Читать книгу Cuerpo y sentido - Jacques Fontanille - Страница 6

Introducción
Algunos efectos del cuerpo en las ciencias humanas

Оглавление

En el discurso de la mayor parte de las ciencias humanas, el cuerpo es un tema omnipresente desde hace una veintena de años: la historia, la sociología, la poética, la antropología y la filosofía, así como la comunicación y el marketing, entre varias otras, hacen de él un motivo de renovación y de actualización. Sin embargo, esa «encarnación» de las ciencias humanas se presenta con figuras muy diferentes.

Cuando el historiador se interesa por los olores1, es, ante todo, porque pone en perspectiva la historia de las prácticas científicas, y principalmente las de la medicina2, pero también porque su concepción de la historia integra las formas de la socialidad y de la vida colectiva. El cognitivista, al otro extremo de la cadena, se interesa por el cuerpo, por lo esencial, en nombre del realismo neurológico: los esquemas cognitivos están «encarnados» porque adquieren forma en las redes de neuronas, indisociables del cuerpo/carne al cual están inseparablemente conectadas3, y porque es también el centro de experiencias del que han salido. Entre esos dos extremos, para el estudioso de la poesía, el cuerpo es, ante todo, la sede de la experiencia sensible y de la relación con el mundo en cuanto fenómeno4, en la medida en que esa experiencia puede prolongarse en prácticas significantes o en experiencias estéticas. Por lo que se refiere al antropólogo, sabe desde tiempo atrás que el cuerpo es todo eso a la vez: uno de los vectores de la socialidad y de la relación con el otro; el objeto y el soporte de prácticas terapéuticas, rituales y simbólicas; el anclaje principal de las «lógicas de lo sensible» y de las formas de relaciones semióticas con el mundo circundante características de cada cultura.

De hecho, las ciencias del hombre, habitadas permanentemente por el dualismo (cuerpo y alma, cuerpo y mente, cuerpo y espíritu, etc.), tanto si se adhieren a él como si lo rechazan, no han cesado de balancear entre la integración y la exclusión del cuerpo. Sin embargo, esas elecciones no se hacen, como acabamos de sugerirlo, ni en nombre del dualismo ni tampoco en nombre de su contestación monista: el alejamiento del cuerpo, lo mismo que su retorno, es, de hecho, el instrumento de otras decisiones epistemológicas o metodológicas. Por ejemplo, las figuras del cuerpo confirman la pertinencia de las dimensiones sociológicas y antropológicas en las investigaciones históricas, y, por eso mismo, no tienen derecho de ciudadanía si no es en el interior de una corriente metodológica y de una concepción de la historia a la que le otorgue alguna pertinencia; asimismo, el hecho corporal interviene como argumento teórico en los debates propios de investigaciones cognitivas, en favor de hipótesis conexionistas y de modelos «sub-simbólicos», y contra hipótesis y modelos «simbólicos»5.

La cuestión se plantea igualmente en semiótica: ¿en nombre de qué el cuerpo se excluye o se integra? El cuerpo ha hecho un retorno explícito en semiótica en los años ochenta con las temáticas pasionales, con la estesis y el anclaje de la semiosis en la experiencia sensible. En efecto, la cuestión se planteaba en ese momento sobre la articulación entre la semiótica de la acción y la de las pasiones. Si se considera la segunda como un complemento o como una derivación de la primera, difícilmente se evitarán los procedimientos normativos e idealistas, pues, en ese caso, la lógica de la acción parece ser la única racional y bien formada, y las pasiones aparecen o como perturbaciones y disfuncionamientos de las secuencias narrativas, o como sus efectos superficiales y accesorios: una concepción semejante no tiene necesidad del cuerpo; basta con complejizar la teoría de la acción.

En cambio, si se considera que la semiótica de las pasiones da acceso a un modelo más general, en cuyo interior el de la acción es un caso particular sometido a condiciones y a un punto de vista restrictivos, entonces el cuerpo sensible se encuentra en el corazón mismo de la teorización semiótica y regula el conjunto de su organización conceptual. En ese caso, nos obliga a revisar en profundidad la teoría semiótica, a extraer condiciones de pertinencia y a definir los límites de los diferentes campos de racionalidad que la constituyen, principalmente para poder reconsiderar el lugar que ocupa el cuerpo en la semiosis.

Pero no podemos quedarnos en ese argumento redundante: si hay pasiones en semiótica, hay necesariamente un cuerpo semiótico. Porque la verdadera ganancia teórica y metodológica de la semiótica de las pasiones no es el «retorno del cuerpo» o la pretendida semiótica de lo continuo, sino más bien la sintaxis pasional, la constitución de secuencias de patemas (derivadas, a su vez, de la sintaxis modal), resultado científico bien identificado y reconocido por todos los semiotistas, a cuya medida el tema del cuerpo hace figura de «ritornelo» demasiado conveniente. Si una reflexión semiótica sobre el cuerpo es deseable, no es para confirmar una semiótica de las pasiones, sino más bien para abrir nuevos dominios de investigación, y un nuevo dominio será, para nosotros, el de la semiótica de la huella.

