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VII

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En los corrillos del Senado se susurró por centésima vez que don Luis María de Ágreda terciaría en la discusión de cierto proyecto de ley. El pobre señor lo deseaba con toda su alma, pero no se atrevía.

Todo el valor lo malgastaba en casa, unos ratos dando vueltas por el despacho como fiera enjaulada, y otros apoyado de codos en el respaldo de una butaca, que su imaginación convertía en tribuna. ¡Entonces sí que se le venían a los labios períodos redondos, argumentos irrebatibles, frases enérgicas, preguntas de las que no tienen respuesta, todo género de arranques oratorios, hasta que, agotadas las ideas y sin saber enlazar las palabras, tenía que callarse! Tal era la disposición de su ánimo cuando una tarde entró en la biblioteca del Senado, huyendo de un noticiero que quería saber si era cierto que tuviese intención de hablar. Pepe, al verle entrar, se fue derecho a él, afectando mostrarse servicial, pero en realidad con propósito decidido de buscar manera de frecuentar su casa. El pretexto ya lo tenía pensado, y no era malo.

—¡Pero, hombre—le dijo cariñosamente don Luis—es Vd. famoso! Cumplió Vd. bien conmigo, me arregló Vd. la biblioteca, y ¡abur! no ha vuelto Vd. a parecer; de modo que quien está en falta soy yo.

—No hablemos de eso, señor de Ágreda, ya tendré yo el gusto de ir a saludarle y a recibir sus órdenes.

Después comenzó a poner en práctica un plan que días atrás se le había ocurrido, diciéndole:

—¿Conque va Vd. a consumir un turno con motivo de ese proyecto de Fomento? ¿Desea Vd. que le busque antecedentes? Ya es público que intervendrá Vd. en el debate.

—Gracias, gracias; aún no estoy decidido.

Aquel hombre, discreto y cuerdo en todos los actos de su vida íntima, sintió una turbación indefinible. Era, como don Quijote, razonable, sensato para todo, menos para aquella maldita manía oratoria que hacía en su cerebro oficio de libros de caballería, llenándole el magín de extravagancias y ambiciones.

—¿Conque se dice que hablaré?

—Sí, señor. Se da por seguro. Y, a propósito, voy a permitirme decir a Vd. que acerca de la materia del debate hay aquí datos importantes. En tiempos anteriores a la Revolución, se trató de eso. Si Vd. no quiere molestarse, o sus ocupaciones se lo impiden, podría yo tomar algunas notas y dárselas.

Al señor de Ágreda un sudor se le iba y otro se le venía: aquello era como si en las calles se esperase ya su discurso. Las palabras de Pepe tenían algo de aura popular y mucho de tentación. Le faltó energía para confesar la verdad y contestar: «No señor, no hablo, ni soy capaz de hablar, ni me pasará la voz de la garganta.» Lejos de esto, repuso débilmente, como luchando consigo mismo:

—Bueno, bueno; pues si en los Diarios de Sesiones hay algo de eso, ya me lo indicará Vd., aunque yo tengo un arsenal de apuntes... La cuestión es antigua... Ya, hacia el año cincuenta y siete...

Salió de allí verdaderamente aterrado, sin querer pararse con nadie, temeroso de que le preguntaran: «¿Habla Vd.?» Se marchó a pie sin esperar el coche, y por las calles se dijo a sí propio el más elocuente discurso que han oído Cámaras en el mundo. Pepe, al verle partir no pudo reprimir el gozo:

—¡Ya lo creo que volveré a verla!

Durante varios días se dedicó a rebuscar antecedentes relativos a aquel proyecto de reformas en Fomento, y en unas cuantas cuartillas anotó todo lo pertinente al caso: disposiciones análogas, decretos contrarios, intentos parecidos, opiniones de hombres políticos, contradicciones de unos, disidencias de otros, y ordenándolo formó un conjunto heterogéneo, especie de historia de la cuestión tratada, lista de elogios, censuras, inconvenientes y ventajas de lo proyectado, que parecía fruto de una laboriosidad constante, signo de larga atención y gran conocimiento de la materia; lo que se llama un trabajo concienzudo. No faltaba sino estudiarlo primero y aprovecharlo luego, decidiéndose a defender las disposiciones hechas en unas u otras épocas. Después, todo era cuestión de atrevimiento y desparpajo para hilvanar cuatro párrafos sobre la buena fe o la malicia del gobierno, según el punto de vista que se tomara.

Al quinto día de haber estado don Luis en la biblioteca del Senado, le esperó Pepe en un pasillo.

—¡Señor de Ágreda!

—¡Ah! caramba, ¡ya no me acordaba! (Esta era la más desenfadada mentira que salió de sus labios.)

