Читать книгу Las cláusulas de disciplina fiscal en las constituciones del Estado social de derecho - Jairo Andrés Castaño Peña - Страница 9

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CAPÍTULO PRIMERO

La articulación entre Estado, economía y Constitución y los fines sociales

1. FORMACIÓN DEL CONSTITUCIONALISMO Y SU COMPONENTE ECONÓMICO

La relación entre economía y organización social, cualquiera que sea su tipo (Estado, clan, familia), es inescindible y muy estrecha. Toda organización social requiere satisfacer unas necesidades que garanticen su supervivencia o que, simplemente, mejoren sus condiciones vitales, y ello implica, naturalmente, una organización de carácter económico. Todas las teorías sociológicas, antropológicas y económicas que pretenden explicar el fenómeno económico y las relaciones que implica coinciden en apuntar a su surgimiento espontáneo, que solo posteriormente será objeto de estudio y regulación1. Por ejemplo, aquellas que ponen el acento en la escasez como una de las constantes que permiten entender el desarrollo de las relaciones económicas, o aquellas que parten de la especialización del trabajo como factor determinante de dicho proceso2.

La aparición del mercantilismo supuso el ocaso del modelo económico medieval. El desarrollo de sus ideas comenzó en el siglo XV y, como precursor de la ciencia económica, le preocupaba fundamentalmente cómo aumentar la riqueza del Estado-nación, la regulación de la moneda y el comercio. El pensamiento mercantilista no proporcionó un estudio propiamente dicho del fenómeno económico, sino que pretendió formular soluciones a problemas específicos con un interés concreto (aumentar la riqueza, como ya hemos señalado). Los mercantilistas se ocuparon de aspectos tales como la balanza de pagos, sosteniendo que esta debería ser positiva, no solo frente a un país concreto sino globalmente considerada. Asimismo, dado que el concepto de riqueza estaba ligado a la posesión de metales preciosos, se abogó, en algún momento, por la prohibición de exportar dichos metales3.

El desarrollo del mercantilismo requería que se garantizara el principio de seguridad jurídica, y ello parecería exigir una racionalización del ejercicio del poder, lo que se tradujo en una concentración del poder en manos de un monarca que pronto devino en monarca absoluto4. En realidad, la consolidación del mercantilismo y del Estado moderno (absolutista) se desarrolló de manera paralela. Se trataba de un régimen que intervenía de manera vigorosa el mercado, planificaba la economía, limitaba y gravaba de forma excesiva el comercio con otras naciones, y concentraba el concepto de riqueza en la acumulación de metales preciosos, especialmente oro y plata5. El Estado moderno (principado o reino) se convirtió en responsable y soberano de la actividad económica: con competencias para explotar los recursos, el monopolio del poder impositivo, la protección de la economía local a través de aranceles a productos foráneos y la acuñación de moneda.

Pese a la excesiva intervención en el mercado, la actividad comercial creció y se desarrolló con vigor a la par que surgía una nueva clase social, la burguesía, que posteriormente tendría un papel protagónico en la evolución de ese Estado. Sabine resume la situación con claridad en los siguientes términos:

Esa nueva clase de adinerados no podía aspirar aún a dominar el parlamento frente a la influencia de la nobleza; por ello estaba dispuesta a subordinar las instituciones representativas a la monarquía. Veía con agrado que se impidiese a la nobleza mantener bandas de vasallos productores de desórdenes, que intimidaban a los tribunales, a los ministros de la ley y reclutaban sus miembros entre los bandidos. Desde todos los puntos de vista la burguesía consideraba que le era ventajosa la concentración del poder militar y la administración de justicia en el mayor grado posible en manos del monarca. En conjunto lo que se ganó en gobierno ordenado y eficaz fue probablemente mucho. El poder regio llegó a ser, sin duda, arbitrario y, con frecuencia, opresor, pero el gobierno de los príncipes era mejor que nada de lo que pudiera ofrecer en este aspecto la nobleza feudal6.

Como ya se ha señalado, en ámbito del mercantilismo, los elementos propios del análisis económico fueron utilizados de manera dispersa y sin un sistema, hasta llegar al estudio de Adam Smith7. Este autor, en su obra La riqueza de las naciones (1776), sostuvo que los agentes económicos, guiados por el sentido del beneficio propio, proveerían al mercado los bienes que este demandaba y, en condiciones de competencia, al precio más bajo. Es decir, que la economía sería guiada por una mano invisible. A partir de Smith se inicia la reflexión sobre el papel que debe desempeñar el Estado en la economía. Bajo principios liberales, el Estado debía tener una capacidad muy limitada de intervención en la economía, dado que podía perturbar el equilibrio que la mano invisible proporcionaba8.

En el Estado, la regulación de los aspectos más significativos de la actividad económica desdibuja la espontaneidad con la que las relaciones económicas se producen, aportando certeza sobre el funcionamiento de los mercados y dando pistas de lo que se puede esperar en el tiempo como resultado de dicho funcionamiento9.

La concentración del poder en manos de los monarcas supuso también el abuso en muchas situaciones, si bien, al margen de lo anterior, el crecimiento del comercio había creado nuevas estructuras sociales que pretendían lograr poder político. Es decir que creció la tensión entre el poder regio y el poder económico en manos de la burguesía, con su pretensión del alcanzar el ejercicio del poder político. Esta tensión fue fundamental para la formación del constitucionalismo.

Las bases del constitucionalismo las encontramos en los principios pre-revolucionarios que motivaron el estallido de las revoluciones inglesa, americana y francesa. Es verdad que los tres procesos y sus consecuencias fueron distintos, pero los tres resultaron complementarios para la formación de lo que hoy denominamos constitucionalismo. Específicamente, las revoluciones trajeron consigo la adopción y consagración de ciertos elementos normativos de naturaleza económica que hoy son inherentes a los textos constitucionales: por ejemplo, la protección de la propiedad privada, la limitación del poder y la necesidad de representación para el ejercicio del poder impositivo, e incluso algunas dimensiones del derecho a la igualdad.

La Revolución inglesa se caracterizó, frente a los demás procesos revolucionarios, por la multiplicidad de actos que la conformaron y que se extendieron en el tiempo, es decir que no se produjeron en un lapso corto sino que reflejaron una evolución que culminó con la adopción del principio democrático y la división del poder. Esta multiplicidad impidió concluir un texto único y definitivo, y se mantuvo la naturaleza consuetudinaria de su ordenamiento jurídico. Aunque es verdad que el ejercicio del principio no taxation without representation se aplicaba desde el siglo XI y el rey, antes que establecer impuestos en cabeza de las ciudades, los negociaba en las Asambleas Estamentales10, y que resulta posible encontrar límites a los poderes monárquicos desde la suscripción de la Carta Magna en el año 1215, no fue hasta mediados del siglo XVII que se produjo una verdadera revolución que cambió la distribución del poder. La temporal abolición de la monarquía y el establecimiento de una República en el año 1649 –con la adopción de una norma escrita (Agreement of the People, en 1649, e Instrument of Goverment, en 1653)– fortalecieron la idea de la división del poder y, sobre todo, sirvieron para afianzar el poder del Parlamento como órgano representativo y de naturaleza democrática. El constitucionalismo inglés se terminó de consolidar con el restablecimiento de la monarquía en 1688, cuando el monarca reconoció claramente las nuevas condiciones y quedó sujeto al poder del Parlamento11. La disputa por la soberanía se nutría del interés de las élites mercantiles y bancarias y de los nuevos empresarios por lograr el poder político, estableciendo la libre empresa y el individualismo como elementos estructurales del Estado12.

Desde entonces y hasta nuestros días, la participación del Parlamento en la elaboración y aprobación de los presupuestos ha sido fundamental para el desarrollo de la política fiscal. El ejercicio del principio de representación en la determinación de los impuestos y en el control del gasto ha aumentado la credibilidad del mercado. Si la legitimidad de las cuentas públicas y de las obligaciones financieras viene dada, además de por el poder ejecutivo, también por el Parlamento, se supera la idea de un mero compromiso del gobierno de turno con los acreedores y se asienta la de un compromiso del Estado más allá de la existencia de dicho gobierno.

Por otro lado, el clima político en las colonias americanas a finales del siglo XVIII era completamente diferente al del imperio. En Estados Unidos de América la sociedad se mostraba disconforme y se gestaba una revolución para poner fin al régimen colonial a través de una declaración de independencia. Pese a la diversidad de explicaciones y motivos que pretenden aclarar lo ocurrido, las principales razones que dieron lugar a la Revolución estadounidense fueron de carácter económico.

Los derechos y, sobre todo, los deberes de los colonos eran decididos en el Viejo Continente, sin representación alguna en el Parlamento. La presión inglesa sobre los asentamientos en América asfixiaba la economía de las trece colonias (los impuestos aduaneros y de timbre fueron los principales detonantes de la revolución). La falta de legitimidad del Parlamento inglés para imponer impuestos a los colonos, que no tenían representación en dicho cuerpo, sirvió para justificar una rebelión contra el poder británico. Es más, los colonos americanos alegaron el incumplimiento de la Constitución inglesa como una de las razones para independizarse13. Aragón Reyes sintetiza así:

… en el comienzo la lucha por la independencia, la conciencia de que existe una supralegalidad constitucional se mantiene viva y sirve a los colonos para rechazar los impuestos exigidos por la metrópoli: empleando las teorías del juez Coke dirán que, siendo un principio general de la Constitución inglesa la exigencia de que los tributos deben ser aprobados por los representantes de quienes han de soportarlos, no están obligadas, en consecuencia, las colonias a satisfacer los acordados en el Parlamento inglés donde no tenían representación14.

Además, las reivindicaciones también se centraron en la protección del derecho de propiedad privada como un derecho de carácter inalienable que estaba siendo vulnerado por las disposiciones británicas.

La independencia de Estados Unidos y su posterior proceso de organización política resultó fundamental en la historia del constitucionalismo. Una vez declarada la independencia de las trece colonias resultaba necesario que cada una de ellas se diera su propia organización política, ya no conforme a la idea del ejercicio del poder bajo la Corona, sino en nombre del pueblo. Las primeras constituciones, que respondían a un entendimiento de concepto racional-normativo de Constitución, recogían los valores liberales y eran normas escritas y sistemáticas que estructuraban el funcionamiento del Estado15.

Los avances que acabamos de reseñar sucedieron en el marco de una confederación en la que los intereses comunes estaban representados a través de un único cuerpo deliberativo. Esta organización, sin embargo, no contaba con un brazo ejecutivo que permitiera la cohesión, no contaba con poder directo de tributación, ni podía regular el comercio16.

Fue la Convención de Filadelfia de 1787 la que concluyó con el proceso de consolidación de los Estados Unidos, bajo la forma de una república federal y con un nuevo sistema de gobierno, el presidencial. En la Constitución se observa la influencia de las ideas propuestas por Locke y de la Ilustración francesa procedentes de Montesquieu y Rousseau. Su variada derivación y su contenido están dominados por el recurso al pragmatismo como medio para resolver los problemas (en este sentido, la Constitución tiene una naturaleza contractual que reconoce a cada una de las trece colonias americanas como unidades independientes entre sí)17.

La urgencia de aliviar las tensiones entre los nuevos territorios, y la necesidad de respetar su diversidad social, económica y cultural, resultó determinante en la adopción del modelo de la Federación. Con su creación se consolidaba la independencia respecto de la Corona y a través suyo se gestionaban intereses comunes como la seguridad, la administración de justicia y las aduanas, pero también se garantizaba la independencia y autonomía de cada uno de los territorios (el poder de la Federación presentaba unos límites claros y aparecía con la idea de acercar el gobierno a los ciudadanos). En defensa de la Federación como organización política, en El Federalista II, Jay sostuvo: “Como nación hicimos la paz y la guerra; como nación vencimos a nuestros enemigos comunes; como nación celebramos alianzas e hicimos tratados, y entramos en diversos pactos y convenciones con Estados extranjeros. […] Un firme sentido de valor y los beneficios de la Unión indujo al pueblo, desde los primeros momentos, a instituir un gobierno federal para defenderla y perpetuarla”18.

Las relaciones económicas entre la Federación y los Estados eran tan importantes para los padres fundadores que, en el Federalista XII y XIII, entre otros, se ocuparon de desarrollar aspectos fundamentales para la organización económica del Estado. Por ejemplo, con relación a la necesidad de regular, ordenar y promover el comercio, el Federalista XII destaca la relación existente entre el crecimiento del comercio y el aumento de los impuestos necesarios para el mantenimiento del tesoro, recoge la preocupación por los ingresos de la Federación y alude a la obligación de los Estados de aportar recursos para su mantenimiento19. Jay sostenía que el modelo confederado, a diferencia del federado, producía incentivos perversos en los Estados soberanos ya que el contrabando se podía producir con mucha facilidad entre los Estados, resultando difícil de perseguir; por otra parte, provocaba una competencia inconveniente y torticera entre los Estados orientada a disminuir los tributos y así atraer el comercio a sus territorios20. También señalaba, desde el punto de vista de la eficiencia, que una sola administración central, en lugar del mantenimiento de varias administraciones independientes, implicaría una reducción del gasto público21. Valga como anotación marginal que las consideraciones de Jay sobre los beneficios de la Unión (en contraposición al modelo confederado) son argumentos que hoy pueden ser utilizados en defensa de las iniciativas de unión fiscal en Europa.

