su radical situación de irracionalidad. Todo ello supone, sin duda, un correcto entendimiento de lo que es la racionalidad, que tiene en sí misma sus propias leyes y exigencias y que de ningún modo puede concebirse como pura instrumentalidad, a la que dan dirección otras instancias opcionales (Ellacuría, 1990).
Si la politización de la universidad es una obligación teórica y ética, debe darse de manera consiguiente un criterio de normatividad de tal politización, que, como acabamos de ver, se sustenta justamente en la racionalidad. Tal criterio normativo no sería otro que la «proyección social» de la universidad. Si la reforma de Córdoba había incluido a la extensión universitaria como tercera función de la universidad, junto a la docencia y a la investigación, y si se había cuestionado durante décadas la manera de comprender tal extensión universitaria como un vano ejercicio cuasi filantrópico para «regalar migajas de cultura», como dice Ellacuría, entre los obreros y los campesinos, en el pensamiento reformista de los años 60 y 70 se pone énfasis en cambio en la proyección social, en el compromiso de la universidad para transformar las estructuras sociales de opresión y dominación. Lo hemos visto en Ribeiro, lo veremos en Aguirre, y lo encontramos todavía en 1980 en el trabajo de Ellacuría. Ni el regalo de migajas de cultura, ni siquiera el servicio social, deben confundirse con la proyección social de la universidad. «Desde luego que no se trata de una proyección social cualquiera sino aquella que busca prioritariamente la radical transformación del desorden establecido y de la injusticia estructural» [el énfasis es añadido]. Y esta proyección social se realiza a través de la cultura, entendida como cultivo «real, activo, racional y científico, de la realidad social». Añade Ellacuría: «La cultura, el saber transformativo y no puramente contemplativo, es el arma típica de la universidad, aquello que más y mejor tiene en sus manos para proyectarlo sobre la sociedad» [el énfasis es añadido]. En otras palabras, y como señala el propio autor, la proyección social de la universidad, su función cultural, «se operativiza en la contribución, modificación y configuración de la conciencia colectiva en su dimensión estructural totalizante o en dimensiones estructurales parciales». A pesar de la circunstancia y de cierto radicalismo político, cabe preguntarse si no se escucha detrás de las palabras de Ellacuría un eco de la idea de universidad que había enunciado medio siglo antes Ortega y Gasset.
Pero ¿cómo interviene la universidad en la configuración y modificación de la conciencia colectiva, o, si se prefiere llamarla de otro modo, opinión pública, conciencia social, ideología dominante…? Un «aporte», sostiene Ellacuría, será el «diagnóstico científico y/o racional sobre la realidad histórica del país» y sus componentes; otro será «la producción de saber crítico», el cual tendría un momento esencial en la reflexión epistemológica, y otro momento no menos decisivo en la reflexión ética. La transformación de la universidad determina, de modo consiguiente, la subordinación de las funciones de enseñanza y de investigación a esta función decisiva, la proyección social, es decir, la función política de la universidad. En una sociedad determinada por la opresión que sufren las mayorías, el pueblo o los pobres, y por el subdesarrollo, una sociedad «constituida bipolarmente por una pequeña clase dominante (…) y una inmensa mayoría empobrecida y explotada», la proyección social implica por tanto una opción por las mayorías, el pueblo, los pobres. Para Ellacuría, a más de la reflexión epistemológica y la reflexión ética, está en juego obviamente una cuestión teológica:
La fundamentación teórica de esta opción se basa en que son las mayorías y su realidad objetiva el lugar adecuado para apreciar la verdad o falsedad del sistema en cuestión; un sistema social que mantiene por largo trecho de tiempo a la inmensa mayoría en una situación deshumanizada, queda refutado por esta misma deshumanización mayoritaria. La fundamentación ética de esta opción consiste en que se estima como obligación moral básica la de ponerse a favor de los injustamente oprimidos y en contra de los opresores; esto es tan evidente como decir que hay que ponerse a favor de la justicia y en contra de la injusticia, sólo que en casos concretos esto no se convierte en una tautología ética sino en una evidencia empírica irrefutable. La fundamentación teológica, desde un punto de vista cristiano, consiste en que el cristianismo considera a los oprimidos como lugar privilegiado para reconocer y realizar la salvación y a la Iglesia de los pobres como la forma privilegiada de buscar el Reino de Dios y de realizarlo en la historia [el énfasis es añadido].
