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La prostitución callejera: desde la calle Almirante hasta la Puerta del Sol

La prostitución masculina es invisible. El sexo entre hombres en España ha sido durante mucho tiempo un delito y su práctica ha sido prohibida, perseguida y penada con multas o cárcel. En cambio, la prostitución femenina ha sido, desde tiempos inmemoriales, mucho más aceptada y generalizada, no sólo permitiéndose su visibilidad, sino incluso regularizándola. Ya en tiempos de Carlos III (1716–1788), las meretrices estaban obligadas a distinguirse del resto de mujeres mediante el uso de sayas de color pardo cortadas en picos por los bajos. Dicho atuendo pretendía facilitar el reconocimiento visual de las prostitutas, reduciendo con ello el acoso a aquellas mujeres que no ejercían dicha profesión. Es posible que el dicho popular «irse de picos pardos» tenga su origen en aquella ordenanza real. La prohibición de la prostitución masculina contrasta con la permisividad de la femenina, cuya sexualidad continúa en muchos países mermada y dirigida. A diferencia de la femenina, para sobrevivir a su veto y hostigamiento, la prostitución masculina ha tenido que hacerse invisible, imperceptible.

La discreción se desarrolló como estrategia de supervivencia y, por ello, los trabajadores del sexo carecen de una imagen predefinida ante la opinión pública. No existe un patrón que permita construir un estereotipo de hombre que se dedica a la prostitución y, sin embargo, sí nos viene a la mente rápidamente el de una prostituta. Esta ausencia se palpa en todas las esferas, no sólo en las calles de las ciudades y los medios de comunicación, sino también en la literatura académica, donde apenas encontramos títulos e investigaciones al respecto. Su discreción es tal que su invisibilidad parece ser real, los trabajadores del sexo son inexistentes a ojos de la sociedad en la que se mueven. Los hombres que ejercen la prostitución, escondidos a la ciudadanía, siguen desarrollando su actividad en paseos, plazas, parques y otros espacios públicos, de manera discreta, casi imperceptible al público, que desconoce su existencia.

Los espacios urbanos de sexo anónimo al aire libre son más conocidos: en el cruising los hombres establecen contactos y mantienen encuentros sexuales con otros hombres. Suelen ser lugares apartados y tranquilos, emplazamientos recónditos donde poder relacionarse sin llamar la atención. Sin embargo, no son áreas donde suelan ofertarse servicios sexuales.

Cada ciudad tiene sus puntos neurálgicos. En Madrid, la Puerta del Sol es el centro histórico de la prostitución masculina, a la que acuden los clientes en busca de compañía. Para entender su origen como espacio de encuentro, debemos remontarnos a 1934, cuando el Bazar X cerró sus puertas definitivamente tras sesenta años de vida. Los nuevos propietarios del local decidieron en su lugar edificar una sala de proyecciones cinematográficas, y así, un año más tarde nació el cine Carretas. Su construcción fue un gran evento para la ciudad y toda la prensa escrita se hizo eco de su inauguración, destacando la modernidad y comodidad de la nueva sala. Pero con el paso del tiempo sus instalaciones fueron degradándose y, a finales de los setenta, resguardados por la oscuridad de las proyecciones, empezaron a congregarse en su interior hombres que buscaban sexo de manera anónima y otros que ofertaban sus servicios sexuales entre las butacas de la platea. La prostitución masculina y, en menor grado, la femenina se convirtió en una práctica habitual del cine Carretas. La Puerta del Sol, a pocos metros de distancia, se convirtió a su vez en el punto de encuentro donde los hombres negociaban los servicios y los precios, y una vez que se cerraba el acuerdo, acudían al cine para realizar el servicio sexual, amparados en la lobreguez de su sala. Su reputación trascendió tanto que, incluso durante la década de los ochenta, el cine aparecía en la guía gay internacional, hasta su cierre definitivo en julio de 1995.