—He reunido infinidad de datos que pueden ser a Vd. de gran utilidad.

—Poco hay que yo no conozca; pero en fin, lo agradezco mucho... ¿Tiene Vd. ahí los apuntes?

Pepe llevaba las cuartillas en el bolsillo, mas no le convenía dárselas allí.

—No, señor, no las he traído. ¿Qué necesidad tiene nadie de enterarse? Además, para ahorrar a Vd. trabajo material, que es lo único que yo puedo hacer, bueno será que, con los papeles en la mano, le indique el origen de ciertas cosas, para que Vd. no se mortifique.—Dicho esto, esperó impaciente la respuesta.

—Vaya, vaya... Pues mañana por la mañana, a la hora que solía Vd. ir antes, le espero en casa. Tiene Vd. razón, no hace falta que se sepa...

Por su gusto, le hubiese citado para aquella noche, o se le hubiera llevado en seguida a un café, a cualquier parte. Cuando, de allí a poco, entró en el salón de sesiones, no podía coordinar las ideas. Lo que había hecho Pepe le indicaba que las gentes contaban con un discurso suyo. No era ilusión; no estaba representando un papel de comedia, sino dentro de la realidad. Se sentó en su escaño habitual, y sin oír nada de lo que sus compañeros discutieron aquella tarde, se preguntó con el pensamiento más de cien veces:—«¿Qué habrá hecho ese muchacho?»

A la hora de comer dijo a su hija:

—Creo que me van a comprometer para que hable. Por supuesto, que no me cogerán desprevenido. Mañana puede que venga a traerme unos datos que he tomado en la biblioteca aquel muchacho que arregló los libros.

Paz le oyó entre turbada y contenta, pero su alegría fue mayor que su inquietud.

A la hora fijada estaba allí Pepe, con su línea de conducta trazada de antemano, como general que, tras madurar un plan de batalla, se decide a realizarlo. Le era preciso extremar la astucia puesta en juego para frecuentar la casa hasta obtener dos cosas: primera, ver a Paz y estudiar en su rostro la impresión que produjera su presencia; y segunda, si la muchacha no mostraba enojo, procurar por todos los medios imaginables que le quedara franca la entrada. Harto sabía que a título de amigo, como visita, de igual a igual, nunca le admitirían; pero ¿qué le importaba si conseguía ver a Paz y salir de dudas? Don Luis le recibió en el despacho. Sobre una de las butacas se veían un periódico de modas y un cestito de labor.—«Esto es de ella»—imaginó Pepe, y este ella que subrayó con el pensamiento, le pareció ambiciosamente ridículo.

—Vamos a ver—dijo don Luis entrando—ante todo, agradezco muy de veras su atención; pero dudo que hayamos encontrado algo nuevo. ¡He estudiado tanto el asunto!

—Aquí tiene Vd.—contestó Pepe entregándole las cuartillas.

—Siéntese Vd. un momento.

El senador comenzó a leer para sí, y su fisonomía fue tomando una expresión indefinible: pugnaba por disimular la emoción y no podía. Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la cara, dejó de leer.

—Basta, tengo bastante; lo agradezco muchísimo; aprovecharé algo, si señor; ¡vaya si aprovecharé!

Pepe casi no le oía. ¿Se perdería su astucia? ¿No aparecería Paz por allí?

—Quisiera que observase Vd.—dijo, por alargar la entrevista—que he procurado reunir todo lo que se habló al iniciarse hace años el proyecto: aquí está lo que propuso González Brabo... esto es de Bravo Murillo, estas notas de Calvo Asensio...

Don Luis tuvo que suspender la lectura: cada cuartilla se le antojaba un billete de entrada a la inmortalidad. ¡Vaya si hablaría! Del hombre estimado sólo por consecuente, iba a surgir el orador.

Oyose en esto ruido de pasos, y se asomó Paz a la puerta del despacho, a tiempo que su padre repetía:

—Gracias, muchas gracias.

—No sé de qué se trata—dijo ella entonces a Pepe;—pero yo también se las doy a Vd.

Don Luis cogió de nuevo los papeles, que parecían tener imán para sus manos y, entre tanto, los muchachos se miraron en silencio. Pepe arrostró con franqueza la mirada de Paz. ¡Cuánto hubiera dado en aquel instante por poder decirla con los ojos todo el tropel de ideas vanidosas, de ambiciones absurdas que habían anidado en su pensamiento, sin callarla nada, miedo, esperanza ni pobreza! Paz tuvo que disimular su alegría, por no aparecer desapudorada; mas no hizo mohín de disgusto ni frunció siquiera el lindo entrecejo. Para ninguno de ambos era ya secreto la atracción que habían ejercido uno sobre otro.

El enemigo

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