Volviendo al tema central, la preocupación por la administración eficiente era una constante en las reflexiones sobre la Constitución. A modo de ejemplo, en el Federalista IV se advertía que para mantener unas buenas relaciones internacionales era importante mantener una buena administración de la hacienda publica: “si ven que nuestro gobierno es eficiente y bien administrado, […] nuestros recursos y hacienda discretamente dirigidos, nuestro crédito restablecido”22; también en el Federalista VII, a propósito de posibles conflictos en caso de que no se adoptara la Unión, se preveía el prorrateo de la deuda como una posible fuente de conflicto23; y en el Federalista XXXIV se recogía la preocupación por la deuda pública y el costo de los servicios de seguridad como los gastos más significativos de la Unión24.

A diferencia de la independencia norteamericana, la Revolución francesa tuvo por objeto la consecución de derechos civiles y pretendió reivindicar la igualdad como pilar de la sociedad. En esa medida ofrecía un interés adicional al puramente económico, y culminó con la proclamación de un catálogo de derechos, entre ellos la propiedad, y no con un contrato de gobierno como en el caso norteamericano.

La Revolución francesa significó una auténtica ruptura con el Antiguo Régimen: la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano tenía una vocación universal en cuanto a la aplicación de sus contenidos, de ahí que la distinción entre hombre y ciudadano fuera indiferente para la proyección de sus efectos. La incorporación del catálogo de derechos se convertía entonces en una primera limitación nítida al poder. El gobierno de las leyes quedaba claramente recogido en el artículo 4 de la Declaración, en el sentido de que los límites al ejercicio de los derechos quedaban determinados por el contenido de las leyes. En ese mismo orden de ideas, se consagraba el principio de legalidad en el artículo 5.

Estas revoluciones contemplaban los elementos más relevantes que caracterizaron al Estado liberal de derecho. García Pelayo se expresa sobre el Estado de derecho en los siguientes términos: “el Estado de derecho surge en el seno del iusnaturalismo y en coherencia histórica con una burguesía cuyas razones vitales no son compatibles con cualquier legalidad, ni con excesiva legalidad, sino precisamente con una legalidad destinada a garantizar ciertos valores jurídico-políticos, ciertos derechos imaginados como naturales que garanticen el libre despliegue de la existencia burguesa”25. En sentido similar se expresa Forsthoff: “La Constitución del Estado de derecho correspondía a un concepto político, que atribuía dos grandes tareas: la creación de un campo de despliegue para la clase burguesa sobre la base de la igualdad general, una vez superado el feudalismo y sus privilegios, y también ser instrumento de unidad nacional”26.

En el ámbito económico, el Estado de derecho depositó una confianza absoluta en la capacidad del mercado para regularse. Para la clase social burguesa, cuyo poder económico ascendía vertiginosamente, resultaba indispensable el respeto del principio de legalidad, el derecho a la igualdad ante la ley (incluyendo la eliminación de privilegios), el acceso al poder político y de representación, el derecho a la libertad en las dimensiones que atañen directamente a la actividad económica y, para concluir, la protección de la propiedad privada. Al otro lado del océano, la Revolución americana buscaba la independencia y la organización de sus territorios como un Estado autónomo y, pese a la diferencia en las motivaciones de la revolución, también afirmaba la protección de derechos inalienables, entre ellos el de propiedad.

El derecho es fundamental entonces para la consolidación del modelo económico del Estado de derecho. No solamente como herramienta de resolución de conflictos, sino como medio para predecir el funcionamiento del mercado y de las relaciones económicas en general. En palabras de Heller, el “imperio de la ley”, el Estado de derecho gira en torno a la legalidad, a la ley y al derecho; así, “se tuvo por Derecho ideal aquel promulgado por el príncipe y aplicado por sus tribunales territoriales ‘con una calculabilidad profesional’ –en palabras del insigne administrativista Otto Mayer–. […] Esta ley inviolable, dotada de fuerza vinculante bilateral, debía así dominar toda la actividad del Estado, no ya sólo la justicia, sino también la administración; y en adelante, no fueron posibles ya ‘injerencias en la libertad y propiedad de los ciudadanos’ salvo fundándose en una ley”27.

Queda claro entonces que las relaciones e intereses económicos formaron parte del motor de las revoluciones y que dichos intereses han estado presentes en la fundación del constitucionalismo. El producto de estas revoluciones es el constitucionalismo y, por supuesto, el Estado de derecho, que, como veremos, entiende el sistema económico en un determinado sentido.

El Estado de derecho condensa la soberanía popular bajo el modelo democrático y el principio de representación; asimismo, incluye la idea de la supremacía de la Constitución; y, por último, establece la separación de los poderes públicos. Sin embargo, la evolución de todos estos contenidos no ha sido pacífica. El reconocimiento de la Constitución con un sentido normativo solo se consolida ya entrado el siglo XX, y en consecuencia el principio de su supremacía solo se desarrolla con dicho reconocimiento.

El Estado de derecho (liberal) concentró su atención en proteger las libertades civiles y la igualdad jurídica (igualdad ante la ley y supresión de privilegios). Esto supuso la materialización del individualismo y la emancipación del hombre con respecto a la idea de grupo y de colectividad; en otras palabras: se dejó de lado la pertenencia a un grupo como factor determinante para el reconocimiento de derechos, libertades y, en su momento, privilegios.

El reconocimiento de estas prerrogativas y su titularidad da lugar a la sociedad civil; siguiendo a Heller, “la sociedad civil no es otra cosa que la vida del ciudadano que no está sometida a ningún poder eclesiástico ni estatal”28. Esta sociedad se consolida gracias al alcance de la autonomía frente a la organización eclesiástica, y, también, a la conquista de la libertad en el ámbito económico-capitalista, en contraposición al modelo feudal absolutista. Estos dos logros procuran la libertad en las esferas individual y económica del individuo29.

Schmitt sostiene que el Estado burgués viene impregnado de un elemento político, “una decisión en el sentido de libertad burguesa: libertad personal, propiedad privada, libertad de contratación, libertad de industria y comercio, etc.”30. La concepción de libertad burguesa, continúa el autor, permite inferir que la libertad individual es anterior al Estado y por lo tanto es ilimitada en principio; mientras que la facultad del Estado para deslindar dicha libertad es limitada en principio. Lo anterior se pone en marcha con un Estado cuyas competencias están regladas y dispuestas de tal manera que impidan el abuso del poder (separación de poderes) y mediante el reconocimiento de los derechos fundamentales como límites de la actividad del Estado31.

La configuración del sistema económico del Estado liberal burgués propició que se entendiera que la intervención del Estado en dicho ámbito debía ser limitada y casi nula. En el caso francés, por ejemplo, resulta importante entender que las funciones del Estado eran mínimas, esto es, quedaban definidas por el principio de laissez-faire, que suponía una limitación de los poderes del Estado, especialmente de los poderes de intervención en la economía. Como rectificación al mercantilismo y sobre todo para consolidar el capitalismo, el nuevo modelo proponía como principio general la idea de libertad. Dicha libertad se proyectaba sobre todas las esferas de la vida de los ciudadanos y se convertía en un coto para el Estado y su poder. En esa medida, se debía entender que los silencios contenidos en las constituciones en materia económica se convertían en ámbitos de libertad donde el Estado (legislador) no estaba llamado a intervenir, dada su aludida naturaleza minimalista. El sistema económico se infería del reconocimiento de la autonomía de la voluntad, la libertad de empresa y la protección de la propiedad privada. Pero ese minimalismo supuso un cambio de sistema que incorporó nuevas prácticas y nuevas estructuras que abrieron paso a la transformación de la sociedad. Por ello, el minimalismo propio de ese constitucionalismo clásico no puede ser leído como desentendimiento o desidia respecto de los problemas económicos. Bassols Coma apunta al respecto: “de esta suerte puede concluirse que el constitucionalismo clásico fue también un constitucionalismo implícitamente económico y transformador radical de las estructuras del Antiguo Régimen en favor de un liberalismo universalista y optimista, sobre la base de la construcción de un Estado de derecho que eliminara la arbitrariedad y disciplinara el ejercicio de los poderes públicos”32.

El sistema partía de un presupuesto teórico: el mercado encontraría el equilibrio de manera natural por la interacción de las fuerzas que participaban en él. En consecuencia, se consagra un Estado no interventor en materia económica, que garantiza los postulados liberales y que permite la autorregulación del mercado. De tal manera que las funciones del Estado se pueden asimilar a funciones reducidas, básicamente, a la protección de los principales bienes jurídicos: seguridad, administración de justicia (monopolio de la fuerza y de la producción normativa) y vigilancia del mercado.

García Pelayo, sobre las constituciones liberales, afirmaba:

El Estado, mediante ciertos derechos constitucionalmente garantizados y ciertas disposiciones normativas tales como las referentes al sistema monetario y arancelario, creaba un orden objetivo para la acción económica de los particulares, pero sin accionar por sí mismo más que subsidiariamente. En resumen, el orden estatal y el orden económico eran considerados como dos sistemas de funcionamiento sustancialmente independientes, cada uno orientado por sus propios fines y realizándose por la operación de leyes de distinta naturaleza (jurídicas en un caso, económicas en otro)33.

Con todo, es necesario reconocer que el Estado tenía funciones correlativas y complementarias al sistema económico. Así la protección del derecho de propiedad privada desde dos perspectivas: primero, frente a la intromisión por parte de terceros que pudieran perturbar el goce o libre disposición del derecho, y segundo, en el sentido de un deber de abstención para que el propio Estado no amenazara el ejercicio del derecho. Respecto de la libertad de empresa, la intervención consistía en garantizar unas normas básicas de funcionamiento del mercado, como son los pesos y medidas exactas, que protegieran tanto al consumidor como a los demás agentes del mercado, salvaguardándose así la competencia. Sobre la protección del mercado propiamente dicho, y como vestigio del mercantilismo, el Estado establecía aranceles y aduanas con el propósito de promover la producción interna, elemento que favoreció la industrialización34. Finalmente, dejando de lado la perspectiva económica, el Estado intervenía a su vez en la educación, servicio que era prestado en buena medida garantizando una escolarización laica y de orden libertario. Una última esfera de intervención del Estado era la asistencia en los casos de indigencia35.

En cualquier caso, el pretendido equilibrio social y económico del sistema económico no se realiza, y esto produce profundas desigualdades sociales. La consecuencia es un aumento de los conflictos de clase. Bassols Coma, citando a Burdeau, afirma que el modelo liberal “transige en que el Estado asuma determinados cometidos en el orden económico y social, pero por sus propias premisas ideológicas es incapaz de admitir y por lo tanto plasmar constitucionalmente otros derechos que los que preexisten al propio Estado. Por ello, será preciso esperar a la Primera Posguerra Mundial para asistir a la proclamación de los derechos sociales y a las valoraciones constitucionales del orden económico”36.

Las relaciones de trabajo, en el Estado liberal, se gobernaban a través del ejercicio de la autonomía de la voluntad y, en principio, el Estado se abstenía de intervenir. Las condiciones de trabajo durante casi todo el siglo XIX eran absolutamente vejatorias. La asociación y la huelga estaban prohibidas y penadas; se consideraba que la asociación atentaba contra la libertad de contratación; no existía un límite a la duración de la jornada de trabajo (llegaba a extenderse hasta dieciséis horas); tampoco se regulaba la edad mínima para desarrollar actividades laborales (se tiene noticia de niños que eran “contratados” para trabajar en las minas a partir de los seis años); la protección para la maternidad era inexistente (las mujeres trabajaban hasta antes del parto y se reincorporaban en el tiempo más breve posible); las fábricas no tenían ningún tipo de seguridad industrial y mucho menos un seguro que cubriera los accidentes de trabajo37.

Si bien las ideas de Estado de derecho burgués que hemos presentado nos permiten identificar los principales rasgos del constitucionalismo, no sobra advertir que el tránsito desde el Estado de derecho al Estados social de derecho tuvo una etapa intermedia en la que las funciones del Estado crecieron sustancialmente. Durante esta, el Estado empezó a arbitrar los conflictos sociales y, sobre todo, a prestar servicios públicos38.

Llegados a este punto y pese a todas las falencias que hemos advertido, es el modelo liberal burgués el que permite la consolidación del constitucionalismo, que supone una aportación fundamental con relación a la forma en la que se ha producido el desarrollo de la convivencia hasta llegar a nuestras actuales sociedades. El constitucionalismo es una forma de organización del poder y supera la mera suscripción o existencia de un texto denominado “Constitución”. Esta forma de organización del poder consiste originalmente en la división del poder en contraposición a la concentración. Los órganos deben estar bien diferenciados desde la creación de las normas hasta su aplicación. Esa disposición específica del poder es uno de los elementos que dan vida al constitucionalismo como movimiento, como proyecto y como discurso39. Además, el constitucionalismo supone el reconocimiento y protección de derechos fundamentales y el sometimiento del poder al derecho; en resumen,

… el constitucionalismo se organiza a partir del Estado, pero añade algo más, ya que se caracteriza por aglutinar a los individuos no sólo en torno a la idea de igualdad, sino también a la idea de libertad frente al abuso y la tiranía. La Constitución del constitucionalismo es, sí, una forma de regular el poder y su actuación, pero a partir de determinadas ideas que no pueden encontrarse más que esbozadas en la antigüedad: la de la igualdad de los ciudadanos, la del poder temporal y limitado, la del triunfo de los derechos de los individuos como fundamento de la comunidad política40.