En la actualidad, la Puerta del Sol es el único resquicio callejero en Madrid donde la prostitución masculina sobrevive. Hace unos años, la calle Almirante, la calle Prim, así como aquellas adyacentes al paseo de Recoletos, o la calle Maestro Arbós, perpendicular a la M-30 y muy próxima a la plaza de Legazpi, servían de punto de encuentro para contactar con los clientes que llegaban en sus coches. Las remodelaciones y los cambios urbanísticos que ha sufrido la capital en la última década han hecho menguar la prostitución masculina callejera.

Los clientes que siguen buscando contactos en la Puerta del Sol suelen tener una edad avanzada, muchos de ellos son jubilados que buscan, al mismo tiempo, socializar. Se encuentran cómodos y pueden ser ellos mismos sin temor al rechazo social que les acompañó desde su despertar sexual. Más de uno reconoce que fue detenido durante la dictadura franquista al amparo de la ley de Vagos y Maleantes de 1933 (modificada por el régimen franquista el 15 de julio de 1954 para incluir en ella la represión de los homosexuales). Este tipo de clientes ha hecho de la Puerta del Sol su mundo. Dicen no encajar en los nuevos locales o barrios abiertamente sensibles al colectivo LGTB y reivindican su existencia y libertad en la misma plaza que les sirvió de abrigo desde su juventud, a pesar de que con el transcurrir de los años el ambiente ha ido transformándose.

Los que hoy ejercen la prostitución en la Puerta del Sol son generalmente inmigrantes, la mayoría procedentes de Rumanía u otros países del este de Europa, pero también hay grupos más pequeños de marroquíes y otros países africanos. La presencia de ciudadanos españoles ha sido escasa durante los últimos años, pero parecer haberse incrementado con la crisis económica desde 2008. Los trabajadores sexuales de la calle se encuentran en riesgo de exclusión social, al borde de la marginación. Cada persona acarrea unos problemas y una realidad diferente en la que se combinan la pobreza extrema, la ausencia de un hogar, la delincuencia o las adicciones. Casi todos ellos arrastran una gran carga de dificultades personales que les atan a la prostitución. En la mayoría de los casos, no tienen otra vía de ingresos y esta parece su única salida.

No es de extrañar que la orientación sexual de muchos de los hombres apostados en la Puerta del Sol sea heterosexual. No están allí por placer o deseo, sino por razones puramente económicas y por desesperanza. Esta discordancia entre su orientación sexual y la práctica de la prostitución masculina conlleva la aparición de conflictos psicológicos en algunos de ellos, que pueden degenerar en agresiones a los clientes, como una necesidad de humillarlos, no por pagar por tener sexo, sino por hacerlo con otros hombres. La homofobia es el mayor de los estigmas que sufren los clientes por parte de los que se prostituyen. La violencia no sólo es simbólica y estructural, desequilibrando las relaciones de poder entre ambas partes, sino que, en ocasiones, puede derivar en violencia física, llegando incluso a atentar contra la vida del cliente. Rara vez se denuncian los hechos debido a la lacra social que comporta la contratación de estos servicios. Los agredidos optan por el silencio.

En verano de 2011, saltó a las noticias el caso de un hombre de apenas veintiún años que asesinó a un cliente en su propio domicilio en Valdemoro. El criminal era conocido en la estación de autobuses de Méndez Álvaro, donde, además de ejercer la prostitución, llevaba a cabo hurtos entre los viajeros y sus clientes. Lo detuvieron poco más tarde en Rumanía, a donde huyó tras perpetrar el homicidio. Pocos años antes, en 2008, otro asesinato, la muerte del conocido músico Coco Ciëlo había conmocionado a la capital por la brutalidad de sus circunstancias. La víctima fue maniatada, golpeada, robada y abandonada a su suerte, hasta que murió desangrada en su lecho, por dos chicos a los que presuntamente había solicitado sus servicios sexuales. Los culpables fueron arrestados días más tarde en Barcelona cuando estaban llevando a cabo un asalto similar. La crueldad es el lenguaje cotidiano entre los que se prostituyen en la calle y, en ocasiones, dicho ensañamiento se manifiesta también con los clientes. Exponiendo estos casos de violencia no se pretende estigmatizar al colectivo, sino reflejar la complejidad de una realidad incómoda que sigue manteniéndose en las sombras y siendo invisible para ciertos sectores de la sociedad. Es necesario conocer la situación de exclusión y marginalidad de dichas personas para poder desarrollar medidas preventivas que la corrijan y acabar así con las variables que avivan su frustración y agresividad. Negarla contribuye a seguir haciendo imperceptible una realidad que no por ello deja de existir y nos convierte a todos en cómplices y responsables de dichos acontecimientos.

