Читать книгу Una raíz para Gustavo - Jaime Maximiliano Casas Barril - Страница 6
ОглавлениеLas desobediencias del esclavo moro consistieron siempre en negarse a trabajar como otros lo hacían, hasta desmayarse, cuando estaba en juego su salud física. No hubo castigo suficiente para doblar su voluntad. Trabajaba todo el día con fuerza, se podría decir que hasta casi con entusiasmo, pero en un punto dado abandonaba cualquier labor y se quedaba quieto. Fue sometido a los azotes, privado de alimentos, se le impidió el sueño, pero siempre volvió a lo mismo.
Una noche le metieron en la barraca una mujer negra para que la cubriera. Hicieron agujeros en las paredes vigilando atentos la cruza esperada. La mujer tenía instrucciones de excitarlo, y después de no llegar a ningún acuerdo con el moro, recurrió a todas sus habilidades para convencerlo. Se desnudó, bailó, reptó por el suelo como una serpiente avanzando sobre sus caderas. Manoseó al esclavo. Nada. Rogó, lloró. Nada. Al día siguiente llegó con la cara hinchada por los golpes y pidió ser cubierta, por piedad.
Antes de contarte el desenlace de esta encrucijada, Gustavo, te diré que el amo había capturado a una mujer aborigen y la tenía a su servicio doméstico. Nunca tuvo impulsos libidinosos con ella. Tal vez la consideraba demasiado inferior o quizás fuera porque la mujer era más bien pequeña, no voluptuosa y, aunque decía algunas palabras sueltas de aceptación o negación, parecía muda la mayor parte del tiempo. Todos notaban que tenía la mente demasiado estrecha y no sería bien visto si se revolcaba con una tonta.
La sirvienta había perdido a toda su familia en una redada. Tenía ancestros caribes y taínos, dos pueblos antagónicos: uno fuerte, el otro manso. Durante los meses que Hardan estuvo en el hato pudieron cruzar miradas varias veces cuando el esclavo era mandado con pieles a la bodega. Los ojos siempre apagados de la mujer se encendieron desde la primera vez. Dicen los sabios, Gustavo, que cuando la lengua está anudada, las pupilas hablan a gritos.
Desde una distancia sideral, Hardan y la mujer se contaron sus sentimientos sin ser descubiertos por nadie.
Entonces la negra estuvo implorando hasta que las luces del día comenzaron a ser vencidas por las sombras dentro de la barraca. Entregada a su destino, se retiró con los brazos caídos. El hombre, insensible al amor, fue castigado con veinte latigazos y arrojado después a la barraca.
Apenas estuvo a solas, Hardan comenzó a rezar a Alá, el grande, en la hora del Maghrib, cuando se puso el sol. Después lo hizo en la hora del Isha, cuando el crepúsculo hubo desaparecido. Reconciliado con su Dios, actuó siguiendo la gran decisión que había madurado desde la primera vez que sus ojos vieron a la mujer.
Esa noche, Hardan, con el abdomen pegado a las piedras, se arrastró hasta el dormidero de la sirvienta. Tenía la espalda llena de líneas rojizas a causa de los latigazos. Mezclando un mal español con un peor francés, le dijo a la hembra que no estaba dispuesto a morir sin dejar en el mundo un ser hecho de su carne para irse de la vida soñando con la venganza. La mujer escuchó el dolor del árabe y se dejó preñar por el sueño. Llámalo Hariz, decía entre jadeos. De él sacó Hariz sus pestañas de camello, el cuerpo velludo y su amor por las estrellas.
El amo, cuyo nombre no merece estar en esta historia, fue uno de los devastadores de la gran isla La Española. Persiguió a los indígenas sobrevivientes de las primeras plagas europeas con armas de fuego, sables, espadas, hachas, mazas y comida envenenada. La respuesta de los aborígenes fue contestar ofensa con ofensa hasta morir. El amo se justificaba opinando lo mismo que publicó el jesuita Pedro de Mercado refiriéndose a tribus de Colombia y Perú: …«esta gente era inclinada al homicidio, porque era caribe, esto es, amiga de comer carne humana […] porque la ocupación y ejercicio de estos indios sólo era matar la gente, comer sus carnes, cortarles las cabezas y bailar con ellas».
Caribe quiere decir «hombre más fuerte que todos los demás». Navegaban por los archipiélagos en botes rápidos de una línea imponiéndose en todas las Antillas.