Pero el constitucionalismo es a su vez un proceso y una forma de responder a las necesidades de una sociedad en un momento determinado. El constitucionalismo, como respuesta a las necesidades, no puede permanecer ajeno al fenómeno socio-económico, y de hecho no permaneció, como hemos tenido ocasión de constatar. El fundamento y la justificación del uso del constitucionalismo vienen dados por su respuesta, más o menos eficiente, frente a los desafíos sociales y económicos que le depara el desarrollo histórico. Así, el reconocimiento de los derechos naturales, posteriormente de igualdad formal y, mucho después, de la igualdad material y de los contenidos sociales, responde claramente a periodos históricos que han dado forma a las constituciones del constitucionalismo. Es más, Pisarello sostiene que el constitucionalismo en su evolución ya no solamente se ocupa de intervenir y limitar el poder público, sino también el poder privado, empezando por el mercado41.

La idea de crear un texto con los mínimos sobre cuya base se conciben la política y el desarrollo de una sociedad organizada abre las puertas a la necesidad de estudiar (y decidir) qué significa cada uno de los postulados que dicho texto recoge, cuáles son el alcance y la utilidad de cada uno de ellos y de su conjunto. Parte de esa necesidad surge por la complejidad del nuevo modelo que implica un desarrollo de las competencias coherente con los nuevos principios, como son la división de poderes o el principio democrático, por ejemplo. Esta necesidad es la que permitió el desarrollo del derecho constitucional como disciplina científica42. Con este objetivo en mente, los teóricos de la Constitución han dedicado buena parte de sus reflexiones a estudiar la Constitución desde varias perspectivas, creando clasificaciones que permiten identificar los contenidos y normas que conforman el sistema.

El derecho en general, y sobre todo la Constitución, pueden ser entendidos como una decisión colectiva. La comprensión de la Constitución como “unidad política concreta”43 confirma la necesidad de identificar los contenidos que se han establecido en ella, especialmente si se atiende a la distinción entre ley constitucional y Constitución, que permite reconocer la decisión política.

Este hecho permite interpretar y buscar significados diversos a los acuerdos que se han plasmado en la Constitución. En esa medida, se torna indispensable para cada generación encontrar asidero en el texto constitucional y que el uso del texto le reporte una utilidad para asegurar las mejores condiciones de convivencia. Es decir, que la Constitución siga sirviendo como brújula de la política del Estado y como baremo de la moral y de la justicia. Lo anterior permite la pervivencia de la Constitución como norma superior.

Las constituciones responden a cambios sociales, a catarsis históricas, a reivindicaciones y promesas de un futuro mejor. Las constituciones que vamos a estudiar no escapan a esta realidad. Si bien es cierto que cada una contiene unas particularidades en su origen, también lo es que comparten la necesidad de reivindicar derechos y representan o representaban la idea de un futuro mejor. España, por un lado, haciendo tránsito a la democracia para poner fin a una larga dictadura, en 1978; y Colombia, por otro lado, intentando resolver un viejo conflicto armado, en 1991.

La Constitución no solo recoge normas y principios de contenido jurídico, sino que es indiscutible y evidente su contenido político44, que resulta de gran valor para dimensionar la importancia de la reforma que se va a estudiar. La identificación de los elementos propios del constitucionalismo, del Estado de derecho y del Estado social facilita la comprensión de los contenidos y de la magnitud de las transformaciones que ha implicado la incorporación de la disciplina fiscal tanto en Colombia como en España.

Hay que destacar que el constitucionalismo, y de su mano la Constitución, siempre estuvo ligado, íntimamente, con los conceptos de Estado y de soberanía. Sin embargo, el hecho de que estos dos conceptos actualmente estén experimentando una transformación nos obliga a hacer una nueva revisión del contenido del constitucionalismo y sus posibilidades, para garantizar el cumplimiento de sus fines. En otras palabras, es necesario evaluar las estructuras que han servido para proteger la libertad individual –como fin último del constitucionalismo–, con el propósito de reforzar y si es necesario cambiar estructuras que permitan mantener a salvo dichos valores.

2. CONSTITUCIÓN ECONÓMICA: ORIGEN, DEFINICIÓN DEL CONCEPTO Y CONTENIDO

Las relaciones entre la Constitución y la economía son naturales. Es un hecho que el fenómeno económico ha acompañado siempre a las organizaciones sociales y que la Constitución es una herramienta poderosa que gobierna los pilares que dirigen dichas organizaciones. Es por ello natural que la Constitución tenga un contenido económico y que se preocupe de regular aspectos que busquen realizar la idea de Estado a través de la administración de los recursos. Dichas relaciones se manifiestan desde diversos puntos de vista. En este estudio son de especial relevancia las cláusulas constitucionales que se refieren al funcionamiento de la economía, a los fines del Estado, al catálogo de derechos fundamentales y a la Administración Pública. Estos contenidos recogidos por la Constitución han sido objeto de estudio y dan lugar a la denominación de “Constitución económica”.

La primera relación entre la ciencia económica y la ciencia jurídica se observa si atendemos a sus objetos de estudio. La economía, como ciencia, busca explicar la realidad y, en esa labor, identifica al derecho como un factor que forma parte de su objeto de estudio. El derecho, dado que no es una ciencia que pretenda hacer un diagnóstico de la realidad, sino transformarla, se vale del conocimiento generado por la ciencia económica para procurar algunas de las transformaciones que persigue. Es una ciencia del deber ser45.

Los fines de ambas ciencias son sustancialmente diferentes. Los fines que propone un modelo económico dado no tienen que coincidir necesariamente con los fines del Estado. Por otra parte, la interacción de las dos ciencias puede producir incompatibilidades respecto de las medidas que se proponen para alcanzar los fines. Es decir que algunas medidas idóneas (técnicamente) para conseguir los fines del Estado pueden ser rechazadas por el derecho y, en sentido contrario, las normas ajustadas al ordenamiento jurídico pueden ser valoradas como indeseables o inconvenientes desde un punto de vista técnico.

La relación entre la economía y el derecho se consuma en la función del legislador. Los preceptos constitucionales que ordenan el sistema económico deben ser desarrollados por dicha función legislativa y, por lo tanto, las medidas que adopte el legislador deben ser técnicamente correctas (de acuerdo con la ciencia económica); y, por otro lado, también debe asegurarse que ese contenido sea ajustado a los fines del Estado y a los límites constitucionales. Todo esto sin perder de vista la realidad de la situación que se quiere modificar o regular.

El engranaje entre Constitución y economía es complejo porque ambas ciencias parten de presupuestos diferentes y, además, pretenden llegar a fines diversos. La aproximación entre estos dos elementos, fines constitucionales y sistema económico, se debe resolver mediante la interpretación de las normas, ya sea por parte del legislador en su tarea de legislar y concretar o por los tribunales en su labor de resolver los conflictos.

La Constitución económica es un concepto tomado de la sociología, según señala Ehmke, quien sostiene que el concepto ya había sido elaborado por los sociólogos, incluso antes de la Ley Fundamental de Bonn.

La importancia y el desarrollo del concepto en el ámbito normativo se deben al uso del mismo hecho por la Escuela de Friburgo46. Esta corriente formuló su modelo “correcto” de economía en el marco del concepto de Constitución económica47. La razón de fondo fue que el modelo ordoliberal necesitaba dotar de valor normativo a ciertos principios económicos capitalistas para hacer viable el proyecto. En el contexto alemán, la existencia de cláusulas de contenido económico en la Constitución de Weimar, la discusión en materia económica para el desarrollo de la Ley Fundamental de Bonn y los estudios y postulados del ordoliberalismo propio de la Escuela de Friburgo fortalecían la idea de la existencia de una Constitución económica48. Por su parte, Cancio Meliá afirma que la consolidación del concepto se produce en la segunda posguerra49.

La interpretación del sintagma “Constitución económica” ofrece problemas desde el principio.

El sustantivo “Constitución” sugiere la existencia de normas en el más alto nivel de jerarquía. Schmitt se ocupa de este primer aspecto desde la primera página de su Teoría de Constitución50.

En el desarrollo histórico, el vocablo “Constitución” contaba con un primitivo contenido de superioridad jerárquica. El derecho canónico y el derecho romano ya utilizaban el concepto de “Constitución” con un sentido que denotaba superioridad o preeminencia de las normas. Durante la Edad Media se utilizó para referirse a la lex terrae contenida en la Carta Magna y, posteriormente, en el siglo XVI, en la teoría política francesa, para referirse a las lois fondamentales51.

La concepción de una Constitución económica en términos jurídico-normativos implicaría una ruptura con la idea de unidad constitucional52. La unidad constitucional se vería comprometida en la medida en que cabría contraponer Constitución económica y Constitución política. La adopción de una Constitución económica de contenido normativo implicaría que las normas constitucionales que le dan forma actuarían como baremo de constitucionalidad respecto de todas las leyes y normas de rango inferior que pretendieran gobernar el sistema económico; estas normas deberían ser compatibles con la Constitución económica y, por consiguiente, con el modelo económico adoptado por ella. Ahora bien, lo cierto es que cualquier norma debía ser armónica y compatible con la Constitución política (única) y no con un modelo económico concreto53, como ya había dicho Scheuner. Por lo demás, la identidad entre la Constitución económica y la Constitución política solo podría presentarse en un modelo constitucional como el soviético, pero no sería admisible tal entendimiento en otro tipo de constituciones54.

Bassols Coma plantea una aproximación completa al concepto de Constitución económica. A su juicio,

Desde una perspectiva dogmática se recurre a la expresión Constitución económica, categoría conceptual que emerge históricamente para caracterizar el moderno constitucionalismo en cuyo seno parece albergarse un cierto dualismo: la Constitución política, que sería un estatuto jurídico fundamental del poder político o de las relaciones políticas entre el Estado y los ciudadanos; mientras que la Constitución económica atendería a la ordenación jurídica de las estructuras y relaciones económicas en las que no sólo están implicados los ciudadanos, sino también, y de manera creciente, el propio Estado en su función de protagonista del desarrollo de la vida económica55.

Por su parte, Rodríguez Bereijo define la Constitución económica, dogmáticamente, como la manera de:

… designar el conjunto de normas e instituciones jurídicas que, garantizando los elementos definidores de un determinado sistema económico, establecen un modelo o forma de funcionamiento de la economía en cuanto a la organización, reparto de poder de las instituciones y delimitación de la actividad estatal asegurando las funciones de los individuos y de los grupos sociales en que se integran y configuran, por eso mismo, un determinado orden económico56.

Valiéndonos de la doctrina crítica de Ehmke podemos decir que la creación de una categoría dogmática denominada “Constitución económica” respondía en su momento a la separación entre Estado y sociedad. El entendimiento de una Constitución económica, por contraposición a la Constitución política, necesariamente nos obligaría a tomar como punto de partida, según muestra el autor, la separación de estas dos esferas57. En este mismo sentido, García Cotarelo sostiene que la construcción teórica de la Constitución económica corresponde a un vestigio de la ya superada doctrina que distinguía entre Estado y sociedad58.

Pero Ehmke critica las posturas que incurren en la escisión entre Estado y sociedad. Sostiene que Scheuner parte de un “pensamiento fundado en la comunidad política y en la teoría de la Constitución del Estado, no en la cuestión específica de la intervención estatal”59. En este sentido, rechaza la existencia de una Constitución económica, pero no niega el concepto. Señala Scheuner, según Ehmke, que los derechos fundamentales no pueden ser interpretados en el sentido de una concreta teoría económica; tampoco “concibe el intervencionismo o ‘dirigismo’ como una excepción, sino como un orden económico autónomo”. Esto se traduce en que la intervención del Estado no es una excepción, y propone como término neutral el concepto de “regulación económica”, con lo cual se eliminaría la connotación de excepcionales a dichas decisiones60.

La composición o contenido del concepto de Constitución económica es un aspecto relevante en nuestro estudio; y también polémico. Existen dos maneras de entender el contenido del concepto “Constitución económica”. Podemos hablar de una posición reduccionista, en virtud de la cual se entiende que integran la Constitución económica los preceptos que gobiernan el sistema económico de manera directa y casi evidente (p. ej., protección de la propiedad privada, libertad de empresa y regulación de la empresa pública, marco de la competencia en el mercado, igualdad para los participantes del mercado o protección de los consumidores). Y podemos hablar de una segunda tesis conforme a la cual se entiende que la Constitución económica se integra por todas las normas constitucionales donde los derechos fundamentales constituirían el primer límite de la actividad económica.

La postura reduccionista permitiría identificar las principales instituciones del sistema económico, pero no cuál debería ser su funcionamiento, y ello porque valores, fines y límites contenidos igualmente en la Constitución se habrían visto excluidos como consecuencia de la utilización de un concepto con contenido tan reducido. Por ello, a nuestro juicio, un estudio de la Constitución económica que no incluya los derechos fundamentales como parte integral del concepto, así como los fines y valores del Estado, sería a todas luces insuficiente para extraer conclusiones válidas.

