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LA EDAD DEL CAMALEÓN Y DEL PÁNICO AL RIDÍCULO
Sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los demás chicos nos han despreciado un poco. Haríamos cualquier cosa con tal de salvarnos de este desprecio; hacemos cualquier cosa.
Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg
Durante algunos años organicé una Escuela de fútbol sala. La idea era atender a chicos de entre 9 y 15 años que por alguna razón no participaban en la liga que organizaba la Federación: bien porque no poseían buen nivel futbolístico, bien porque sus padres no los podían acercar a entrenar, tal vez porque realizaban otras actividades por las tardes… Pensé que habría muchos muchachos a los que les encantaría participar en su deporte preferido y que quedaban excluidos. Y resultó un éxito, pues durante sucesivas temporadas participaron más de un centenar de jóvenes futbolistas.
La actividad consistía en dos sesiones semanales. Los viernes por la tarde, asistían a las actividades teóricas: tertulias con futbolistas del equipo de la ciudad que acababa de ascender a la Primera División; también con árbitros o con periodistas; clases teóricas sobre técnica y táctica deportiva… Además, los sábados, entrenamiento y competición: nos habían dejado las instalaciones de un cuartel del Ejército que contaba con una explanada grande para entrenar y con cuatro canchas de fútbol sala para competir.
Al comienzo de una temporada, justo en el regreso del tercer día de competición, uno de los entrenadores me avisó muy alarmado, porque un jugador de su equipo había sustraído del cuartel un objeto sorprendente. En efecto, en la bolsa de deportes de un chico de doce años brillaba una bala de cañón de unos treinta centímetros. La había visto, le había gustado y se la había traído. Ahora, sencillamente, estaba arrepentido de su acción.
Reuní a los monitores para ver cómo resolver el lío. Teníamos un problema, pues aunque no era un misil de última generación, sino una bala de cañón antigua, tal vez usada como decoración en algún sitio del cuartel, ¿cómo explicar que un niño se había llevado un proyectil que pesaba más de 15 o 20 kilos? ¿Cómo reaccionaría el Coronel que con tanta generosidad nos había dejado gratis las instalaciones deportivas? ¿Qué futuro esperaba a nuestra Escuela de fútbol, cuya competición acababa de comenzar?
Entonces apareció el preadolescente en la habitación donde estábamos reunidos y nos dijo: “¡Tranquilos, que es solo una broma! ¡La bala estaba en la sala de estar de mi casa y la he traído para gastar una broma!”.
La adolescencia es el vuelo desde el pulcro nido familiar hacia el universo social roto, desde el cariñoso hogar infantil hasta la complejísima sociedad en la que se tendrán que integrar en un grupo de amigos para llegar a la juventud. Siguiendo la metáfora, se despega desde un reposado universo familiar y se aterriza en un mundo social cansado, en un aeropuerto donde abunda la soledad y el desamor. Y durante ese viaje, un fuerte riesgo de inautenticidad amenaza a esta edad maravillosa, pero vulnerable.
En este trecho de la vida se entrecruzan dos tendencias fundamentales. Por una parte, la imperiosa necesidad de encontrar un valioso ideal de vida auténticamente personal. Por otra, y con el mismo nivel de impetuosidad, la necesidad de realizarlo dentro de un grupo de iguales, de amigas y amigos de la misma edad. La primera directriz se nutrirá, fundamentalmente, de la educación familiar; pero la segunda dependerá sobre todo del ambiente social.
Ahora bien, ¿qué desenlace se vislumbra si no hemos sabido preparar a los hijos para afrontar el contraste entre los valores familiares y sociales al llegar la adolescencia?
Como refleja la anécdota del comienzo del capítulo, a los hijos se los debe formar con profundidad, porque no son idiotas. Es posible que para algunas facetas de la vida sean ingenuos y que, dependiendo de su edad, no puedan comprender algunas ideas demasiado abstractas. Pero en una sociedad compleja, se requiere una educación con profundidad intelectual. Para impartirla, sus padres necesitarán comprender con un cierto rigor los rasgos esenciales de la cultura en la que respiran. Así les ayudarán para luchar contra la tendencia al mimetismo y contra el miedo al ridículo, rasgos que irán creciendo al acercarse la edad adolescente, el tiempo en el que cristaliza o fracasa la educación familiar.
