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Jacinto Octavia Picon
LÁZARO
II

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Desde aquel día disfrutó Lázaro cuantas comodidades podían gozarse en el Palacio Episcopal, siendo tratado como convenía a su parentesco con el reverendo prelado. Diéronle un cuarto que, aunque no bueno, era de lo mejor que había en el edificio; tenía unas cuatro varas en cuadro, blanqueados los muros, la cama hecha con colchones de vieja y apelotonada lana, y las sábanas más ásperas que cutis de setentona. Le pusieron a la cabecera del lecho la imagen de un santo difícil de identificar, pero santo al fin, y al lado de una gran ventana, que se abría sobre el ancho panorama del campo, colocaron una mesa cargada de libros, y un tintero de cobre. Por deferencia a Su Ilustrísima, le sirvieron de maestros los más instruidos canónigos del cabildo. Puso él de su parte cuanto pudo; ayudó en gran manera su clara inteligencia, y pocos meses después empezaba su imaginación a adivinar nuevos horizontes, llenos de promesas gloriosas, en la senda a que se le destinaba. Los libros que leía, las lecciones que escuchaba, dejaban en su espíritu profunda huella; y el pobre muchacho, traído del campo hasta la morada del obispo, trasladado de pronto desde la libre existencia de los prados y montes al severo recinto por donde vagaban, como espectros atezados, los familiares de su tío; obligado a cambiar de género de vida, rodeado siempre de rostros en que parecía delito la sonrisa, sin nadie a quien poder trasmitir las primeras impresiones que, como bandada de pájaros no avezados al vuelo, se alzaban en su alma, fue poco a poco haciéndose reservado y triste; sintió anublado su espíritu por las sombras que la soledad engendra, y sólo halló para sus cavilaciones puerto de refugio en la esperanza del porvenir. Aquellos libros que le obligaban a estudiar, y aquellos hombres que había de tratar por fuerza, le pintaban el mundo como una sola jornada de la vida humana, como una prueba para el temple del alma; la tierra como valle de lágrimas, en que son mentira los aromas del campo y las alegrías del corazón. – Aquí abajo – le dijeron – todo es falso, impuro y deleznable. Las dichas terrenales son cantos de sirena, que arrastran al mal; cuanto se sufre y se padece son méritos que en el mundo se hacen para que sean premiados arriba, y en este breve tránsito, donde los pies se hieren en los guijarros de todos los caminos, debe la esperanza refugiarse en los cielos, que allí aguardan al alma la inmortalidad y a la virtud el premio de sus luchas. Pero fuera de esa esperanza y de lo que ha de hacerse por mirarla cumplida, en el mundo no hay nada; fuera del mal, la tentación y el error, todo es mentira. El desprecio de la Naturaleza y del hombre es la ley suprema de la conciencia; la contemplación de lo divino el solo cuidado del entendimiento; la fe en Dios o la confianza en los que le representan, la única luz que alumbra la pasajera pero densa tiniebla de la vida.

De esa idea del mal difundido en el mundo como el aire en los espacios, y de esa esperanza del bien puesto tras la existencia como la luz del día tras la oscuridad de la noche, nacían el horror a lo terrenal y humano, brotando la conmiseración y la piedad hacia los que sufren y padecen. De ahí toda la vida de la religión, toda la esencia de sus doctrinas, toda la fuerza de sus dogmas, toda su idea del universo mundo.

Sobre cuanto existe, Dios, fuente inagotable de dulzuras eternas, fuerza en constante trabajo, que jamás disminuye ni merma, causa insondable, secreto impenetrable; misterio tanto más grande, cuanto mayor sea la inteligencia humana. Luego, en la tierra, colocado entre las amargas olas de los mares y las punzantes malezas de los campos, el hombre, sintiendo siempre sobre la cabeza el perdurable martirio de la duda, y bajo sus pies un erial rebelde al trabajo, manchado y envilecido por el primer pecado. Pero entre Dios y el hombre, como eslabón que une el bien al mal teniéndolos distantes, la religión, manto de la deidad suprema en cuyos pliegues se cobija la humanidad, al modo que entre las anchas ramas de la encina se guarecen los gusanillos de la selva. Y, por fin, como última consecuencia de este sistema, postrer hijuela de esta concepción del universo, el hombre de Dios, el sacerdote que tiene por misión tender la mano al que vacila, sostener al que cae, infundir fe al que duda, perdonar al que peca, defender al que sufre, sojuzgar al altivo, y abriendo a todos los brazos con amor, decir cómo el Hijo del Hombre: «Amáoslos unos a los otros; practicad la virtud, y lo demás os será dado con exceso.»