Por otra parte, la postura que integra todos los preceptos constitucionales en el contenido del concepto de Constitución económica podría parecer la más adecuada en el marco de un Estado democrático y de derecho. Sin embargo, diferenciar la Constitución económica de la Constitución política (o, simplemente, Constitución), para concluir que el contenido de la primera es exactamente el mismo que el de la segunda, es una tarea estéril y no sirve para establecer diferencias. El ejercicio planteado consistiría más bien en una interpretación económica de la Constitución. En este sentido se expresa Parejo Alfonso:

… la “Constitución económica” no es un orden cerrado sobre sí mismo y autosuficiente; al contrario, forma parte y vive en el seno del orden constitucional general, con las consecuencias que para su interpretación y aplicación se derivan con toda naturalidad de tan elemental comprobación, toda vez que la Constitución no es un simple agregado de normas, ni siquiera una suma de regulaciones institucionales, sino un sentido, un orden sistemático o estructurado61.

Ahora bien, es imposible que para interpretar la Constitución sea necesario remitirse a un manual de economía política o a un programa de gobierno con una ideología específica62. En consecuencia, la consideración de la Constitución económica como una interpretación bajo el prisma de la ciencia económica es incompatible con los principios constitucionales y con la idea misma de supremacía constitucional. La remisión implicaría el reconocimiento y la existencia de una Constitución económica material. Esto es, la afirmación de una norma que se ubica por encima de la Constitución formal y que sobrepasa incluso la competencia del constituyente derivado (la Constitución material se convertiría en límite de la Constitución formal)63. Sobre esta posibilidad es categórico Cidoncha Martín al señalar:

Por todo cuanto antecede, no voy a manejar aquí concepto alguno de Constitución material económica: no hay normas económicas materialmente constitucionales que no sean formalmente constitucionales. Dicho de manera más precisa: no hay más normas económicas constitucionales que las expresamente formuladas en el texto constitucional (normas constitucionales explícitas) o las que puedan derivarse de la interpretación de aquellas (normas constitucionales implícitas). Las segundas nada tienen que ver con las que puedan extraerse de un presunto orden económico material (o natural) que trasciende al texto constitucional: estas presuntas normas constitucionales no son constitucionales, en cuanto no emanan de la Constitución, no son norma, en cuanto que la Constitución no les atribuye fuerza de obligar64.

Otra discusión adicional, relativa al alcance del concepto Constitución económica que acabamos de analizar, es la que tiene que ver con la utilidad misma del concepto. Linde Paniagua, por ejemplo, tras hacer una reflexión sobre los métodos de modificación de la Constitución española, sostiene:

La denominación “Constitución económica”, para acotar el conjunto de normas y principios que definen y articulan el orden económico, más que aclarar, induce a equívocos. Porque el orden económico no sólo no integra el contenido esencial de la Constitución, sino que, como veremos, son más sus ambigüedades queridas que las certezas, y esto no es una caracterización negativa, sino, simplemente, una consecuencia de que mientras que la “libertad” es el presupuesto de partida, “un orden económico y social justo” es una aspiración (art. 9.2). No hay una Constitución económica, si por ella se entiende una concepción solidificada del orden económico. Por el contrario, se parte de una situación que se desea cambiar y a tal efecto se crean una serie de técnicas e instrumentos en los poderes públicos. De este modo[,] para nosotros, el orden económico expresa tanto el supuesto de partida como el objetivo que se pretende alcanzar65.

Es cierto que el concepto de Constitución económica tiene limitaciones y que su utilidad se circunscribe a delimitar un objeto de estudio. En esa medida, la noción de Constitución económica resulta didáctica66. También es verdad que no se puede hablar de una categoría dogmática que establezca y defina una Constitución paralela o separada de la Constitución globalmente considerada (así que nosotros utilizaremos el concepto con la cautela que acabamos de señalar).

Siguiendo a García Pelayo, por Constitución económica se entiende el conjunto de “normas básicas destinadas a proporcionar el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica o, dicho de otro modo, para el orden y el proceso económico”67. Esta visión formal es la más sencilla como marco de estudio; sin embargo, consideramos imperioso aclarar que la interpretación sistemática de la Constitución impide aislar unos postulados de otros.

En sentido similar, pero con una perspectiva más amplia, se expresa Menéndez Menéndez, el cual, de acuerdo con la postura de J. Duque, sostiene:

Por Constitución económica ha de entenderse el conjunto de normas con rango constitucional que establecen la legitimación para ejercer la actividad económica, el contenido de las libertades y de los poderes que deriven de esa legitimación, las limitaciones que afectan los mismos y la responsabilidad que grava su ejercicio, así como los instrumentos y medida con los cuales el Estado puede actuar o intervenir en el proceso económico68.

En este trabajo utilizaremos el concepto de Constitución económica para hacer referencia al estudio de las normas fundamentales que ordenan la actividad económica en el marco de una Constitución política.

Esta Constitución económica se ve determinada por los fines del Estado que consagra la Constitución y por la protección de los derechos fundamentales como presupuesto de validez de cualquier medida, también de las económicas. En cuanto a su estructura, la Constitución económica se integra fundamentalmente por principios. El uso de los principios es la forma más democrática de delinear el sistema económico, toda vez que aquellos garantizan la concurrencia de diversas opciones ideológicas y políticas que tienen expresión en medidas económicas concretas; es decir, es una manifestación y garantía del pluralismo. Sostiene Zúñiga Urbina que este tipo de normas –los principios– son las que mejor se adaptan a las constituciones, dada su pretensión de ser ordenaciones generales. Pero añade que la presencia de remisiones normativas dispensa el máximo de flexibilidad y capacidad de adaptación al texto constitucional. Además, la adopción de principios y remisiones da lugar a las negociaciones en el ámbito parlamentario69.

Se puede afirmar que las constituciones (económicas) integran, por un lado, disposiciones que dan seguridad y orientan la actividad económica y, por otro lado, la afirmación de un programa de reforma social70. La Constitución económica se integra por todo tipo de normas constitucionales, tanto las habilitantes como las de mandato de intervención; normas orgánicas que buscan institucionalizar el funcionamiento y desarrollo de la economía; los derechos y libertades; y, por último, sobre los principios, valores y fines, que, pese a su alto grado de abstracción, son objeto de interpretación y, por esta vía, se integran al sistema normativo que delimita y da forma a la actividad económica.

3. CONCEPTOS JURÍDICOS ABIERTOS O VAGOS EN LA CONSTITUCIÓN

La naturaleza del lenguaje usado en las constituciones es diferente a la del utilizado en la ley (siendo este, al menos teóricamente, más concreto), y se caracteriza por tener “una amplia vocación de permanencia y no busca[r] tanto prescribir políticas como limitar las opciones que los actores políticos pueden escoger legítimamente, usualmente con techo ideológico abierto”71. Se utilizan nociones abiertas, vagas, que dejan al intérprete, tanto al legislador como a los jueces, el deber de concretarlas y de definir su alcance.

La adopción de este tipo de fórmulas en la Constitución ha supuesto críticas como la de Herrero Rodríguez de Miñón, quien sostiene que “surge así, en el derecho constitucional, un lenguaje que no es ni descriptivo de lo que existe, ni dinámico, es decir, ese lenguaje que pretende modificar la realidad al suscitar una determinada línea de conducta. Es un lenguaje exclusivamente catártico que se consume a sí mismo en la medida en que da salida a una serie de sentimientos satisfechos al ser expresados”72. El mismo autor, en su estudio pormenorizado y preciso del alcance del significado que ha dado el Tribunal Constitucional español a algunas disposiciones constitucionales, concluye que las posiciones erráticas de la doctrina son consecuencia de “los compromisos apócrifos tan reiteradamente utilizados por el constituyente como técnica del consenso, que permiten coincidir sobre los términos a costa de discrepar sobre su significado”; y que corresponde al Tribunal prodigar luz sobre el significado y alcance de las mismas, aunque a veces se queda corto o toma posiciones erráticas73.

Estas valoraciones de Herrero Rodríguez de Miñón, en nuestra opinión, desconocen el valor normativo de la Constitución, en concreto de los contenidos apócrifos, y el valor político de la decisión del constituyente. Este desconocimiento conduce a negar el valor que tienen las cláusulas finalistas como directoras generales de la conducta de los poderes públicos.

Nos parece que las consideraciones de Zúñiga Urbina sobre el contenido de lenguaje vago o indeterminado en los textos constitucionales son acertadas: “no es repudiable la plurisignificación o el empleo de términos que designen ‘compromisos dilatorios’ o ‘apócrifos’ (Schmitt); más bien la ‘lengua de la Constitución’ es fruto de un pacto político que históricamente subyace a la Constitución de origen democrático; obligada a dar cabida como un gran paraguas a todas las visiones ideológico-culturales de una comunidad política”74.

Es más, el reconocimiento de Schmitt sobre los contenidos apócrifos en el sentido de que su propósito es dilatar y alejar la decisión exige necesariamente “encontrar una fórmula que satisfaga todas las exigencias contradictorias y deje indecisa en una expresión anfibológica la cuestión litigiosa misma”; por otra parte, “tales compromisos apócrifos son verdaderos compromisos en cierto sentido, pues no resultarían posibles si no hubiera inteligencia entre los partidos”; y considera el autor que estos contenidos son apenas naturales si se tiene en cuenta que efectivamente hay un acuerdo respecto de lo fundamental75. Entonces, no es que haya un defecto o insuficiencia en la formulación constitucional, sino que la indefinición o vaguedad es una necesidad para permitir que la decisión sobre la que no hubo acuerdo se pueda determinar, desarrollar o decidir en el futuro en el marco de la Constitución.

También, por cierto, en el ámbito de la Constitución económica, se utilizan nociones abiertas, vagas, que dejan al intérprete, tanto al legislador como a los jueces, el deber de concretarlos y de definir su alcance. En el caso concreto de España, De Juan Asenjo afirmaba que, en la Constitución de 1978, en materia de Constitución económica, “cualquier entendimiento político, por imperfecto que sea, debe ser bien recibido. Sin duda, éste fue el mayor de los frutos que cabe atribuir a la técnica del consenso, el haber alumbrado un grupo de cláusulas económicas con capacidad de suscitar la adhesión de las principales fuerzas políticas”76.

El uso de conceptos vagos en el texto constitucional obedece a que “establecen una normativa constitucional imprecisa pero determinante mediante el recurso a conceptos de orden jurídico, pero también sociológico, político, cultural, etcétera, que dota de flexibilidad a la formación constitucional, y permite la evolución de la constitución viva”77. En esta línea, defiende García Pelayo que la implementación de conceptos abiertos, cuya significación está sujeta a diferentes interpretaciones, sirve a varios objetivos y modelos político-económicos. Esta característica, por tanto, más que como un descuido, un error, o desidia por parte del constituyente, tiene que ser entendida como una virtud del sistema. Esta apertura favorece la pervivencia de la Constitución en el tiempo, su legitimidad y, por supuesto, la pluralidad ideológica que se concreta en decisiones de contenido económico que cada gobierno puede ofrecer o incorporar en su programa. El mismo autor es rotundo cuando afirma que si bien la Constitución establece una serie de normas que dan vida a un sistema jurídico determinado (se refiere al neocapitalista), no puede entenderse que lo imponga. Además, imponer un sistema económico no puede ser el objeto de las constituciones democráticas78.

La concreción entonces del sistema económico debe estar dada por la ley. A través de este mecanismo, la democracia se pone en funcionamiento y fija los propósitos que una sociedad se fija en un momento dado de acuerdo con su realidad y momento histórico. Para ello se puede dotar de contenido más concreto a los principios, aumentar la claridad de las definiciones, ampliar el alcance de la Constitución a nuevos supuestos de hecho; eso sí, siempre dentro del margen que la misma ha contemplado para ello. Todo esto es producto del ejercicio de la política en un marco democrático. De manera inmediata, parece que la legitimidad para la interpretación y determinación del sistema económico corresponde al legislador. Sin embargo, no se puede perder de vista que los jueces, en especial los constitucionales, cumplen una labor fundamental a la hora de determinar los rasgos del sistema económico.

En este punto cobra especial interés la hermenéutica. El problema de la interpretación jurídica se incrementa cuando el objeto de la interpretación son normas de orden constitucional, cuyo lenguaje y sentido semántico pueden ser insuficientes para arrojar respuestas claras tras un primer contacto con la norma. Con la precaución de que el ejercicio de esta interpretación es jurídico y que controla el producto de la actividad política. Todas estas dificultades, y las que veremos a continuación, se predican de la Constitución económica.

La interpretación es una actividad fundamental para la construcción de una Constitución económica. Y ello tanto en sentido positivo como negativo. Es decir, la interpretación constitucional, adelantada por los tribunales constitucionales, generalmente muestra los casos en que el ejercicio de un derecho o la ejecución de una medida concreta pugna con el ordenamiento constitucional y, a raíz de este límite, se empieza a construir de manera tímida la versión positiva de la Constitución económica.

Este proceso de interpretación logra incorporar contenidos a la Constitución. Así, la definición de los conceptos, la comprensión de las instituciones y la aclaración de las competencias, por poner algunos ejemplos, se adhieren a la Constitución, o mejor aún, dichas interpretaciones adquieren auténtico rango constitucional. En palabras de Santamaría Pastor, la Constitución, después de un tiempo, se “ha convertido en el mero soporte lingüístico de un conjunto de contenidos semánticos generados en el seno de estos procesos: son estos contenidos semánticos o significados añadidos en el curso de las operaciones aplicativas e interpretativas las auténticas normas constitucionales79.