Es en la calle donde se localizan más casos de cronicidad dentro de la prostitución masculina. Abandonarla no es sencillo cuando se carece de los apoyos suficientes. Los que ofertan sus servicios sexuales desde las aceras pueden permanecer en ellas durante años, incluso décadas, como es el caso de Javier, un madrileño que conocí en 2004 que lleva años entre la Puerta del Sol y la calle Almirante. Nos fuimos encontrando con el transcurso del tiempo en otros escenarios donde él ejercía la prostitución hasta bien entrado el año 2010, cuando le perdí la pista. Tuve claro desde un principio que era su historia la que quería plasmar. Que era la persona adecuada para explicar la prostitución callejera en Madrid. Así que lo busqué para que relatara sus experiencias. Él es historia viva de la prostitución masculina en la capital española.

La historia de Javier, la escuela de la calle

Mi infancia, al principio, tuvo lugar en el centro de Madrid. En una familia más o menos normal, diría yo. Sólo que mi madre tenía problemas con las drogas cuando yo era pequeño, y luego mi padre murió. Mi padrastro era un borracho y siempre había muchos líos en casa. Se pegaban continuamente. No paraban de pegarse entre ellos, a mí no me tocaron, pero lo suyo era un no parar. Eso lo vi desde niño. Continuamente. Ahora, con los años, creo que eso explica que a veces yo mismo tenga un poco de agresividad. Sí, seguro que es por eso, porque lo he visto desde que era muy pequeño. Hasta el día que murió mi madre. Sólo tenía treinta y dos años. Fue entonces cuando mi familia decidió ingresarme en un colegio de curas a las afueras de Madrid. De allí, claro, yo me escapaba, y ya desde entonces empecé a callejear. Empecé a hacerme mis primeros clientes con doce años.

Recuerdo al primero de ellos, lo hice en la piscina de la Elipa. Esa persona no paraba de mirarme y de perseguirme por la piscina. Me saludaba, pero yo no le hacía ni caso, hasta que al final se acercó con una oferta: «Bueno, te voy a dar cinco mil pesetas y nos vamos ahí, a un apartado». Dije que sí, y así fue mi primera experiencia. Pero no mi primera experiencia sexual, eso no. Esa la había tenido con mi tío, el hermano de mi madre, cuando yo tenía unos diez años. Pero no fue nada, una mamada, sólo eso. No volví a repetir con mi tío, ni a tener ningún otro tipo de experiencia sexual hasta aquel día en la piscina de la Elipa. En aquella experiencia vi una salida para poder venirme a Madrid cuando yo quisiera. Fue la única salida que vi.

A pesar de desconocer aquel mundillo, creo recordar que todo fue muy rodado. Aunque, para ser sincero, ya no me acuerdo mucho, la verdad. Conocí a un chico que trabajaba en esto también, me lié con él y un día me llevó a la calle Almirante. Tendría yo entonces doce años, casi trece. Te estoy hablando del año 1992, 1993. En aquellos años la calle era un vaivén continuo de coches dando vueltas en busca de chicos. Rodaban lentamente a nuestro alrededor. Había allí chicos de todas las edades. Bisexuales. Muchos bisexuales. La mayoría de los que trabajaban de chaperos eran bisexuales. Y yonquis. También había yonquis. Muchísimos yonquis, pero en esa época no eran muy ladrones porque también trabajaban. Todo el mundo trabajaba. Eran muchos los coches que acudían allí. Eso ya cambió, hoy los coches ya no circulan alrededor de los chicos como antes, pero siguen haciéndolo con las chicas. Todo cambia.

