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V

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Acudiendo a la cita del señor de Ágreda, a las diez y media de la mañana siguiente entraba Pepe en el hôtel que aquél habitaba, situado al final de la Castellana. Atravesó el jardín, pequeño y bien cuidado, subió las escalerillas, llenas de macetas, que parecían estar custodiando dos magníficos perros de bronce, y entró en el despacho, que formaba parte de la planta baja.

El piso era de maderas ensambladas, las colgaduras magníficas, cómodo y lujoso el mueblaje; todo acusaba mucho dinero. La mesa indicaba orden, gran pulcritud y poca labor: cuanto había sobre ella estaba bien colocado; pero sin que se notase en nada la confusión, propia del trabajo continuo. Los libros eran pocos, ricamente encuadernados, y sin señales de manejo frecuente: no debían ser aquellos los que era preciso ordenar. En dos testeros de pared cubierta de un papel muy oscuro rameado de oro, había dos retratos de mujer. En uno, el traje y el peinado a la moda de 1850, pero, sobre todo, la pintura, lamida como rebuscando finezas, delataban la mano de uno de aquellos artistas que conservaron reminiscencias del estilo elegante de don Vicente López, sin haber adquirido el vigor de los buenos pintores contemporáneos nuestros. La dama estaba peinada con el pelo hecho dos grandes ondas, muy alisadas, y tenía las facciones parecidísimas a la retratada en el otro lienzo; pero resultaba la belleza de la primera más completa y armónica. A pesar de esta diferencia, se parecían tanto, que era fácil adivinar su parentesco. Debían ser madre e hija, a juzgar por la edad que representaba cada una y por la diferencia de los trajes. El retrato de la más joven era una doble maravilla, por el modelo y la factura. Un trozo de impalpable gasa la cubría los hombros, a modo de gola antigua; tenía el rostro casi en sombra, los ojos ceñidos de un livor oscuro, ligeramente inclinada hacia adelante la cabeza y puesta entre el pelo una pluma de color de rosa, ingrávida, suelta, que parecía pronta a moverse al más ligero soplo.

Los dos balcones del despacho daban al jardín y, a través de los listones de las persianas caídas, se veía una pequeña estufa con plantas de flores costosas, destinadas a morir en los búcaros de un gabinete o prendidas en el pecho de una mujer bonita. Completaban el adorno de los muros unos cuantos grabados ingleses, un retrato de Olózaga, en litografía, con dedicatoria autógrafa, y un título de coronel honorario de la Milicia Nacional del 54, encerrado en rica moldura y expedido a favor del padre de Paz.

De pronto entró don Luis.

—Me gusta la puntualidad. Venga usted conmigo, y verá Vd. si hay aquí para rato.

Penetraron en una habitación contigua, enteramente llena de libros, donde tres estantes de roble nuevos y vacíos ocupaban otras tantas paredes, mostrando sus enormes huecos de madera limpia, recién labrada e impregnada del olor al barniz. En el centro había una gran mesa, también llena de libros, y además libros por todas partes: en el suelo, encima de las sillas y amontonados en los rincones, todos revueltos como en casa donde anduvieran de mudanza.

Aquel día no ocurrió más sino que don Luis dio algunas instrucciones a Pepe y éste comenzó a poner en orden los volúmenes, marchándose enseguida con el tiempo preciso para almorzar antes de ir al Senado. Al salir de la casa, tranquila la imaginación, sólo se hacía una pregunta: «¿Qué gente será ésta?»

Tres mañanas llevaba Pepe de buscar tomos para juntar los de distintas obras, colocando éstas luego lo mejor posible, cuando al cuarto día, estando en el despacho despidiéndose de don Luis, oyó de pronto abrir cautelosamente una puerta a su espalda y una voz de mujer preguntó:

—¿Puedo entrar?