En sentido similar, Solozábal Echavarría afirma que “la insuficiencia de la norma constitucional, lo que podríamos llamar su incompletud, no sólo exige, hacia abajo, su concreción normativa, de ordinario, sino que requiere, hacia arriba, especificación interpretativa. Ello quiere decir que la aplicación de la Constitución precisa de ordinario, además de su desarrollo normativo, su determinación significativa”80.

La interpretación del derecho constitucional comporta dificultades por su propia naturaleza. En primer lugar, porque la validez de las normas constitucionales no deriva de la existencia de otras, no hay una norma superior que les dé vida81; en otras palabras, se soporta a sí misma en un proceso de autorreferencia normativa82. Uno de los efectos de esta condición, según Santamaría Pastor, es que “pone de manifiesto, en toda su crudeza y al máximo nivel, las ficciones que rodean la teoría de la interpretación y, en definitiva, toda la teoría del Derecho”83.

La segunda razón de la dificultad es la estructura abierta de la norma constitucional. La Constitución no regula completamente un tema, sino que solo es una norma de mínimos84; una norma que, dado su nivel de inconcreción, necesita ser completada y desarrollada por el ejercicio de las competencias de los poderes públicos85. Esta característica también se hace patente en el desarrollo de la Constitución económica. Como vimos antes, el uso de los conceptos vagos o indeterminados es una manifestación clara de su apertura, y esto trae como consecuencia la necesidad de que se dote de contenido en el ámbito de la interpretación jurídica, con especial atención a los límites. Con todo, la Constitución debe ser interpretada como un “mero” límite de la acción política, y no de manera exhaustiva, porque sustituiría la capacidad de decisión del Estado democrático, amenazando el pluralismo86.

Con todo, el juez constitucional está llamado a “crear” y dotar de contenido la Constitución económica87; a decir verdad, los desarrollos jurisprudenciales han sido verdaderos protagonistas en el desarrollo y consolidación del Estado social de derecho. Por otra parte, las decisiones de los tribunales constitucionales tienen efectos erga omnes; esto implica que sus interpretaciones tienen verdaderas consecuencias en la cimentación, la definición y la prescripción del sistema económico. Este último aspecto también lo reseña Santamaría Pastor como una dificultad para la interpretación de la Constitución, puesto que, en última instancia, las decisiones sobre el alcance de la norma constitucional son, “invariablemente, cuestiones de alta política”88.

Rubio Llorente al respecto sostiene:

… todo conflicto constitucional [en la jurisdicción constitucional] es pura y simplemente el enfrentamiento de dos interpretaciones, la del legislador y la del juez. Aquella tiene la inmensa autoridad de la representación popular; ésta no puede recabar para sí otra que la que procede del Derecho, es decir, y esto es lo decisivo, de un determinado método de interpretar los preceptos jurídicos, especialmente los preceptos constitucionales, cuya estructura necesaria, sin embargo, se presta mal a la interpretación con las herramientas habituales del jurista89.

El hecho de que la Constitución esté formada por multiplicidad de principios, configurados a modo de mandatos de optimización, valores, o incluso de libertades “limitables” pero sin saber hasta qué punto, comporta otro elemento de complejidad para la interpretación90. A esto debe sumarse el uso de los conceptos vagos, disposiciones contradictorias, que obligan a “crear” estructuras argumentativas para dotar de contenido los mandatos constitucionales.

Es preciso indicar, además, que la interpretación puede versar sobre: normas competenciales, tanto las habilitantes como las de mandato de intervención; normas orgánicas que buscan institucionalizar el funcionamiento y desarrollo de la economía; los derechos y libertades; y, por último, los principios y valores. Así como que el control de constitucionalidad se realiza sobre todo tipo de normas, lo que significa que todos esos elementos abstractos, indefinidos o vagos cobran concreción en la decisión judicial.

Pero la decisión judicial presenta riesgos cuando se trata de la determinación del sistema económico. Así lo advierte Alonso García:

En la medida en que los contenidos y los criterios de aplicación de los principios constitucionales financieros son de creación jurisprudencial, razonar por principios más que por reglas determina una especial valorización de la importancia en el caso concreto [la tópica] en la interpretación constitucional (de ahí la trascendencia que para la concretización de su contenido adquiere la jurisprudencia) y propicia la entrada de una interpretación principialista y de valores –con las dificultades y riesgos que ello comporta para la inseguridad jurídica y de desbordamiento de una interpretación no controlable racionalmente (decisionismo judicial), al perder también en generalidad y abstracción, convirtiéndose en un Derecho de caso concreto91.

Para intentar superar estas dificultades, el método de interpretación de las normas constitucionales será fundamentalmente el sistemático, pues, como no hay una referencia externa o superior (norma de reconocimiento), es necesario que las normas producidas tengan lógica interna en el seno de la propia Constitución; además, como advierte Rubio Llorente, la interpretación de la Constitución no tiene la posibilidad de contar con otro tipo de legitimidad.

Por tanto, el empleo del término “concepto jurídico indeterminado” no es adecuado para referirse a los postulados de la Constitución económica. Esta cuestión es de especial importancia en el marco de nuestro estudio, toda vez que los principios que orientan la actividad económica son en buena medida conceptos vagos, que dan pistas y orientan la actividad económica pero que, en definitiva, no son lo suficientemente concretos como para definirla sin dejar lugar a duda. Los mejores ejemplos son los de “interés general” y “orden económico justo”, o bien fórmulas como las de “economía de mercado” o “planificación general de la economía”.

El tema de los conceptos jurídicos indeterminados ha sido desarrollado en especial por la doctrina administrativista en el marco del control de la discrecionalidad administrativa. Sus construcciones teóricas tienen por objeto la limitación de dicha discrecionalidad, mientras que, en nuestro campo, el propósito de dicha apertura es más bien identificar el sistema económico. En esa medida, hablar de conceptos jurídicos indeterminados puede conducir al error de aplicar los supuestos de esta teoría a la interpretación constitucional. La teoría de los conceptos jurídicos indeterminados tiene por objeto la definición de tales términos, las competencias para decidir su contenido y, en general, su eficacia dentro del ordenamiento jurídico; mientras que el objetivo de la indeterminación constitucional es mantenerse de esta manera, actuar como garantía de la apertura, del pluralismo y de la vocación de la Constitución para adecuarse a las necesidades de cada generación y momento histórico.

Parejo Alfonso se expresa con claridad al respecto y afirma:

El marco en que consiste, así, en último término la “Constitución económica” está compuesto por preceptos con diferente ubicación sistemática en la Constitución y, en correspondencia con tal dispersión a lo largo de la misma, de naturaleza, consistencia y eficacia jurídicas heterogéneas, que, sobre ellos, emplean conceptos más que indeterminados (en el sentido que la expresión tiene en el derecho administrativo), abiertos, carentes de rigor y precisión jurídicos92.

4. UNA CONSIDERACIÓN SOBRE LA NEUTRALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA

Por otra parte, la neutralidad de la Constitución en materia económica ha sido uno de los temas más polémicos en el desarrollo del concepto de Constitución económica.

La primera idea que se formula al respecto es simple: la Constitución es neutra en materia económica. Sin embargo, no se debe perder de vista que todas las decisiones por las que el texto constitucional se haya decantado terminan por ser determinantes de un modelo económico, pudiendo haber tanto beneficiados como perjudicados por las decisiones adoptadas desde lo más alto del sistema normativo. Así pues, la regulación del derecho de propiedad privada, o simplemente el silencio de la Constitución sobre algún aspecto de la vida económica, como la libertad de empresa, constituye en definitiva una toma de postura. Por lo tanto, partimos del supuesto de que materialmente ninguna Constitución es neutral.

A propósito de esto, Baquero Cruz considera que una Constitución no puede ser neutral en materia económica, al igual que sería un contrasentido hablar de Constitución apolítica, puesto que la decisión constitucional es en todo caso el producto de una elección ideológica93.

La previa afirmación de la neutralidad de la Constitución económica obedece a su reconocimiento en el seno del Tribunal Constitucional Federal alemán. El Tribunal sostuvo que la Constitución no garantiza un sistema de “economía social de mercado”, y, por tanto, nunca ha utilizado como parámetro de constitucionalidad dicho modelo económico; en vez de eso, el Tribunal afirmó que la Constitución no se decidió por un determinado sistema económico, y proclamó la neutralidad político-económica94.

De esta forma, el Tribunal ha establecido que la Ley Fundamental no dispone la alineación de la voluntad del constituyente con un determinado sistema económico. La objetivación en dicho sentido condicionaría y vincularía la interpretación de los derechos fundamentales, a la vez que comprometería al Estado con doctrinas específicas y con las “correspondientes concepciones acerca de la política de ordenación óptima o adecuada”95.

Sin embargo, la neutralidad de la Constitución, entendida como un presupuesto, es una forma de interpretar la apertura constitucional. Es decir que, si partimos de la noción de que la Constitución es neutra en materia económica, esa neutralidad solo puede ser entendida de acuerdo con el grado “real” de apertura que la Constitución tenga, es una abstracción. En ese orden de ideas, la neutralidad como concepto y presupuesto de partida solo tiene utilidad para comparar una Constitución con otra o una interpretación de la Constitución con otra interpretación, pero no sería útil como parámetro de constitucionalidad. Así, Papier, cuando hace referencia a la configuración de la propiedad en el sistema alemán, sostiene que la Constitución no se puede entender como neutra, dado que la configuración de la propiedad es de carácter mixto y, en esa medida, no se podría reemplazar el sistema económico por uno de economía centralizada o planificada96. Sin embargo, esta imposibilidad realmente corresponde al grado de apertura constitucional más que a un problema de neutralidad, según nuestra forma de entenderlo.

Ahora bien, el mismo autor sostiene que en lo que sí viene a ser neutral la Ley Fundamental es respecto de los agentes económicos y su comportamiento en el mercado. Es decir, dado que el marco del sistema económico se establece a través de libertades, el comportamiento de los agentes en dicho marco es libre y, en consecuencia, se puede inferir la neutralidad de la norma constitucional97. Mas esta neutralidad de la que habla Papier es diferente de la neutralidad que se pretende predicar de la Constitución respecto del sistema económico.

Una norma será constitucional si se ajusta a la Constitución, pero el elemento de neutralidad no forma parte del parámetro ni se pueden derivar consecuencias de esa abstracción. Por el contrario, lo que salta a la vista es que la Constitución, y sobre todo la interpretación, obedecen al grado real de apertura y a la posición ideológica del productor de la norma, ya sea el legislador o, incluso, el juez en su función de intérprete. Por tanto, desde el punto de vista del sistema económico, lo relevante es la apertura de la Constitución, en el sentido de las múltiples posibilidades que puede albergar, y no la neutralidad.

5. LA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA DEL ESTADO SOCIAL DE DERECHO

a. ORIGEN DE LA NOCIÓN DE ESTADO SOCIAL DE DERECHO

La aparición del Estado social se debe entender teniendo en cuenta el contexto existente en un determinado momento. A grandes rasgos, hemos analizado los problemas generados por el ejercicio de las fuerzas económicas bajo un Estado liberal relativamente ausente y con un poder limitado con relación al mercado y a la actividad económica.

La burguesía desarrolló su propia cultura basada en el racionalismo, la Ilustración y la unificación del orden jurídico durante el siglo XIX. Su cultura podía extenderse a una mayor parte de la población si la comparamos con la cultura de la nobleza y, en consecuencia, significó un progreso hacia la construcción de la comunidad nacional. Sin embargo, el acceso a los bienes generados por dicha cultura continuó siendo muy limitado por parte de las clases más bajas de la población (muy numerosas). Estas clases bajas, pese a ser el sustento de la actividad económica, no participaban del progreso98. Puede afirmarse sin temor a errar que las condiciones sociales generadas en el marco del capitalismo liberal comprometían el ejercicio de la libertad. Esta fue una de las principales críticas formuladas contra el Estado liberal burgués, que resultaron determinantes en la evolución hacia el Estado social.

La situación de precariedad en materia laboral, a la que hicimos referencia en el estudio de los principales rasgos del Estado de derecho de corte liberal, empezó a cambiar a finales del siglo XIX. En particular, en Alemania, con el gobierno del príncipe Otto von Bismark, cuando se crearon, en beneficio de los trabajadores, el seguro de enfermedad y el seguro de accidentes laborales; además, se organizó un sistema de pensiones99. La implementación de estos seguros resultó un elemento fundamental del desarrollo del Estado social de derecho ya que, por un lado, dignificó la actividad productiva, y por otro, aseguró el bienestar de la población. Los aportes para los seguros se compartían entre patronos, empleados y Estado, y actualmente son una expresión de los principios de solidaridad y responsabilidad propios del Estado social.