Entonces los muchachos de Almirante eran portugueses y españoles, no había ni latinoamericanos ni rumanos. Se trabajaba desde las ocho de la tarde en adelante. Había noches en las que me hacía veinticinco mil pesetas, y otras que me hacía cincuenta mil, según el día. A veces me quedaba toda la noche para hacer dinero, y otras a lo mejor me marchaba a las dos horas. Me iba por ahí, a los bares, a las discotecas. A divertirme.

A medida que fui cogiendo experiencia, me fui quedando más tiempo. Era mucha pasta para la época, pero, claro, según la ganaba me la gastaba. Me compraba ropa. Todos los días me compraba algo. No me la lavaba: la compraba, la usaba y la tiraba. Cuando se ensuciaba, en lugar de lavarla, la tiraba, directamente. No sabía lavarla. Fíjate, yo era un niño, pero no vivía con mi familia, lo hacía en hostales o en casa de algún otro chico. Era independiente. Pero un niño. No sabía lavarme la ropa ni hacerme la comida.

Los servicios a los clientes los hacía en los mismos coches, en su casa o en alguno de los hostales que había al lado. Con el coche nos íbamos hasta detrás del museo del Prado, por la zona de los Jerónimos o cualquier calle que viéramos oscura. Aparcábamos en batería y allí mismo hacíamos lo acordado. Siempre cerca de Almirante.

Entonces Chueca era un barrio peligroso. Estaba lleno de yonquis. Para mí no era peligroso, pero sí que veía que lo era, aunque ahora también lo es. Hoy no hay una venta de droga tan descomunal como antes, pero sí que hay personas que se dedican a robar a la gente. En Almirante había chicos muy majos, y otros que a la que podían te querían sacar dos mil pesetas para drogarse. No habían trabajado y no podían pagarse su dosis, así que te robaban. Para quitarse el mono, ya sabes. Eran yonquis, les daba igual quitárselo a quien fuera. Simplemente, querían quitarte el dinero para hacerse con su dosis. En esos casos, yo les daba el dinero, claro, porque era muy sensible. Era muy joven. Yo se lo daba.

Más tarde descubrí la Puerta del Sol. Yo ya la pillé tarde. Quería dejar un poco el mundo de la noche de Almirante y empecé a ir a Sol. Pero eso al cabo de bastantes años de trabajar de noche. A Sol ya llegué con veintiuno o veintidós años, e iba a Sol como una opción más que compaginaba con la noche. A veces me iba bien, otras veces no. Solía acercarme por la tarde un rato, luego me iba a cenar y luego seguía de noche en Almirante. Pero, bueno, yo siempre he ido según me apetecía. Había días que sólo iba de tarde, otros que de noche y otros que acudía a los dos sitios. Otros días simplemente no iba, o me acercaba a la sauna, a la de Adán o a la Center, aquí abajo, a ver si salía algo.

Pero Sol no fue una buena experiencia. No para mí. Te expones a mucha gente. Todo el mundo te ve. Quema mucho. Sí que tenía mis días buenos, porque allí también se trabajaba bien, pero todo el mundo sabe lo que estás haciendo, te estás exponiendo demasiado. Sin ir más lejos, una vez me encontré a un familiar, pero al final tampoco fue una experiencia muy mala. No lo fue porque Sol es un punto de encuentro, así que no saben si estás esperando, si has quedado con alguien, o si… eso. Pero no lo pueden saber. Sol es tal vez, no sé cómo explicarme, un lugar más impersonal. No sé, no es peligroso, eso no, pero te está viendo todo el mundo. Para mí ni Almirante ni Sol eran zonas violentas. Vamos, que si te tiene que pasar algo, te pasa en cualquiera de los dos sitios. Aunque sean muy distintos.