La cuestión no es sencilla. Pero evidencia la necesidad de abordarla con una cierta hondura, adecuada a la edad de cada hijo, para evitar el desconcierto futuro o la resignación. Los jóvenes necesitan una educación fuerte en la que sean tratados como personas que aspiran a un mundo perfecto, a una civilización donde prevalezcan el amor, la justicia y la belleza. Donde experimenten el respeto a la libertad de conciencia, sin relativismo. Porque los chicos pequeños y los adolescentes, aunque posean cierta ingenuidad y aún no hayan llenado su mochila con muchas experiencias, guardan en su interior una capacidad grande para comprender el mundo moral, tal vez mayor que la de muchos adultos.
A. Unas gotas de filosofía
La mejor vacuna contra la superficialidad la proporciona el conocimiento de la aventura del pensamiento, pues evita imitar las modas culturales simplemente porque las sigan las mayorías o porque las aplaudan los medios de comunicación. También, la sabiduría fortalece frente al temor de ir contra corriente y frente a la inseguridad o al disimulo para no parecer atrasados o incultos.
En este sentido, tal vez sorprenda conocer que uno de los primeros impulsores de la pluralidad fue un pensador cristiano y personalista: Jacques Maritain (1882-1973). Este filósofo, en su libro Humanismo integral[1] de 1936, presentaba el pluralismo como un modelo para superar la idea nostálgica de una homogénea sociedad medieval.
Su novedosa obra postulaba el abandono del tradicionalismo y la adopción de una perspectiva política y cultural contemporánea, proponiendo un nuevo humanismo integrador. Entre los aspectos de esa propuesta de nueva sociedad paradigmática, señalaba: «Pluralismo, autonomía de lo temporal, libertad de las personas, unidad de la raza social, obra común»[2]. Es decir, que la pluralidad aparecía como la primera nota positiva a la hora de presentar una propuesta humanista para la organización social de su tiempo.
Por supuesto, Jacques Maritain no era un soñador alejado de la realidad, y era consciente de que el respeto de la libertad se podría utilizar tanto para el bien como para el mal. Concretamente, escribía: «El papel de los instintos, de los sentimientos, de lo irracional es más grande todavía en la vida social que en la vida individual. Se sigue de ello la necesidad de un trabajo de educación que debe ser realizado necesariamente en el cuerpo político»[3]. Como se aprecia, comprendía que la pluralidad también ofrecía un rostro sucio que había que tolerar: la vulgaridad. Pero por encima de esto, valoraba los muchos bienes del pluralismo, y sostenía que el régimen de convivencia democrática constituía el mejor sistema social para el desarrollo de una civilización verdaderamente humana.
El filósofo francés también planteó la complejísima cuestión −que llega hasta nuestros días− de cómo maniobrar en la sociedad plural para no ceder ante el relativismo. O dicho con otras palabras, cómo tratar la apuesta por los valores buenos y conjuntarlos con los que se niegan a aceptarlos y los transgreden. En definitiva, la compleja articulación entre democracia y pluralismo de una parte, y las conductas negativas de otra, tan importante para la educación familiar en el mundo actual.
Ante este problema, el pensador francés proponía una “carta democrática” con contenidos, para esquivar el peligro del escepticismo. También ofrecía lo que denominaba un «credo de la libertad»[4] o base común no religiosa compartida, a la que llamaba «fe temporal o secular»[5]. Constaba de cuestiones prácticas básicas sobre «la verdad y la inteligencia, la dignidad humana, la libertad, el amor fraternal y el valor absoluto del bien moral»[6]. En el fondo, trataba de mantener ese mínimo ético común compartido por todas las tradiciones culturales y religiosas de todos los tiempos.
Con raíces filosóficas muy alejadas a Maritain, otro intelectual merece ser citado para hablar del pluralismo no relativista: Isaiah Berlin (1909-1997). Célebre como pensador liberal por su distinción entre los conceptos de libertad negativa y positiva, aquí lo cito por sus reflexiones sobre la pluralidad. Por ejemplo, con ironía Berlin descalificaba a quien no entendía lo plural: «El enemigo del pluralismo es el monismo (…). Aquellos que conocen las respuestas a algunos de los grandes problemas de la humanidad deben ser obedecidos, porque tan solo ellos saben cómo debe ser organizada la sociedad, cómo se deben vivir las sociedades individuales, cómo debe desarrollarse la cultura»[7].
