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UN INTENTO PARA IMPEDIR
EL GRAN DESASTRE
(inédito)
ОглавлениеEste libro nace de la sugerencia de algunos amigos que me han animado a plasmar en un solo papel mi posición ante el independentismo en Cataluña, posición que he venido desarrollando durante años al son de los acontecimientos. Recoge artículos escritos por mí, algunos inéditos y otros muchos publicados en diferentes medios a lo largo de los años que he creído oportuno editar y poner en su contexto histórico y económico, así como expurgar de las repeticiones que surgen al colocar muchos de estos escritos, nacidos de la actualidad del momento y para ver la luz en un periódico, en un volumen conjunto.
En 2005 publiqué el primero de ellos, un artículo sobre el Estatut («Sociedad Civil y Estatut») que escribí al constatar que mucha gente inteligente y preparada apoyaba con gran vehemencia la modificación del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006 («volem un nou estatut»), pero acríticamente, sin siquiera habérselo leído. Los artículos publicados que le siguen comienzan en 2013. El primero de ellos («El derecho a opinar de las organizaciones empresariales») lo escribí tras las reacciones exageradamente desatadas a unas declaraciones mías en la radio pública catalana el 15 de octubre de 2013. En esa ocasión me atreví a explicar ante una estupefacta entrevistadora lo que pocos se atrevían a decir pero que a muchos nos parecía totalmente obvio: las empresas podían deslocalizarse y la atracción de talento e inversión se aminoraría si se persistía en la inestabilidad política generada por el, en aquel momento, súbito proceso soberanista.
En otoño de 2013 decir esto en Cataluña, sin pertenecer a ningún partido político, y desde la sociedad civil y el mundo empresarial, fue tratado como pecado capital. Mis declaraciones se sumaban a las de los pocos que se habían pronunciado hasta el momento, entre ellos el empresario y editor José Manuel Lara Bosch, y el empresario José Luis Bonet. El movimiento soberanista consideró como una gran afrenta que voces del empresariado expresaran explícitamente sus dudas sobre el camino recién iniciado al que se estaban dedicando enormes esfuerzos de marketing. Así, se pusieron manos a la obra el mismo día de mis declaraciones. El propio presidente de la Generalitat y el conseller de Comerç, con los que mantenía hasta ese momento una relación cordial, así como un montón de articulistas y tertulianos, se movilizaron organizadamente y realizaron declaraciones de diferente intensidad para tranquilizar a la población —afirmando todo lo contrario, que el proceso independentista supondría una avalancha de nuevas inversiones— y, sobre todo, buscando que mis declaraciones parecieran fruto de una politización «españolista» o se entendieran como realizadas por alguien sin ningún tipo de autoridad en el mundo empresarial,[1] aunque en aquel momento yo llevaba ya once años al frente de la institución que hoy todavía presido.[2]
El último artículo publicado, titulado «La broma», del 22 de abril de 2021, es una llamada general a atemperar el extremismo de cualquier signo en la cada vez más encendida política española. Pero también es una réplica al último embate del agitprop nacionalista, entre otros muchos que he tenido que sufrir estoicamente.
Mirando hacia atrás, estos incisivos ataques mediáticos y virtuales, de impune difamación y calumnia, especialmente cuando se organizan contra empresarios o intelectuales y mediante el uso organizado de redes sociales, programas de televisión y radio públicas, son una de las principales causas que me han alentado a dejar mis razonamientos bien atados por escrito.
La mayoría de los textos tratan del tema catalán, pero también he incluido algunas reflexiones publicadas sobre la pandemia al inicio de la misma, sobre la globalización y el populismo, así como otras reflexiones inéditas sobre el nacionalismo excluyente que he creído que pueden resultar útiles para contextualizar el objetivo de esta obra. Muchas de las ideas se reflejan una y otra vez en los textos, pues en este empeño de años he intentado repetir lo que me han parecido verdades inmutables (falta de causas suficientes para la secesión, riesgo de graves repercusiones sociales y económicas, estampida de inversores, imposibilidad de respaldo internacional...). Esperaba con ello, a fuerza de ser pesado, que se generase un verdadero debate civil, más allá del político, que nunca llegó. El lector puede leer los relatos por orden —un orden que refleja matices en un estado de ánimo que va mutando con el paso del tiempo, a medida que se van produciendo los acontecimientos— o por separado, empezando por aquellos títulos que le parezcan más atractivos.