Era la señorita del retrato, la de la pluma color de rosa. Llevaba puesto un traje casero muy sencillo, blanco, corto, huérfano de adornos y cuyas mangas descubrían los brazos: mostraba el cuello desahogado y libre; el pelo húmedo hacia las sienes, y la tez algo encendida, como azotada por el frescor del agua. La figura se destacó por claro sobre el cortinaje oscuro, semejando personaje de dibujo fantástico. Sorpendida al ver que don Luis no estaba solo, se detuvo un instante sin soltar el tirador de la puerta, dudando si adelantar o volverse.

—¿Estorbo?

—No, hija, entra.

Pepe, que se disponía a marcharse, la saludo; contestole ella, y cogiendo de sobre la mesa un periódico, se puso a leer. La escena fue rápida, casi muda: el aparecer ella y el despedirse él, ocurrió en un momento. «¡Qué bonita es!»—se decía luego Pepe al echar a andar, ya fuera de la verja del jardinillo de la casa.

Durante las mañanas sucesivas, don Luis entró en varias ocasiones a ver cómo llevaba el muchacho su trabajo, que cundía poco, porque el rato que pasaba allí era corto. Los armarios se iban llenando, sin embargo, y don Luis observó que, al mismo tiempo de guardar los libros, Pepe tomaba nota de ellos en unas tarjetas grandes, para formar un índice. Esto le gustó: el chico debía ser listo. Paz entró también alguna vez a buscar a su padre, y llegó a cambiar con Pepe frases triviales. Un día hablaron del tiempo, otro de un reciente y criminal atentado contra los Reyes. El lenguaje de ella era el propio de una señorita bien educada que no se desdeña de conversar con aquellos a quienes la fortuna no espropicia: el de Pepe era respetuoso, casi tímido, de hombre no hecho a pisar casas tan bien puestas ni a tratar con señoras de aspecto tan aristocrático.

Un día Paz, ya vestida para salir con su padre, estaba esperándole en el despacho, mientras Pepe, con la puerta de comunicación abierta, escribía en el cuarto de los libros papeletas para el índice. Paz leía un periódico, en pie junto a un balcón; Pepe, aprovechando la ocasión, la miraba disimuladamente, entre plumada y plumada. La muchacha era preciosa. Su talle sin artificio que la oprimiera exageradamente, tenía al cambiar de postura movimientos que acusaban formas esbeltas de curvas admirables. El pelo, casi negro, recogido y alisado con extremada modestia, avaloraba la blancura mate y dorada de la tez, vivificada por venas finísimas y azuladas. Las facciones muy graciosas y menudas, sin mezquindad, formaban una fisonomía móvil y animada, como la de aquellos serafines de Goya, inspirados en los rostros picarescos de las hijas del pueblo. Los ojos, de un azul oscuro y limpio, traían a la memoria el cielo de las noches serenas de Granada, y los labios, que a veces esmaltaba de blanco mordiéndoselos ligeramente con un movimiento involuntario, parecían una flor de matiz encendido. La boca, roja como herida reciente, y el azul límpido de los ojos, inspiraban ideas distintas, siendo la severidad de su mirada, guarda puesta en defensa de la dulzura de los labios.

No sintiendo Paz ningún ruido en el cuarto donde estaba Pepe, ni siquiera chocar de libros contra tablas, ni el resbalar de la pluma sobre el papel, dirigió la vista hacia el muchacho y le sorprendió mirándola; él bajó la cabeza y prosiguió escribiendo, disgustado, temeroso de que aquello la pareciese mal, y Paz se desvió un poco del sitio donde leía, pero naturalmente, sin ademán de enojo. Al cabo de un rato, al colocar Pepe unos libros en su sitio, volvió a mirarla sin que ella entonces pudiera verle. En cambio él la contempló a su gusto; mas de pronto se oyó la voz de don Luis que llamaba a su hija, y al soltar ésta el periódico, por muy presto que quiso Pepe apartar los ojos, le sorprendió Paz por vez segunda en flagrante delito de admiración, a pesar de lo cual, al verle marchar poco después, no mostró enfado en gesto ni en palabras, despidiéndose de él afablemente.

