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Jacinto Octavia Picon
DULCE Y SABROSA
Capítulo V

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Que puede dejar dudas sobre la compatibilidad del amor y la virtud

Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan por los pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:

– No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útiles a la república, y que debieran ser muy considerados. Bueno: pues escudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente en presentarte a la incorruptible.

– ¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees que nadie ha…?

– Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que es honrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte…, y te advierto dos cosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrar la puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congracies con el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quema incienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque te parezca ridículo, enamórala por lo fino.

Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juan entró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana, con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos en las sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentado en un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.

Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres o cuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salió al pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decente que pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a él Cristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditos con el fleco de la pañoleta. El tío, como de encargo, no chistaba. Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:

– ¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?

– Muy característico, muy típico…

Y calló, sin terminar la frase.

– Hable usted con franqueza.

– Que no hay analogía entre usted y ese atavío.

Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:

– Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizos tan… subversivos, todo tan… flamenco no está en relación con la belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide una cara más, enérgica, facciones duras…

– Gracias por la galantería – repuso ella secamente.

Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la llamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez que un hombre la galanteaba con finura.

– Vamos – siguió él – ; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies…; pero que no los ocultase… Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado señorita.

Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:

– Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.

– Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.

Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales; pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y, sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad que amor propio:

– Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?

Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.

– ¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela, de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina… se la comen a usted.

De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin detenerse, dijo:

– Voy a empezar.

Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía prendar de una mujer.

Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por ejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de La Marsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Y se durmió.

Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de modo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese por visitarla, sino con ocasión de la obra nueva.

El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.

Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la conversación que anteriormente tuvieron:

– Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la grandeza!

– Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel… también de esos que… en fin, véalo usted.

Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en la escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:

– ¡Y la estatua… soy yo!

Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el diván:

– Da grima. ¡No haga usted eso!

Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de sentir sorpresa.

¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella saliese a escena más o menos ligera de ropa?

– No tengo más remedio – dijo – que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.

– Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará usted lo menos posible.

Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a entender, repuso:

– ¡Pues buen modo de protegerme!

En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener que aceptarle ni rechazarle categóricamente.

Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que sea, algún día se clareará, y según sus intenciones… veremos. Una cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lo otro no debe ser, no me conviene, no quisiera… Malo es que esté ya tan preocupada. En fin…¡Dios dirá!»

Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella, el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada faltaba de cuanto puede desear una mujer aficionada a hacer labores. Cristeta recibió el presente por la tarde, antes de ir al teatro, y abrió la caja con alegría infantil mezclada de sorpresa, como Margarita debió de abrir el estuche de las joyas. En uno de los casilleros destinados al hilo había una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas palabras escritas con lápiz:

«B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde recuerdo».

Cristeta lo apreció todo de una ojeada: amiga… señorita… humilde recuerdo… ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!

La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.

El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro, apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su pensamiento ni prever la respuesta:

– Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!… Sobre todo de buen gusto.

Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz sabiamente turbada:

– Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve; pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.

– ¿Qué idea es esa? – preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.

– Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de ninfa, ni de chula, ni de paje…; me exaspera la idea de que todo el mundo pueda contemplar…; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño… hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo… y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.

Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:

– ¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?

– Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted un consejo.

– Diga usted.

– Haga usted una prueba… doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva… ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra vez medio desnuda… y reflexione usted un poco sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense todo esto.

– Pero… ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro modo? – le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió – : ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?

No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:

– La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos… y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.

Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:

– Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra… y yo…

– Es usted injusta, cruel y mal pensada – dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.

Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:

– ¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!… ¡Imposible!… Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.

– Pero no irá usted sola.

– Probablemente con mi tío.

– Y yo detrás.

– Veremos…; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.

– No vaya usted a creer que es un capricho.

Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:

– Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.


* * *

Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.

Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:

– Pase… como extraordinario.

Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.

Dulce y sabrosa

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