Esto enseñaban a Lázaro, y así lo admitía él.

– Sí, – se decía; – Dios y el hombre.... El cielo y la tierra.... El bien y el mal.... Entre ambos la religión, el sacerdote, el soldado de las grandes peleas, el profeta que anuncia la aurora del porvenir, el eterno apóstol que, repitiendo la frase de San Pablo, dice a todos los pueblos de la tierra: «Hermanos, sois llamados a la libertad.»

Como el áspero mármol que la mano del artista desbasta, esculpe y modela haciendo surgir de la brutal materia la forma encantadora, fue Lázaro trasformándose por el estudio, abriendo cada día con mayor avidez los ojos a la luz de la fe, sintiendo penetrar dulcemente en su alma un algo indefinible que caía sobre su corazón como el rocío del cielo sobre el brote de la planta.

Bien veía o creía ver algunas veces cierta disparidad entre lo que sentía y lo que le rodeaba; pero no se paraba a aquilatar las cosas muy despacio, embebecida su inteligencia en las novedades que a su entendimiento se ofrecían. La transición de las costumbres campesinas al refinamiento mental de su presente vida, era demasiado inopinada y brusca para que dejara de parar mientes en ella.

Además pronto se dio cuenta de que no eran pocos los sagrados textos que parecían olvidados en derredor de Su Ilustrísima. Preceptos más sanos que aire de monte quedaban sin cumplimiento, o se obedecían por pura fórmula a veces y otras había manifiesta oposición entre lo mandado por autoridades de continuo invocadas, y lo que en la morada episcopal se practicaba.

Por de pronto, el Rdo. Antolín, si no era rico, no daba muestras de aborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática. Sin contar las mesadas que del Estado cobraba, las ricas vestiduras de que estaban atestados sus cajones, y los vaso y alhajas de metales preciosos, las gentes señalaban en los alrededores de la ciudad alguna finca, escondida entre macizos de árboles, donde Su Ilustrísima podía, como en cosa propia, hacer lo que mejor le pareciese.

Lázaro observaba que la caridad cristiana aparece en los Evangelios muy diferente, de la que se ejercía en torno suyo, que no eran siempre la humildad y la mansedumbre los móviles de los amigos íntimos del obispo, y que algunas veces se vela asomar cobardemente a los labios de los familiares cierta sonrisa reveladora de hipocresía y envidia.

La facilidad con que se recibía en aquella santa morada cuanto dinero daban para limosnas los caritativos fieles, se trocaba en formalidades y retrasos cuando las monedas habían de pasar a la faltriquera de los pobres, pareciendo aquello despacho de banquero donde se toma sin vacilar el oro ajeno y en donde todo son al devolverlo garantías, molestias y dilaciones. Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de su tío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas y corredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de la entrevista con el Prelado: y era lo extraño que si nunca se retiraban descontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía verse descorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa y olla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente la miseria. Jamás notó Lázaro cosa que disonara en el tranquilo concierto de aquella existencia casi monacal, donde todo estaba dispuesto y regulado de antemano, como en ceremonia palaciega; pero semejante al sordo ruido de vientos lejanos, creyó escuchar algunos días el rumor de murmuraciones engendradas en las porterías, robustecidas en las antecámaras y detenidas por el miedo ante las puertas del despacho donde trabajaba el bueno del obispo.

Levantábase Lázaro a la hora del alba, oía una misa, tomaba chocolate, y ayudaba en algo a su anciano tío. No tenía otra cosa que hacer hasta la comida, que se hacía siempre a la una, con puntualidad cronométrica.