El cuerpo había sido excluido de la teoría semiótica por el formalismo, y sobre todo por el logicismo que prevalecía en la lingüística estructural de los años sesenta, aunque también en la teoría de la acción, cuyas deudas respecto de la lógica formal, y hasta de la teoría de los juegos, son bien conocidas. Podemos tomar aquí dos ejemplos de motivos teóricos en los que el hecho corporal cumplió un rol discriminante: el de la función semiótica elemental y el del recorrido generativo.

La evolución de la definición de la función semiótica es, a este respecto, muy significativa; en la tradición inspirada en Saussure y en Hjelmslev, la relación entre las dos faces del signo o entre los dos planos del lenguaje es siempre una relación lógica, cualquiera que sea la formulación: necesaria o arbitraria, según el punto de vista adoptado, o de presuposición recíproca. Este tipo de relación prescinde de operador; se constata después, una vez que el signo ha quedado estabilizado o el lenguaje instituido, que el significante y el significado, la expresión y el contenido, se hallan en relación de presuposición recíproca. No se ve, pues, la necesidad de preguntar por el operador de esa relación, y tampoco, por tanto, por el rol de la enunciación, y menos aún por el papel del cuerpo en todo ese proceso. En Saussure mismo, simbolizada por una línea horizontal entre el significante y el significado, la relación constitutiva del signo está, por definición, desencarnada. La posición de Hjelmslev es algo más vacilante, pues insiste, en varios lugares, sobre el hecho de que la distinción entre plano de la expresión y plano del contenido es puramente práctica, que no tiene valor operativo, que depende del punto de vista del analista y que, por consiguiente, es fluctuante. La relación de presuposición recíproca expresa, pues, de hecho, en la formulación logicista de la época, una solidaridad percibida como frágil, móvil e inmotivada, que implica la intervención, al menos implícita, de un operador.

Desde el momento en que uno se pregunta por la operación que reúne los dos planos de un lenguaje, el cuerpo se hace indispensable, ya sea que se considere como sede, como vector o como operador de la semiosis; aparece como la única instancia común a los dos planos del lenguaje que puede fundamentar, garantizar y realizar su reunión en un conjunto significante.

Otro ejemplo igualmente significativo es el del recorrido generativo. En los años setenta, Algirdas Julien Greimas proponía organizar el conjunto de los componentes de la teoría semiótica en un solo modelo generativo, inspirado en las gramáticas chomskyanas; los diferentes niveles se escalonarían subiendo desde los elementos más abstractos hasta los más concretos, desde las estructuras elementales de la significación hasta las estructuras narrativas de superficie6. Ahí se presentó la dificultad de justificar las conversiones entre los diferentes niveles de ese recorrido generativo, ya que la única solución considerada era de tipo logicista: reglas de conversión de naturaleza lógica desplegadas de un nivel a otro, con significación constante.

Sin embargo, desde la aparición de Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, quedó claro que, de nivel en nivel, lo que es manipulado en el recorrido generativo no son formas lógicas, sino articulaciones significantes que el recorrido modifica, aumenta y complejiza progresivamente. No obstante, el recorrido generativo sigue siendo un simulacro formal, un modelo de estratificación lógica (que se basa en la oposición entre hiponimia e hiperonimia, cara a la semántica lógica de los años sesenta), que considera que puede prescindir de cualquier tipo de operador.

Es fácil ver ahora que es necesario pasar de un modelo de estratificación lógica estático a un modelo topológico dinámico7, pero la «dinámica» sin operador explícito no es más que una consigna, y no una solución. En su versión de entre los años sesenta y ochenta, la teoría semiótica da la impresión de que obedece al régimen de la «historia», tal como lo describe Benveniste: así como el relato parece que se cuenta solo, sin narrador, el recorrido generativo parece que él solo recorre los tramos y se convierte por sí solo.

En cambio, si las conversiones entre niveles de pertinencia son consideradas como fenómenos, o sea, como prácticas, y no como operaciones lógicas formales y de naturaleza especulativa, entonces implican un sujeto epistemológico dotado de un cuerpo que percibe contenidos significantes, y que calcula y proyecta sus valores. A cada cambio de nivel de pertinencia se puede imputar la rearticulación de las significaciones a la actividad de ese operador sensible y encarnado: él percibe las significaciones de un primer nivel como tensiones entre categorías, conflictos graduados, y extrae de esa percepción nuevas significaciones, articuladas en forma de valores posicionales en el nivel de pertinencia siguiente.

