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Prólogo:

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Edificación de la iglesia

El que yo celebre a Nehemías como un edificador de la iglesia e insista en que esta es la manera como los cristianos deben considerarlo puede levantar varias cejas. Pero eso es lo que haré en este libro, y quiero comenzar explicando por qué. Así que ahora doy un vistazo cincuenta años atrás.

Cristo ama a la iglesia

Él era un pequeño hombre extraño, inclinado, intenso, y torpe, con un rostro que parecía iluminarse mientras hablaba. Su atuendo era raro, también, para mis estándares de universitario, porque él vestía un hábito monástico color café, el uniforme de un franciscano anglicano. Me encontraba allí por lealtad a la capilla de la universidad, sin esperar ser impresionado; pero él capturó mi atención diciéndonos cómo en su adolescencia había experimentado una conversión a Jesucristo, como la que yo acababa de experimentar. “Y entonces,” dijo: “me emocioné con la iglesia. Podría decir que me enamoré de ella.” Nunca antes había escuchado a alguien hablar así, y sus palabras se clavaron en mi memoria. Cincuenta años después, todavía lo escucho. Él entonces remachó el punto que todos los que aman a Jesucristo el Señor deben cuidar profundamente de la iglesia, sólo porque la iglesia es el objeto del amor de Jesús. Centrar-se en la iglesia es entonces una manera en la que Cristo debe encontrar expresión. ¿Tenía él razón? Sí, la tenía: no hay duda de ello.

Para escuchar a Pablo, instruyendo a los efesios y a otros (hay buena razón para considerar Efesios como una carta circular): “Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella para hacerla santa. Él la ha purificado, lavándola con agua mediante la palabra, para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable” (Ef. 5:25-27). Ahora pese las palabras del himno que hace eco de éste y otros pasajes del Nuevo Testamento:

El fundamento de la iglesia

Es Jesucristo su Señor;

Ella es su nueva creación

Por el agua y la Palabra:

Del cielo él vino a buscarla

Para ser su santa esposa;

Con su propia sangre la compró,

Y por su vida Él murió.

Enseguida, observe que la gloria, presente y futura, que Dios da a “la novia, la esposa del Cordero” (Ap. 21:9), es el tema y el producto final de su propia gran gracia, es desde un punto de vista el enfoque central del Nuevo Testamento, alcanzando su punto culminante en las prevenciones del verdadero Monte de Sión en Hebreos 12:22-24 y de la nueva Jerusalén (Ap. 21:1-22:5; vea también Apocalipsis 7, una descripción adicional del destino de la iglesia). Y unido con el hecho de que “gloria [aquí significa doxología y alabanza] en la iglesia y en Cristo Jesús...” (Ef. 3:21) es el enfoque culminante de la religión cristiana -“en la iglesia y en Cristo” siendo dos frases complementarias que se explican y refuerzan entre sí. Así que la iglesia que Cristo ama y sustenta es la característica clave del plan de Dios para el tiempo y la eternidad, y el cuidado por el bienestar de la iglesia, lo que significa amor por la iglesia, es un aspecto de la semejanza a Cristo que los cristianos deben cultivar. Hacemos bien al poner a la iglesia en nuestro corazón; estaría mal si no lo hiciéramos. Porque así como decimos de manera proverbial: “Si me amas, ama a mi perro,” de la misma manera el Señor Jesucristo nos dice: “Si me amas, ama a mi iglesia.”

Resultaba claro por la manera en que el pequeño hombre se expresó que él esperaba que los cristianos evangélicos se preocuparan sólo de sus propias sociedades y fraternidades, y les faltara interés en lo que los padres antiguos llamaron la gran iglesia y los teólogos de Westminster identificaron como la iglesia católica visible -es decir, la comunidad cristiana mundial en sus incontables florecimientos congregacionales. Esta expectación todavía es muy común fuera de los círculos evangélicos, y ciertamente ha habido individuos cuyas palabras y hechos los han mantenido en ese lugar. No hay duda que la falta de preocupación por la iglesia como tal es la tentación ocupacional de cualquiera que busca promover una experiencia personal de fe en Cristo en una situación de minoría, donde la mayoría de los líderes eclesiásticos no se encuentran dentro de la sintonía evangélica, un estado de cosas que desdichadamente ha sido común en el mundo occidental durante los pasados cien años. Pero la observación de medio siglo me ha mostrado que los líderes evangélicos y los creadores de opinión no están, como cuerpo, marcados por la falta de interés sobre la iglesia católica visible; más bien es lo inverso. Orar y planificar por la reforma y revitalización de la iglesia ha sido parte del estilo de la corriente evangélica principal desde el siglo dieciséis, y todavía lo es -como en realidad debe ser. Pero el pequeño hombre tenía razón: Algo anda mal en los cristianos profesantes que no se identifican con la iglesia, y la aman, y se invierten ellos mismos en ella, y llevan las necesidades de ella en su corazón. Los evangélicos, personas centradas en la Biblia y el evangelio, en Cristo y el Espíritu, dispersos a través del mundo denominacional (y, incidentalmente, multiplicándose en este tiempo en una tasa fenomenal), debe seguir modelando amor por la iglesia.