Lázaro se quedó ensimismado y pensativo en más de una ocasión, reflexionando lo distintas que eran las privaciones que imaginó sufrir y la regalada vida que le daban. Todo aquello de comer como los anacoretas yerbas salvajes o salta-montes del campo, era, por lo visto, pura fábula, tradición olvidada. Al presente, y gracias a un cocinero lleno de buenas cualidades, en la mesa de Su Ilustrísima hubiera podido darse por alegre y satisfecho el más descontentadizo; en todo lo que a la culinaria se refiere, era el obispo ardiente partidario del progreso. Tratábase a cuerpo de rey constitucional; los mejores caldos de la cosecha, los más preciados sólidos del mercado iban a sus despensas, ya por encargo propio o por atención ajena; el pavo mejor cebado y el gazapillo más tierno eran para él; las frutas que se le presentaban parecían regalos para las aras de la antigua Ceres, y era raro el día en que la piadosa mano de alguna devota no preparase para Su Ilustrísima un platito de dulce espolvoreado de canela, aroma a que, como buen andaluz, era muy aficionado. Una reparadora siesta era el epílogo de la oración con que a Dios se daban gracias por tantos beneficios. Se trabajaba otro poco por la tarde, se cenaba concienzudamente tras el rosario, y un sueño tranquilo reinaba a las once en todos los ámbitos del edificio, donde la calma de este género de vida no se veía turbada sino en las vísperas de las grandes festividades de la Iglesia.

Lázaro notaba que todo esto no eran mortificaciones ni martirios, pero también se decía que aquello no era vivir en el mundo y sus luchas, y que siendo buenas cuantas gentes le rodeaban, no podía ser detestable la vida. ¡Cuan diferente se le ofrecía el espectáculo del mundo que empezaba un paso más allá de aquellos respetados muros! Cierto que de puertas adentro todo era reposo y santidad; pero ¡cuántos horrores y amarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada día es un combate y cada hora una herida! Hacía el pobre chico proyectos para el porvenir, y juzgando la vida tal cual se la habían pintado, pensando que todo era males, tristezas y desdichas, se preparaba a entrar en ella inquieto, temeroso, como soldado bisoño pronto a escuchar el primer paso de ataque tocado por las cornetas de su batallón.

Tratábale su tío afablemente; por respeto o adulación al Prelado, hacían lo mismo cuantos le rodeaban, y merced a su protección entraba Lázaro en la carrera a que le habían destinado, escudado contra las privaciones, con el porvenir preñado de fortunas, y el alma llena de presentimientos. Le habían pintado su misión de suerte que, impresionada la imaginación, veía en el sacerdocio el apostolado de toda idea generosa. Pero, a pesar de esto, cuando solo, con su libro de horas bajo el brazo, se le veía cruzar los anchos corredores o sentarse bajo las umbrías del huerto, parecía que dentro de su alma bullían y a sus miradas se asomaban vagos temores por su vida futura y dudas sobre la suerte que le estaba reservada. La santa casa que habitaba era, a su parecer, un puerto de refugio contra el oleaje infernal de la malicia humana. Por todo aquello que sus libros devotos le aconsejaban huir, venía en conocimiento de cuan ciertas deben ser las palabras con que se le avisaban los peligros mundanales, y por la interminable y fatigosa excitación a la virtud, podía apreciar cuan hondas y frecuentes son las simas del pecado. A medida que iba considerando las tentaciones que podrían rodearle, los riesgos que tendría que prever y males que evitar, su inteligencia miraba con deleite la perspectiva de días de horrible pero santa y gloriosa lucha, preparación a la inmortalidad.

Considerado por cuantos cerca de él andaban como la persona más allegada a Su Ilustrísima, los sacerdotes y demás gente de Iglesia que tenía ocasión de frecuentar, guardaban buen cuidado de no dejarle ver cosa que pudiera enojar al obispo. Todo era ante él virtud, resignación y humildad; de modo que teniendo constantemente ante los ojos la divina palabra de los libros y el mejor ejemplo en los hechos de los hombres, pensó que en contra de la agitación del mundo estaba aquella santa tranquilidad, que el torpe bullir de las pasiones se contrabalanceaba por un santo estoicismo religioso, y que nada podía haber tan digno ni respetable para la humanidad como la voz de esos hombres que con la imagen de Cristo en una mano y señalando con la otra al cielo, dicen al desgraciado: «Cree y espera.» Su poética melancolía era el presentimiento de los dolores de la lucha. Parecía que su alma adivinaba las heridas que habría de sufrir más tarde, y sólo en la fe, ingénita en su espíritu, fomentada luego por cuanto le rodeaba, era donde el pobre Lázaro podía hallar reposo a la misteriosa agitación de sus ideas. Nacido en una aldea donde la hermosa y virginal Naturaleza le decía continuamente: – «Admira,» – sin escuchar más voz que la del cura que de continuo repetía: «Cree;» con el sano ejemplo de la honrada vida de su padre, y sin haber sufrido las desgracias que pervierten al hombre, Lázaro iba allegando fuerzas y atesorando virtudes para verterlas luego como un maná divino sobre el rebaño de fieles que Dios le deparase. Si alguna vez caían sobre su turbada pupila los fatigados párpados, como deslumbrada la vista que admiraba de continuo el panorama espléndido de una vida toda virtud y caridad, al hundir la mirada en los abismos de su alma, encontraba, semejante a un resplandor en el fondo de una sima, la luz que le guiaba a sus destinos.