De igual modo que el autor personalista francés, Berlin también detestaba el relativismo en su apuesta por el pluralismo: «No soy un relativista, no digo: “A mí me gusta el café con leche y a ti sin ella; yo estoy a favor de la bondad y tú prefieres los campos de concentración” (…). Si soy un hombre o una mujer con imaginación suficiente, puedo entrar en un sistema de valores que no es el mío propio; puedo comprender que otros hombres se guían por ese sistema y sigan siendo humanos, sigan siendo criaturas con las que me puedo comunicar, con las que tengo ciertos valores en común —puesto que todos los seres humanos deben tener algunos valores en común, o dejarán de ser humanos—; pero también deben tener otros valores diferentes, o dejarán de diferir, como de hecho ocurre. Esa es la razón por la que el pluralismo no es relativismo»[8].
En resumen, tras la mirada positiva de Jacques Maritain y de Isaiah Berlin se pueden filtrar postulados valiosos para la pluralidad. Esto supone un fundamento sólido para el respeto profundo de «la idea de la santa libertad»[9], y aleja la idea de que cada individuo pueda hacer lo que le venga en gana.
B. Aplicaciones para la educación familiar para la pluralidad
Ahora podemos desarrollar las bases teóricas de una propuesta educativa para abordar el problema del contraste entre los valores educativos familiares y los valores sociales dominantes al llegar la adolescencia de los hijos.
1. La educación para la pluralidad nace del respeto profundo a las personas, no del relativismo
Cada persona posee el derecho intangible a la libertad de conciencia ante el que solo cabe una actitud de respeto. Por ello, cada uno debe forjar su mundo interior y ostenta, por tanto, el derecho a comunicarlo y difundirlo libremente. Así pues, aunque sus ideas sean contrarias a las recibidas en nuestra familia, requiere nuestro respeto −el mismo que exigimos para nuestras convicciones−, porque la libertad es lo que nos hace seres humanos, y lo que posibilita el encuentro con la verdad. Se debe, entonces, tolerar las opiniones que consideremos pobres o equivocadas, no por una postura relativista ni aun por neutralidad, sino por un profundo amor a la libertad. Con otras palabras, esto supone educar en la actitud radicalmente opuesta a la indiferencia o al escepticismo y, a la vez, formar para buscar la verdad en el mundo plural, pero sin tensiones innecesarias.
2. Educar en la idea de mejorar la sociedad y de transformar el mundo con nuestra vida
Precisamente, el respeto a la conciencia de toda persona constituye el trampolín perfecto para educar bien en los ideales propios, los que consideremos adecuados, y para explicar por qué otras formas de entender el mundo nos parecen negativas. Al sortear tanto el relativismo como el dogmatismo, se accede a una educación preñada de amor a los demás y de respeto a sus ideas; y eso va unido a la conciencia fuerte de tarea para acercarlos al bien. Asimismo, esto supone proveer a los adolescentes de la idea de la vida como aventura, de la existencia como una preciosa novela de acción en la que se intenta influir positivamente sobre los demás y mejorar el mundo que habitamos. Porque si la propia familia no ofrece a los hijos de un guion que nutra sus vidas de sentido valioso serán otras instancias quienes lo hagan, ya que el ser humano es alguien llamado a realizar una tarea vocacional. En este sentido, cuando la misión a la que un joven se siente llamado es pobre o, sencillamente, inexistente, tarde o temprano se sentirá defraudado y terminará en desencanto vital, en persona desmotivada y, posiblemente, en el cinismo existencial; aunque eso llegará más tarde, tal vez tras seguir un ideal poco valioso que terminará por defraudarlo.
3. La necesidad de una identidad familiar fuerte
Cuanto mayor sea la complejidad social, más necesaria será la construcción de una identidad familiar fuerte, como contrapunto, para así disponer de una honda capacidad crítica. Es decir, para evitar personalidades uniformes configuradas al dictado de los poderes dominantes, se hace muy necesario proporcionar en la familia una identidad familiar bien trabajada junto con un amor al mundo plural. Así se provee a los hijos de los resortes intelectuales suficientes para amar lo propio y para descubrir las carencias éticas y existenciales de las diversas cosmovisiones alejadas de la recibida en la familia.
