Читать книгу Una raíz para Gustavo - Jaime Maximiliano Casas Barril - Страница 8
ОглавлениеYa en Sevilla, María hizo una cueva junto al arroyo Tagarete, cerca de la desembocadura del Guadalquivir. Allí pasaba las noches durmiendo con un ojo abierto. Al frente tenía los grandes muros de la ciudad; un poco más lejos, la vista de las naves que partían a las Indias y volvían obligadas al destino fijado por la ley. Al poco tiempo, la mujer y su hijo se trasladaron a la calle de la Pajería. Los burdeles de esta vía angosta y tortuosa sobrevivirán a las órdenes de prohibición dadas por Felipe IV. María dejó de ser una puta aventurera para convertirse en una residente del Arenal, en las inmediaciones del arrabal de la Carretería. Este sería el ambiente donde educaría a Hernández en la dura tarea de sobrevivir.
En esos barrios de la sucia Sevilla se hacía de todo. En las gradas de la Catedral se vendía a los esclavos, muchos de ellos sujetos por argollas en la nariz y con la frente marcada a fuego con una DSE, «de Sevilla»; también oro, sedas, plata labrada, piedras preciosas y diversas mercancías de Oriente. Hasta el arrabal llegaban las telas y las baratijas para los marineros y los soldados. Las casas se levantaban adosadas a los muros de la ciudad. Según el relato de Antonio Cavanillas, Murillo opina sobre su propia ciudad: «La basura en las calles y los malos olores eran un mal general. Terminar con el grito de: ¡agua va!, común en todas las ciudades europeas, era el sueño de los munícipes. No era raro que un viandante sordo o remiso, a la hora de ponerse a buen recaudo, se viese salpicado de meados o heces fecales. Se sucedían los bandos prohibiendo tirar a la vía pública animales muertos, estiércol de caballo, escombros o aguas sucias. Mierda humana, en román paladino. En pleno Arenal se levantaba el monte del Malbaratillo, formado por las basuras e inmundicias que arrojaban desde siempre los vecinos».
La ciudad conservaba el mismo espíritu que tenía cuando Miguel de Cervantes estuvo prisionero en ella. El escritor hizo esfuerzos por viajar al Nuevo Mundo. A los cuarenta y tres años, dolido por su pobreza, envió una petición al rey Felipe II: «Pido y suplico humildemente cuanto puede a V.M. sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno en la Contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la gobernación en la provincia de Soconusco en Guatemala o corregidor de la ciudad de La Paz; que en cualquiera de estos oficios que V.M. le haga merced le recibiría, porque es hombre hábil y suficiente y benemérito para que V.M. le haga merced, porque su deseo es continuar siempre en servicio de V.M.». El gobernante escribió al pie de la petición: «Busque por acá en que se le haga merced».
Hernández creció al amparo de otras prostitutas mientras la madre cumplía sus labores. En la intimidad, doña María lo sometió a un singular entrenamiento, a falta de poder allegarle algo de cultura más refinada. Apenas aprendió a leer pasando el índice sobre las letras, diciéndolas de una en una para juntarlas después en su lengua y escupir una palabra completa. En cuanto al arte de los números, con sumar y restar también con los dedos tenía más conocimientos a su haber que la mitad de los habitantes de España.
Doña María no le enseñó a robar, sino a recuperar. Entonces, no se consideraba un ladrón, y esta falta de culpa le daba una confianza a toda prueba. Aparte de su aversión a cualquier cosa con aspecto sagrado, la prostituta se formó una cosmovisión con un mundo sin curas, sin ricos, sin leyes, y crió a su retoño en estos grandes valores. Experta en poner los dedos sobre la piel ajena en los afanes del amor, la mujer le enseñó a tantear, a explorar. Se pasaba las horas obligando a su hijo a cumplir con un ritual de ejercicios táctiles que consistían en cambiar cosas de lugar sin ser descubierto, en quitar cadenas de los cuellos sin ser sentido, en extraer cuchillos de los cintos sin que se notara la ausencia. Poco a poco se formó el malabarista capaz de ganar algunos maravedíes haciendo gracias en algunas plazas fuera de las iglesias y volver a la Carretería cargado de objetos recuperados por sus manos maravillosas que parecían imantadas para atraer lo ajeno.