Dos épocas distintas puede decirse que atravesó Lázaro mientras estuvo en casa de su tío.

Durante la primera le dominaron los recuerdos confusos del pueblo con sus faenas y labores; acordábase de las conversaciones en que la tierra era la preocupación de todo el año, y empeñándose mentalmente en resucitar sus impresiones, se esforzaba en reconstruir, con reminiscencias vagas y sensaciones olvidadas, aquellos días que no habían de volver jamás; las lluvias primaverales que hacían entrever los carros repletos de doradas gavillas; el estío con las llanuras serpeadas por surcos que parecían encender el aire en la irradiación de sus terruños abrasados; el otoño con sus frutas mal sujetas a la cargada rama, convidando al paladar a refrescarse con su azucarado jugo; las tardes con sus vientecillos impregnados de perfumes, y las calladas noches envueltas en misterios, poblaban su pensamiento de ensueños indecisos. Lejos, muy lejos de él estaba cuanto podía recordarle tiempos pasados, y como tales más dichosos; el hogar ennegrecido por el humo de los troncos a cuya sombra jugueteó de pequeñuelo; la fuente donde las mozas, entretenidas en mirarle, dejaban rebosar en sus cántaros el agua; y en un altillo del cementerio, con su cruz de piedra que dora cada tarde el último rayo de la luz solar, la tumba de su madre.

En la segunda fase de aquella etapa de su vida, todo era esperanzas: habíanle trazado con sombrías tintas el plano de la revuelta arena del mundo. – «Aquí abajo no hay, le dijeron, sino males y perfidias; pero tú serás de los que tienen por misión encadenar el dolor a la esperanza de la dicha.» A pesar de no considerar completos los ejemplos que se le ofrecían, todo lo que aprendía, sus vigilias y desvelos, cuanto intelectualmente se asimilaba, venía a compendiarse en una palabra de amor divino, que le hubiera hecho fijar los labios en la escrófula del enfermo, si esto bastara para curarla, entusiasmo capaz de llevarle a los campos de la guerra para acallar con su rezo la maldición del desgraciado y dar alas al alma del creyente moribundo.

Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominábala ciudad, viendo a lo lejos tejados y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo. Si su memoria, protestando de aquel falso sistema del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del pulvis eris que le habían inculcado en el alma.

Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste; aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar; marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si el pensamiento del hombre fuese ave cuyo Vuelo depende de voluntad ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, le repugnase o no, a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «Node sólo pan vive el hombre, sino también de la palabra de Dios,» le dijeron; y la palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de absurdo, sostuviéronle que en aquel misterio impenetrable que constituye la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la verdad y el encanto de su divina poesía, porque la fe es substancia de las cosas que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen[1].

Entonces, falta de apoyo su inteligencia, sin que pudiera todavía discernir lo bueno de lo malo, ni estimar como nulo lo falso e inapreciable lo cierto, fue desfilando ante su mirada por las páginas de sus manoseados infolios, la interminable procesión de ideas, teorías y concepciones que se le daban como infalibles certezas. Fue viendo que el hombre, envilecido desde su nacimiento por una culpa ajena, no puede redimirse de ella; supo que el alma, capaz del crimen, está hecha a semejanza de Dios; leyó que la misericordia celeste puede ser también cruel, haciendo eternos los castigos, y que la voluntad divina es capaz de trastornar las leyes eternas de la materia y la energía.