Pero, ¿cómo se debe enfocar y expresar tal amor? Aquí, infelizmente, los caminos se dividen. Para aquellos que igualan la iglesia con su forma institucional, el amor por la iglesia significa mostrarse entusiasmado con su liturgia, ceremonia, burocracia, y la tarea de conservar sus ruedas girando. Estando más interesado en mantener y nutrir que en la misión y el evangelismo, personas de esta clase constantemente son indiferentes, y en realidad con frecuencia contrarios, a cualquier interés activo por conversiones y por expresiones de fe no institucionalizadas, en una manera que las iglesias evangélicas encuentran preocupantes. Porque los evangélicos piensan de la iglesia en términos de la vida comunitaria que las formas institucionales existen para canalizar. Ellos ven la iglesia como el pueblo del Señor que se reúne regularmente para llevar a cabo las actividades de la iglesia -alabanza y oración, con predicación y enseñanza; practicar la comunión y el cuidado pastoral, con la motivación y responsabilidad mutua; exaltar y honrar a Jesucristo, específicamente mediante la palabra, el canto, y el sacramento; y el alcance, local y transculturalmente, con el propósito de hablar de Cristo a personas que lo necesitan. Aquí amor por la iglesia encuentra expresión en una búsqueda constante de la fidelidad, santidad y vitalidad -ardor que anima el orden- en la vida colectiva de comunión con el Padre y el Hijo a través del Espíritu que es la esencia verdadera de la iglesia. Es mejor aclarar aquí y decir directamente que la comprensión evangélica me parece de acuerdo con el Nuevo Testamento y se dará por sentada en todo lo que sigue.

Cristo edifica la iglesia

La propia centralidad de Cristo en la iglesia aparece claramente en la primera ocasión que lo escuchamos usar la palabra. Fue en un momento crucial de su ministerio, cuando Pedro como vocero de los discípulos acababa de contestar la pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” declarando “tú eres el Cristo,” el rey nombrado y ungido por Dios, el verdadero centro de la historia del mundo. La respuesta de Jesús fue: “Dichoso tú, Simón hijo de Jonás, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt. 16:15-18). Podemos pasar por alto las disputas acerca del significado exacto de Jesús, si la roca-fundamento de la iglesia debe ser la confesión de fe de Pedro como distinta de Pedro mismo, y si “las puertas del Hades” (alguna forma del poder de la muerte) debe entenderse como atacando la iglesia o resistiendo los ataques de la iglesia o ambas. Lo que nos importa es la declaración de Jesús de que él, en persona, edificará una iglesia que le pertenece, y que triunfará sobre todas las formas y poderes de la muerte.Tratemos de ver lo que eso significa.

Cuando en occidente hablamos de “nuestra iglesia,” normalmente nos referimos o bien al edificio (un salón techado, un auditorio o espacio para adorar, a veces con torre, a veces no) o a la denominación (una federación, floja o compacta, de congregaciones de igual forma de pensar o al menos de maneras parecidas para alguna forma de ayuda mutua). Decimos que estas entidades son “nuestras” porque hemos escogido ligarnos con ellas; “nuestras” significa identificación, no posesión. Pero cuando en Cesarea de Filipos, hace cerca de dos mil años, Jesús habló de “mi iglesia”, la idea de posesión era central en su significado. Porque lo que él tenía en vista era una comunidad unificada e identificada por una alianza compartida hacia él mismo -un reconocimiento común de sus reclamos y de su señorío sobre ellos, y un lazo común de amor, lealtad, y devoción a él.