Los chicos en ambos sitios son muy diferentes. A ver, en Sol —la verdad es que, bueno, estamos hablando de hace ya tiempo, hace seis o siete años que dejé de ir, no sé cómo estará ahora— había entonces bastantes rumanos. Se abarataron mucho los precios. La gente quería pagar muy poco, hasta que dejé de ir, claro. Tampoco voy a regalarme. Al principio la tarifa era de treinta o cuarenta euros, luego la abarataron. Ahora lo están haciendo por veinte. Además, esta gente no usa preservativo, y claro, también los hay que roban a la gente. En sus casas, entre tres los desvalijan, les pegan palizas. He tenido clientes a los que les ha pasado, me han dicho: «Pues a mí me ha pasado esto», y yo les digo: «Pues claro».

Recuerdo que a un DJ lo asesinaron. Por lo visto, la policía dice que los muchachos disfrutaron pegando a esa persona, tras robarle, y que la golpearon hasta matarla. A un cliente que tengo yo también le arrearon una paliza, pensaban que lo habían matado y lo dejaron. Pero no lo habían matado, está vivo. Pero lo pensaban, y sólo por quitarle un ordenador y dos móviles. ¡Vamos, cuatro mierdas! Que se lo pueden quitar sin matarlo, vamos, digo yo, ¿no?

Pero estas cosas no sólo sucedían en Sol, chaperos ladrones siempre ha habido en todos lados. De hecho, la calle Almirante acabó por eso. O sea, de tanto robo y tanto destrozo al final los coches ya no pasaban. La gente ya no iba. Se asustaron. El miedo lo estropeó antes de que Internet estuviese tan fuerte como lo está ahora. Creo que en 2008 o así la zona quedó muerta, muerta del todo. Ahora la cosa se ha trasladado más a Chueca. Hoy, si te sale un cliente, te puede salir caminando por Chueca. Ya no se usa tanto el coche, es más la gente que pueda salir de los bares. Que te vean, que hables con ellos y tal. Los bares de copas en el fondo son como la calle. Son muy parecidos. Sitios donde entras y sales, aunque yo ya no voy, porque me resulta una pérdida de tiempo. En la calle me siento más libre. Tengo más opciones de encontrarme a personas que en los sitios cerrados.

Probé una vez a trabajar en una plaza en un piso, aquí en Madrid, pero no me gustó. Me sentía chuleado. Les estás dando el cincuenta por ciento. No me gusta. No compensa estar dándole el cincuenta por ciento a otra persona. Quizá para viajar por España resulta interesante, pero, para aquí, no merece la pena.

He viajado a Barcelona. Estuve en Montjuic. En una zona de noche, una de esas zonas a las que acudía la gente con coches. Es más bien un punto de encuentro, como aquí en Madrid el Templo de Debod, algo así. No son precisamente zonas de trabajo, pero en todos los sitios de cruising tarde o temprano salen clientes. Al final en estos sitios siempre acabo trabajando. Ya sabes, al acabar la noche el que no liga tiene que pagar si te ofreces. Algo parecido pasa hoy en día con las aplicaciones de Internet como Grindr o Wapo. Los que no ligan y ven que eres chapero pagan. Es siempre lo mismo. Por eso existimos.

Los servicios en Sol se hacen en las pensiones cercanas. Los hostales cuestan unos diez euros, que paga el cliente, claro. Yo siempre he mirado de llevármelos a otro lado. No sé, a una sauna o, si tenían más dinero, a Clara del Rey, allí pagas por horas. Aquí en la plaza de los Cubos hay otro sitio parecido, pero este ya cuesta veinticuatro euros. Es más caro, pero dispones de un apartamento entero y te dan una copa. Según el tipo de cliente, les llevo a un sitio u otro. Todo lo que vas a hacer lo negocias antes, hablas de lo que vas y lo que no vas a hacer. Yo ahora he puesto un precio a mis servicios más cerrado. Sea lo que sea, cobro siempre lo mismo: sesenta euros. No sé, es un precio redondo. Unas diez mil pesetas. La verdad es que he congelado el precio, porque cuando todavía existía la peseta cobraba cinco mil en el coche y diez mil en casa. Hoy sigo con la tarifa de unas diez mil pesetas. Ha bajado la calidad por parte de todos, de los clientes y de los chicos.