Espero que el lector entienda que esta humilde compilación no es un ejercicio de vanidad, ni va en contra de nadie, ni mucho menos supone el inicio de nada.
No pertenezco ni he pertenecido a ningún partido político, y no tengo ambición —seguramente tampoco capacidad— en ese campo. Soy lo que los anglosajones llaman «un independiente». He votado a diferentes formaciones durante años, siempre buscando a los líderes más templados, que pudiesen coser heridas, generar consensos, atraer y retener talento y, en definitiva, aportar aquello que debería ser el único faro de todo gobernante: generar bienestar y riqueza a las familias, a los trabajadores y a los empresarios. En el pasado llegué incluso a votar en algunas ocasiones a la extinta Convergencia, que me parecía formada por gente seria y responsable, algo de lo que me arrepentiré eternamente, sabiendo hoy lo que sé y viendo las consecuencias de aquel plan estratégico de ingeniería social —que promovieron unos pocos a hurtadillas del resto desde los años noventa[3]— y que hoy tiene la enorme responsabilidad de habernos envilecido hasta el punto de conducirnos a este cul de sac.
Soy catalán de pura cepa, con decenas de apellidos catalanes y creo que mi origen y el hecho de estar permanentemente viajando me permiten ver las cosas con cierta perspectiva. Como la mayoría de la población, hablo indistintamente catalán y castellano. Contesto en catalán cuando me hablan en catalán y en castellano cuando lo hacen en castellano. No he querido cambiar mi nombre de pila, Jaime, por el de Jaume, que no me gusta, como sí han hecho muchos políticos procedentes de entornos similares. El catalán y el castellano han convivido desde que desapareció el latín, como lo demuestran innumerables escritores catalanes, tanto antiguos [4] como contemporáneos,[5] y por eso creo en la convivencia serena, libre, sin cuotas y, sobre todo, despolitizada de ambas lenguas. Utilizar la lengua catalana como causa e instrumento del independentismo es seguramente uno de los mayores daños colaterales de todo lo que ha sucedido en estos años, tal y como se recoge en algunos de los artículos que forman parte de esta compilación, entre ellos «La culpa siempre es de Madrid» (inédito) y «Propaganda en catalán» (2018).
Me consta que durante años algunos hemos sido voces moderadamente molestas en determinados ambientes barceloneses al decir en público lo que muchos decían en privado y casi todos pensaban. Todavía me sorprende recordar la reacción mayoritaria en esos círculos ante el rodillo nacionalista. Algunos por comprensible prudencia; otros por su pasado o por sus legítimos intereses, presentes o futuros; bastantes, por miedo, o por un cálculo claramente erróneo de posibilidades a corto plazo, o por lealtades personales, o por no ser tachados de malos catalanes... Muy pocos por ideología. La omertà se instaló durante muchos años en los despachos del poder civil, creándose un entorno de seria incomodidad que ha impedido debatir abiertamente tanto las exageraciones y los atropellos auspiciados desde el omnímodo poder nacionalista, como, lo que es más grave, analizar a fondo los riesgos del atribulado proceso para la convivencia social y para las empresas. Y con ello, desde octubre de 2017 hasta la fecha, unas 5.500 empresas se han visto forzadas a cambiar de sede social a causa del procés, una migración empresarial inédita en la historia de la Humanidad.
