Читать книгу Padres e hijos - Иван Тургенев - Страница 12

VIII

Оглавление

Pavel Petrovich estuvo poco tiempo en la entrevista de su hermano con el intendente, hombre alto, muy delgado, con dulzona voz de tísico y ojos pícaros, que a todas las observaciones de Nikolai Petrovich respondía: “Por supuesto”, “claro está”, y trataba de demostrar que los campesinos eran, casi todos, unos borrachos y ladrones.

La hacienda, que desde hacía poco se llevaba de un modo nuevo, rechinaba como una rueda sin engrasar y crujía como madera húmeda. Nikolai Petrovich no se desalentaba, pero suspiraba con frecuencia quedándose pensativo. Arkadi había dicho la verdad: Pavel Petrovich ayudó más de una vez a su hermano. En más de una ocasión, al verlo tan preocupado y buscando el modo de salir de apuros, se había acercado a él con las manos en los bolsillos diciendo: Mais je puis te donner de l'argent(14), y se lo daba. Pero ese día, él mismo no lo tenía y prefirió retirase. Le hastiaban los menesteres de la hacienda, y siempre le parecía que Nikolai Petrovich, pese a su afán y amor al trabajo, no llevaba los asuntos como debiere, aunque no hubiera podido precisar en qué se equivocaba.

“Mi hermano no es lo suficiente práctico —se decía—, lo engañan”. Nikolai Petrovich, por el contrario, tenía en mucha estima el sentido práctico de su hermano y siempre le pedía consejo. “Yo soy un hombre débil, blando, toda mi vida la pasé en estos lugares retirados —solía decirle—. Tú en cambio, no en vano has vivido tanto tiempo en sociedad, conoces mejor a la gente, tienes una vista de águila.” Pavel Petrovich, como respuesta a esas palabras, daba media vuelta, pero no sacaba a su hermano del error.

Dejando a éste en su despacho, Pavel Petrovich se dirigió por un pasillo, que separaba la parte delantera de la casa de la parte posterior, hasta que llegó a una portezuela, se detuvo ante ella pensativo, se atusó los bigotes y llamó.

—¿Quién es? ¡Entre! —resonó la voz de Fienichka.

—Soy yo —respondió Pavel Petrovich y abrió la puerta.

Fienichka se levantó súbitamente de la silla, en la que estaba sentada con su niño, y dejando al pequeño en los brazos de una joven, que enseguida salió con él de la habitación, se apresuró a arreglarse el pañuelito que llevaba en la cabeza.

—Perdone si le he molestado —comentó Pavel Petrovich sin mirarla—. Sólo quería pedirle un favor... Creo que hoy van a salir para la ciudad... Ordene que traigan té verde.

—Como usted mande —respondió Fienichka—. Pero veo que usted ha hecho innovaciones aquí —añadió, lanzando a su alrededor una rápida mirada que se posó también en el rostro de Fienichka.— Me refiero a las cortinas —precisó, al ver que ella no lo había comprendido.

—¡Ah, sí, las cortinas. Nos las trajo Nikolai Petrovich. Pero hace ya tiempo que están puestas.

—Es que hace tiempo que yo no venia a visitarla. Ahora esto está muy acogedor.

—Gracias a Nikolai Petrovich —musitó Fienichka.

—¿Está usted mejor aquí que en el otro pabellón? —preguntó Pavel Petrovich con amabilidad, pero sin la menor sonrisa.

—Claro que estoy mejor.

—Ahora lo habitan las lavanderas.

—¡Ah!

Pavel Petrovich calló, —Ahora se irá —pensó Fienichka; pero no se iba, y ella permanecía ante él como clavada en el suelo, jugando timidamente con sus dedos.

—¿Por qué ordenó que se llevasen al pequeño? A mi me gustan los niños, enséñemelo.

Fienichka se ruborizó de turbación y alegría. Temía a Pavel Petrovich, pues éste casi nunca le dirigía la palabra.

Duniasha —gritó—, tráiganme a Mitia —Fienichka trataba de usted a todos los de la casa—. Si no, espere, hay que vestirlo primero —añadió dirigiéndose a la puerta.

—¿Qué más da? —observó Pavel Petrovich.

—Enseguida vuelvo —respondió ella, saliendo con ligereza.

