Читать книгу La persistencia de la memoria - Iván Ávila Pérez - Страница 7
3. Cuando Sara salió de la carretera y decidió escalar la que-brada aplastada por la endeble alternativa de camino que se nos presentó, me limité a mirar el parabrisas para ver si algún bicharraco chocaba con el vidrio como en otras par-tes del mundo, pero no pasó nada. También pensé en las razones que terminaron por dejarme botado en medio del desierto, rogando por una lluvia milagrosa, para abatir el calor que me desconcertaba.
ОглавлениеNunca me permití ser un hombre religioso. Aunque aprendí a leer y a escribir gracias a la Biblia que utilizaban los celadores del orfanato donde me críe, como libro de enseñanza, ley, sentencia y condena, jamás seguí las sen-das bienaventuradas del Señor. Fui de los que optó por recorrer los caminos tenebrosos que se anunciaban como infernales en las voces de los guardias militarizados que prometieron protegernos, mas, vulneraban hasta lo más íntimo de nuestros seres, frenéticos de poder e impuni-dad. De ahí, que no debían sorprenderme los baches que Sara atropellaba sin piedad y menos, haber decidido con-vertirme temporalmente en su copiloto en vez de su ver-dugo.
La noche anterior a encontrar a Sara, luego de tres días de peregrinaje por el desierto siguiendo su rastro, casi morí de frío. Había guardado un último cigarrillo en alguno de los bolsillos de la mochila y lo busqué deses-peradamente, hasta dar con él. Estaba partido en dos, así que lo consumí por partes, masticando los pedazos dimi-nutos de tabaco que se escondían entre mis dientes des-pués de cada pitada. Cuando se consumieron las colas, me arrellané en el hoyo que había cavado en la arena y me cubrí con el saco de dormir, bastante inservible para la ocasión. El frío me estremecía, así que tuve que sentarme. Comencé a balancearme para ver si conseguía un poco de calor para combatir la saña con que el desierto y la noche me acosaban. Saqué la pistola y me concentré en limpiar-la; lo único que importaba era mantenerme en movimien-to y evadir las garras del frío, pero mis músculos se fue-ron entumiendo uno a uno, así que antes de permitir que la naturaleza me arrancara la vida, preferí ser yo quien tomara la iniciativa.
Me coloqué el cañón en la sien, maldiciendo no haber cumplido el último y quizás el único objetivo real que había tenido en la vida, imaginándome como una falsifi-cada momia precolombina que sería hallada por extrate-rrestres unos cuantos milenios más adelante y sujeto de concienzudo estudio; pero antes de reventarme los sesos, quise irme del planeta con un buen recuerdo recorrién-dome las sinapsis postreras y regresé a la noche de julio que probablemente era el origen de todos los aconteci-mientos que me llevaron a aquel desdichado epílogo.
Los sicarios rara vez llegamos a viejos y la principal causa de nuestras tempranas muertes radica en los lazos emocionales que estrechamos con las personas que nos rodean, abrumados por las convenciones sociales que se nos inculcan desde el grito primigenio en busca de oxí-geno; los sentimientos son una enfermedad que termina matándonos y una de las primeras cosas que me enseñó el Gitano, fue a prevenir y evitar esa peligrosa infección que podía llevarme a la tumba antes de lo deseado. Cuando me lo dijo, yo apenas tenía 16 años y él pisaba los 30, con-vertido en uno de los asesinos a sueldo mejor pagados del país y hasta con pedidos de Perú, Bolivia, Argentina y Brasil, en aquella época gloriosa en que las dictaduras de este lado del mundo endiosaban, protegían y mimaban a los de nuestra calaña y yo, un pueril matón asalariado, creí a pie juntillas cada una de sus sabias sentencias.
El Gitano había confeccionado a lo largo de su exitosa carrera, una especie de manual inquebrantable de reglas que respetaba sin cuestionamientos y que me obligó a acatar del mismo modo, con el único fin de no terminar desangrándome en una oscura esquina de la ciudad, ata-cado a traición, o peor aún, tras las rejas de una celda té-trica en el más ignominioso olvido.
Jamás, decía, cometas el error de actuar por venganza y no juzgues los encargos del contratante, solo limítate a cumplirlos; asegúrate de no dejar testigos, ni siquiera ni-ños o mascotas. No hagas mejores ofertas que otros sica-rios ni compitas por una misma víctima y no consumas drogas ni alcohol durante un “trabajo”. Memoricé y apli-qué cada una de estas y otras máximas con estricta convic-ción por mucho tiempo, ya que eran fundamentales para mantenerme vivo, en especial, aquella inamovible que me ordenaba erradicar todo lazo emocional con cualquier ser humano… Hasta que conocí a Mabel y por primera vez en mi vida, sentí la necesidad de dejar las sendas tenebrosas y recorrer los caminos de la rectitud.