Y así, durante estos años, cuando alguien expresaba claramente lo que casi todos pensaban, podían ocurrir dos cosas: o se neutralizaba la crítica con las eternas culpas a Madrid —que servían para justificarlo todo— o se cambiaba rápidamente de tema para que nadie se tuviese que exponer más de lo prudente, sabiendo que podía haber delaciones. Luego, en privado, algunos, los más politizados, se encargaban de acallar definitivamente al osado, afeándole su conducta, tachándolo de intenso y exagerado a través de algunas muletillas prefabricadas: «estigues tranquil, no pasarà res» (estate tranquilo, no pasará nada) o, peor aún, el malintencionado «així no» (así no), toda una alerta tramposa sobre el peligro de muerte civil en que uno incurría. «Hem de treballar pel darrere, construint ponts» (Hemos de trabajar por detrás, construyendo puentes), decían muchos, creyendo de buena fe que la ausencia de debate era de verdad un activo para impedir que todo volara por los aires.[6]
Como muchos otros que han intentado quebrar esta enfermiza espiral de silencio, tan bien planificada, mi propósito no ha sido impedir la independencia de Cataluña, que sigo creyendo que jamás llegará, sino únicamente contribuir a tiempo parcial a impedir el Gran Desastre. Es decir, impedir que el odio cercene familias y amistades; impedir altercados violentos en la calle y noches de cristales rotos; impedir que huyan las empresas; impedir el descrédito de lo catalán en el resto de España; impedir intervenciones de jueces y fuerzas de seguridad; impedir el desgobierno, o lo que es su causa, el gobierno de los menos preparados; impedir el envilecimiento de los recursos y la utilización partidista de las entidades públicas (incluyendo los medios de comunicación, las escuelas y las universidades) y de las privadas (especialmente los colegios profesionales, algunas de las instituciones de la Iglesia y las entidades empresariales y deportivas); impedir que políticos votados por mis vecinos terminen en prisión; impedir que marche talento joven; impedir que se empequeñezca la cultura; impedir que se coloque al pueblo catalán (que hasta hace poco se creía integrado por gente trabajadora y honesta) en la Champions mundial del victimismo chillón y sin justa causa... Este buen propósito, que ha requerido un cierto esfuerzo, se ha quedado desgraciadamente, como es fácil comprobar a estas alturas, en tan solo un intento.
Aunque la corriente podría parecer empeñada en seguir conduciendo a la sociedad catalana hacia un puerto imposible, continúo pensando que el posicionamiento expresado en los artículos que recoge este libro representa claramente el interés de la mayoría de los catalanes y del resto de los españoles. Un interés que consiste sencillamente en evitar un conflicto estéril en un lugar próspero y pacífico, alertando de sus consecuencias y denunciando la inocuidad y desproporción de sus causas. Un interés en retornar Cataluña al punto anterior al inicio de esta triste aventura de riesgo, un momento que, con todos sus claroscuros, es, seguramente, el mejor de su historia: desde el inicio de la Transición hasta el año 2008. Creo, además, que estamos a tiempo. El odio que ha impregnado la sociedad no ha dado lugar a una violencia irreversible, como ocurrió en el País Vasco en los años ochenta y noventa del siglo XX. Los muchos altercados de violencia callejera y desobediencia civil, así como su contención por las fuerzas de orden público, no han generado todavía, a día de hoy, un solo muerto. Entre las muchas y excesivas imágenes de este conflicto posmoderno que han dado la vuelta al mundo, no recuerdo ni una sola de políticos nacionalistas visitando a un solo herido en un hospital, ni siquiera el 1 de octubre de 2017 y los días que le siguieron.
Durante estos años he tenido muy presente una tradición apolítica de generación de debate y toma de opinión. Una tradición anglosajona pero también muy catalana, muy barcelonesa: la de la sociedad civil, la que sirve como verdadera contraposición intelectual al poder político, especialmente cuando este último se desborda.
Mis referencias, en este sentido, han sido dos. La primera, la tradición de la sociedad civil y empresarial anglosajona. Cuando he dudado sobre si debía o no posicionarme, siempre he reflexionado sobre qué haría el líder de una institución empresarial estadounidense en una situación similar a las muchas que hemos vivido en estos últimos años, que amenazase la estabilidad económica y el bienestar de los ciudadanos. Tengo buenos ejemplos que tomar como referencia en Estados Unidos: imponentes líderes-altos directivos de grandes corporaciones y presidentes de asociaciones empresariales. No se amedrentan ni se callan cuando el poder político amenaza el interés general, especialmente cuando sus actos pueden suponer un riesgo para la prosperidad económica. Esa referencia siempre me ha animado a no callarme.
Mi segunda referencia han sido algunos notables empresarios y directivos catalanes actuales, como los dos que he mencionado en páginas anteriores y muchísimos otros que, desde posiciones públicas o anónimas, también han intentado evitar a su manera el Gran Desastre.