“Iglesia” en el texto de Mateo es ekklesia, la palabra griega regular para una reunión pública, que el Antiguo Testamento griego de Mateo, la Septuaginta, usa regularmente por el hebreo qahal: “congregación.” Qahal significaba la reunión de israelitas en su carácter oficial como pueblo del pacto deYahweh. Yahweh había formado el Israel del Antiguo Testamento al redimir al pueblo de la esclavitud de Egipto y revelarles la realidad de su pacto. Jesús enseñó que él mismo formaría una comunidad unida por una comprensión común de la realidad que Simón Pedro acababa de confesar -es decir, que Jesús era el ungido Cristo, el Hijo de Dios oficial y personalmente, el creador y dueño de todas las cosas, el Señor de toda vida, el determinador de todos los destinos y el Salvador de todos sus siervos. Para él en su ministerio mesiánico su iglesia derivaría su identidad; para él en su gloria mesiánica le daría su lealtad. Sería su iglesia en todos los sentidos.

La fundación de ella no sería en ningún sentido un rompimiento del pasado. Al contrario, la iglesia de Cristo iba a ser, y es, nada más y nada menos que la comunidad del pacto del Antiguo Testamento misma, en una forma nueva y completa que Dios había planificado para ella desde el comienzo. Es Israel internacionalizado y extendido globalmente en, mediante, y bajo el dominio unificador de Jesús, el Salvador divino quien es su Rey. Es la familia de Dios el Padre, como aparece del hecho de que Jesús enseñó a sus seguidores a pensar y hablar de su Padre celestial como Padre de ellos también. Es el cuerpo y la esposa del Cristo resucitado, destinada para la intimidad final con él y la participación de su vida. Es la comunión del Espíritu Santo, el invisible pero poderoso facilitador que nos muestra que Jesús el Cristo es real hoy en día, que sustenta nuestra confianza en él y nuestro amor por él, quien da forma y reconstruye nuestro carácter en su semejanza, y que nos da habilidades para el ministerio mutuo que a veces llamamos “vida del cuerpo.” (“Comunión del Espíritu Santo” en 2 Corintios 13:14 parece que significa “asociación con el Espíritu” y “asociación con otros...”

En una palabra, la iglesia es la comunidad que vive en y por medio de la comunión del pacto entre el Dios trino y ella. Como el real Sumo Sacerdote en el reino de Dios de salvación y santidad, Jesús puso el fundamento para esta relación por su muerte expiatoria, ahora él realmente media la comunión de pacto a la comunidad corporativamente, y a cada participante individualmente, a través del Espíritu Santo y el poder de su vida resucitada. Tal, entonces, era la realidad que Jesús tenía en mente cuando habló de “mi iglesia.”

No es probable que Simón Pedro entendiera mucho de esto cuando confesó que Jesús era el Cristo. Los exegetas judíos en ese tiempo no percibieron que las profecías del Antiguo Testamento respecto a Cristo se fundían en una figura en quien el real sacerdocio, el sufrimiento de siervo y la muerte que condujo a la resurrección y la entronización todas se combinaban, y ninguno de los discípulos de Jesús pareció haber entendido esto hasta después que resucitó de la muerte. Pero Jesús, leyendo el corazón de Pedro mientras escuchaba sus palabras, discernió verdadera confianza y compromiso -verdadera fe, que es- al lado de la comprensión de Simón del papel oficial de Jesús. Era como si Simón hubiese dicho: “Tú, Jesús, eres el que va a traer la historia del mundo a su meta final, cualquiera que esta sea; tú eres también el que va a traer mi historia personal a su meta final, aun cuando no sé todo lo que puedas hacer; así que te reconozco como el Cristo y me uno a ti en consecuencia.” A lo que Jesús respondió declarando que sobre ese fundamento de fe él edificaría su iglesia.

¿Qué quiso decir él?

