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Jacinto Octavia Picon
LÁZARO
III

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Ere por aquel tiempo en la corte la casa de los duques de Algalia una de las más ricas y afamadas por aristocráticas. Su blasón no se había desdorado aún por completo con el roce de las costumbres modernas; sus estados no eran todavía presa de ninguna junta de acreedores, y hubiesen podido añadirse al escudo nobiliario algunos rehiletes gallardamente puestos en atrevida becerrada.

Cuanto esplendoroso puede dar la vida contemporánea, cuanto grande son susceptibles de engendrar el refinamiento del gusto y la sobra del oro, se reflejaba en la morada de los duques de Algalia.

Cada uno de sus salones era una pequeña capilla consagrada a la elegancia; el palacio entero un suntuoso templo del buen gusto y la moda, enriquecido con detalles dignos de un museo, en que andaban revueltos lo antiguo y lo nuevo, formando ese consorcio extraño, pero armónico, que ofrece la reunión de lo bueno, por distintos que sean los caracteres que revista. No había pieza mal alhajada ni rinconcillo descuidado. Aparte el esmero con que se había atendido al regalo material del cuerpo, la ornamentación indicaba por doquiera el destino de las habitaciones: el gran salón de recepciones estaba decorado con el fastuoso gusto del monarca de Versalles; el comedor de ceremonia cubierto de tapices flamencos; el de familia, con grandes bodegones firmados por manos maestras; el despacho del duque, todo de ébano incrustado de bronce; los aposentos de la hija, tapizados de alegres y sencillas pero valiosas telas; y los de la duquesa exornados con tal gusto y riqueza, que ni el gabinete de raso negro con flecos de multicolores sedas, ni la sala de baño con jaspe y ónix argelinos, ni el tocador de azulados cortinajes, hubieran sido mejores si los eligiese el arte para albergar a la belleza. Al verlos parecía que para aquellos pavimentos y muebles era indispensable una gran dama en quien fuese aún mayor la distinción que la hermosura; que pisase con menudos pies, como ligera sombra, las aterciopeladas alfombras y se recostase en los divanes casi sin que los flexibles muelles cediesen al suave peso de su cuerpo.

Lazaro

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