La intervención del cuerpo en la teoría semiótica proporciona, como se puede ver, una evidente alternativa al logicismo original, e invita a tratar los problemas teóricos y metodológicos bajo el ángulo fenoménico en relación con la experiencia sensible y con las prácticas que implican el cuerpo del operador.

Siendo esto así, la encarnación de los conceptos teóricos, por un lado, y la atención puesta en el cuerpo como tema de investigación, por otro, modifican las relaciones con las disciplinas vecinas, como es el caso de cada una de las otras ciencias humanas que han logrado las mismas evoluciones. Por ejemplo, durante el largo tiempo que la semiótica anduvo en busca de soluciones lógicas, mantuvo relaciones muy ambiguas con la psicología, y en particular con el psicoanálisis: como las soluciones formales excluían inevitablemente toda una parte de la significación humana, esa parte de sombra, de la que se ocupa justamente el psicoanálisis, tenía que ser rechazada por la semiótica por considerarla no pertinente. Desde entonces, la semiótica de las pasiones se ha desarrollado claramente como una alternativa a una semiótica psicoanalítica, exponiendo principalmente su propia concepción del afecto y de las emociones. Pero la reflexión semiótica sobre el cuerpo no puede escapar, en cambio, a una reevaluación de las consideraciones psicoanalíticas aferentes.

Por lo demás, esa «encarnación» de los conceptos y de las problemáticas va a modificar igualmente los criterios con los que el semiotista seleccionará los fenómenos que considera pertinentes. Una aproximación semiótica centrada en el cuerpo del actante, y no solamente en el encadenamiento lógico y canónico de las pruebas, volverá a darles todo el lugar que merecen al «acto fallido», a la torpeza y a la peripecia, y a tantos fenómenos que estaban borrados o excluidos como no pertinentes en una reconstrucción retrospectiva de la lógica de la acción. Del mismo modo, la enunciación de un cuerpo-actante mezcla, inevitablemente, farfullas, briznas de periodos, fragmentos de frases hechas, lapsus y desarrollos argumentados. En adelante, la pertinencia de tal o cual acto particular no puede ser reducida a un simple programa de búsqueda o a un solo proyecto de enunciación. El acto fallido es tan significante como el acto programado, y su carácter aparentemente accidental no hace más que ocultar la confrontación entre varios potenciales de significación y entre varias isotopías, que se hallan en competición para encontrar lugar en el espacio y en el tiempo del desarrollo de la acción y del discurso. El accidente narrativo o enunciativo se convierte en centro de una tensión entre dominios semánticos y axiológicos, y hasta de un conflicto y de una sustitución entre programas, entre recorridos o entre isotopías concurrentes.

La aproximación semiótica al cuerpo debe, además, asumir una ambivalencia persistente, que resulta del doble estatuto del cuerpo en la producción de conjuntos significantes: (1) el cuerpo como sustrato de las semiosis y en cuanto motivo teórico; (2) el cuerpo como figura y configuración semióticas, y en cuanto manifestación observable en los textos y en las semióticas-objeto en general. La distinción puede ser planteada como sigue: (1) en el primer caso, el cuerpo participa de la «sustancia» semiótica, y muy particularmente en la determinación del actante, sea el actante enunciativo o el actante narrativo: el motivo teórico central será el del cuerpo actante; (2) en el segundo caso, el cuerpo es una figura entre otras, y, por ese título, las figuras de la corporalidad lograrán un lugar al lado de figuras de la temporalidad y de la espacialidad, por ejemplo; sin embargo, el cuerpo ocupa, en la dimensión figurativa, un lugar aparte, que tiene que ver con su relación con el actor, y especialmente con el actor de la enunciación, y por eso las figuras del cuerpo desembocan con frecuencia en propiedades enunciativas. Esta distinción fundará, en esta obra, un recorrido en dos partes: la primera estará consagrada al cuerpo-actante y la segunda a las figuras de la huella corporal.

Pero esta distinción, que es, ante todo, una comodidad de presentación dictada por un deseo de jerarquización teórica, no es, sin embargo, tan fácil de poner en marcha en la aproximación concreta a las semióticas-objeto, porque no ofrece, de hecho, más que dos niveles de análisis, diferentes pero perfectamente solidarios, del mismo fenómeno.

Desde una perspectiva antropológica principalmente, uno se percata de que esas dos dimensiones están estrechamente entremezcladas. En la cultura de los Tin de Nueva Guinea8, se puede constatar que el cuerpo es, primero, una configuración concebida según un principio mereológico: partes (los miembros y los órganos) son asociadas para formar un todo federativo, en el que ellas deben conservar su identidad. Esta configuración aparece de inmediato como la homóloga de la representación del entorno natural, una configuración en archipiélago, en el sentido en que las relaciones entre las partes (los órganos y los miembros) son homologables con las relaciones entre las islas y las aguas que constituyen el territorio de ese pueblo.