Pavel Petrovich se quedó solo y esta vez miró a su alrededor con especial atención. La pequeña habitación de techo bajo, en la que se hallaba, estaba muy limpia y era muy confortable. Olía a pintura reciente, a manzanilla y a melisa. A lo largo de las palabras se veían sillas con asientos en forma de lira, compradas en Polonia, todavía en vida del general. En un rincón se encontraba una cuna, tras una cortina de muselania, junto a un baúl de hierro forjado con tapa redonda. En el rincón opuesto ardía una lámpara ante un cuadro, grande y oscuro, del milagroso Nikolai el Taumaturgo. Un diminuto huevecillo de porcelana, con una cinta roja, pendía del pecho del santo, sujeto a una aureola. En las ventanas había tarros con mermelada del año anterior, tapados cuidadosamente, que relucían con luz verde. En los papeles de las tapaderas, la misma Fienichka había escrito con letra grande: “Grosella”. A Nikolai Petrovich le gustaba aquella mermelada. Del techo, prendida en un cordón largo, colgaba una jaula con un jilguero rabicorto, que piaba y saltaba insaciablemente. La jaula se balanceaba y daba sacudidas, por lo que las cañamones caían al suelo. Sobre una pequeña cómoda colgaban retratos de Nikolai Petrovich en diferentes posturas y bastante malos, hechos por un artista que se detuvo de paso, allí mismo había una muy mal lograda de la misma Fienichka: en un marco oscuro, con la vista extraviada, sonreía forzadamente. Y encima de ese cuadro, Iermolov, ataviado con burka(15) miraba amenazadora los lejanos montes del Cáucaso, por debajo de un alfiletero en forma de zapatilla que se caía justamente sobre la frente.

Pasaron cinco minutos; se oía cuchichear en la habitación contigua. Pavel Petrovich tomó un libro grasiento de la cómoda, un tomo suelto de Los tiradores de Masalski, y comenzó a hojearlo. De pronto se abrió la puerta y entró Fienichka con Mitia en los brazos, recién lavado y peinado, vestido de camisita roja con el cuello bordado. El niño respiraba profundamente, moviendo todo su cuerpo y agitando sus manitas, como hacen los niños sanos. Toda su gordita figura expresaba la evidente satisfacción que le causaba la elegante camisita que le había puesto. Fienichka se había acicalado y se había puesto una pañoleta más bonita, pero hubiera podido quedarse como estaba anteriormente.

¿Acaso existe en el mundo algo más cautivador que una madre, joven y bella, con un niño robusto en los brazos?

—¡Está hermoso! —dijo Pavel Petrovich, acariciando a Mitia. El niño fijó su mirada en el jilguero y comenzó a reír.

—¡Es el tía! —dijo Fienichka, inclinando ligeramente el rostro hacia el niño, mientras Duniasha colocaba sobre el alféizar de la ventana una vela aromática encendida, poniendo debajo de ella una moneda.

—¿Cuántos meses tiene? —preguntó Pavel Petrovich. —Seis, pronto cumplirá siete, el día once.

—¿No serán ocho, Fienichka Nikolaievna? —preguntó Duniasha con cierta turbación.

—Claro que no; serán siete —el niño rió de nuevo, se fijó en el baúl y de pronto cogió con sus cinco dedos la nariz y los labios de su madre—. ¡Travieso! —dijo Fienichka sin apartar el rostro de sus manitas.

—Se parece a mi hermano —observó Pavel Petrovich.

¿Y a quién ha de parecerse? —Penso Frienichka.

—Sí —continuó Pavel Petrovich como si hablase consigo mismo—. La semajanza es indudable.

Y miró atentamente, casi con tristesa de Fienichka.

—Es el tío —repitó ella, en un susurro.

—¿De modo que estabas aquí, Pavel? —resonó de pronto la voz de Nikolai Petrovich.

Pavel Petrovich se volvió rápidamente y frunció el ceño; pero su hermano lo miraba con tanta alegría y gratitud que no pudo menos que corresponderle con una sonrisa.

—¡Es precioso tu chiquillo! —dijo, mirando su reloj—. Entré un momento para encargar el té.

Y adoptando una expresión indiferente, salió inmediatamente de la habitación.

—¿Vino así, espontáneamente? —preguntó Nikolai Petrovich a Fienichka.

—¿Y Arkadi no ha vuelto?

—No... No —profirió Nikolai Petrovich, titubeando y frotándose la frente—. Hubiese sido preciso antes... ¡Hola chiquitín! —añadió, animándose súbitamente y besando la mejilla del niño. Después se inclinó ligeramente y depositó un beso en la mano de Frienichka, cuya blancura inmaculada destacaba sobre la camisa roja de Mitia.

—Pero qué hace usted, Pavel Petrovich? —balbuceó ella, bajando la mirada y elevándola después lentamente... Fascinaba la expresión de los ojos de Fienichka al mirar hacia arriba, sonriendo con ternura y calidez.