Pero igualmente han sido mis referentes líderes pretéritos. Siempre me ha parecido encomiable el esfuerzo de aquellos empresarios catalanes que se organizaron en asociaciones y fundaciones para luchar pacíficamente contra el régimen de Franco en la tardodictadura. Muy especialmente he admirado a los jovencísimos fundadores del Cercle d’Economia, que bajo la tutela del historiador Jaume Vicenç Vives crearon en 1958 un foro de influencia, para debatir y opinar, para elevar el nivel intelectual de toda una generación y prepararla para la Transición y la modernización del país.[7]
Como imagino que pensaron esos jóvenes, que tuvieron el valor de reclamar para España apertura y democracia en tiempos oscuros, muchas veces he llegado a la conclusión de que el debate sobre la conveniencia y viabilidad de la independencia de Cataluña debía ser también un debate de ideas, un debate intelectual de trascendencia. Hoy ya no estoy seguro. No hay debate posible contra el dogmatismo imperante, movilizado desde el poder, con su máquina de esparcir odio. Quien se atreve a expresar una idea que se aleje del oficialismo no tiene que temer una confrontación intelectual, porque esta no se da. Tiene que temer una lluvia de tuits y la ridiculización grosera del agitprop, perfectamente organizada, utilizando si es necesario los programas de agitación política 24/7 en los medios públicos pagados por todos. Es una guerra de guerrillas mediática y virtual en la que es difícil aportar algo más, salvo que uno quiera descender al fango.
Por supuesto que este esfuerzo tiene también su lado romántico, de amor a Barcelona (de allí el título, idéntico al del artículo escrito por mí en 2018), pero también de amor a Cataluña y de amor a España.[8] De amor a mi familia y a muchos de mis amigos, independentistas o no, pensando que quizá se merecen, nos merecemos todos, otro presente. Uno mejor, más global, más abierto, más moderado; el que podía haber sido y tal vez pueda todavía llegar a ser.
Pero supongo que me he posicionado sobre todo para tranquilizar mi conciencia. Soy optimista por naturaleza y pienso que tras la tormenta siempre viene la calma. Algún día, más pronto que tarde, volverá el seny, de la mano de una juventud harta de manipulación y aburrida del enfrentamiento estéril. Vendrá de los numerosos emprendedores y empresarios cosmopolitas que todavía eligen Barcelona por su calidad de vida a pesar de sus cansinas pendencias políticas. Vendrá también de un liderazgo político inclusivo que introduzca, en esa parte de los votantes que se ha hecho nihilista, nuevos marcos mentales de mesura y realismo en el cálculo de probabilidades que siempre debería suponer toda acción política.
Puede que se fiscalice de una vez por todas lo que los gobernantes pueden hacer con los recursos de la ciudadanía y que una exigencia de mayor neutralidad en los medios, en las instituciones y en los espacios públicos, acabe con la manipulación. Puede también que, como triste consuelo, los retos verdaderos, retos de verdad globales, como la terrible pandemia que hoy sufrimos y sus consecuencias económicas y sociales, o cambios geopolíticos de calado en Occidente, traigan a Cataluña sentimientos mayoritarios de pragmatismo y moderación.
Pero si en esto me equivoco y finalmente todo sigue decantándose hacia el vacío como en los últimos tiempos, si el odio y el fanatismo siguen invadiendo el espacio, y la decadencia económica y social persiste, espero que nadie me interpele de aquí a unos años y, sin tener nada que contestar, me pregunte: ¿y tú qué hiciste?
1. Años más tarde, en enero de 2017, uno de estos tertulianos tuvo la mala fortuna de coincidir conmigo en Suiza, en una situación embarazosa. Volvíamos los dos de un conocido foro internacional y se estropeó el tren que nos llevaba al aeropuerto de Zúrich (¡los trenes de cercanías tampoco funcionan bien en Suiza!). Ocho desconocidos de diferentes países nos vimos obligados a alquilar una furgoneta para no perder el avión. El tertuliano tuvo la mala suerte de que le tocó sentarse a mi derecha en el asiento trasero del vehículo. Yo llevaba un rato conversando en inglés con el Premio Nobel de economía greco-británico Cristóbal Pissarides que tenía a mi izquierda, con la participación esporádica de todos los demás, cuando me llamó mi mujer por teléfono y le contesté en catalán. El conocido tertuliano, que había estado en silencio hasta ese momento, codo con codo conmigo en la furgoneta, me preguntó: «Ah, però tu ets català?». Le dije que sí y que me extrañaba que ni siquiera me hubiese reconocido cuando en 2013 había sido objeto de incisivas descalificaciones por su parte en la radio pública catalana, pagada por todos, donde había dicho, entre otras lindezas, que yo no hablaba con nadie y él sí, que los inversores le decían que el proceso iniciado no iba a suponer ningún perjuicio, sino todo lo contrario, y que, en fin, yo era solo un «m...». Balbuceó que no recordaba, y le dije, muy claramente, que yo sí. La cara del pobre gran hombre, que tuvo que aguantar otra hora más apretado conmigo al lado, era un dilema.