La mayoría de los clientes te piden que los folles. Es lo clásico. Desde los chicos muy jóvenes hasta los de cincuenta o sesenta años, de todas las profesiones y clases sociales. He tenido todo tipo de clientes en la calle. ¿Casados? Eso no lo puedo saber, pero claro que sí, seguramente muchos sí estaban casados o tenían su pareja. Y resulta bastante normal que los clientes quieran consumir cocaína o GHB (éxtasis líquido). Bueno, ahora ya toman de todo. Las drogas van normalmente asociadas al sexo. Es el vicio completo. Es lo que muchos quieren. Igual que desde hace unos años parece haber una oleada retro en la que piden tener sexo sin condón. No sé si se debe a que en los vídeos porno de Internet siempre lo hacen a pelo, o porque realmente les da morbo. Yo qué sé, pero últimamente muchos quieren hacerlo sin preservativo.

También se consume Viagra. Sí, sí, yo la uso. Al principio salía carísima, la compraba en una farmacia, pero ahora te la ofrecen por todas partes tirada de precio. Siempre es bueno tenerla a mano, no siempre es necesaria, pero ayuda. A mí no me ha hecho falta utilizarla mucho, pero en ocasiones lo que hago es tomarme una antes de salir por la noche, y entonces ya voy cachondo toda la noche, y funciona con todos. Usarla te da, cómo lo diría yo, te da más seguridad.

Hoy lo más cómodo es ofertarse en Internet. Lo descubrí por casualidad, un día conocí a un señor que tenía una página de contactos y me ofreció incluirme en ella. Es el tipo de Morbo Total, así que me hice una fotos y tuve así mi primera experiencia con Internet. Y la verdad, me fue muy bien. Al tiempo que iba a Almirante, otros clientes tenían mi teléfono y me llamaban. Ahora uso la página de contactos de Grindr y otras parecidas. ¡Hay que adaptarse a las nuevas tecnologías!

¡Chapero ahora puede ser cualquiera! A través de Internet cualquiera puede decir que es chapero. No sabría decir si con la crisis económica hay más chicos prostituyéndose. Visibles no, pero al igual que yo uso Internet lo hacen muchísimos chavalines. Incluso menores de edad que lo harán en su propia casa. La calle ya no está de moda, allí no los verás. Los chaperos ya casi han desaparecido de la calle. Muchos chicos que lo hacen son amateur, que mientras su madre está fregando los platos ellos están hablando por teléfono con un cliente, comentándole sus precios. Esos chicos puede que tengan catorce años, pero es así, esto se está dando. Esto va a ser siempre así, invisible.

Pero este mundillo es una trampa, los chicos que quieran hacerlo han de saber que no se sale fácilmente, que hay que tener cuidado. Tiene algo que atrapa, no sé bien lo que es, pero atrapa. No soy el único al que le pasa, sé que lo mismo les ha sucedido a otros chicos, a mujeres y a transexuales. A todos les ha pasado. Es la salida que ves a tus problemas… y te atrapa. Es la salida, es la que ves. No ves otra.

También les pasa a las chicas, aunque con ellas no he tenido ninguna relación. No nos relacionamos. Las chicas trabajan mucho más que nosotros, siempre trabajan más. Los chaperos trabajamos menos que ellas. Ellas cobran muy poco, sobre todo las que hacen la calle. Las de los pisos ganan bien, pero las de la calle cobran poquísimo. Al igual que los chicos rumanos de la Puerta del Sol, es posible que todos ellos están explotados sexualmente. Que estén allí obligados. Los traen de vete tú a saber dónde y allí los dejan.