Cuando hablamos de edificar una iglesia, nuestra mente usualmente se centra en los ladrillos y el mortero de los cuales se construirá la nueva estructura, y decimos que está siendo edificada por el arquitecto que la diseñó, o la congregación o denominación o el benefactor que la financió, o la firma constructora que la levanta. Pero cuando Jesús habló de edificar su iglesia, él no estaba pensando en estos términos. Él pensaba, en cambio, en el proceso complejo por el cual la verdad acerca de sí mismo es recibida, la respuesta de sus recipientes a ello (o, mejor, responderle en términos de ella, como Pedro lo hacía), y los que responden son conformados cada vez más a él a medida que participan en las cosas que la iglesia hace en obediencia a la palabra de Jesús, bajo su liderazgo y en dependencia de su poder. Como la iglesia consiste de individuos que al venir a la fe y asociarse como creyentes han llegado a ser el pueblo del Señor (su viña, su rebaño, su templo, su nación), así que la edificación de Cristo de su iglesia tiene que ver con el cambio que él opera en su pueblo en el interior -en sus corazones, como decimos- que arrepentimiento, fe y obediencia llega a ser cada vez más el modelo de su vida, y celo por Dios que vemos en Jesús, y cumple el llamado de Jesús a la adoración, el trabajo y el testimonio en su nombre. Y hacen esto, no como individuos aislados (¡llaneros solitarios!) sino como compañeros parientes en la familia de Dios, ayudándose y animándose unos a otros en la apertura y cuidado mutuo que es la marca de “amor fraternal” (Filadelfia: vea Rom. 12:10; 1 Ts. 4:9; Hb. 13:1; 1 P 1:22; 2 P 1:7). Por este medio ellos entran cada vez más en la vida que constituye auténtico cristianismo, la vida de comunión con su Padre celestial, su Salvador resucitado, y cada uno; y al hacer esto ellos “También ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegan a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo” (1 P 2:5).

Así que “edificaré mi iglesia” es una metáfora, como la promesa que Jesús había hecho a Pedro un poco antes “pescador de hombres...” (Luc. 5:10) era una metáfora. En el último caso, Jesús comparaba el próximo trabajo de Simón como un formador de discípulos usando sus actuales habilidades de pescador. En el caso presente, él le dice a Pedro que su propia obra de gracia de edificar la nueva comunidad sería comparable con la de un contratista que construye una casa uniendo materia prima (piedra, ladrillo, tablones, madera) que ha sido juntada para ese propósito. Su punto inmediato en la oración donde ocurre la metáfora es que la roca-fundamento sobre la cual la comunidad debe permanecer-es decir, el compromiso básico de cada persona que se une a la iglesia debe compartir— es la fe en él como el divino Mesías que Pedro había verbalizado: “sobre esta roca edificaré mi iglesia.” El proceso mismo de edificar, sin embargo, es lo que nos interesa ahora.

La Palabra y el Espíritu

¿Por qué medios el Salvador edifica su iglesia? Es decir, ¿cómo produce los cambios en las personas que las une de manera cada vez más profunda al equipo de creyentes activos que adora y sirve, cuyo nombre bíblico es “iglesia”? La respuesta es: mediante su Palabra (en el sentido más amplio, la Biblia; en un enfoque más agudo, el evangelio), y mediante su Espíritu, cuyo papel en esta conexión es hacer que el significado y la aplicación de la Palabra sea claro y personal. Palabra y Espíritu juntos, el Espíritu interpretando y evocando una respuesta, son los medios por los que la obra de Cristo de edificar la iglesia se lleva adelante.

Pablo en Efesios retrata este proceso como crecimiento de la iglesia. Habiendo explicado que Cristo da siervos dotados a la iglesia “para equipar a los santos...,” él afirma que por este medio debemos “crecer.” (Ef. 4:12-16). Así Cristo “Jesús mismo la piedra angular, en él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor” (Ef. 2:20-21).

A la luz del cuadro paulino de la iglesia que crece como lo hace un cuerpo y como un edificio crece mediante el proceso de ser erigido, parece lamentable que la frase “crecimiento de la iglesia” deba hoy día usarse exclusivamente, como parece ser, para la expansión numérica, cuando la idea del Nuevo Testamento expresada por esta frase no es avance cuantitativo sino cualitativo. Siempre es más sabio usar la fraseología bíblica en su sentido bíblico, y estos textos dejan en claro que el crecimiento de la iglesia que Pablo tenía en mente no tiene que ver con reclutas añadidos a la comunidad (él tenía otras palabras para ello), sino de la comunidad siendo preparada para su destino mediante el poder transformador de la verdad enseñada por el Espíritu.

La perspectiva de Pablo de Palabra y Espíritu en relación con el destino de la iglesia aparece también en su discurso de despedida a los ancianos de Éfeso, como lo registra Lucas en Hechos 20:17-35. Un vistazo a este pasaje confirmará lo que venimos diciendo.