Pocos días después ocurrió casi lo mismo. Pepe, sólo por disfrutar de aquél regalo de la vista, que la fortuna le ofrecía, miró varias veces a Paz, y ella lo notó, sin dar señal de desagrado, antes al contrario, sintiendo cierta tranquila complacencia con aquel homenaje mudo que la rendía un hombre imposibilitado por su posición para adularla con esperanza de lograr favores. Ella le miró también alguna vez a hurtadillas, advirtiendo que el muchacho, no sólo no tenía mala figura, sino que era lo que se llama un hombre guapo. Su fisonomía acusaba inteligencia, sus ojos lealtad; es decir, reunía los dos rasgos principales de la hermosura masculina. Entonces se despertó en Paz algo de coquetería, no le parecieron mal aquellas miradas, y agradecida al culto que empezaba a recibir, permaneció en el sitio donde estaba. En días sucesivos entró varias veces al cuarto de los libros sin necesidad, sólo por saborear aquel placer desconocido de aceptar un tributo que halagaba su vanidad de niña bonita. Pero esta coquetería se le entró al alma, sin que ella lo advirtiera, del mismo modo que Pepe se daba el gusto de contemplarla sin segunda intención. Paz decía algunas veces para sus adentros: «¡Pobre muchacho!» Pepe pensaba: «¡Parezco tonto!» Ninguno advertía que aquel juego era peligroso. ¿Cómo había él de imaginar que Paz estuviese al alcance de su deseo, ni quién se atrevería a despertar en ella recelo de aquel desdichado?

Mas fue Dios servido—como decían los místicos—que comenzase a suceder con las palabras lo mismo que con las miradas. Hablaron unas cuantas veces de cosas indiferentes, y él, aun conteniéndose, por temor a parecer atrevido, siempre halló ocasión de mostrar cortesía, ingenio y gracia. Sus maneras carecían de atildamiento rebuscado y enfadoso, y sus frases estaban exentas de esa vulgaridad que hace el lenguaje de un hombre igual al de los demás: en lo que hablaba había siempre algo original; su tristeza parecía sincera, su gracia tenía un dejo amargo. Paz no podía analizar en qué estribaba ello, pero le gustaba hablar con Pepe, quien siempre la llamaba señorita, expresándose mucho mejor que la mayor parte de los caballeretes que por haberla visto una noche en un baile la llamaban por su nombre de pila.

El arreglo de la librería tocaba a su término: unas cuantas mañanas más, y todo quedaría en orden. Pudo haberse concluido antes, pero lo estorbaron dos causas: la primera, que don Luis, cayendo en la cuenta de que podía escribir al distrito por mano ajena, ni más ni menos que un ministro, empleó a Pepe como amanuense; y la segunda, que las conversaciones de éste con Paz fueron adquiriendo mayor desarrollo y duración cada día. Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.

—Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!... Voy de tiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no sé qué comprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.

—Esa edad tiene precisamente mi hermana.

—No sabía que tuviera Vd. hermanos.

—Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veré yo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda.

—¿Por qué?

—Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quien las ame.

—Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?

—La vida de mi padre nos ha colocado en una situación muy modesta, señorita, pero superior a la de los infelices que necesitan ganar un jornal. Pertenecemos a esas últimas capas de la clase media que tocan de cerca la pobreza, y las mujeres de esta clase son muy difíciles de casar.

—No se me alcanza la razón.

—Es muy sencilla. No pueden casarse con un obrero, porque lo estorba la diferencia de vida y de gustos, y es raro que lleguen a enamorar a un rico. En cuanto a los hombres de posición análoga a la suya... a esos les está vedado el matrimonio.

—¡Qué ideas tan raras!

—No; es frialdad para considerar las cosas. ¿Qué hogar puede crear, ni qué existencia ofrecer a su novia un hombre que gana, por ejemplo, lo que yo? Desengáñese Vd., señorita, el matrimonio no está al alcance de todas las fortunas.

