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Jacinto Octavia Picon
DULCE Y SABROSA
Capítulo VII

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En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave

No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas provisiones de boca.

Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia, pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.

Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina.

– ¿Qué día vendrás? – preguntó ella a su amante.

– Lo antes posible.

– Piénsalo bien – dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta de cariño – . Te agradezco mucho todas tus finezas; pero…, no puedo adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un mal… ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo… Si te has de portar mal conmigo… déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no tendrá nada de rencor.

– ¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!

– Es que… entiéndelo bien… nunca me resignaré a que mi amor sea cosa de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré tratar como… ya me comprendes.

Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba con mirarla rendidamente.

De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós, vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.

Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.

Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos que su memoria iba evocando… En verdad que las galanterías de Juan habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto… algún beso, eso sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos… y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien educado… hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla! Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa. Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos físicos, le había enamorado.

Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura inefable ante la idea de que él compartiese el sentimiento que había inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle: «las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba, pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en contrato pasajero?

Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.

Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid, imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.

En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo… tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.


* * *

Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.

Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:

El criado. – Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia… Yo me voy pasado mañana.

El señor. – Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:

– ¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?

El de la fonda. – Ninguno. ¿Qué más nos da?

Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.

Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.

Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó en alegría.

Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan.

«¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas. Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la doncella, despidiola en seguida sin consentir en que la desnudase, y apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el pestillo.

No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo.

Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande: estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto de al lado.

La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por mí!»

De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas, una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.

Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero… ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí?

«No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.

¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no, ¡qué tranquilidad… y qué desilusión!

Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no respiraba a gusto.

Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.

¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.

De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento.

En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos.

– ¡Imprudente! – dijo ella – . ¡Quieres comprometerme!

– Nadie sabe que he venido. Peor sería ir al teatro no habiendo aquí nadie de tu familia. Ni siquiera el bobalicón de tu tío.

– ¡Pobrecillo! Bueno le dejé… El teatro le ha vuelto el juicio, o, mejor dicho, aquella corista… Mariquilla. Está loco. Pero el loco de atar eres tú. ¿Cómo te las has compuesto para que te den ese cuarto?

– El cómo, no lo sé; el para qué, figúratelo. Estoy harto de verte ante testigos. Tengo hambre de estar solo contigo, de cogerte una mano, nada más que una mano, ¿entiendes? y comérmela a besos.

– ¿Me quieres?

– Más que tú a mí.

– ¿Tú que sabes?

– ¡Rica mía!

– ¡Vida!

– ¡Cariño!

Y así siguieron largo rato, dulcísimamente entretenidos en aquel estupendo y delicioso dúo que por primera vez tuvieron Adán y Eva, y que probablemente sostendrán, pareciéndoles original, el postrer hombre y la última mujer que queden sobre el haz de la tierra.

El poético canto de la alondra avisaba a Julieta y Romeo que era llegada la hora de la separación; mas como allí no había pájaros, el aire fresco de la madrugada fue quien impuso la separación a los amantes, recogiéndose ambos a sus cuartos al despuntar el día; y conste que, en obsequio al lector, el autor prescinde de describir la llegada de la aurora. Cristeta se sintió más enamorada que nunca, y don Juan más esperanzado con la victoria, a semejanza de los grandes capitanes que no arriesgan ni proponen batalla hasta después de haber irritado al enemigo en largos días de desear la lucha, porque de esta suerte queden la sangre fría y la calma triunfantes del entusiasmo y del coraje.


* * *

Sabed ¡oh tímidas y pudorosas doncellas merecedoras del blanco azahar! que la puerta de comunicación no se abrió aquella noche.

Acostose Cristeta, y al apagar la bujía vio que por el ojo de la cerradura entraba un hilo de luz, al cual parecían dejar paso mal intencionadamente las prendas colgadas de la percha. Entonces, pensando que aquel agujerito podría convertirse en observatorio peligroso para su honestidad, se levantó a oscuras y lo tapó a tientas con la punta de una toalla, murmurando al meterse segunda vez entre las sábanas: «¡Válgame Dios lo que es la vida! ¡Todo Madrid me ha visto medio desnuda en el teatro, y ahora tomo precauciones para que no me vea el único hombre a quien quiero…!»

Dulce y sabrosa

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