Contraria pero simultáneamente a la frase «Eres polvo,» le dijeron que el hombre es el rey de la tierra; las aguas de los mares y las arenas del desierto son llanuras francas a su actividad y su valor; las fieras de brutal poder, esclavas de su inteligencia; los metales, que como venas de fuerza y riqueza serpean por las entrañas de los montes, tesoros escondidos para que el trabajo los descubra y el sudor los fecunde; y hasta la mujer, arcilla divinamente modelada con los rasgos de la amante y la madre, es suya también, carne de su carne, hueso de su hueso. Pero con todo, y a pesar de ello, le afirmaron que él ideal de la vida no es la existencia en el seno de la Naturaleza, ni la fecunda guerra del trabajo ni la pasión de la verdad o del arte, sino la muda y estática contemplación de lo divino, el celibato estéril, el claustro, la pobreza, el ayuno, el desprecio de sí mismo y el ansia de llegar a la muerte como a puerta mágica desde cuyo umbral se perciben los eternos albores del paraíso de los justos.

Sobre este conjunto de ideas, por cima de toda consideración superior a cuanto le rodeaba, estaban para Lázaro la santidad y grandeza de la misión aceptada, sin que llegara a alzarse un punto en su espíritu la idea de que el bien fuese independiente y extraño de la fe. Así llegó a cumplir los veinticinco años. Su inteligencia, como vaso forjado según las concepciones de los que dirigieron su educación, fue molde en que se vaciaron ideales ajenos. Cuanto en sí encierran las tendencias de los pasados siglos, cuanto en lo antiguo sirvió de turquesa para dar forma y ser a la sociedad, echó en su inteligencia hondas raíces. Educado para las batallas del presente, tuvo por armas las convicciones de antaño, fuertes por lo sinceras, pero quebradizas por lo viejas.

Llegada la época de abandonar el Seminario, el obispo le llamó a su despacho, y le habló de esta, suerte:

«Vamos a separarnos. Cuando escribí a mi hermano encargándome de tu porvenir, no creí que fuese tan fácil poner a un hombre en camino de hacerse artífice de su propia fortuna; pero tu aplicación, e ingenio han llevado las cosas de modo que aquí, de hoy en adelante, no harás más que perder tiempo. Si con nosotros te quedaras; no pasarías de pobre cura de pueblo; tal vez llegases algún día a predicar en nuestra catedral; pero nada más. Yéndote a la corte, como deseo, tus méritos darán a tu carrera continuación tan lisonjera como halagüeños han sido los comienzos. Poco me agrada separarme de tí; pero dos consideraciones hago: que aquí te traje, no para satisfacción mía, sino por conveniencia tuya; y que en las luchas de la tierra, en la revuelta marejada de encontrados intereses, donde has de intervenir, puedes ser en alto grado útil a la santa causa de la Iglesia.

»Vas a cambiar de género de vida, de hábitos y costumbres, hasta de ambiente respirable, que no son iguales las auras puras de estos campos cercanos, al aire viciado de la ciudad. Aquí, por más que haya doblez y engaño, no son la maldad tan refinada ni la hipocresía tan astuta; allí la cortesanía hace el daño más hondo y más disimulada la torpeza. Vivirás entre hombres que antes aprenden a averiguar el pensamiento ajeno que a expresar el propio, rozándote con gentes que procuran hacer a la mentira hurón de la verdad, y que tratarán de adquirir tu confianza engañando a otros, como luego te engañarán a ti para provecho de tercero. Anda en todo pecho la falsía, en todo cerebro la comedia: muchos la representan de tal suerte, que toman en serio su papel, y ni aun la muerte da fin a la farsa, pues otros fingen que les han creído, y la lisonja llega hasta el epitafio, manchando hasta los mármoles. Desconfía de cuanto te rodee y mantente en guardia casi más que contra las maldades ajenas, contra tus propias debilidades. Dios ha puesto en ti fe y razón; aquélla, como faro eterno a que caminas y te alumbra; ésta, como apoyo y sostén para cuando dudes; mas ten cuenta que si tu fe vacila, antes te será causa de desdicha que de consuelo y esperanza. Lee los libros que te en las manos sin cuidarte de profundizar en sus páginas más de lo que ellas te descubran; que el libro, como el vino, fortalece si no se abusa de él, embriaga si se prodiga. La ciencia es a la paz del alma lo que el agua a la semilla; con poca se fecunda y con sobrada se anega. Tu misión hasta hoy ha sido aprender la que habías de huir mañana: desde ahora vivirás entre el mal, evitando que logre corromperte. La tarea de tu vida es consolar al que sufre, alentar al que espera, perdonar al que yerra, labrar en tu corazón puerto donde busquen amparo los náufragos del mundo. No hay en la tierra misión más noble, que la nuestra. Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería dado envanecernos; pero hemos, de unir a la bondad la mansedumbre, y por altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad.

