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LA BENDICIÓN DEL PADRE
QUISIERA VOLVER A DECIR ESTAS cosas de manera un poco diferente, hablando de una hermosa realidad, presente en la Escritura y en la existencia humana, que es la bendición del padre.
Con cierta frecuencia viajo a América Latina. En muchos de estos países, cuando la gente se entera de que eres sacerdote, se te acercan para pedir una bendición: «¡Padre, la bendición!». Se puede tener a veces una larga cola que se forma rápidamente.
En este hecho de pedir la bendición hay una realidad cultural, a veces un poco exagerada, pero también subyace algo muy justo. Primero porque no es la bendición de un hombre lo que la gente solicita, sino la de Dios, la del Padre celestial. Luego, porque esta petición manifiesta una actitud de humildad por una parte (no soy autosuficiente, necesito la bendición y la gracia de Dios para mi vida), y por otra parte una actitud de sencillez y de confianza: a través de la persona pobre y limitada del sacerdote (¡no se trata de canonizarlo en vida!), Dios puede conceder su bendición a los hombres, su amor y su benevolencia. En Occidente este género de demanda es más raro, pero quizá es porque hemos llegado a ser muy orgullosos y tenemos poca fe.
En el judaísmo, todos los viernes al atardecer, después de la oración sinagogal de entrada en el Shabbat, de vuelta a casa, el padre de familia bendice a cada uno de sus hijos. Tampoco deja de honrar a la esposa con el canto de Eshet Hail [1]. La noción de la bendición del padre está muy presente en el Antiguo Testamento.
Es también una tradición en muchas familias cristianas. Cuando yo era chico, todas las noches mi padre se acercaba a la cama de cada uno de sus hijos para besarlo y bendecirlo con la señal de la cruz en la frente antes de que se durmiese.
Esta bendición del padre es de una gran importancia. El hijo que ha recibido la bendición de su padre se siente amado tal como es, gana confianza en sí mismo, puede afrontar la vida con valor y audacia, puede aceptar el riesgo de sus decisiones. La vida se convierte en una bella aventura. Al contrario, si no hay bendición de su padre, estará menos seguro de sí mismo, la vida se volverá difícil y complicada.
Un pasaje de la Escritura me parece muy significativo sobre este asunto. Es un texto del profeta Malaquías que se encuentra en una posición clave en las biblias católicas, pues son las últimas palabras del Antiguo Testamento, antes de que comience el Nuevo.
Ved que Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y temible. Él reconciliará el corazón de los padres con los hijos y el corazón de los hijos con los padres, para que no venga Yo a golpear la tierra con el exterminio[2].
Lo que este texto parece indicar de manera muy fuerte es que, cuando el corazón de los padres se vuelve a los hijos, y el de los hijos a los padres, entonces no hay anatema, no hay maldición. La existencia humana es hermosa y feliz. Por el contrario, cuando los corazones de los padres y de los hijos no están unidos, hay una especie de maldición sobre la existencia humana que deviene complicada y difícil.
Se sabe que este pasaje de Malaquías se repetirá en el evangelio de Lucas a propósito de la misión de Juan Bautista[3], pues este es el profeta Elías que debía venir. El papel de Juan Bautista es preparar la venida de Jesús y de todo el universo del Nuevo Testamento, del que la gracia fundamental (por la misión de Jesús y el don del Espíritu Santo) es hacer comprender a los hombres que el corazón del Padre está volcado hacia ellos, en el amor y la misericordia, e invitar a los hombres a volver sus corazones hacia el Padre, con la confianza y el amor de hijos. Por Jesús, Dios se hace nuestro Padre y nosotros nos convertimos en hijos suyos. Recordemos las palabras del Señor resucitado a María Magdalena: «Ve donde están mis hermanos y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Por la muerte y la resurrección de Cristo, de manera definitiva y total, Dios deviene nuestro Dios y nuestro Padre.
En el pasaje, encuentro muy significativo que este mensaje dirigido a los apóstoles, que resume toda la obra de la redención y del misterio de la paternidad de Dios, se le confíe a una mujer. Es un indicio del papel extremadamente importante de la mujer en la economía de la salvación para la acogida de la paternidad divina y la restauración de la paternidad humana. Volveremos sobre esto.
Por la misión del Hijo y del Espíritu, en el misterio de la Nueva Alianza, Dios revela más profundamente su amor de Padre y da a todo hombre el poder ser hijo de Dios[4].
Con ese fin, hace capaz a la paternidad humana de significar la paternidad de Dios. Jesús, por su Espíritu, viene a salvar, curar y restaurar toda forma de paternidad (y de filiación). Recupera, purifica, rectifica, santifica la paternidad humana haciéndola capaz de significar de nuevo la paternidad divina. La paternidad humana, incluida la del sacerdote, es una paternidad salvada que rencuentra su fuente y su modelo en la paternidad divina.
Hay un hermoso pasaje de la Carta a los efesios donde Pablo habla de su misión de anunciar «la insondable riqueza del misterio de Cristo» y de «iluminar a todos acerca del cumplimiento del misterio que durante siglos estuvo escondido en Dios […] el plan eterno que ha realizado por medio de Cristo Jesús». Es este un plan que nos permite tener «la segura confianza de llegar a Dios, mediante la fe en él». Y es interesante destacar que, más adelante, añade ese mismo pasaje: «Por este motivo, me pongo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra»[5].
Toda paternidad humana encuentra su origen, su verdad, su finalidad en la paternidad de Dios. Solo volviendo a Dios, la paternidad humana puede encontrar su sentido y ejercerse de manera justa y fecunda. El trabajo social y psicológico en este campo es necesario y loable, pero puede ser insuficiente.
[1] Elogio de la mujer perfecta en el libro de los Proverbios, 31, 10-31.
[2] Ml 3, 23-24.
[3] Lc 1, 16.
[4] Cf. Jn 1, 12.
[5] Ef 3, 14-15, y antes Cf. 9 y ss.