Pablo habla primero de su ministerio de la Palabra. “A judíos y a griegos les he instado a convertirse a Dios y creer en nuestro Señor Jesús” (v 21). “he andado predicando el reino de Dios” (v 25). “Sin vacilar les he proclamado todo el propósito de Dios” (v. 27). Luego él habla de la iglesia, y lo hace en una manera que muestra que para él la iglesia es central en el propósito de Dios. Es “la iglesia de Dios que él adquirió con su propia sangre” (v. 28); es el rebaño de Dios, amenazado por lobos (maestros del error), y necesitado por tanto del máximo de fidelidad vigilante de sus mencionados guardianes. Él se refiere, notablemente, al Espíritu Santo como el que ha puesto a los ancianos como “obispos para pastorear la iglesia” (v. 28); lo que quiere decir es que el Espíritu Santo mismo supervisó el proceso de su selección y nombramiento, y la implicación es que si ahora buscan su ayuda para cumplir con sus responsabilidades la recibirán. Y concluye: “Ahora los encomiendo a Dios y al mensaje de su gracia, mensaje que tiene poder para edificarlos y darles herencia entre los santificados” (v. 32).

“Edificar” es la misma palabra griega como en Mateo 16:18, y aquí también, como en realidad a través del Nuevo Testamento, tiene un marco corporativo de referencia. “Edificaré mi iglesia,” dice Jesús; y “las palabras de su gracia...,” dice Pablo. La edificación de individuos es el descenso del individualismo, porque es precisamente la edificación de ellos en la red comunal llamada iglesia. La Palabra, ministrada, memorizada y masticada mediante la meditación, tiene poder para darse cuenta la edificación (“ejercicio de poder” es la fuerza del griego para “puede” en el versículo 32) mediante la agencia del Espíritu Santo. Y dentro de la iglesia en la tierra este proceso de edificar -o edificación interior, como podemos considerarla de igual manera cuando nos concentramos en las personas que son su objeto- dura todo el tiempo. Jesús edifica su iglesia, de acuerdo a su Palabra.

La iglesia del Antiguo Testamento

Ahora surge una pregunta que los estudiosos de la Biblia hacen. Jesús habló de su tarea de edificar la iglesia como futura: “edificaré...” Toda la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de la iglesia se centra en Cristo; su venida, muerte, resurrección, ascensión al trono y derramamiento del Espíritu. ¿Comenzó la iglesia que el encarnado Hijo de Dios actualmente edifica, durante su ministerio histórico, o estaba Dios edificando una iglesia en la manera descrita en los tiempos del Antiguo Testamento? La respuesta es sí y no, dependiendo del ángulo desde donde se plantee la cuestión.

Si su perspectiva es estrictamente histórica, si, es decir, usted pregunta sobre la aparición en la tierra de una comunidad que reconoce a Jesús como el Cristo, entonces la pregunta se responde a sí misma: obviamente no podía haber una comunidad de seguidores de Cristo hasta que Cristo estuviera allí para ser seguido, tampoco podía la plena bendición de Pentecostés ser disfrutada hasta que el derramamiento pentecostal del Espíritu Santo hubiera sucedido. La iglesia del Nuevo Testamento es la iglesia de Cristo y el Espíritu; así que, históricamente hablando, la declaración frecuentemente escuchada de que la iglesia comenzó en Pentecostés debe ser verdadera.

Si, en cambio, su perspectiva es teológica a la vez que histórica -si, es decir, usted pregunta acerca de la relación de Dios con diferentes individuos y grupos en diferente tiempo- la respuesta a la pregunta entonces tiene más que lo que se acaba de decir, y se hace claro al revisar la información relevante que es más engañoso negar la realidad de una iglesia del Antiguo Testamento que afirmar su existencia.

Los escritores del Nuevo Testamento nos enseñan a leer el Antiguo Testamento como un testimonio histórico a una era preparatoria en la cual bajo Dios todo estaba preparando hacia la venida del Mesías, quien establecería el nuevo orden del reino de Dios en este mundo desordenado. Pero a lo largo de esta era, desde el comienzo, Dios ha estado dando a conocer su pacto de gracia por medio del cual dice a los humanos: “Yo, tu hacedor, soy tu Dios que te guía y dirige; tú eres mi pueblo, y cada uno de ustedes me pertenece, para honrarme y servirme.” La relación de Dios con Adán y Eva en Edén fue de pacto en este sentido, y cuando Dios siguió manteniendo la relación y atrayendo personas a su aceptación del mismo a pesar de su estado caído, se siguió revelando en la práctica como un pacto de gracia. “Yo, tu hacedor contra quien has pecado, no obstante me declaro tu Dios...” “Tu Dios” significa Dios que se preocupa por ti y está ocupado en bendecirte hasta el límite de sus soberanas habilidades, en otras palabras, de manera ilimitada. Dentro del pacto, como la dimensión Rey y súbditos sugiere, hay una privación disciplinaria y castigo por la infidelidad; aunque la relación en sí tiene la intención de bendecir y enriquecer.