Hay que ser cauteloso, en la calle se está expuesto, siempre entraña peligros. Alguna vez me han llegado a tirar huevos desde los coches, otras me han pillado los skinheads, que nos hacían correr. A mí, una vez me vinieron tres chicos, tenían cierta pinta de skins, pero no le di importancia, que me dijeron: «Vete de aquí. Largo». Les pregunté que por qué me iba a tener que ir y repitieron: «¿Qué haces aquí?», a lo que repliqué que no les importaba lo que yo hacía. Volvieron con el: «¡Que te vayas de aquí! ¡Que no te queremos ver por aquí!», y luego se fueron. Yo no les hice ni caso, hasta que al cabo de unos veinte minutos aparecieron veinte de ellos corriendo desde lejos directamente hacia mí. Me apresuré a meterme en el piano bar, en el Toni, todo lo rápido que pude y me salvé por eso. Esos venían a darme. Pero mira que me avisaron. Por un lado, no fueron tan traidores, podían haberme dado directamente, pero no lo hicieron. Me avisaron, pero yo no les di importancia.

Recuerdo otra situación en la que me tuve que tirar de un coche en marcha porque no sabía a dónde me estaba llevando el cliente. No tuve otra opción que abrir la puerta, forcejear con el tipo y saltar. Me hice una cicatriz en la pierna, que luego escondí con un tatuaje. Pero nada, estas son las experiencias más raras que he tenido, por lo demás, todo bien. Lo más común es irse con alguien y que luego no te quiera pagar o que al final resulte que no tiene dinero. En esos casos les pego, claro. Cuando me hacen perder el tiempo me sienta muy mal y les pego.

Pero, bueno, también se dan situaciones divertidas. Mira, entre mis clientes he tenido de todo, incluso sacerdotes. Uno de ellos hasta olía a cera, ya sabes, a cirio, y yo le decía: «Huy, pero qué olor a cirio…». Ja, ja, ya sabes. Otro era de Palma de Mallorca. Un obispo que venía de vez en cuando a Madrid. A ese me lo hice tres veces o así, fue la segunda vez cuando me confesó que era obispo, no pude evitar decirle: «Ya decía yo que me transmitías mucha paz». Qué risa sólo recordarlo. A ese mismo lo llevé un día a las seis de la mañana a la sauna Paraíso y se espantó como si hubiese visto al mismísimo demonio. Se fue bien rápido de allí. En cuanto acabamos en la cabina, se fue corriendo.

Sé lo que es sexo por placer y lo que es sexo por dinero. He sabido diferenciarlos. Muchas veces me lo he pasado bien con gente que me ha pagado, no voy a negarlo, pero soy consciente de que me han pagado. Pero, bueno, cuando alguien me gusta siempre me entrego más. A pesar de ello, procuro mantener diferencias. Con los clientes siempre utilizo condón, aunque cada vez pidan más hacerlo a pelo. En mi vida privada el límite del preservativo me lo puedo saltar un poco, no sé si es lo ideal, pero es la verdad.

En la actualidad tengo una pareja que sabe que me dedico a esto. Bueno, lo sabe porque la primera vez, cuando nos conocimos, me contrató. Fue así como le conocí. Así que mi trabajo nunca ha supuesto un obstáculo a nuestra relación, pero a medio plazo me gustaría dejarlo para estudiar algo. Peluquería, estética, moda, no sé. Todavía no lo tengo claro, pero tengo vocación. Sabes, llevo veintidós años en la prostitución y, hombre, aunque todavía estoy bien físicamente, todo tiene su tiempo, su momento, y el mío creo que ha llegado. Todavía soy feliz cuando consigo clientes, porque me gusta hacerlos, pero cada vez son menos. Ahora tengo pareja y sé que cada vez iré haciendo menos, menos, menos, hasta que llegue el momento en el que lo dejaré.

La difícil vida fácil

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