4. La comprensión de las ideas culturales de fondo que nutren la sociedad
Con la educación familiar para la pluralidad se logrará la comprensión de las raíces de las que nacen las diferentes conductas morales, pues solo un conocimiento de algún grosor intelectual permite discernir que los frutos iniciales del hedonismo y del abandono de los jóvenes no son tan atractivos como parecen a primera vista. No es, por tanto, un discurso sencillo sobre problemas morales concretos, sino una formación para entender las grandes ideas de las que se nutren las diversas conductas morales que se presencian en las variadas relaciones interpersonales, a través de la televisión, internet, etc. Se trata de educar para conocer y razonar sobre el suelo cultural, sobre el fondo ético que sustenta las conductas de las personas.
5. Explicar los valores propios y los ajenos
No consiste en explicar solo los valores propios, sino también los ajenos que transitan por la sociedad plural. Se expondrán los pros y los contras englobados en los diversos planteamientos intelectuales, para que se puedan defender de las influencias negativas. También, de intentar que comprendan y aprecien los aspectos positivos que encierra cualquier movimiento cultural, aunque se encuentre alejado del nuestro. Interesa, entonces, evitar los reduccionismos y las simplificaciones, y fomentar la mirada intelectual que busca siempre lo que une a los demás por encima de lo que separa. Asimismo, de avivar la inquietud vital de aprender de todos, la actitud intelectual del rechazo total a lo falso y lo incoherente.
Como campo fecundo en el que podemos unirnos con todos los demás miembros de la sociedad destaca el de educar para un desarrollo sostenible. Así pues, con el fomento en el hogar de la «conversión ecológica» familiar —usando la expresión de la encíclica Laudato si del papa Francisco−, cada familia tratará de incorporar conductas para ayudar a un cuidado sostenible de nuestro Hogar común, la Tierra. Para habitarla con el mimo que merece y para dejarla con el menor impacto negativo posible de cara a las generaciones venideras.
6. Fomentar más la idea de ayudar a otros que la de protegerse a sí mismos
No se persigue tanto sobreproteger a los hijos ante un ambiente adverso cuanto de transmitirles el ideal de ayudar a otras personas. En este sentido, la educación será positiva, orientada hacia hacer el bien, y no solo a defenderse ante un ambiente difícil. Educar para la pluralidad significa formar a nuestros hijos para transformar el mundo con acciones positivas. Dicho de otra forma, esta educación subraya la idea de la vida como don valioso y, a la vez, como responsabilidad para mejorar la sociedad. En concreto, esta actitud se reflejará en una educación llena de alegría y buen humor, pues ambos resultarán más necesarios cuanto mayor sea la crisis cultural que deben abordar los jóvenes.
7. Enseñar la complejidad de lo real y a matizar los juicios: la serenidad sin violencia
A través de esta formación comprenderán que no existe ningún camino en la vida que sea rechazable en bloque, y que quien excluye a alguien o lo ridiculiza por pensar distinto, en el fondo, es quien menos razones posee sobre sus propios argumentos. En otras palabras, aprenderán que cuanto menos firme es el suelo de las convicciones personales más fuerte suele ser la violencia empleada para rechazar a quien no piensa como nosotros. Y lo contrario: quien fundamenta bien su fondo moral entiende también la complejidad de cada ser humano y es comprensivo con los modos de pensar alejados del propio. Esto ayuda mucho a no sentirse ridículos por pensar de modo distinto a la mayoría, y a sentir pena por quien descalifica o excluye a alguien porque no comparte sus convicciones familiares, morales o religiosas. También servirá para alejarse de quien defiende sus ideas de modo vehemente: sabrán enseguida que les faltan argumentos.
8. Tomar conciencia de vivir en un mundo muy injusto para la infancia y para los que menos poseen
Por último, la educación plural propuesta provee de un ideal de justicia alto que detecta el contraste de una sociedad que, junto con valores muy positivos, presenta una cara perversa que puede pasar inadvertida: la gran injusticia de plantear problemas morales de gran envergadura en edades tempranas. De alguna manera, se puede decir que hemos trasladado los problemas de una sociedad adulta a los jóvenes sin experiencia. Y esto es muy injusto. ¿Por qué un niño al hacer una búsqueda en internet tiene que encontrar frecuentes estímulos, seducciones o escenas sexuales brutales cuando todavía es muy ingenuo? ¿Por qué un chico o una niña pequeña tienen que convivir con la crudeza de las separaciones y rupturas familiares y con una violencia frecuente, si no en sus propios hogares, tal vez en el de sus familiares, amigos, compañeros de colegio o vecinos?