Se ha dicho con verdad que la religión bíblica es una religión de pacto, y el Antiguo Testamento no menos que en el Nuevo, y que en ambos testamentos la verdadera religión -la religión de pacto- es un asunto de pronombres personales: es decir, de seres humanos capaces de decir “mi Dios” en el conocimiento que Dios dice de y a cada uno de ellos: “mi persona-mi siervo-mi hijo-mi socio de pacto.” Cada “mi” aquí es lenguaje de pacto. También se dice que la iglesia del Nuevo Testamento es la comunidad del Dios del pacto, lo que hace al menos natural hablar de la comunidad del pacto de Dios en los tiempos del Antiguo Testamento como la iglesia antes de Cristo. Pero al decir esto nos adelantamos; necesitamos por un momento retroceder.

¿Quién está en pacto con Dios? Respuesta: aquellos que activamente aceptan la relación de pacto que él les extiende y viven para él en respuesta de pacto, lo que es fe en su noción más amplia. Abel, Enoc y Noé, junto con Abraham, están entre aquellos que Hebreos 11:4-16 dice que “Dios no se avergüenza.” (Lenguaje de pacto) porque ellos vivieron para él en fe. Génesis 4:25-26 implica que la línea entera de Set fueron pueblo de pacto. Génesis 17 dice cómo Dios estableció su pacto formalmente con la familia de Abraham a través de Isaac, es decir, como los sucesos probaron, con las doce tribus de Israel. Los libros de Éxodo a Deuteronomio detallan el código de ley que Dios dio a su pueblo de pacto después de rescatarlos de Egipto. Este código se centra en los Diez Mandamientos, que están enmarcados por la declaración introductoria: “Yo soy el Señor tu Dios.” (¡Lenguaje de pacto otra vez!) (Éx. 20:2; Dt. 5:6). La ley de Dios es así legislación de pacto.

En cada era sólo una minoría de israelitas tomó en serio la obediencia al pacto, mientras el resto, aunque bajo el pacto de Dios nacional y nominalmente, no estuvo en relación de pacto con él personalmente. Pero siempre había algunos, un remanente, que vivió, trabajó, y a menudo sufrió pérdida, en fe leal, confiando en las promesas de Dios, adorando y orando, y practicando el amor al prójimo, moralidad de pacto conforme a la Ley, y compañerismo para apoyarse mutuamente. No llamar a este remanente fiel la iglesia del Antiguo Testamento, cuando sus miembros se relacionaron con Dios precisamente como los cristianos se relacionan con él y estuvieron constantemente haciendo juntos lo que la comunidad cristiana hace, sería realmente extraño.

Parece, entonces, que en el Antiguo Testamento somos confrontados con dos cosas juntas. Una es la realidad de verdadera y falsa religión entre el pueblo oficial del pacto, la comunidad que hoy podríamos llamar la iglesia visible. La diferencia aquí entre ahora y entonces parcialmente tenía que ver con el conocimiento y parcialmente con la experiencia. El fiel de los tiempos del Antiguo Testamento no sabía tanto acerca de Cristo a quien ellos esperaban como los cristianos del Nuevo Testamento saben ahora que Cristo ha venido; tampoco los santos del Antiguo Testamento experimentaron tanto del poder de transformación moral en sus vidas como los cristianos han conocido desde el derramamiento pentecostal del Espíritu. Pero fe, arrepentimiento, tentación, amor, duda, incredulidad, alabanza, oración, orgullo, gratitud, reincidencia, paciencia, pureza de corazón, auto control, celo por Dios -en breve, todas las virtudes que pertenecen a la piedad, y todos los vicios que componen la irreligiosidad, eran en esencia los mismos en tiempos del Antiguo Testamento que las del Nuevo, y el Antiguo Testamento contiene profunda enseñanza acerca de ellas. Al mismo tiempo (y esta es la segunda cosa que encontramos), gran parte del orden de pacto que Dios estableció para Israel a través de Moisés era típica y temporal; impuesta por Dios por razones educativas hasta que Cristo viniera, ahora ya no se aplica a nadie. El Nuevo Testamento nos dice que lo que pertenece a esta última categoría, y la lección es una que los lectores cristianos del Antiguo Testamento absolutamente deben aprender.