—¡Cuando digo que piensa Vd. cosas muy raras! ¿De modo que una muchacha pobre no puede enamorar a un hombre rico, y viceversa?

—Lo primero no es tan difícil; pero el viceversa es punto menos que imposible.

—Explíquese Vd.

—Los encantos de la mujer no necesitan la ayuda del dinero. Las cualidades morales y la belleza lo pueden todo. La misión del hombre es más difícil: primero, tiene que saber agradar, luego debe disponer de medios para sostener una familia.

—¿Y si esos medios los lleva la mujer? ¿O es que Vd. no cree que deba casarse el pobre con mujer rica? Pues lo estamos viendo a cada paso.

—Hay algo de eso. El amor y el oro hacen juntos grandes cosas; pero ¡que pocas veces se unen! Además, créame Vd., señorita, siempre resulta sospechoso el hombre pobre que enamora a una rica. Las beldades adineradas son para nosotros como los brillantes para las modistillas, que cuando los lucen nadie los imagina honradamente ganados.

—Es decir, que hablando clarito, y sin dulcificar las cosas, en nosotras la fortuna puede ser un obstáculo a la felicidad.

—Ha acertado Vd. mi modo de pensar. Nunca debe el hombre pedir amor a la que puede enriquecerle. ¿Cómo creerá ella en su sinceridad? ¿Cómo adquirirá la certeza de que es ella, ella misma, el objeto de la adoración? A una divinidad que nada concede, le es dado creer en la sinceridad de los que la rezan; pero un dios que pagara con oro las oraciones, ¿cómo estaría cierto del amor que le ofrecieran?

—¡Qué sutilezas y qué modo de entender las cosas! Entonces, según Vd., la mujer rica no puede hallar sino marido rico. Pues no es así. Todos los días se casan ricas con pobres.

—No: ocurre que señoritas más o menos acaudaladas se unen a pillos bien vestidos, elegantes, instruidos y hasta bien educados; pero no habrá Vd. visto nunca que una señorita rica se case con un hombre digno y verdaderamente pobre.

—Según... Con un pobre, pobre, vamos, que no tenga donde caerse muerto, no.

—Es natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe del hombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por eso no debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólo pretende ser amado.

—Tristes verdades, si lo son, para las ricas.

Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella no había oído nunca hablar así.

Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco de talla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra, flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fue preciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandó dejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio también Pepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quien ostenta una adquisición nueva, le dijo:

—Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco mil reales.

Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.

—¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro... ¿O le parece a Vd. caro?

—No; es precioso.

—Entonces... ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha costado?

—Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni aquilatar sus gustos?

—No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.

—El marco es hermoso y vale lo que cuesta.

—No es Vd. sincero.

—¿Por qué, señorita?

—Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd. franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?

—¿Y con qué derecho podría yo pensar así?

—Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd.

Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.

—Lo que me ha dicho mi pensamiento—repuso Pepe tímidamente—es que el dinero no tiene igual valor para todos.

—¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.

—Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de vida.

—En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras hay quien se muere de hambre... pero así está el mundo. Sí, ya lo veo: una locura como esta representa el bienestar de muchos.

—Y a veces, la vida de algunos.

—De modo—siguió Paz—que Vd. es de esos que dicen que todo debía repartirse entre todos.

—No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.

—Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la culpa es mía.

—¿Por qué, señorita?

—No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído, su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta, ¿verdad?

—Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la menor censura.

—No, si la mitad de la culpa es de Vd.

—No entiendo.

—La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a Vd. lo que no debía.

—¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?

—No, Pepe; eso me lastima.

Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardó silencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaron enojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modo tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:

—Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome la palabra me honra Vd. ¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?

—No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le he ofendido a Vd.—Y le tendió amistosamente la mano.

Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados uno para con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo a Pepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepe no acertó a definir lo que sentía.

Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse, arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.

El enemigo

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