Y lo mismo podría referirse respecto de los millones de personas que pasan hambre y que resultan invisibles para quienes llegan perfectamente a final de mes. Esta realidad se ha de explicar de modo frecuente, para que en los hijos no prenda la indiferencia.
Subrayo estas situaciones porque la comprensión de este mundo injusto es un motivo más para afrontar la superficialidad ambiental que domina en la sociedad. Y porque el ideal de justicia posee mucha fuerza al acercarse la adolescencia.
C. Desafiando el ridículo: la belleza de ser alguien
Escribe el filósofo catalán Josep María Esquirol que «la vida es el ayuntamiento —la relación− de lo finito y lo infinito, entre lo que abarcamos y lo que no abarcamos, entre lo visible y lo invisible»[10]. Cuando se percibe esto, se trata a todo el mundo de rodillas ante su misterio de infinitud única, y se avanza muchísimo en el respeto, en la comunicación, en aprender del otro, en la tolerancia y, por supuesto, en la propia vida moral, puesto que se nutre de todo lo anterior.
Así se puede plantear la formación como la aventura de una existencia que aspira a la plenitud ética y como una donación para devolver lo que los demás nos han regalado. Y se desecha también la parálisis moral por el desaliento que produce la abundancia de corrupción y vulgaridad.
Se escribió al principio del capítulo que la educación actual debe ser profunda. Pues bien, para su logro Esquirol destaca la virtud de la sencillez, porque «una cultura alejada de la sencillez es también una cultura alejada de la profundidad (...) ¿Y si existiera una conexión entre la incapacidad para darse cuenta de la sencillez y el déficit de generosidad?»[11]. En esta sociedad consumista en la que lo importante para los jóvenes es la marca que compran para presumir de prendas caras, me parece que tiene mucho interés la formación en la sencillez, para admirarse ante la belleza de ser alguien, por encima de su envoltorio material. Educando sin despreciar lo material, pero formando también sobre la sobriedad y el gusto.
Afortunadamente, son muchos los que se dan cuenta de que algo no está funcionando en nuestra cultura. En ese ir contracorriente, desde la educación para la pluralidad se potencia lo que el filósofo Alasdair MacIntyre denomina las virtudes de la dependencia reconocida: la generosidad, la misericordia, la piedad, el perdón, el agradecimiento, la ternura y, sobre todo, el cuidado.
Esta base educativa estimula a los adolescentes para superar su tendencia camaleónica a mimetizarse con el ambiente dominante para ser aceptados. También los vacuna para que no se encapsulen en un mundo artificial donde sostener los valores familiares recibidos por miedo al ridículo.
Los hijos lo entienden. Y aunque a veces protesten, perciben que el gran fruto es vivir con esperanza y alegría, en un mundo como el que bosqueja Corina Dávalos:
«Al amanecer / el sol bebía / un café con estrellas»[12].
O sea, educar en el misterio de la persona, ser simbólico que busca llenar de sentido a su existencia, en ese respeto en el que cada uno es un alguien único, un individuo especial que embellece la sociedad plural verdadera, sin mimetismos, sin miedos.
[1] Cfr Jacques Maritain, Humanismo Integral, (1.ª ed., en 1936), (2.ª ed., 1946), (Madrid: Biblioteca Palabra, 1999).
[2] Ibid., 130.
[3] Jacques Maritain, Los derechos del hombre y la ley natural 1942. Cristianismo y democracia 1943 (Madrid Biblioteca Palabra, 2001), 51.
[4] Ibid., 116-117.
[5] Ibid., 118.
[6] Ibid., 118.
[7] Isaiah Berlin, El poder de las ideas. Ensayos escogidos, (Barcelona Página Indómita, 2017), 61.
[8] Ibid., 58.
[9] Jacques Maritain, Humanismo integral, op. cit., 205.
[10] Josep Maria Esquirol, La penúltima bondad, (Barcelona: Acantilado, 2018), 15.
[11] Ibid., 16 y 19.
[12] Corina Dávalos, Memoria del Paraíso, (Sevilla: Sístola Poesía, 2010), 30.