2. A lo largo de los años hemos desarrollado relación estrecha con muchos gobiernos autonómicos. Las relaciones con el Gobierno de la Generalitat fueron también muy buenas hasta 2013. Estas relaciones giran habitualmente alrededor de la atracción y retención de inversión extranjera y el posicionamiento internacional de las empresas locales. Más allá de esos cometidos, en el año 2003 presenté a Bill Clinton en Barcelona y compartimos esa jornada con la Generalitat. Nueve años más tarde, en el año 2012, presenté al recién elegido presidente como «business friendly» en un desayuno en Madrid ante más de trescientos directivos de grandes multinacionales, expresión muy poco acertada por mi parte, como luego se ha visto. Desde 2013 a nadie no nacionalista se le ha ocurrido calificar de «business friendly» a un político nacionalista catalán. Tampoco recuerdo que haya visitado Barcelona en nueve años —desde entonces hasta el mes de junio de 2021, con la visita del presidente de Corea del Sur y del Primer Ministro italiano— ni un solo líder político extranjero de relevancia.
3. El Programa 2000 era la hoja de ruta elaborada en 1990 por orden del presidente de la Generalitat para manipular a la sociedad a través del control de la educación, los medios de comunicación y las instituciones. («El gobierno catalán debate un documento que propugna la infiltración nacionalista en todos los ámbitos sociales», El País, 28 de octubre de 1990).
4. Enrique de Villena (siglo XV), Pere Torroella (siglo XV), Francisco de Moner (siglo XV), Jaime Balmes (siglo XIX), Eduardo Marquina e Ignacio Agustí (ya en el siglo XX) y Joan Boscá (siglo XVI).
5. De la talla de Juan Marsé, Mercedes Salisachs, Rafael Argullol, Javier Cercas, Enrique Vila-Matas, Carlos Ruiz Zafón, Enrique de Hériz, Nuria Amat, Eduardo Mendoza, Maruja Torres, Rosa Regás, Ana María Matute, Juan y Luis Goytisolo, Enrique Badosa, José Corredor-Matheos, Francisco Ferrer Lerín, Félix de Azúa, Manuel Vázquez Montalbán, Pere Gimferrer, Cristina Fernández Cubas, Salvador Pániker, Eugenio Trías, Esther Tusquets y otros muchos.
6. El eufemismo como recurso se ha utilizado hasta el agotamiento con eslóganes motivacionales y otro tipo de mantras, a mi juicio, cada vez más ridículos: «España nos roba», «derecho a decidir», «la revolución de las sonrisas», «el mundo nos mira», «el discurso del miedo», «hacer efectivo el mandato del 1-O», «tumbar el régimen del 78», «embate democrático con el estado»... Hay que reconocer que los guionistas del procés tienen una capacidad inacabable para generar eslóganes.
7. De todos ellos, quiero reivindicar aquí la figura de Carlos Güell, arquetipo de la sociedad civil barcelonesa, comprometido, pactista, tolerante y con conciencia social, para quien las formas encerraban el fondo. Atento y respetuoso, siempre aportando en positivo, con aplastante sentido común, escribió un artículo antes de fallecer muy en la línea de lo que aquí se recoge. «¿Hacia dónde vamos?», La Vanguardia, 8 de noviembre de 2012.
8. Como Rafael de Casanova, convertido sin buscarlo en símbolo del nacionalismo catalán, y cuya proclama el día 11 de septiembre de 1714, el día de la «derrota», animó a los ciudadanos a derramar la sangre por España: «Que todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España».