»Ya ves, Lázaro, qué hermosa perspectiva se te ofrece a la vista. – La vida es combate de pasiones, que unas a otras se hieren y lastiman: tú serás de esos hombres que por vocación de caridad se mezclan en la pelea, llevando en su alma la mina inagotable de la piedad y en sus labios el manantial perenne de la esperanza. Así como unos curan las dolencias del cuerpo, otros cuidan de la pureza del espíritu: serás, de ellos, y mientras el tuyo permanezca incólume, jamás te faltarán palabras con que infundir a tus hermanos la fe que te aliente. Cree y te creerán, que nunca inspiró la sinceridad desconfianza. Si la misión es difícil, no ha de ocultársete que la tentación es temible: ya lo irás viendo; pero si algo divino y fuerte hay en el hombre, es la voluntad. A todo has de sobreponerte, temiendo más la propia indulgencia: que la ajena censura. Sé hasta rencoroso contigo por tus culpas, débil hasta la exageración con las del prójimo; que el hombre debe ser tan avaro de virtudes como pródigo de perdones. Si la persecución te maltrata o la ironía te hostiga, recibe a la primera con mansedumbre y a la segunda con piedad; pues si la maldad debe hallarnos pacientes, el sarcasmo ha de inspirarnos lástima. Merézcate siempre más conmiseración quien se burle de lo bueno que quien practique lo malo. Por las funciones de nuestro ministerio habrás de hablar al oído de la esposa, y en el tuyo depositará la virgen sus secretos: di a aquélla que lo sacrifique todo a la paz de la casa, y a ésta que todo lo posponga a la paz del alma. Al hereje responderás con la palabra de la verdad, tratándole como amigo perdido que hay que reconquistar, no como enemigo que es preciso vencer, y rezarás por la salvación de quien persista en el error, pues ya que la religión no sea patrimonio de todos, séalo al menos la piedad. No mortifiques al moribundo con el recuerdo de sus delitos aquí abajo; habíale de sus esperanzas allá arriba. Fe, perdón, mansedumbre: tal es tu lema; el corazón tu escudo, tu premio el reino de los cielos. Si de la violencia que te hicieren hubieses de morir, muere con valor, mas no con aquella calma que puede ser cinismo, sino con esa serenidad que reflejando el tranquilo fondo del alma, sirve a los demás de un ejemplo que equivale a un consuelo.

»Mas no fuera bueno que te marchases sin tener seguro puerto de llegada. He arreglado todo de manera que entrarás en la corte por tal puerta, que muchos desearían tu posición como término a sus ambiciones. Vas de capellán a casa de los duques de Algalia, señores tan poderosos como buenos. De tus deberes para con ellos nada te digo, que la humildad de sacerdote no ha de echar en olvido la dignidad de hombre, y tengo por cierto que antes de poco no sabrán qué mirar con más cariño: si su venerable eclesiástico o su discreto y leal amigo. Partirás en breve, y sabe Dios hasta cuándo. Acuérdate alguna vez de mí, y siempre de lo que te debes a ti mismo. Recibe mi bendición, y ojalá te dé ella todos los bienes que la voluntad te desea.»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

De allí a pocos días partió Lázaro, y aunque alentado por sus esperanzas no dejó de darle mucho en qué pensar la visible contradicción existente entre los discretos consejos que acababa de escuchar y, la vida no muy austera de su tío, sin que acertase a comprender cómo siendo bueno lo que aconsejaba, no era completamente idéntico lo que practicaba.

1

Epist. de San Pablo a los hebreos, cap. II, vers. I.

Lazaro

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