«Fíjate cómo todos miran hacia donde estás nombrando», le decía María. "Tú no. Tú siempre pendiente de la mirada del otro, porque es ahí donde nace la acción. Cuando nombras un objeto que obliga al pajarito a doblar el pescuezo hacia la izquierda, tus dedos vuelan a la derecha. Aunque tu cuerpo tiene una sola cabeza que lo guía, tus brazos y piernas parecerán moverse por cuenta propia. Así como los curas obligan a la gente a creer las tonterías que ellos inventan y que los han obligado a creer a ellos mismos, así harás ver al otro cualquier cosa, apoyando con un gesto, con un sonido o con cualquier movimiento que distraiga».
No era el único hijo de puta del barrio. Tuvo amigos y hasta cómplices, pero ninguno con sus habilidades. Fue mimado y querido por las meretrices. De ellas aprendió a conocer los espíritus ocultos, pues todos los cuentos de la calle entraban en sus orejas.
El hidalgo hideputa no salió de Sevilla hasta abandonar el país. Un cliente de su madre a quien la señora debió tratar muy bien lo invitó a conocer la baraja. Era un comerciante en telas que pasaría el invierno dentro de los muros de Sevilla. En cuarenta días, uno por cada carta del mazo, Hernández aprendió a contarlas, a repartir de arriba, de abajo o de donde quisiera, a marcar los ases con las uñas y a juntar los caballos con los reyes como si estuviera en un arreo. Se entrenaba barajando con una mano, haciendo volar los naipes de una a otra como pájaros obedientes. Aprendió a ganar de a poco, unas veces perdiendo, otras no, pero acumulando a fin de cuentas. Era el mayor jugador de brisca de toda la península, sin duda. Y, cómo no, también aprendió a echar los dados. Sin embargo, el mayor orgullo del muchacho era haber conseguido lanzar cuchillos a buena distancia sin fallar nunca.
El hijo de María se ganó para siempre el amor de las putas cuando le cortó la yugular a un marino que volvía de las Antillas. El hombre, con una cicatriz mal cosida marcándole un camino de culpas desde el ojo derecho hasta la barbilla, abusó de una desgraciada, y en un arranque de ira nacida de su impotencia le cortó el clítoris con las uñas. Apenas supo la desgracia, Hernández lo buscó hasta encontrarlo agachado cerca del Malbaratillo, como queriendo disminuir la estatura para no ser visto. El vengador llevaba dos puñales, uno en cada mano. Con cuatro dedos sobre las cachas y los pulgares sujetándolos como si fueran bastones, tenía las hojas pegadas a los antebrazos con los filos hacia afuera. Al pasar cerca del ofensor hizo un ademán con el pie derecho para levantarlo. Apenas el hombre se irguió pensando en cómo defenderse, el malabarista Hernández giró sobre las puntas de los pies como un bailarín y tan sólo levantó los brazos hasta la altura del cuello enemigo. En una vuelta, la sangre del desgraciado salió a borbotones de los dos surtidores hasta dejarlo seco muy pronto. El vengador había pensado llevarlo en bolsa, como se hacía con los ejecutados por la ley, descuartizados y puestos en sacos, pero decidió arrastrarlo por los pies como un objeto despreciable y aumentar en setenta kilos la densidad de monte Malbaratillo.
Durante el tiempo pasado en Sevilla, Hernández aprendió que su vida consistía en sobrevivir. Veía a los invulnerables escogiendo esclavos en las graderías de la Catedral o avaluando el mundo cerca de la Casa de Contratación; los veía pasar en andas sobre hombros mulatos, otros en carrozas o a caballo flanqueados por guardias, haciendo brillar el sol en el filo de sus espadas. Eran para él seres dotados de un poder mágico, más peligrosos que los escorpiones del desierto. Por tan sólo tocarlos podía uno perder la vida. Hablarles era un insulto, mirarlos sosteniendo la vista, un atrevimiento. Se comentaba en las tolderías que comían todos los días alimentos extraños, desconocidos para él, sentándose a la mesa en más de dos ocasiones por jornada. Y las vestimentas eran como las comidas. También se comentaba que pensaban su vida en años, considerando herederos, posesiones en ultramar, relaciones sociales, títulos. La iglesia, madre superiora de todos los súbditos, pensaba en siglos, decidiendo el destino de continentes enteros. Y Dios, bueno, Dios no tenía que pensar: decidía no más.