Nikolai Petrovich conoció a Fienichka del siguiente modo: en cierta ocasión, hacía unos tres años, tuvo que pasar la noche en la posada de una ciudad lejana. Le sorprendió agradablemente la limpieza de la habitación que le habían destinado, la blancura de la ropa de cama —¿Será alemana la patrona —pensó. Pero resultó que era rusa. Una mujer de alrededor de cincuenta años, vestida con pulcritud, de rostro agradecido e inteligente y conversación moderada. Nikolai Petrovich conversó con ella a la hora del té y quedó agradablemente impresionado. Él acababa de instalarse en su nueva finca y, no queriendo tener consigo siervos, buscaba jornaleros. La patrona, por su parte, se quejaba del escaso número de viajeros que paraban en su posada en los malos tiempos que corrían. Nikolai Petrovich le ofreció una colocación en su casa, en calidad de ama de llaves. Ella accedió. Su marido había fallecido hacía tiempo, dejándole una sola hija, Fienichka. Al cabo de dos semanas, Arina Savishna, como se llamaba la nueva ama de llaves, llegó a Marino con su hija y ambas se instalaron en el pabellón. La elección de Nikolai Petrovich fue acertada. Arina puso orden en la casa. De Fienichka, que había cumplido apenas diecisiete años, no hablaba nadie y pocos la habían visto. Hacía una vida recatada, sencilla. Tan sólo los domingos, Nikolai Petrovich observaba en algún rincón de la iglesia parroquial el fino perfil de aquel pálido rostro. Así transcurrió más de un año.

Una mañana, Arina entró en el despacho de Nikolai Petrovich y después del reverencioso saludo de costumbre, le pidió si podía socorrer a su hija, a la que le había saltado una chispa al ojo. Nikolai Petrovich, como todos los hombres caseros, entendía algo de medicina y hasta tenía en casa un botiquín homeopático. Inmediatamente pidió a Arina que trajera a la enferma. Fienichka se asustó al enterarse de que el barón la esperaba; no obstante siguió a su madre. Nikolai Petrovich la condujo a la ventana y cogió su cabeza con ambas manos. Examinó atentamente su ojo enrojecido e inflamado, después preparó al instante colirio y, rompiendo en jirones su pañuelo, le mostró cómo se prepara una compresa. Fienichka lo escuchó y se disponía a salir cuando su madre le dijo: “Besa la mano del señor, tontuela.” Mas Nikolai Petrovich no le tendió su mano sino que, visiblemente turbado, él mismo besó la cabeza inclinada de Fienichka. Ésta sanó rápidamente del ojo, pero la impresión que había producido en Nikolai Petrovich no fue tan pasajera. No se borraba de su imaginación aquel rostro puro, lleno de ternura, un poco levantado con temor. Sentía el contacto de aquel cabello suave, veía esos labios inocentes entreabiertos, a través de los cuales brillaban, húmedos como perlas, unos dientecillos nacarados. Comenzó a contemplarla en la iglesia con gran atención, trató de entablar conversación con ella. Al principio Fienichka se mostraba arisca y una vez, al caer la tarde, viendo que él se acercaba por un angosto sendero, a través de un campo de centeno, se metió entre las crecidas y espesas espigas mezcladas con ajenjos y acianos para evitar el encuentro. Nikolai Petrovich, que divisó su cabecita entre las espigas doradas, desde las que ella lo miraba como una fierecilla, le gritó cariñosamente:

—¡Hola, Fienichka! Yo no muerdo.

—¡Hola! —musitó ella sin salir de su escondrijo.

Ya comenzaba la muchacha a acostumbrarse a Nikolai Petrovich, aunque todavía se turbaba en su presencia, cuando inesperadamente su madre falleció de cólera. ¿Qué iba a ser de Fienichka?

Ella había heredado de su progenitora el amor al orden, la mesura y el buen juicio. ¡Pero era una joven y se hallaba tan sola! Y Nikolai Petrovich era a su vez tan bondadoso y modesto... El resto no necesita explicación...

—¿De modo que mi hermano vino a verte? —preguntó Nikolai Petrovich—. ¿Llamó y entró?

—Sí—

—Bueno, eso está bien. Déjame mecer a Mitia. Y Nikolai Petrovich comenzó a lanzar al niño casi hasta el mismo techo, con gran regocijo del bebé y no poca inquietud de la madre, quien en cada revoloteo extendía lo brazos hacía sus piecitos desnudos.

Entre tanto, Pavel Petrovich había vuelto a su elegante despacho, pintado de un color chillón, con armas colgadas sobre un tapiz persa, muebles de nogal tapizados con triple madera de un triple verde oscuro; una biblioteca estilo renaissance, de vieja madera de roble; estatuillas sobre un soberbio escritorio y chimenea... Se dejó caer en el diván, puso las manos debajo de la cabeza y se quedó inmóvil, mirando al techo casi con desesperación. Quizás porque deseaba ocultar hasta de las mismas paredes lo que reflejaba su rostro, o bien por algún otro motivo, lo cierto es que se levantó, corrió las ventanas y volvió a dejarse caer sobre el diván.

(14) Pero puedo darte un poco de dinero.

(15) Capote de fieltro.

Padres e hijos

Подняться наверх