Desde el punto de vista teórico podríamos hacer referencia, entre los antecedentes, a la tesis Lorenz von Stein, quien, en 1850, propuso asignar más funciones al Estado desde la perspectiva del derecho administrativo. Ahora bien, la consecución del bienestar se presentaba como un logro de naturaleza asistencial y, por consiguiente, no se puede entender que en este autor estuviera presente una concepción diferente a la del Estado liberal100. Stein, distinguiendo entre Estado y sociedad, afirmaba que el Estado abogaba por el “desarrollo superior y libre de la personalidad” de los individuos, mientras que la sociedad tendía a la dependencia, a la servidumbre y a la miseria física y moral de la personalidad. En este orden de ideas, reconocía que estas consecuencias derivaban del ejercicio de la libertad de las fuerzas económico-sociales, que amenazaban la idea y los principios del Estado y su estabilidad. Para que el Estado pudiera subsistir proponía el desarrollo de una monarquía social o de una democracia social que corrigiera estas anomalías101. Forsthoff, en referencia a las posturas de Stein, afirmaba que “[e]n el plano constitucional lo social equivale en él a igualdad. La previsión sobre las necesidades sociales, según Stein, es asunto de la administración, a ella se encamina propiamente su interés. El interés por lo social le lleva no hacia el derecho constitucional, sino hacia la Ciencia de la administración”102.

Antes de entrar en el análisis propiamente dicho del concepto de Estado social de derecho es importante señalar que existen tres antecedentes que, al menos formalmente, adoptaron derechos y garantías propias del mismo: a) la Constitución de Querétaro de 1917, producto del triunfo de la Revolución mexicana; b) la Constitución soviética rusa de 1918, que se caracterizó por brindar protección especialmente a los trabajadores, al proletariado, aunque prescindía de los postulados del Estado de derecho y del principio democrático, y c) la Constitución de Weimar de 1919, que sentó los paradigmas del contenido del modelo “Estado social” en el constitucionalismo europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial103. La evolución del caso alemán es la más importante para la consolidación del modelo de Estado social, de ahí que nos concentremos en su proceso.

La crisis social en Alemania provocada por la Primera Guerra Mundial había aumentado los simpatizantes del socialismo. Esta situación, junto con la victoria bolchevique en Rusia, representaba una amenaza e infundía el temor de que se pudiera repetir una revolución como aquella en el país germano. Se entendió por tanto que era preciso garantizar unos mínimos, no con una idea de bienestar como fin último del Estado, sino con el propósito de contrapesar unas reivindicaciones que cobraban cada vez mayor intensidad. Entonces se aprobó la Constitución de Weimar, resultado de un pacto entre los sindicatos y las organizaciones patronales. Los sindicatos lograron el derecho de representación de los trabajadores y una serie de regulaciones que favorecían las condiciones de trabajo; en contrapartida, estos reconocieron la libertad de empresa y la garantía de la propiedad privada104.

García Pelayo, refiriéndose a la Constitución de Weimar, afirma que las medidas de política social y económica, que ordinariamente se llevaban a cabo por la vía administrativa y legislativa, llegaron a construirse como un sistema, y, en consecuencia, dado su sustento constitucional, pasaron a formar parte de las decisiones políticas fundamentales o de las normas básicas sobre las que se construye la convivencia de un pueblo105. En sentido similar, Cascajo Castro señala que a partir de la Constitución de Weimar cambió la idea de Constitución, se dejó de pensar que la Constitución era meramente un “reconocimiento de una esfera jurídica individual frente al Estado” y se pasó a una “juridificación de las relaciones entre los ciudadanos, con solmenes normas de principio”106.

Heller, a su turno, comentó brevemente los artículos 151 a 165, correspondientes a la “Sección V: De la Economía”, de la Constitución de Weimar. En su texto queda claro el espíritu social y los contenidos concretos en aras de la construcción del Estado social de derecho. Lo primero que hizo el autor fue precisar las limitaciones de las disposiciones correspondientes a esta sección: “en tanto que las ideas del liberalismo y de la democracia se han labrado, al ejercer dominio y marcar la realidad social, una existencia material, las ideas socialistas se han quedado hasta ahora esencialmente en ideología. Por ello la sección última de la Constitución contiene, en mayor medida que las precedentes, una serie de proposiciones programáticas sin fuerza jurídica de obligar”107. Sin embargo, continuaba Heller, su presencia en el texto constitucional contenía las posiciones de la clase burguesa y del proletariado, y, pese a las limitaciones normativas de los postulados incluidos en esta sección, contenía la fórmula para lograr la resolución del conflicto, ya no mediante la revolución o la lucha de clases, sino mediante el acuerdo orientado a la justicia social108.

Sobre los artículos 151 a 154 de la Constitución de Weimar109 decía Heller que eran los artículos en los que mejor se podían apreciar las contradicciones y los desequilibrios de las disposiciones, ya que a preceptos claramente liberales se “yuxtaponían” otros contrarios. Un claro ejemplo lo constituía el artículo 151, de una parte, y, los artículos 153 y 154, de otra, caso en el que convergían tanto el principio de la existencia digna como los pilares de la economía individualista. Asimismo, el propio artículo 153 soportaba contradicciones internas: una vez se proclamaba la garantía de la propiedad privada, a renglón seguido se establecía que podía ser expropiada en cualquier momento (mediando una ley); y respecto del derecho sucesorio, se garantizaba la herencia, pero se reconocía la participación de la comunidad estatal en ella110.

Con todo, esta comprensión optimista de la Constitución de Weimar no ha sido uniforme. Forsthoff afirmó que la inclusión de garantías sociales sin conocer muy bien el sentido y significado de las mismas en la Constitución de Weimar fracasó porque la jurisprudencia no reconocía valor normativo a estas cláusulas, sino un valor meramente programático; de hecho, según señaló el autor, se les negó el rango constitucional. Por otra parte, argumentó que el Estado de derecho respondía a una realidad determinada y que, en esa medida, no podía ser un “vehículo universal” para ordenar otras realidades111.

b. FORMULACIÓN TEÓRICA DEL ESTADO SOCIAL DE DERECHO

El concepto de Estado social de derecho fue acuñado en 1930 por Heller, quien planteaba la nueva construcción como una transición del Estado liberal al Estado social. Este último se caracterizaba por intervenir en la economía, limitando el derecho de propiedad, arbitrando la libertad de contratación en las relaciones laborales y participando activamente del proceso productivo112.

Las relaciones entre el Estado y la economía han sido estrechas desde sus orígenes. Heller, en su Teoría del Estado, sostiene que la función del Estado está íntimamente ligada a la actividad económica: el Estado, por su propia naturaleza, interviene en la actividad económica de manera constante. Incluso en el caso del utópico Estado más abstencionista posible, se produciría una intervención del Estado para organizar la cooperación social-territorial desde una perspectiva extraeconómica, y esto sería realmente una regulación sobre la economía113.

Como vimos, la Constitución de Weimar es una referencia obligada cuando se estudia el Estado social de derecho, por cuanto recogía principios de los cuales se desprendían obligaciones en sentido positivo. Heller, en su Teoría del Estado, sostenía que los principios estaban recogidos en la Constitución de manera formal o de manera material, y se refería a los principios como “algo que es distinto y superior a una mera abstracción de los preceptos jurídicos vigentes, y establecen también algo más que una simple directriz para el legislador futuro”114. Los principios, consideraba Heller, están arraigados en la sociedad y son los contenidos del derecho que son realmente conocidos por los miembros de dicha sociedad y que, a su vez, garantizan la pervivencia del sistema normativo115.

La formulación del concepto de Estado con un contenido social es el centro de la Teoría del Estado de Heller, obra que quedó inacabada y en la que curiosamente no se utiliza ni una vez la expresión “Estado social”. Sin embargo, Heller, en 1930, en “¿Estado de derecho o dictadura?”116, presentaba el Estado social de derecho como una solución, de manera muy crítica y contundente, a la paradoja casi existencial en que se hallaba la burguesía.

Trataremos de exponer aquí su reflexión. Heller partía de la idea de que el Estado de derecho era una sociedad de clases, donde la burguesía veía su poder consolidado por la vía democrática. Sin embargo, el aumento de la conciencia de clase proletaria, la organización en partidos y sindicatos y la universalización del sufragio daban acceso al sistema democrático también a las clases más desfavorecidas y menesterosas. Una vez que las clases proletarias, a través de la ley, logran reivindicar sus intereses, el Estado de derecho deja de ser visto por la burguesía como un instrumento suficiente para defender sus intereses. De esta forma se generó un aumento de apoyos al nacionalismo, producto de una nueva reformulación de la lucha de clases, y que traducía, correlativamente, el menosprecio de la burguesía por un Estado de derecho que ahora albergaba los intereses de una “nueva” clase social. Pero, recuerda Heller, sin las garantías propias del Estado de derecho la burguesía no puede existir, ya que su cultura, su estilo de vida y el ejercicio de las libertades dependen del imperio de la ley, y esto no lo puede garantizar ninguna dictadura. Luego de lo cual envía un mensaje a los nacionalistas: “de esta suerte deberían tales nacionalistas llegar a saber que la sumisión de la economía a las leyes bajo el Estado de derecho no es otra cosa que el sometimiento de los medios a los fines de la vida, y con ello, la condición previa para una renovación de nuestra cultura”. Concluyendo con las siguientes palabras: “Al caer en la cuenta de todo esto y ante el parloteo irresponsable de racionalistas sin sangre en las venas y de irracionalistas sedientos de sangre, debería invadirles la misma náusea invencible, y entonces habría al fin recaído la decisión en el dilema entre la dictadura fascista y el Estado social de derecho”117.

El planteamiento de Heller ante el maniqueísmo miope en términos de la dictadura nacionalista, o el socialismo (al uso soviético), o el Estado de derecho liberal, resume perfectamente la necesidad de garantizar la convivencia por la vía de la construcción dialéctica que tanto se esfuerza en recalcar el autor en su Teoría del Estado, es decir, a través del Estado social de derecho.

Heller significó un cambio en la forma de entender el Estado. Su comprensión del Estado como un producto humano, que se relaciona con todos los aspectos de la convivencia y desarrollo de la sociedad, le permitía reconocer la necesidad de que el Estado interviniera y tomara una posición respecto de los temas fundamentales que afectaran dicha convivencia. Uno de los fundamentales era el aspecto económico, de ahí que el autor considerara que la distinción entre la función estatal y la economía resultaba imposible118. Sin embargo, entendía que sí debía predicarse una “relativa autonomía” de la función estatal, sin desconocer las conexiones entre ambas esferas. Pero la gran diferencia es que la actividad del Estado no se basaba en el poder económico, sino en el poder político, e incluso reconocía que las leyes de máximo rendimiento no se aplicaran, necesariamente, a las decisiones del Estado119.

Heller formula una crítica a los socialistas, dirigida contra su pretensión de llegar a la economía colectiva mediante la retirada de la función política a favor de un mayor espacio para la función económica, cuando el proceso debería ser el contrario, es decir, “tender […] hacia una gradual reducción o eliminación de la pura legalidad económica por el poder político”120. Esta formulación da cuenta de la importancia y la centralidad que debe tener el poder político con relación a los mercados, en la concepción de Heller.

Para soportar la comprensión de la intervención del Estado en la economía, como un elemento estructural de la actividad estatal, más allá de su posición ideológica, dice el autor en cita:

Es aún más importante el hecho de que la función política tenga que desviar y frenar, de un modo ineludible, las repercusiones de la función económica. La razón de Estado y la razón económica han sido siempre cosas distintas. Todo Estado, incluso el propio Estado capitalista, por virtud de su función necesaria, tiene que utilizar la economía exclusivamente como medio para su acción peculiar. Pues, por razones de carácter existencial, todo Estado tiene que restringir de algún modo los procesos de cambio del tráfico económico y limitar o eliminar la libre concurrencia. Aun el Estado que se propusiera renunciar a toda expansión de poder hacia afuera y a toda política social y aduanera, que renunciara a toda reglamentación de cárteles y sindicatos, y que, en fin, incluso suprimiera toda política sanitaria, de la construcción y otras ramas de la policía administrativa, un tal Estado, solo posible en el reino de las utopías, se vería obligado no obstante, para poder organizar la cooperación social-territorial, a intervenir, desde un punto de vista extra económico, en la economía, regulándola121.

En el ámbito de la justificación del Estado, Heller hace otra importante observación de cara a la formación del Estado social de derecho como lo entendemos hoy, en el sentido de que, si bien la justificación del Estado radica en brindar seguridad jurídica, dota de un contenido extenso a esa función. Dice al respecto:

Son, cabalmente, ciertos principios morales del derecho los que, en determinadas circunstancias, reclaman del Estado actividades culturales de tipo económico, educativo o de otra índole. Es evidente que nuestro concepto de la seguridad jurídica resulta mucho más amplio que el usual. No es tan sólo una exigencia de certidumbre de ejecución, asegurada por la coacción organizada estatalmente, sino, además, y antes de ella, tanto histórica como conceptualmente, la certidumbre de sentido del derecho es lo que reclama organización del Estado por vías de derecho122.

