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Las tres instancias del cuerpo-actante

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El Mí-carne es la instancia de referencia, la identidad postulada, aunque siempre susceptible de desplazarse, así como la sede y la fuente de la sensorio-motricidad; es también el sistema material cuya inercia puede manifestarse sea por remanencia, sea por saturación.

El Sí-cuerpo es la instancia que se refiere al Mí-carne (de ahí su carácter reflejo y la elección del pronombre reflexivo para designarlo) y a la sensorio-motricidad para obedecerla o contradecirla, para acompañarla o para evitarla; es, pues, la identidad en construcción en el ejercicio mismo del quehacer semiótico. Si distinguimos los dos tipos de , opondremos lo siguiente: (1) la identidad que otorgan los roles (Sí-idem), cuyo modo de producción implica el recubrimiento por cada nueva fase de desarrollo, y que asume las operaciones que dependen de la captación (saisie); (2) la identidad que proporcionan las actitudes (Sí-ipse), cuyo modo de construcción se basa en la acumulación progresiva de rasgos transitorios, sabiendo que, con cada identidad transitoria, el actante se descubre como un otro; este tipo de asume las operaciones que dependen de la mira (visée).

Los tres tipos de identidad que permiten describir el devenir del cuerpo-actante remiten, por consiguiente, a tres operaciones semióticas de base: la toma de posición y la referencia (por el Mí-carne), la captación (por el Sí-idem) y la mira (por el Sí-ipse). Como esas tres operaciones son las homólogas semióticas de las diferentes presiones y tensiones evocadas más arriba, entran en interacción en el modelo de la producción del acto, presentado aquí en forma de un punto con tres vectores:


Las tres zonas de correlación definen y caracterizan tres tipos de esquemas reguladores de los actos «encarnados»: la cohesión de la acción reposa en la confrontación entre, por un lado, las diferentes fases del Mí-carne, y, por otro, el principio de repetición-similitud que caracteriza al Sí-idem. La coherencia de la acción se basa en la conducción de las fases del Mí-carne por el principio de mira permanente que caracteriza al Sí-ipse. La congruencia de la acción resulta de la confrontación entre los dos modos de construcción del (la repetición de roles similares, por un lado, y la permanencia de la mira, por el otro). La congruencia, en suma, sería la resultante de la cohesión y de la coherencia.

El desarrollo del modelo consiste, entonces, en explorar las diferentes posibilidades de correlaciones tensivas entre esos tres tipos de valencias10. En cada una de las zonas de correlación, se encuentran posiciones débiles (articuladas por los grados débiles de las valencias) y posiciones fuertes (articuladas por los grados más fuertes de las valencias). De ese hecho, en este modelo de tres valencias, se obtienen tres zonas de valencias débiles (en el centro del esquema), donde el acto emerge apenas en ausencia de presiones y de impulsiones del o del , y ocho zonas de valencias fuertes (por el contorno del esquema), que se pueden reagrupar en tres grandes tipos, según estén dominados por el Mí-carne, por el Sí-idem o por el Sí-ipse.

1. La zona en la que el domina es la de los esquemas de emergencia axiológica. En el seno del desorden de los actos no programados, de un encadenamiento de torpezas, de actos fallidos o de negligencias, el retoma la iniciativa para fijar su singularidad referencial, a la vez contra las tensiones de repetición del Sí-idem y en contra de las tensiones teleológicas del Sí-ipse. El esquema narrativo de la selección axiológica (cf. supra, «So y la Cíclope») es una realización posible. Generalizando un poco, podríamos decir que, en esa zona, es preciso desprogramar la acción para poder redistribuir sus valores: esa sería el área de la invención de los sistemas de valores, de la emergencia de axiologías y de nuevos horizontes de la acción. A título de ilustración, se podría considerar que los relatos de errancia (los road movies, especialmente) pertenecerían a esa zona, puesto que la errancia se presenta concretamente como la suspensión de la búsqueda, y como una renuncia a los programas y a las «miras» establecidas.

2. La zona en la que el Sí-idemdomina es la de la programación del cuerpo-actante, aquella en la que la identidad, definida por repetición y similitud, controla, a la vez, las tensiones individualizantes del y las tensiones teleológicas del Sí-ipse. En esa zona, debe ser definido a priori, o reconocido a posteriori, lo que deberá ser repetido como rol para que el recorrido del actante tenga un sentido. En esas condiciones, el cuerpo-actante sufre una especialización restrictiva (está conforme con el rol programado), «repite su lección» y aplica sus scripts (apuntes). En ese sentido, esa zona donde la memoria semiótica del actante está consagrada por completo a su programación es también la de la eficacia y la de la economía narrativa.

3. La zona donde el Sí-ipsedomina es la de la construcción en devenir del cuerpo-actante, y la tensión teleológica se impone, a la vez, a las tensiones individualizantes del y a las exigencias de repetición y de similitud del Sí-idem. El recorrido del actante procede, entonces, conforme a la definición de una «mira» y de una actitud que, según los casos, será una imagen-meta, un modelo, un simulacro, una esperanza o un ideal. Esa sería, en cierto modo, la zona de la ética narrativa, donde se desarrollarían los relatos de aprendizaje, de conversión y de búsqueda de ideales.

El modelo de producción del acto es también un modelo sintagmático, susceptible de ser recorrido con ocasión de cambios en los regímenes narrativos. Cuando las tensiones identitarias del actante se invierten, cuando los equilibrios se modifican, entonces se cambia de régimen narrativo. En la historia de «So y la Cíclope», se advierte que So olvida a cada momento el programa que se le ha impuesto para acceder a la selección axiológica: se singulariza por suspender el principio de repetición de los roles, por un lado; por renunciar a las «miras» éticas, por otro, y por borrar las huellas afectivas y morales, a fin de dejar libre curso a la invención de un recorrido imprevisible a través de una sucesión de accidentes que se apoyan en los impulsos del Mí-carne (fatiga y búsqueda del confort, torpezas, compasión, venganza, etc.). De la misma manera, la Cíclope debe, a cada momento, olvidar el instante precedente para dejar que se exprese la necesidad contingente de matar.

Estas breves sugerencias invitan a volver a desplazar la diversidad de la esquematización narrativa gracias a la distinción entre tres grandes regímenes narrativos, que se basan, a su vez, en las tensiones que se producen entre las tres instancias de los cuerpos-actantes. Ese nuevo despliegue permite hacer un lugar, al lado de la programación, al error, al acto fallido, a la torpeza, al accidente y al lapsus, claro está.

En efecto, en el modelo que acabamos de proponer, lejos de señalar una deficiencia del actante o una perturbación insignificante de la lógica narrativa, esas formas aparentemente no logradas de la acción emprendida indican, por el contrario, que el actante está sometido siempre al control interno de las instancias que lo componen, y a las tensiones que se producen entre esas instancias, aunque de manera distinta que aquella que define la acción programada. Esas otras formas de la acción son, pues, legítimamente esquematizables y significantes.

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