Eran casi las cinco de la mañana de un sábado dema-siado invernal. Una suave llovizna le colocaba velos a Ma-tucana cuando abrí la puerta del auto, permitiendo que ella tomara posición en el asiento trasero.
Su atractivo no radicaba tanto en los rasgos finamente labrados de su rostro marmóreo o en los movimientos felinos de su cuerpo grácil, sino en su actitud sombría e impenetrable, convertida en una cortina de hierro levan-tada entre sus afiladas pupilas pardas y el mundo que la rodeaba.
La observé con disimulo por el retrovisor, sin dejar de pensar cómo una mujer con esa belleza y singular actitud se había convertido en una puta y conocer esas razones adquirió insospechada relevancia desde el preciso instan-te en que la vi bajar las escalinatas de la antigua casona y subir al automóvil.
―Jamás hubiera imaginado que el nuevo chofer de Pablo fuera tan atractivo ―comentó ella, observando las gotas minúsculas que se estrellaban contra el parabrisas. Yo mantuve la vista fija en las luces disgregadas de la Alameda.
―¿No me vas a preguntar a dónde voy? ―inquirió ella.
―El jefe ya me lo dijo.
―-¿Y si no quiero ir donde ordenó tu jefe?
Nuevamente guardé silencio, el cuerpo comprimido en incompresible rictus.
―Tengo hambre y no voy a llegar a mi departamento a cocinar a esta hora. Conozco un lugar donde podemos comer algo, ¿me acompañas?
Un guiño y la forma en que arrugó la nariz al sonreír para reafirmar su propuesta fueron suficientes para desar-ticular las pocas defensas que me quedaban, así que seguí sus instrucciones.
Si hay algo de lo que jamás me arrepentiré será de haber visto aquel amanecer en compañía de Mabel. Lle-gamos al local cuando recién abría sus puertas; una pe-queña dulcería en las inmediaciones de Avenida Suecia, decorada con ornamentos naif y muros pintarrajeados con atosigantes tonos pastel que contrastaban brutalmente con nuestras prendas de cuero negro. Desde ahí vimos cómo la llovizna cedió paso a la luz del sol, primero matizada por las nubes en fuga y luego, esplendorosa, apoderándo-se del parque al otro lado de la calle. Nosotros, como si fuésemos viejos amigos, hablamos de los altos y bajos de la recién llegada democracia, las flamantes micros amari-llas, los precios de la ropa, combustible, cigarrillos y al-cohol, el mal estado de las calles del centro, lo monótono de las vidas del común de los mortales que nos rodeaban, mientras jugábamos a ser matones sanguinarios o mujeres fatales sin conectarnos demasiado con la realidad gris convertida en una madrastra perversa y egoísta que an-siaba colocarnos las manos alrededor del gaznate para ahogarnos con odio desatado.
De pronto, un rayo de sol se convirtió en estampida indómita dentro del salón vacío. Sus pupilas brillaron como si estuviese viendo una revelación celestial y sus labios se tiñeron con un fuerte carmesí que algo de color logró llevar hasta sus mejillas níveas. Me quedé mirándo-la mientras ella seguía con el rostro enfrentando esa fuer-za desatada y abrumadora que parecía derretir el hielo de la cordillera, bosquejando un retrato cuya belleza sería imposible de repetir.
La dejé frente al edificio donde vivía, de cara al Par-que Forestal. Mabel se despidió fríamente y estaba a pun-to de cerrar la pesada verja metálica de la antigua cons-trucción, cuando liberé la efervescencia volcánica que me conmovía las tripas desde que la vi.
―Si no te molesta, me gustaría que nos juntáramos otra vez.
―Ya sabes donde vivo.
Ese fue el diálogo que selló nuestro destino.
Amaneció. Las miradas y los gestos sutiles de Mabel explotando entre las formas retorcidas de la camanchaca en fuga, permanecieron dibujados por largos minutos en el paisaje apenas revelado, obligándome a continuar la búsqueda de Sara Valencia, la misma mujer que abordaba el camino desparejo despreciando el atardecer oxidado que teñía el maldito desierto convertido en dos gigantes-cas tetas entre las cuales avanzábamos como si faltara un neumático, mientras yo esperaba una epifanía que me asegurara que lo correcto era colocarle una bala en los se-sos, aunque el deseo de averiguar por qué debía asesinar-la, como nunca antes, aplacaba en creciente proporciona-lidad la idea primigenia con que había comenzado aquel viaje transformado en una renegada peregrinación.