Tipo y Antitipo

Para ser específico, entonces: un tipo en las Escrituras (tupos en griego, que originalmente significa una grabación o una impresión que iguala) es un acontecimiento, institución, lugar, objeto, oficio o persona en función que modela una realidad más grande que en algún sentido es de la misma clase y debe aparecer en la etapa de la historia en un punto subsiguiente. Esta realidad más grande se conoce como antitipo. El término “tipo” es tomado de Romanos 5:14, donde Adán es llamado un tupos (“modelo”) de Cristo, el que había de venir. “Antitipo” viene de 1 de Pedro 3:21, donde el bautismo, entendido no simplemente como una aplicación de agua sobre el cuerpo sino también, y esencialmente, como una fe activa en Dios, es llamado el Antitypo que la preservación de Noé a través de las aguas del diluvio al entrar en el arca ha prefigurado.

Un tipo establece un marco para interpretar la realidad más grande cuando aparece, y entretanto, simplemente por existir, inculca el principio del cual la realidad más grande será en realidad el ejemplo supremo. Cuando la realidad más grande arriba, se convierte en el factor decisivo en su propio campo; en una manera u otra trasciende y rebasa el tipo. En términos espaciotiempo, el tipo es desde entonces una cosa del pasado, no más determinativo de lo que debe hacerse o de lo que ocurrirá. El registro bíblico de ello, sin embargo, es de valor permanente como conceptos y categorías provistos para el entendimiento del antitipo. La tipología por tanto llega a ser una clase de manual de conversación para usar en teología.

En la Biblia aparecen muchos tipos, pero los importantes para interpretar el libro de Nehemías son tres.

Primero: bajo la dispensación mosaica del pacto de Dios, la dispensación que la carta a los Hebreos llama “la anterior” y “la primera” y la declara “obsoleta” a partir de la venida de Cristo (Hb. 7:18; 8:7, 13; 9:1), la comunión de pacto con el santo Dios de Israel se mantenía a la luz de los constantes pecados de Israel mediante y un sistema típico de sacrificios administrado por un sacerdocio típico en un santuario que tipificaba la presencia inmediata de Dios. El ministerio y la mediación sacerdotal de Jesucristo, su sacrificio definitivo e incesante intercesión, sobrepasa todo esto, como Hebreos 7-10 deja en claro. En el día de Nehemías, sin embargo, el camino prescrito para tener comunión con Dios era la obediente ofrenda de un paquete de sacrificios, y sin esto no podía esperarse el favor de Dios.

Segundo, bajo el antiguo pacto a Israel se le dio una tierra, Palestina, con promesas de prosperidad y protección por la fidelidad, advertencias de empobrecimiento y expulsión por infidelidad, e insinuaciones de que podría haber restauración después del juicio disciplinario si prevalecía la penitencia. La tierra era un tipo de “una mejor patria...” (Hb. 11:16), un país que no debe definirse geográficamente sino relacionalmente, en términos de comunión con Cristo y su pueblo y de goce de las cosas buenas que él da a quienes confían en él y le sirven. En el tiempo de Nehemías, sin embargo, la tierra era el lugar señalado de bendición, la bendición que fue prometida centrada en la libertad de pobreza y la renovación de vida entre el lánguido pueblo de Dios involucraba el regreso a la tierra del exilio y el reclamo de la tierra del control pagano.

Tercero, bajo el antiguo pacto Jerusalén, la ciudad de David y el templo de Salomón, fue reconocida como el lugar donde Dios había escogido “poner su nombre.” (Dt. 12:21, 11) -es decir, el centro de adoración señalado para Israel, donde debían ofrecerse los sacrificios, mantenerse la adoración ceremonial, y buscar y disfrutar la presencia de Dios. Bajo el nuevo pacto, hallamos que el pueblo que Dios posee en Cristo constituye su templo (Ef. 2:1922), y su presencia para bendecir puede ser disfrutada dondequiera que sus siervos le invoquen a través de Cristo, o invoquen a Cristo, como vice regente de Dios (Heb. 4:15-16; 10:19-22), mientras “Jerusalén” y “Sion” han llegado a ser nombres para una comunidad que no es de este mundo (Gál. 4:26; Heb. 12:22; Ap. 3:12; 21:2, 10), una comunidad que ahora se revela como el antitipo del cual la Jerusalén terrenal era el tipo. En el tiempo de Nehemías, sin embargo, era categóricamente necesario, porque había sido prescrito divinamente, que Dios debía ser adorado en Jerusalén -lo que significaba que Jerusalén necesitaba estar en una condición en la cual pudiera honrarlo públicamente como se debía.