Según el cronista Pedro Mártir, vivían casi desnudos «introduciendo a veces sus vergüenzas en un calabacín de oro; en otras partes atan el prepucio con una cuerdecilla, sin soltarlo más que para practicar el coito u orinar […] son agilísimos, arrojan certeramente flechas envenenadas y con rapidez del viento van y vienen apoyados en sus arcos; son imberbes, y si les sale el pelo se lo arrancan unos a otros con ciertas tenacillas, cortándose el cabello hasta la mitad de las orejas […] desde los diez o doce años, cuando ya empiezan a sentir el aguijón del deseo carnal, llevan todo el día en ambos lados de la boca hojas de árboles, como el bulto de una nuez, sin quitárselas más que para comer o beber. Con esta medicina se ennegrecen los dientes hasta hacerlos tomar el color del carbón apagado […] los dientes les duran hasta el fin de su vida, jamás sienten dolores de muela ni padecen de caries […] las aludidas hojas son algo más grandes que las del mirto, suaves como las que produce el terebinto, y al tacto tienen la misma blandura que la lana o el algodón».
Los taínos eran pacíficos, de buen corazón y amaban la buena convivencia. La piel era de color cobrizo, los ojos achinados, la frente inclinada hacia atrás; los cabellos, lacios, largos, negros; la estatura mediana y los cuerpos ágiles. Su idioma se transformó en la lengua franca del Caribe. Sus actividades preferidas eran la caza y la pesca. Navegaban en botes que llamaron canoas y capturaban peces con redes y anzuelos hechos con dientes de manatí. A los cangrejos los llamaban jaibas, a las tortugas verdes, carey.
La noche en que Hardan sembró su sueño llegaron los secuaces del amo atraídos por los suspiros y lo capturaron. El amo aceptó que nunca podría domarlo. Por la insolencia cometida, ordenó ablandarlo a palos y echárselo a los perros alanos para que saborearan su carne.
El dueño de la tierra y de todo lo que había sobre ella le permitió existir a la criatura haciendo una reflexión con forma de sentencia. «Si un árbol plantado en mi jardín da frutos», dijo, «por muy raros que sean, su primera condición es ser míos. Así lo quiso el Creador con Adán. Menos podría corresponderme a mí. Pero, como no estamos en el Paraíso, aquí no hay frutos prohibidos. ¡Cuídenla! Y si se mete algún remedio para abortar, ordenaré sacarle todas las entrañas por el mismo agujero».
Cuando el sueño de Hardan salió del vientre amado, estuvo reposando sobre el pecho caribe con el cordón umbilical intacto. No hubo llanto alguno. El mismo corazón que le había transmitido un ritmo de vida desconocido para el amo, lo siguió acompañando en el mundo abierto durante el tiempo suficiente como para que Hariz aprendiera el verdadero lenguaje de los humanos.
El dueño creó una conveniente distancia con quien llamó «el engendro» y ordenó a la madre no tener más crías. Quería la exclusividad. Lo mantuvo bajo vigilancia para saber si crecía bien y entrenarlo cuando ya pudiera desear a una mujer. No fuera a ser que se apareara con su propia madre y un pecado semejante sucediera en su minúsculo pero bien atendido reino.
La partera del sueño de Hardan le enseñó a su hijo las cosas que sabía de sus pueblos y también a callarlas. Siempre cuidando no dejar al descubierto su inteligencia, le dijo en susurros que la palabra vida se decía Bi y que madre era Bibi. Padre era Baba, y amo era Anki, persona malvada. El mundo, como tu voluntad, Hariz, le dijo, deben ser Apito, sin fin.
Pudo la madre estar con su hijo al amamantarlo, pero apenas aprendió a caminar lo alejaron de ella. Durante toda la niñez le contó al oído, a escondidas, como un secreto íntimo, sus conocimientos del mundo y de Hardan. Hasta que un día los hombres de confianza le hablaron al amo de unos dientes muy negros.
El patrón mandó a degollar a la madre y envió al engendro a vivir en el corral de sus caballos. Respondería con su vida por el bienestar de las bestias. No debía existir otro vínculo para él que no fuera la ciega obediencia de sus órdenes. Ningún pariente, ningún amigo. Esta cruza de playa con selva, desierto y dunas, podía ser prometedora, pero lo ponía nervioso. Hariz, de piel oscura como las olivas, con un vellón en el tórax, cabellos cortados hasta la parte superior de las orejas y ojos oscuros, grises, con dos puntos de luz negra como pupilas, aprendió a correr junto al galope brioso de los tordillos traídos de Andalucía. Los superaba cuando quería. Abría los brazos en el punto más veloz de su carrera y aleteaba imitando a los albatros que solían llegar desde un horizonte infinito a poner sus huevos en la isla. Creció vigilado, pero pudo gozar de cierta libertad de movimiento cuando defendía los caballares de las entradas de perros silvestres; fueron una herencia de los primeros invasores españoles que los usaron para combatir a los aborígenes. Los perros se quedaron en los bosques y formaron jaurías organizadas a la perfección, con claras jerarquías cuando salían a buscar sus presas. Hariz aprendió de ellos a olfatear el miedo que paraliza a las presas y también a superarlo. De otras bestias, de tanto recibir órdenes perentorias cuya desobediencia le hubiera costado la vida, aprendió a entender el holandés, el español, el francés, el inglés, un poco de italiano y algo de portugués. Todas las lenguas que cruzaron el gran océano para saborear el oro y la plata se anudaban en su garganta cuando quería hacer oraciones largas, porque jamás reconoció a ninguno de esos idiomas como propio. Si estuviera obligado a poner en orden de importancia a sus enemigos, Gustavo, diría que odiaba más a los españoles desembarcados contra natura, forrados en metal, desplegando escritos interminables con una verborrea infinita.