Lo anterior deja en evidencia que la justificación del Estado radica en unos fines que le son inherentes y que, en esa medida, lo definen. Estas reflexiones de Heller constituyen avances importantes en la ampliación del concepto de Estado, superando la visión abstencionista y, en consecuencia, dando lugar a una concepción de un Estado amplio, con una serie de deberes que determinan su función y, en esa misma senda, los fines del modelo. Es palpable la idea que Heller tiene aquí del Estado como centro de impulso político, en el sentido de que se supera la ejecución como función primordial del Estado para dar paso a una noción donde el Estado debe estimular el derecho, o, en terminología actual, formular políticas públicas de fomento y promoción. Aparece así la noción de Estado interventor. En fin, como señala el propio autor, “el Estado es una conexión social de quehaceres, y el poder del Estado una unidad de acción organizada. Lo que crea el Estado y el poder del Estado es la conexión sistemática de actividades socialmente efectivas, la concentración y articulación, por la organización de actos que intervienen en la conexión social de causas y efectos, y no la comunidad de voluntad y valores como tal, y mucho menos cualesquiera comunidades naturales y culturales”123.

Heller quería dejar claro que el Estado no tiene una voluntad propia o unos fines determinados per se, sino que es una construcción producto de las interacciones entre el poder del Estado y los individuos (todos); y esta aclaración, a estas alturas de la historia, correspondía a la necesidad de contestar a los argumentos que pudieran desconocer el valor del individuo y sacrificarlo en nombre del Estado o de sus “fines”. En ese mismo sentido se expresa cuando dice que el Estado solo puede organizar actividades y no opiniones, y, por lo tanto, puede ejecutar actos de voluntad que operan en el medio circundante, pero no sobre convicciones internas de voluntad. Y concluye diciendo que “por esta razón no hay que caer en el error de estimar que la unidad del Estado es una unidad de voluntad, pero, en cambio, sí hay que considerarla como una unidad real de acción”; unas líneas después profundiza así: “jamás podrá existir una organización ni un Estado sin una voluntad común eficaz, aunque en modo alguno general”124.

Esta defensa por parte de Heller de la libertad espiritual muestra la necesidad de reafirmar y afianzar los principios liberales, pero modulando su contenido de acuerdo con la función que debe cumplir el Estado para el desarrollo de la convivencia social.

Forsthoff, por su parte, formuló una crítica contundente contra la idea de Estado social de derecho. La crítica era producto de la idea de que el Estado de derecho, entendido como límite al poder, quedaba desvirtuado si a su naturaleza se agregaban fines sociales, valores (que son indeterminados). Además, el cumplimiento del contenido social implica la participación activa del Estado, mientras que la noción de Estado de derecho es una noción que limita las actuaciones del Estado; en este sentido, las posturas son casi antagónicas125.

“El Estado de derecho y el Estado Social no son compatibles en el plano del derecho constitucional y la Ley Fundamental debe ser entendida primariamente como una constitución liberal”126. Forsthoff fue particularmente incisivo en su crítica frente a la interpretación de los derechos fundamentales. Consideraba que la adopción de derechos sociales (prestaciones) degradaba los derechos fundamentales (libertades, derechos civiles y políticos) por una pérdida de seguridad jurídica127, decía que los derechos de participación (derechos sociales) “carecen de un contenido constante, susceptible de reglamentación previa” y en sentido contrario “necesitan modulación y diferenciación puesto que solo son razonables en el marco de lo oportuno, necesario y posible, según el caso concreto”128. Pese a la crítica, el mismo autor sostenía que al Estado le correspondían una serie de funciones mínimas129 para compensar la pérdida de espacio vital dominado y el correlativo crecimiento del espacio vital efectivo, es decir, la “previsión de la existencia”130. Esta previsión va más allá de la mera prolongación de la vida, y afirmaba el autor que depende de los avances de la técnica y de las posibilidades económicas; sobre lo anterior es ilustrativo el ejemplo que ofrece sobre la cobertura del servicio de televisión a cargo del Estado131.

Forsthoff identifica que las prestaciones no son producto de la sistematización o de las funciones del Estado, sino que vuelve al interés general como criterio: “la redistribución social de la que aquí se habla se diferencia esencialmente de la política social en el sentido habitual. Su intención no es zanjar casos y situaciones de necesidad, sino la participación del mayor número posible de estratos sociales en el proceso de bienestar general”132. Sin embargo, la idea de previsión de la existencia tiene una base que en el fondo evoca rasgos del iusnaturalismo: “La previsión de la existencia, como los muestran estas reflexiones, es superior existencialmente a la Constitución política. Manifiesta su superioridad en la medida en que es suficientemente fuerte como para imponerle límites”133.

Forsthoff remata su crítica afirmando que solo si se reconociera naturaleza jurídica (poder vinculante) directa a las garantías sociales se podría hablar verdaderamente de una Constitución social de derecho, de tal manera que dichas garantías no fueran promesas programáticas relegadas a una región vaporosa134. Sin embargo, el Estado social es una realidad que convive con el Estado de derecho, y, pese a que se complementan, viven en una permanente tensión. Pero no se puede perder de vista que para el autor el Estado de derecho es una auténtica garantía de carácter normativo, mientras que los contenidos sociales son dúctiles135.

c. FINES Y VALORES DEL ESTADO SOCIAL DE DERECHO

La consolidación de lo que podríamos denominar constitucionalismo económico de carácter social viene dada por las lecciones aprendidas en 1929 con la crisis económica conocida como la Gran Depresión. Las fórmulas de intervención del Estado en la economía se erigieron como la única herramienta útil para paliar la situación. Doctrinas como la del New Deal se consolidaron como instrumento del Estado para dirigir la senda de la economía justificando la intervención estatal en la actividad económica, dejando de lado el modelo de no injerencia propio de la etapa anterior136. Por otra parte, la generalización del contenido social en las constituciones de los Estados se produce durante la segunda posguerra. En 1946 se instituye en Francia una república “social”, y esta fórmula se repite en su Constitución de 1958; asimismo, Alemania, en 1949, define en su Ley Fundamental el Estado como democrático, federal y social.

Los cambios repercuten directamente en los fines del Estado, de modo tal que el Estado se responsabiliza de garantizar unos mínimos que mejoren la calidad de vida de los asociados. Derechos como el acceso a la vivienda, a la educación, la implementación de sistemas de protección sanitaria y de pensiones surgen en forma de prestaciones necesarias, cuya responsabilidad está a cargo del Estado. Como señala Monereo, el Estado social “comporta una vinculación jurídico-social del Estado, esto es, un compromiso de éste para garantizar la cobertura de las necesidades fundamentales de los individuos. En tal sentido el Estado asume la función de orientar la economía hacia la satisfacción de dichas necesidades y la remoción de las situaciones de desigualdad social incompatibles con los principios del Estado Social y la cláusula transformadora y de fomento de los poderes públicos”137.

El Estado social de derecho tiene el propósito de superar los déficits de igualdad que el Estado de derecho no había podido corregir y que, en buena parte, causó. En consecuencia, se proclamó el principio de igualdad material y se consagraron nuevos derechos138 que hicieron indispensable un ensanchamiento de la Administración Pública, un aumento de las competencias y de los mecanismos de protección. Es cierto que los nuevos derechos ya habían tenido algún desarrollo en ordenamientos jurídicos anteriores. La novedad consistió en la sistematización de su protección, y, sobre todo, en el cambio de la concepción misma del Estado respecto de su papel como actor fundamental en la protección y, además, en la promoción del nuevo catálogo de derechos. Para García Cotarelo, siguiendo a Mortati, la aparición de los derechos económicos, sociales y culturales (que considera como derechos civiles) es el elemento que determina la calificación como “social” del Estado. En su opinión, la legitimidad del Estado de bienestar viene dada por la presencia y consagración de estos derechos, que buscan asegurar unas condiciones materiales mínimas a las personas.

Por otro lado, el Estado social de derecho impacta en la Constitución económica. Como señala Cantaro, el Estado social modula el perfil económico de la Constitución, lo ensancha y lo orienta a la satisfacción de las necesidades de los individuos, no conformándose solo con el gobierno del mercado. Es más, añade este autor que la Constitución económica va más allá de sus contenidos tradicionales de derecho a la propiedad, libertad de empresa y de contrato, y pone el acento en el “bienestar colectivo” y la remoción de las “posiciones sociales desfavorecidas”139.

Pero el cambio de orientación tiene efectos sobre los procesos políticos, como bien señala De Otto: la consideración del Estado social parte de la realidad, de los datos fácticos y no meramente de las normas. Lo anterior significa que se hace responsable “también del mantenimiento de la realidad política sobre la cual se sustenta la Constitución democrático-liberal”140.

Ahora bien, el modelo se fortalece cuando la Constitución adopta el Estado social de derecho como un principio, es decir, no solamente como un modelo político, sino que se integra en el sistema con fuerza normativa. De esta forma, la categoría de Estado social se proyecta sobre todo el ordenamiento jurídico y debe determinar, en buena medida, las decisiones políticas.

Con relación a esto último, hay que hacer referencia a la idea expresada por Balaguer cuando señala que el principio del Estado social fortalece a su vez, y renueva, el principio democrático. Y ello porque reconoce la voluntad popular como fundamental para el desarrollo de los postulados de dicho Estado social; esto significa que se formaliza la tensión en el ámbito legislativo para satisfacer los postulados del Estado social141. Pero, además, el reconocimiento del Estado social suponía la transformación del principio democrático: la democracia dejaba de ser el mero gobierno de la mayoría y sumaba la protección y el respeto de las minorías a su contenido142. Así pues, la formulación de los fines del Estado, la positivización de los derechos sociales y la definición del Estado como social, todo ello con fuerza normativa, se convierte en el marco fundamental que debe inspirar el ejercicio de la política. Este marco implica unos límites claros a la decisión de las mayorías e imprime un sentido a la actividad del Estado. Se produjo así un avance significativo para el derecho constitucional y la ciencia política.

Hay que señalar, en todo caso, que el tránsito del Estado de derecho al Estado social de derecho se caracterizó por ser una transformación débil en comparación con el cambio auténticamente revolucionario que supuso la llegada del Estado de derecho. Balaguer ha señalado que el Estado liberal surgió como producto de una revolución donde los ganadores (burgueses) impusieron sus condiciones a los perdedores (nobleza y clero), mientras que el Estado social de derecho surge como un pacto donde los ganadores de antes (los burgueses) seguían teniendo ventajas, aunque ceden posiciones frente a los otros (el proletariado)143. Las críticas al Estado social indican que ninguna de las clases sociales quedó completamente satisfecha, de ahí que las “derechas” acusaran al nuevo modelo de amenazar las libertades individuales como consecuencia de su amplio intervencionismo, mientras que las “izquierdas” denunciaban este modelo de Estado como una forma de inmovilismo incapaz de progresar144.

El Estado social no cambia la naturaleza del Estado de derecho. Las conquistas logradas en materia de libertad personal y limitación del poder continúan presentes en el nuevo modelo. El cambio radica en los fines para los que se ha instituido el Estado, en las nuevas competencias que se le atribuyen para lograr la protección de los derechos y en la proclamación de una igualdad real y efectiva. Como lo señala Aragón Reyes, “el Estado social, en suma, no significa un modo específico de ‘ser’ del Estado, sino una manera de ‘actuar’ por parte del poder público”145. En palabras del mismo autor:

El Estado social no puede definirse como una forma de Estado, sencillamente porque no lo es: solo se trata de una modalidad de la forma de Estado democrático de Derecho. Por ello, el Estado social no supone modificación alguna respecto de la organización del poder típica del Estado constitucional democrático de Derecho. La cláusula ‘social’, añadida a ese Estado, no afecta a la estructura de este sino a sus fines. El Estado social no significa la sustitución de la representación política por la representación corporativa, ni la sustitución de los partidos por los sindicatos. Lo que significa es la asunción por el Estado de nuevas tareas, que no vienen a sustituir a las antiguas (seguridad, orden público, defensa, etc.), sino a complementarlas. Y estas nuevas tareas son las relativas a procurar mayor igualdad social y, por ello, a proteger a los sectores sociales menos favorecidos146.

Por otra parte, la transformación que propone el Estado social no solo conlleva un cambio respecto de los valores que deben guiar los desarrollos legales (la existencia de los derechos positivos marca la senda para alcanzar dichos fines); también conlleva una serie de obligaciones de actuación por parte de los destinatarios de las normas, incluyendo los poderes públicos. En otras palabras, el advenimiento del Estado social, que ha recorrido un largo camino hasta lograr su consolidación, no culmina con la mera presencia de los derechos sociales en las constituciones y su concreción en las leyes, sino que se proyecta hasta la propia aplicación del derecho. A partir de ahí, el contenido de los derechos sociales se ha desarrollado en buena medida gracias al desarrollo de la jurisprudencia, específicamente la emanada de los tribunales constitucionales.

Una definición bastante comprensiva de los elementos del Estado social de derecho la proporciona Rodríguez de Santiago en los siguientes términos:

La decisión constitucional a favor del Estado social, por el contrario, no se refiere directamente al sujeto “Estado”, sino a una determinada situación empírica de la comunidad social que se organiza en forma estatal, que, en una primera aproximación muy general, podría describirse como la situación en la que se cumplen ciertos requisitos de justicia social. El adjetivo “social” del art. 1.1 es una norma que contiene la decisión valorativa de rechazo del Estado “neutral” en las cuestiones sociales y que, más allá de eso, impone al sujeto estructurado como Estado democrático de Derecho un objeto, una tarea o un fin: se trata de conseguir una determinada situación social calificable como justa para los medios que ofrece el Estado de derecho147.