El libro de Nehemías

Estamos ahora equipados para sintonizar el libro de Nehemías y entender de qué trata.

Es parte de un par, porque Esdras y Nehemías claramente van juntos; y es parte de un paquete, porque Esdras y Nehemías claramente constituyen una secuencia de los libros de Crónicas. El cronista revisa la historia de Israel desde David hasta el exilio con un enfoque en el templo y en la adoración y la vida espiritual de los reyes, los sacerdotes y el pueblo. Esdras y Nehemías mantienen este enfoque. Nehemías 1-7 y 13 se leen como extractos del diario de Nehemías, y los capítuls 8-12 se leen como registros oficiales que Nehemías escribió en esta narración cuando, tal vez como una tarea de jubilación (él era un político, después de todo, aparte de cualquier otra cosa), él preparó sus memorias para publicarlas. El capítulo 13 como está perdería mucho de su propósito si los capítulos 8-12 no estuvieran allí, como veremos.

La historia que relata Nehemías es fascinante. Trata de la reedificación de los muros de Jerusalén (caps. 1-6), la renovación de la adoración en Jerusalén (caps. 8-10), la repoblación de las calles de Jerusalén (caps. 11-12), y finalmente la reanudación de la renovación de Jerusalén, la que lamentablemente con el paso de los años había perdido calor (cap. 13). De modo que es al mismo tiempo la historia de la edificación literal de Jerusalén (el tipo), es decir la ciudad en Palestina, y la historia de la edificación espiritual de Jerusalén (el antitipo), es decir el pueblo del pacto de Dios, la iglesia del Antiguo Testamento. Nehemías a través de Dios edifica muros; Dios a través de Nehemías edifica santos. Humanamente, Nehemías es la figura clave en ambas historias. Su libro lo revela como un líder pastoral par excellence, dedicado y dinámico, humilde, celoso, sabio y paciente, y en cada punto, como Moisés, Pablo, Martín Lucero, Oliver Cromwell y Winston Churchill, parece un poco más grande que la vida en razón de la claridad con la que define sus metas y la energía con la que las busca. Desde este punto de vista, su libro puede leerse como el registro de un triunfo personal de una clase pastoral y política. Pero igualmente puede leerse como un testimonio de los tratos de Dios con Nehemías y a quienes él servía de tal manera que obrara en ellos cualidades de vitalidad, fidelidad, valor, tenacidad, generosidad y madurez: cualidades de piedad que Dios constantemente fomenta en su iglesia, y que desde nuestro punto de ventaja reconocemos como semejanza a Cristo. Esto sin duda es el acercamiento correcto.

El libro de Nehemías, entonces, debe leerse como testimonio de la renovación y santificación de la iglesia. El motivo de Nehemías para componerlo es evidentemente doxológico, no de vanagloria: Él escribe por la gloria de Dios, no la de él; él testifica lo que Dios ha hecho en y a través de él, no a algo que él pudiera reclamar como logro personal. “Por tanto, mi servicio a Dios es para mí motivo de orgullo en Cristo Jesús. No me atreveré a hablar de nada sino de lo que Cristo ha hecho por medio de mí para que los gentiles lleguen a obedecer a Dios. Lo ha hecho con palabras y obras” (Rom. 15:17-18). De la misma manera, Nehemías se gloría en Dios y en lo que Dios ha hecho a través de él para el bienestar espiritual de otros, y el propósito de su libro es llevar a los lectores a compartir este gloriarse con él.

Parece, entonces, que el camino sabio al explorar el libro de Nehemías es estar igualmente interesado en la manera que Nehemías dirige al pueblo y la manera en que Dios dirige a Nehemías, y mantener el bienestar de la iglesia como el principal punto de interés a medida que seguimos estas dos investigaciones. Así que esto es lo que trataremos de hacer en las páginas siguientes.

Nehemías

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