A ras del suelo, donde María y su hijo padecían la existencia como una condena, se pensaba poco; a lo más, en días. Y en ese pasar, los sentimientos de más largo alcance venían de las heridas dejadas por la miseria. La mayoría de los habitantes dejaba secar la costra aceptando las cicatrices como algo natural. Los sufrimientos largos provienen de sentimientos largos y eso está permitido sólo a los dioses. Pero María no, porque en una cueva se le había permitido rasguñar el cielo. Ante la imposibilidad absoluta de volver a mirar por sobre las nubes, optó por la herejía, y su descreimiento por la justicia se trasladó hacia alturas mayores, transformándose en atea.
Hernández –buen hijo de María y su forma de concebir el mundo– era un hombre sin más fe que la confianza en sus manos. Miraba con recelo a cualquier dueño de algún bien, y su único anhelo era dejar este mundo podrido y maloliente. En las calles se hablaba de todos los lugares del mapa, porque venía a Sevilla gente de todas partes. En las Indias un criador de puercos se alzó como Virrey, se comentaba, y cualquier delincuente llegado en las primeras expediciones pudo ser tratado como un gran señor. Durante un siglo los pordioseros de Sevilla vieron pasar por el Guadalquivir los tesoros de los dioses capturados en territorios vírgenes. Galeones repletos de oro, plata, pieles, especias y rarezas remontaban las aguas entrando por San Lúcar de Barramea. A bordo venían también las historias de los hijos del Diablo que asaltaban en el mar los tesoros del paraíso. Los reyes de Inglaterra, Holanda y Francia entregaban patentes de corso, permiso para robar a los barcos españoles, los enemigos universales. Las bulas alejandrinas, dictadas por el papa de la familia Borgia, Alejandro VI, establecieron que la tierra y los mares al oeste del meridiano situado a cien leguas de las Azores y Cabo Verde quedaban bajo dominio de Castilla. Se decretó la excomunión para quienes cruzaran el meridiano sin autorización de los reyes de Castilla. Entonces, ya se sabía que el mundo era redondo como tu pelota, Gustavo.
El pensamiento ateo saltó del corazón de la madre, fue recogido de sus faldas por el hijo y convertido en un odio visceral a la Iglesia, Dios y los dueños herederos del mundo por orden del vicario de Cristo. Entonces comenzó a sentir otra cosa: admiración por los demonios que picoteaban el pastel divino en el mar de las Antillas. No soñaba con amontonar pertenencias ni comandar sirvientes en alguna isla del Caribe. Sí trataba de imaginarse frente a banquetes interminables vestido con sedas de Oriente. Se veía con el cinto lleno de cuchillos forjados con acero de Toledo y tal vez un alfanje de la misma cuna. No le seducía dormir en algún palacio con las estrellas escondidas por un techo a prueba de cualquier lluvia. Nunca cambiaría su fogata por nada del mundo, y si debiera decir cuál era su bien más querido, bueno, sin duda hablaría de la voluntad, la fuerza para decidir en cada instante su propio destino, como decía su madre, aunque no durase, pero que fuese real, como un río subterráneo de vida pura que de pronto emerge y lo inunda todo. Eso podía ser posible sólo donde no hubiera cruces ni en los cementerios, donde la palabra señor no fuera pronunciada, donde en la tierra, como en el mar, no hubiera otra soberanía más que la de los animales, las aves y los peces. Los humanos deberían recuperar esa naturaleza para ser libres y cuidarla como a su madre. Como a María, quien tendría que morir para abandonar el imperio más asesino y rapaz de cuantos han existido.