El cuerpo es también, en este caso, un principio explicativo de naturaleza actancial y modal porque, en retorno, ofrece la mejor representación de la fuerza de ligazón que permite a las partes del archipiélago mantenerse juntas: esa fuerza es una tensión del alma, denominada wadama, que debe ser permanentemente mantenida por la atención y por la autoscopia; y esa «explicación» se expresa, en particular, por medio de una concepción original de la salud y de la enfermedad: en la enfermedad, o bien los órganos toman su autonomía porque la fuerza de enlace está debilitada (versión ive de la enfermedad), o bien pierden su identidad porque la fuerza de enlace es demasiado potente (versión mulobi de la enfermedad). Mejor aún, durante la preparación del matrimonio, los novios hacen una exploración minuciosa y mutua del cuerpo del compañero(a) siguiendo un ritual de toques y de interacción, que debe permitir verificar si la futura unión de esos dos cuerpos no va a perturbar el principio de enlace interno propio de cada uno de ellos.

Se ve muy bien en este ejemplo, superficialmente presentado, que el cuerpo es, para esta etnia, a la vez, una configuración semiótica (partes, fuerza de enlace y forma de totalidad) que puede ser objeto de una lectura sensible (táctil, visual, olfativa, etc.) cuando se trata de interacciones sociales, y también el resorte de la semiotización de la vida y del mundo entero. En él reside, en efecto, a través de la representación propia de ese grupo humano, la significación de su entorno y del cosmos: una concepción del mundo y una forma de vida, una definición del actante competente y una malla de lectura de los acontecimientos cotidianos, y el todo es indisociable de las prácticas de sobrevivencia y de reproducción.

En la búsqueda que vamos a emprender ahora, es de prever que la forma y las transformaciones de las figuras del cuerpo permitan captar, o al menos representar, las operaciones profundas del proceso semiótico que conducen los cuerpos-actantes. Y eso podría significar que, entre el cuerpo como sustrato de las operaciones semióticas profundas, por una parte, y las figuras del cuerpo que vemos aparecer en las semióticas-objeto concretas, por otra, habría un lugar para un recorrido generativo de la significación, recorrido que no sería ya formal y lógico, sino fenoménico y encarnado.

Por esa razón, daremos gran importancia a las figuras semióticas del cuerpo (especialmente a las del movimiento y a las de la envoltura corporal, aunque también a algunas otras) para acceder, a través de ellas, a una semiosis en acto. Por esa misma razón, nos interesaremos en las diferentes formas de los campos sensibles y perceptivos, porque ellas fundamentan las formas del campo enunciativo de las semióticas-objeto particulares.

El proceder que nos proponemos seguir aquí tendrá lugar en dos momentos: «I. El cuerpo del actante: cuerpo-actante y cuerpo-sensible»; «II. Figuras semióticas del cuerpo: figuras de huella y de memoria», y obedece globalmente a estas últimas hipótesis de trabajo: (I) reconocer que el actante es un cuerpo (y no solamente que «tiene cuerpo») es también preguntarse por los efectos de ese cuerpo sobre la formación de la semiosis y sobre las instancias que la toman a cargo, así como sobre la teoría del acto y de la acción, de los que él es el operador. (II) Dar cuenta de las figuras semióticas del cuerpo propiamente dichas nos obligará a cruzar dos determinaciones complementarias: por un lado, las formas significantes específicas de la polisensorialidad, y, por otro, las formas significantes de la memoria del cuerpo y del discurso a la vez. Pero ahora, por un retorno que no estuvo al comienzo atendido, el estudio de las figuras semióticas del cuerpo desembocará en la concepción y definición de uno de los procesos fundamentales de la semiosis en general, así como de la enunciación, y, con este título, en una generalización de las propiedades de la huella y del testimonio.

Para sacar todas las consecuencias de esta hipótesis, el espacio de un libro no es suficiente. Se podrá ver, sin embargo, cómo el actante recupera la significación de sus errores y de sus lapsus; cómo el actor se multiplica en fuerza, forma y aura; cómo los contenidos de significación se encierran en el interior de contenientes; cómo los soportes semióticos se convierten en membranas y en soportes que reciben proyecciones e inscripciones; cómo las transformaciones figurativas se someten a las interacciones entre el sustrato material, las energías y la forma de las membranas que las contienen. Se verá, en fin, cómo se desarrolla el hilo del discurso sobre el fondo de la acumulación y de la memoria de las interacciones que se producen entre figuras encarnadas, gracias a las huellas que han dejado en su entorno y a aquellas otras que se dejan leer en su propio cuerpo.

Cuerpo y sentido

Подняться наверх