Читать книгу La persistencia de la memoria - Iván Ávila Pérez - Страница 6

2. Bebió de la botella plástica con delicadeza y luego se la extendió a Juan Pérez. Él, para no ser mal educado, inten-tó tomar agua con la misma parsimonia, pero los deseos por satisfacer la sed y el cansancio, que podía adivinar hasta en sus cejas apelmazadas, pudieron más. Sara dejó dibujado en el aire espeso un gesto burlesco; él se sonro-jó.

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Apenas lo vio al otro lado de la carretera, lo recono-ció. Era uno de los tantos matones que conformaban la brutal comparsa de Pablo, pero el nombre real que de se-guro se ocultaba tras esa chapa y la historia quizás mise-rable de aquel sujeto, no le habían interesado hasta ese momento, en que la forzada compañía la incitaba a inda-gar más allá de los rasgos que le recordaban a Niculcar. Las manos gruesas, capaces de abarcar todo su cuerpo con un simple movimiento; la nariz ancha, masculina, aguile-ña aunque no prominente y en especial, los ojos brillantes e inquietos que observaban todo con curiosidad, como si quisiera memorizar hasta el más intrascendente detalle del horizonte voluble al que nunca llegaba, pero que mi-raba como si todavía quedase algún futuro entre las fanta-sías circenses que se acumulaban a lo largo de la ruta y que a ella, no le interesaban, desapareciendo rápidamen-te, devoradas por la cola de su cometa en fuga.

Sara avanzaba sin fijarse en la velocidad que conmo-vía la carrocería del vehículo, obsesionada con descubrir si tras la siguiente curva, apenas dibujada al borde de los límites movedizos que él miraba, aparecía algún árbol o, por lo menos, un perro desnutrido que rompiera aquella naturaleza muerta, tan inútil de comparar con los óleos surrealistas que pintaba en sus noches de alcohol y dro-gas, encerrada en el departamento que compartía con al-gunos compañeros de carrera, mientras de día hacía lo posible por cumplir todos los desafíos que la llevarían a convertirse en profesora, una rutina que asumió desde la partida de su madre quizás como una evasión concreta que sepultara el pasado y que solo fue rota cuando cono-ció a Pablo, el animal de escaso tacto y toscas reacciones que se convirtió en su dealer preferido y que, poco a poco, con gestos de brusco e infantil romanticismo, fue ganando su aprecio, confianza, respeto y más tarde, su amor… La voz profunda y decidida de Niculcar validando una idíli-ca vida paralela más allá de los muros del apartamento y de la universidad, alejándola de los remanentes del dolor seco con que había llegado del norte, todavía le daba vueltas en la cabeza como un eco monástico viajando a través del purgatorio hasta sus oídos, abriéndose paso entre los rugidos del motor.

Colocó el casete y el Réquiem comenzó su lenta arre-metida.

―Eso es… ¿Berlioz? ―atisbó Juan.

Sara trató de contener la sorpresa ante el tino musical de Pérez, manteniendo la vista fija en el parabrisas. El In-troitus se apoderó de la atmósfera caldeada, ahogando las onomatopeyas mecánicas y el rasgueo del viento entrando por las ventanillas. No le hubiera molestado que Juan terminara con su vida en aquel instante; hacía años había decidido que esas eran las voces y las armonías que que-ría escuchar cuando rompiera el lazo que unía espíritu y carne, desde aquella tarde en que su padre compartió con ella un vinilo que recién había adquirido en una feria de Iquique: un álbum de 1969 que en sus surcos había plas-mado cada perfecto detalle de la versión del Réquiem in-terpretada por la Sinfónica de Londres, dirigida por la impecable batuta de Sir Colin Davis. Fue una jornada cómplice y ceremoniosa, casi ocultista, como tantas otras en las que disfrutaban de las emociones que les legaban películas, libros y discos. Pero nunca podría encontrar el momento ni el lugar ideal que había imaginado antes de comenzar la fuga inútil, destinada a terminar en callejones sin salida, aunque se encontrara en medio del paisaje más vasto del mundo. Por eso, asumió con resignación la amenaza de Juan que se había vuelto intermitente; el ca-ñón oscuro que apuntaba hacia ella se movía indeciso, dirigido por los vaivenes del sopor que luchaba por ven-cer al cipayo.

En un universo paralelo, Sara se proyectaba a miles de kilómetros del sufrimiento que le provocó Pablo y de las pesadillas escritas en el pasado vívido, a punto de en-trar a un quirófano para cambiar las facciones de su rostro, ya con una nueva identidad en el bolsillo. Pero había ele-gido quedarse en el desierto, dando vueltas en círculos como un jote seducido por las corrientes espirales del viento, confortablemente sedada por su propia negligen-cia, asumiendo que no importaba a dónde tratara de huir, el Gitano, Juan Pérez o cualquier otro de los asesinos a sueldo de Pablo, de una u otra forma, llegarían hasta ella para cobrar venganza por la traición que él mismo había forzado, aunque la gran pregunta que debía hacerse en ese momento era por qué el hombre sentado a su lado, había cedido tan rápida y servilmente a sus palabras.

No se atrevió a hablar hasta detenerse en la boca de uno de los tantos caminos abiertos en el desierto a expen-sas de la columna vertebral oscura por la que avanzaban en una cadencia sin destino; heridas malamente cicatriza-das de una guerra ganada por las dunas.

El ramal estaba apenas signado por dos montículos de piedras desglosados por el tiempo. Echó mano al ma-pa que tenía en la cajuela, extendiéndolo sobre el volante, buscando en sus trazos, algún indicio que encajara con los difusos recuerdos fotográficos que tenía del paisaje que había visto a retazos hacía veinte años, cuando entre los vaivenes del camión militar y la capucha que le envolvía la cabeza, logró vislumbrar pedazos de desierto y señales carreteras, acurrucada sobre el pecho de su madre, en-vuelta en lágrimas, rechazo y una pena que hasta ese momento no lograba abarcar, menos traducir en palabras.

El arma de Juan la observaba fijamente, perturbándo-la.

―¿Todavía crees que quiero huir? ―espetó Sara, vehemente.

―Traicionaste a Niculcar. No me culpes si no confío en ti.

―Sé que debo morir, Juan, y también sé que debe ser de esta forma. Lo asumí desde que dejé a Pablo. Es un camino que no puedo desandar y que tiene un único final que tú y yo conocemos, así que mejor guarda esa actitud de secuestrador barato para una persona que te la crea ―sentenció ella, acuciándolo con la mirada a desistir de amenazarla.

Pérez observó el entorno abrumador, buscando una excusa que le permitiera mantener su insignificante venta-ja, pero no la encontró. Guardó la pistola en su espalda, bajo el cinturón.

Ella volvió a ojear las líneas y puntos que apenas eran capaces de describir el paisaje. Aun sin conocer el término del viaje, analizó las opciones que tenía y optó por echar a andar el motor de nuevo, ascendiendo hacia la cordillera desdibujada por una naciente tormenta de polvo en don-de esperaba encontrar una señal milagrosa que la sacara de aquel laberinto; las huellas del pasado que quiso bo-rrar, pero que, en ese momento, se le hacían necesarias para darle un sentido, aunque fuera absurdo, a sus últi-mos días de vida.

La persistencia de la memoria

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