El bastardo Hernández no era malo, Gustavo. Tampoco era un hombre bueno. Para eso se necesita voluntad. Era, como te dije, sobreviviente en el submundo. Lope de Vega escribió una seguidilla que decía: «Vienen de San Lúcar, rompiendo el agua, a la Torre del Oro, barcos de plata». Desde el siglo anterior muchos grabadores difundieron la imagen de la gran ciudad con una rima tan ostentosa como simple: «Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla». En 1647, el cronista Gil González Dávila escribió sobre la ciudad: «Corte sin Rey. Habitación de Grandes y Poderosos del Reyno y de gran multitud de Gente y de Naciones… compuesta de la opulencia y riqueza de dos Mundos, Viejo y Nuevo, que se juntan en sus plazas a conferir y tratar la suma de sus negocios. Admirable por la felicidad de sus ingenios, templanza de sus aires, serenidad de su cielo, fertilidad de la tierra…».
En la otra Sevilla situada al margen de tantas alabanzas, un día en la noche, a orillas del Tagarete, María recibió por la espalda una puñalada que le perforó el pulmón izquierdo. No llevaba bolsa. Primero la encontraron los perros. No quiero hablarte de esta escena, nieto. Para Hernández, la puñalada fue directa a su corazón. No quiso llorar sobre la tierra aborrecida, y junto a la pena sintió un alivio, porque la única soga que lo ataba a esta Corte sin Rey se había cortado.
Quienes creen en designios celestiales podrán pensar en alguna jugada del destino. La peste bubónica que saltó desde África y atacó Valencia en junio de 1647 llegó a Sevilla dos años después, matando a unos setenta mil habitantes, la mitad de la población. Hernández no estaba; fue apresado antes en una leva de reclutamiento y enviado al Nuevo Mundo en una urca de origen holandés como marinero improvisado. Tuvo suerte. Como es sabido, nadie podía viajar a América ni embarcar mercancías sin permiso de la Casa de Contratación de Sevilla. Todo lo que provenía de las Indias tenía la obligación de someterse al control de la Casa y pagar allí mismo el impuesto de un veinte por ciento a la Corona. La mayoría de quienes se convertían en marineros eran reclutados por la Carrera de Indias para objetivos comerciales. De aquí eran sacados para entrar a la Armada y reforzar el poderío naval del imperio. Por regla general era preciso obligarlos, porque la navegación comercial era más ventajosa y menos arriesgada. Los reclutados eran gente cuya única experiencia en el mar consistía, por lo general, en haber vivido en algún puerto cumpliendo labores asociadas al cabotaje. La calidad de esos navegantes estaba, a no dudar, en entredicho. Después de ser obligados, subían a los barcos pensando en sacar cualquier provecho, establecerse en América o, si la suerte no los favorecía, regresar con algún pellizco de la fortuna esquiva. En los buques de la Armada existía el aliciente de burlar los controles de la Casa de Contratación, recibir un sueldo y poder desertar en cualquier momento. Al regreso, los capitanes rellenaban los huecos con tripulantes nuevos y así se hacía la vista gorda sobre estos manejos.
Una nave era una empresa comercial antes que nada. Algunos capitanes solían ser los dueños de las embarcaciones y vigilaban su cuidado, asumiendo las labores de comando los contramaestres, personas con experiencia reconocida. El objetivo era el negocio, y las naves de la armada, la escolta de estas operaciones. Los capitanes pensaban más en maximizar beneficios que en servir a la Corona. Solían embarcar a miembros de su servidumbre, haciéndolos pasar por marineros, y cobraban la soldada, el sueldo pagado por el Estado. Además, reservaban un espacio para el contrabando. Sin poder eliminarlo, se llegó al extremo de establecer reglamentos, como fue el caso del tabaco, asignando un número de botijas correspondiente al rango del contrabandista. De un extremo a otro: 500 para el capitán, 10 para cada marinero. Por su parte, la Corona sacó a la venta los cargos de generales, almirantes y capitanes de mar y guerra. Ocupando sus navíos más en asuntos mercantiles que en militares, estos capitanes competían con los barcos comerciales, quitándoles sus fletes sin pagar un céntimo a la Casa de Contratación. Además, solían llevar pasajeros en las naves de guerra a quienes les cobraban un alto pasaje y una cara manutención. Teniendo en cuenta todo esto, se comprenderá que la conducta de la marinería a la hora del combate no era la más adecuada.