Sin otros bienes que los otorgados por la naturaleza, creció analfabeto y quiso guardarse para sí su más preciado secreto. Nunca, nadie, hasta que la desventura cayó como un hachazo sobre su vida, supo que su mano hábil era la del demonio. Hariz había nacido zurdo. Solía amarrarse la mano izquierda a la cintura y se obligaba a comportarse como cualquier diestro.
Podrás imaginarte, nieto, cómo fue la vida del beduino taíno caribe con menos privilegios que un perro.
Un día de esos corrió una voz grave por las chozas de la hacienda. Los siervos del amo se movían inquietos y cuchicheaban entre sí. Los capataces recibieron pistolas de refuerzo con triple carga y también la orden de cavar una trinchera rodeando la casa del señor. No se les dio comida a los perros y se los mantuvo atados.
–Dicen, mi señor, que unos bucaneros de La Tortuga cruzaron el canal. Vienen a cazar sus jabalíes.
–¡Cuántos son!
–No lo sé –contestó el capataz–... dicen…
–¡Qué dicen!
–Que estos bosques son de ellos.
–¡Dicen! ¡Dicen! ¡Hijos de puta! ¡Tráeme al que escuchó lo que dicen o te corto las orejas!
El interrogatorio que practicó el capataz no arrojó luces sobre la identidad del interlocutor de los bucaneros. Es un rumor, decían los peones, como la neblina; aparece y se va. Entonces el amo pensó que el contacto más probable para oír un rumor de esos era el engendro Hariz, pues se pasaba demasiado tiempo con los caballos sin otros ojos sobre él. Pensó también en comerciar con los invasores y conceder la carne, pero no el cuero. Sin embargo un olor insoportable a rebelión se apoderó de su olfato político. Nadie podía andar por ahí reclamando propiedad sobre las cosas que eran suyas. Entonces mandó a buscar al sospechoso.
–Los haraposos de La Tortuga han estado hablando contigo – dijo, lanzando las palabras como los dados en una apuesta.
Hariz le clavó las pupilas y el primer latigazo fue para bajarle la frente. Los otros dos para obligarlo a hablar. Pero el único sonido fue el de los chasquidos.
En ese preciso momento, Gustavo, ocurrió algo muy imprevisto; se me ocurre pensar que tal vez Hariz sí tuvo conversaciones con los filibusteros y sabía qué estaba a punto de suceder.
El estallido del mosquete de cañón largo anunció la muerte y un capataz cayó al suelo, con el pecho perforado. A continuación el aire se llenó de alaridos y apareció a corta distancia el brillo de los alfanjes y las hachas. Los invasores venían bien informados. Corrieron abriéndose paso hacia la bodega de las pieles. No eran más de siete, pero tenían el aspecto de un centenar de diablos, con las caras pintadas de negro, las pecheras de cuero estampadas con sangre añeja, calzones anchos, piernas peladas y grandes bolsas en las espaldas. Su arma vencedora era la sorpresa, pero, antes de ella, un buen soplo.
El amo ordenó la retirada hacia la casa para aprovisionarse de armas, mientras desenvainaba su sable español de doble filo. Antes de correr, alcanzó a ver en la cara de Hariz una inconfundible hilera de dientes negros formando la sonrisa que bien podría ser entendida como parte de la venganza de Hardan. El odio pudo más que el amor a sus pieles. Enfurecido, el patrón ordenó a tres peones sujetar al caribe beduino hasta inmovilizarlo, y botando una baba espesa por las comisuras de su boca blandió el sable hasta cortar en tres golpes el brazo derecho del engendro. Luego corrió hacia la casa, pero los bucaneros habían actuado con demasiada velocidad. Los alanos estaban sangrando en el suelo, la peonada de rodillas y las pieles reducidas a la mitad.
Hariz dio tan sólo dos alaridos de dolor antes de desmayarse. Los bucaneros le cauterizaron el miembro mutilado con brasas ardientes y se lo llevaron junto con las pieles.
Se salvó, Gustavo.
Medio año después, cuando dejó de sentir el dolor fantasma del brazo ausente les contó a sus nuevos hermanos que era zurdo. Festejaron con ron y costillas de cerdo.