Para el jesuita Ellacuría o para el jesuita Malo González, para Darcy Ribeiro o para el marxista Aguirre, hay por igual un reclamo de orden epistemológico a las universidades: conocer la realidad «nacional», que tiene además un sentido político, la necesidad de transformar la realidad social existente, realidad de dominio, de opresión, de subdesarrollo y dependencia. Reclamo, por tanto, de orden epistemológico que se vincula con la exigencia ética y política, a fin de situar adecuadamente la especificidad de la universidad, de preservarla como espacio de racionalidad crítica y de compromiso con las «mayorías», el «pueblo» o los «pobres», y que en el caso de Ellacuría se articula además con la dimensión teológica, es decir, con su comprensión de que la salvación se realiza en la historia20. Para ello, es condición necesaria la autonomía universitaria, que debe entenderse en relación tanto con el Estado como con el partidismo, e incluso en relación con las organizaciones populares con las que se debe vincular la universidad. «La autonomía universitaria no es un privilegio burgués sino que es una necesidad histórica». Solo en libertad es posible la acción universitaria, solo con autonomía puede procurar el diálogo necesario para el conocimiento de la «realidad nacional» y para actuar sobre ella. La politización de la universidad, en el sentido en que ha sido abordada por Ellacuría, lejos de obstaculizar la excelencia académica, la potenciaría, así como esta potenciaría a aquella: una mejor universidad propiciaría una mejor política. No obstante, es preciso señalar que el tema de la excelencia académica está asociado a un criterio de selectividad que Ellacuría no oculta al oponerse de manera expresa a la masificación de la universidad.
La «mejor política» que Ellacuría postula se inscribe desde luego en el proyecto liberador, humanista y humanizante de las mayorías deshumanizadas por la opresión y la pobreza. De ahí que su ensayo concluya de manera contundente:
Si la revolución no pasa por la universidad en el sentido de que no es ella su motor principal, la universidad debe pasar por la revolución, porque revolución y razón no tienen por qué estar en contradicción; más bien, en las cuestiones históricas se reclaman y se exigen mutuamente.
15 Para un análisis comparativo de las propuestas de Ingenieros y las que realizará doce años más tarde Ortega y Gasset, quien percibe críticamente algunos postulados reformistas desde la óptica de las universidades españolas, véase el artículo de Roig «Sentido y arquitectura de la Universidad» (Roig, 1990).
16 El término se refiere a los productores de nuevas tecnologías y a los encargados de la transferencia tecnológica. Esta aclaración es necesaria ya que en el Ecuador se comenzó a designar erróneamente como tecnólogos a cierto nivel de técnicos especializados en tareas subordinadas al mando de ingenieros.
17 En este capítulo se revisan las tesis de Ribeiro, rector fundador de la Universidad de Brasilia (1962), que se exponen en su libro de 1969 y que sintetizan las líneas fundamentales del reformismo universitario de los años 60 del siglo pasado; y las del jesuita Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamérica «José Simeón Cañas», expuestas en un artículo fechado en 1980. El libro de Ribeiro antecede y anticipa las posiciones de Manuel Agustín Aguirre, mientras el de Ellacuría es posterior a las tesis formuladas por Hernán Malo González en su conferencia «La universidad, sede de la razón». Con ello, quiero ilustrar los nexos, esto es, las coincidencias y divergencias, de los dos ecuatorianos con destacados pensadores y actores universitarios latinoamericanos del mismo período.
18 El cardenal Newman, por su parte, a mediados del siglo XIX ponía el acento en la enseñanza profesional, incluso por sobre la investigación científica, en su concepción de la Universidad Católica de Irlanda (Newman, 1907).
19 Ignacio Ellacuría (Portugalete, Vizcaya, España, 1930 – San Salvador, El Salvador, 1989) estudió Humanidades y Filosofía en Quito, donde fue alumno de Aurelio Espinosa Pólit S.J.; luego Teología en Innsbruck, y más tarde se doctoró en Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid bajo la dirección de Xavier Zubiri. Fue asesinado junto a otros sacerdotes y dos de sus colaboradoras en los predios de la Universidad por un comando militar en noviembre de 1989, durante la guerra civil salvadoreña. En los últimos años de su vida, Ellacuría propugnaba una salida negociada del conflicto.
20 Mas, ¿acaso a su modo pensadores como Ribeiro o Aguirre no están sujetos también a una teología política, por su recurrencia a ideales utópicos o expectativas mesiánicas, aunque el mesías sea «el pueblo» o «el proletariado»?