Con todo, la carta de derechos encuentra auténticos límites materiales para su realización que pueden llegar a convertirse en un obstáculo fáctico que limita el contenido imperativo de las disposiciones y su alcance concreto. Así pues, si bien es verdad que el reconocimiento de los derechos, sus destinatarios y la medida de satisfacción son cuestiones que atañen a la política, también lo es que su materialización depende de las posibilidades reales de la economía. Resulta claro que la disponibilidad de los recursos públicos para lograr la realización de los derechos se convierte en un verdadero límite material para llevar a cabo la decisión política, el grado de satisfacción148 y el grado de exigibilidad de los mismos149. De ahí la importancia de estudiar la reforma constitucional respecto de las cláusulas de disciplina fiscal y los límites que su implementación puede suponer en lo relativo al alcance y materialización, en general, de los derechos, y, en particular, de los derechos sociales. Como advierte García Pelayo, son necesarias técnicas administrativas, económicas, de programación de decisiones, etc. para neutralizar los efectos disfuncionales de un desarrollo económico y social no controlado150. En todo caso, el reconocimiento de las limitaciones fácticas, es decir, la falta de recursos económicos, no puede convertirse en la incorporación de un “cálculo económico” o un principio de “racionalidad económica” en la lógica constitucional151, al menos no en el Estado social de derecho.

6. EL ESTADO SOCIAL DE DERECHO EN COLOMBIA Y EN ESPAÑA Y LA CONFIGURACIÓN DE SU CONSTITUCIÓN ECONÓMICA

Los primeros rasgos de Estado social en Colombia se remontan a la reforma constitucional de 1936. Esta reforma estructural de la Constitución (de 1886) se ocupó de incluir la intervención del Estado en la economía y dotar de una función social a la propiedad privada, al tiempo que recogió garantías para los trabajadores y el deber de beneficencia para los desvalidos152. Sin embargo, la transformación definitiva que dio origen al Estado social de derecho en Colombia fue, sin lugar a duda, la Constitución de 1991 (actualmente vigente). El constituyente plasmó sus preocupaciones respecto del desarrollo económico del Estado en el texto y, además, adoptó un amplio catálogo de derechos fundamentales y de libertades de contenido económico, social y cultural.

En el caso español, los primeros pasos hacia el Estado social de derecho los dio la Constitución republicana de 1931. En aquel momento se produjo un intento importante de consolidar algunos elementos del Estado social sin llegar a denominarlo con la fórmula magistral. Pero la historia de esta Constitución terminó en 1936 y asimismo sus avances. La Constitución de 1931 centró su atención en los contenidos sociales dirigidos a los trabajadores, la libertad de asociación, el derecho de huelga y la negociación colectiva. Así pues, se incorporaron cláusulas dentro del texto constitucional para fortalecer a la clase obrera. Se establecía el derecho al trabajo en unas condiciones dignas, la protección a la maternidad y se obligaba a la estructuración de un sistema de seguridad social (seguros por accidentes, pensión de vejez y muerte). Lo significativo es que esta Constitución, durante su corto periodo de vigencia, tuvo desarrollo legal y muchos de sus postulados llegaron a materializarse153.

Sin ánimo de desconocer la importancia de lo anterior, es indiscutible que la Constitución de 1978 vendría a consolidar, definitivamente, los postulados del Estado social de derecho en España, sistematizando un amplio número de derechos de contenido social. Su artículo 1.1 establece que España se constituye como un Estado social y democrático de derecho.

Ambas constituciones, la de 1991 en Colombia y la de 1978 en España, instituyeron un procedimiento de protección rápido y eficaz para salvaguardar el cumplimiento de los derechos, la acción de tutela y el amparo respectivamente154. Y, por último, la creación de un tribunal constitucional con amplias facultades para interpretar y defender la Constitución y proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos.

Los elementos descritos permiten sostener que las palabras Estado social de derecho, contenidas en el artículo primero de ambas constituciones, no son una mera formalidad o adorno al texto constitucional. De ambos textos se desprenden obligaciones del Estado para cumplir con los presupuestos y objetivos propios del Estado social.

Esta particularidad del nuevo modelo significa una auténtica transformación de los derroteros que habían sido básicos para la comprensión de la actividad estatal, en el entendido de que el nuevo modelo trasciende de la mera función negativa del Estado propia del modelo liberal burgués, para pasar a exigir una actividad potente en aras de lograr un orden justo. En este sentido, la Constitución española, desde el Preámbulo, establece el deseo de “promover el bien de cuantos la integran” –la nación española–, y pretende “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo”. Asimismo, según el Preámbulo de la Constitución colombiana, esta norma se promulga “con el fin de […] asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”.

El hecho de que se trate de un principio constitucional dota a la cláusula del Estado social de un contenido normativo concreto, de una función propia que debe condicionar, junto con los demás principios de la Constitución, la actividad de los poderes públicos. García de Enterría sostiene al respecto: “Estos valores no son simple retórica, no son […] simples principios ‘programáticos’, sin valor normativo de aplicación posible; por el contrario, son justamente la base entera del ordenamiento, la que ha de prestar a éste todo su sentido propio, la que ha de presidir, por tanto, toda su interpretación y aplicación”155.

A este respecto, la Corte Constitucional de Colombia, en la sentencia T-492/92, se enfrenta por primera vez a resolver dos aspectos problemáticos de la entonces nueva Constitución. En primer lugar, el alcance del Estado social de derecho; en segundo lugar, la delimitación de los derechos fundamentales.

Dice la Corte que la adopción de dicho modelo implica una nueva manera de interpretar el derecho, que puede ser resumida con las siguientes palabras: “pérdida de la importancia sacramental del texto legal entendido como emanación de la voluntad popular y mayor preocupación por la justicia material y por el logro de soluciones que consulten la especificidad de los hechos”156. Además, sostiene que el artículo 1.º de la Constitución Política de Colombia (en adelante, CP) es la clave normativa que irradia todo el texto fundamental, y dado que ahí está la definición del Estado social, dicho adjetivo tiene una relación ontológica con el Estado157.

En el caso de la Constitución española (en adelante, CE), la fórmula de Estado social tiene una íntima relación con el artículo 9.2 de la misma carta, que establece que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud[,] y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”. También es indispensable tomar en consideración lo que establece el artículo 10.1 CE cuando señala que la dignidad de la persona es fundamento del orden político y de la paz social.

Pero el reconocimiento normativo del Estado social, siguiendo a Parejo Alfonso, puede ser identificado tempranamente en dos decisiones. Por una parte, en el voto particular formulado al motivo primero de la sentencia de 13 de febrero de 1981, donde se señala que “los derechos y libertades fundamentales son elementos del ordenamiento, están contenidos en normas jurídicas objetivas que forman parte de un sistema axiológico positivizado por la Constitución y que constituyen los fundamentos materiales del ordenamiento jurídico entero”. Y, otro, en la sentencia de 14 de julio de 1981, en donde el alto tribunal afirma que los derechos fundamentales “son elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social y democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (artículo 1.1)158.

De lo anterior podemos concluir que la cláusula de Estado social de derecho tiene una proyección normativa desde su entrada en vigor, tanto en Colombia como en España, cuya importancia ha quedado reconocida tempranamente en la jurisprudencia constitucional.

a. LOS DERECHOS SOCIALES, ECONÓMICOS Y CULTURALES O PRINCIPIOS RECTORES DE LA POLÍTICA SOCIAL Y ECONÓMICA

La cláusula de Estado social de derecho se expresa en la presencia de una serie de derechos sociales y colectivos, de aspiraciones, de instrumentos y de obligaciones a cargo del Estado para lograr su consolidación y auténtico funcionamiento. Pese a que la división y clasificación de todos estos elementos es diferente en las dos constituciones que estudiamos, las similitudes respecto de sus contenidos nos permiten tratar ambos catálogos de manera conjunta.

Ambas constituciones se han preocupado por proteger la familia, la igualdad en su dimensión de prohibición de discriminación, los derechos de los niños y de los jóvenes, así como de las personas de la tercera edad y de las personas en condición de discapacidad; también se incluyeron derechos como la seguridad social, la salud, la vivienda digna, el trabajo en condiciones dignas, la negociación colectiva, la educación; deberes de promoción del deporte, del conocimiento, de la cultura y del patrimonio histórico; y deberes de protección a los consumidores, del medio ambiente, etc.

Vemos pues que hay una serie de bienes jurídicos que el constituyente se preocupó de establecer en la Carta, con la idea de que su protección y garantía fuera competencia de los poderes públicos, es decir, del Estado.

Sin embargo, las posibilidades de realización de los derechos, o el cumplimiento de los deberes constitucionales, son diferentes según la naturaleza de las normas. Y en esa medida, los grados de exigibilidad también varían, con el límite de que en ningún caso es posible interpretar dichos contenidos como fórmulas carentes de significado o valor jurídico.

En Colombia, retomando la decisión T-406/92, la Corte sostuvo:

… con independencia de la función programática-finalista y de la función simbólica que sin duda ocupan un lugar importante en los preceptos sobre fines y valores, la Constitución es una norma jurídica del presente y debe ser aplicada y respetada de inmediato. Por esta razón, sostener que los derechos sociales, económicos y culturales se reducen a un vínculo de responsabilidad política entre el constituyente y el legislador, es no sólo una ingenuidad en cuanto a la existencia de dicho vínculo, sino también una distorsión evidente en cuanto al sentido y coherencia que debe mantener la Constitución. Si la responsabilidad de la eficacia de los derechos mencionados estuviese sólo en manos del legislador, la norma constitucional no tendría ningún valor y la validez de la voluntad constituyente quedaría supeditada a la voluntad legislativa159.

En España, el desarrollo de la exigibilidad de los derechos sociales ha seguido un curso diferente por la previsión del artículo 53, apartados 1 y 3. Pero no por ello se ha desconocido el contenido normativo de los derechos sociales. En este punto conviene reproducir literalmente algunos extractos de la jurisprudencia constitucional.

Que la Constitución es precisamente eso, nuestra norma suprema y no una declaración programática o principial[,] es algo que se afirma de modo inequívoco y general en el artículo 9.1, donde se dice que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución”, sujeción o vinculatoriedad normativa que se predica en presente de indicativo […]. Decisiones reiteradas de este Tribunal en cuanto intérprete supremo de la Constitución (art. 1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional) han declarado ese indudable valor de la Constitución como norma.

[…] Pero si es cierto que tal valor necesita ser modulado en lo concerniente a los arts. 39 a 52 en los términos del art. 53.3 de la CE, no puede caber duda a propósito de la vinculatoriedad inmediata (es decir, sin necesidad de mediación del legislador ordinario) de los arts. 14 a 38, componentes del capítulo segundo del título primero, pues el párrafo primero del art. 53 declara que los derechos y libertades reconocidos en dicho capítulo “vinculan a todos los poderes públicos”. Que el ejercicio de tales derechos haya de regularse sólo por ley y la necesidad de que ésta respete su contenido esencial, implican que esos derechos ya existen, con carácter vinculante para todos los poderes públicos entre los cuales se insertan obviamente “los Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial” (art. 117 de la CE), desde el momento mismo de la entrada en vigor del texto constitucional. Uno de tales derechos es el de igualdad ante la Ley que tienen todos los españoles, sin que pueda prevalecer discriminación alguna entre ellos por razón de nacimiento (art. 14 de la CE)160.

Las tempranas decisiones de ambos tribunales coinciden en el reconocimiento del valor normativo de los derechos sociales, es decir, no se pone en duda su proyección vinculante para todos los poderes públicos. Sin embargo, en estos casos que hemos traído a colación existe una diferencia importante, y es que la Corte Constitucional colombiana se convierte en agente protector de la Carta y de la satisfacción de los derechos sociales a través de sus decisiones161, mientras que el Tribunal Constitucional español toma una postura más restrictiva y aséptica, si se quiere, en el sentido de que sus argumentos dan vida a lo dispuesto por el artículo 14 CE (derecho a la igualdad y prohibición de discriminación) y reconoce que este derecho es de aplicación inmediata.

Junto al carácter normativo de los derechos sociales constitucionales, otra de las ventajas más importantes de la cláusula de Estado social de derecho es su naturaleza dinámica: su impacto no cesa con el alcance de algunas metas sociales, sino que está presente en todas las decisiones del Estado, y en esa medida su función en el ordenamiento jurídico solo puede interpretarse de manera expansiva. Por esta razón, conviene señalar desde este momento, como adelanto de las transformaciones que veremos más adelante, que uno de los objetivos de la reforma constitucional sobre sostenibilidad fiscal en Colombia buscaba neutralizar las actuaciones de la Corte Constitucional en materia de reconocimiento y protección de los derechos sociales, objetivo que no tuvo éxito en la reforma. Esta pretensión confirma la conexión íntima entre el Estado social de derecho y los derechos sociales que lo orbitan, y la preocupación por el Estado de las cuentas públicas. En España, si bien la Constitución es generosa en derechos y garantías, el Tribunal Constitucional ha sido el encargado de definir los límites y alcances de los derechos y libertades. Así cuando identifica que el cumplimiento del contenido social se produce “cuando se acepta el compromiso de establecer, respetar y potenciar los derechos sociales y económicos”162.

La existencia de la cláusula de Estado social, sin embargo, no ha sido leída por el Tribunal Constitucional español como una norma de contenido específico o singular, sino que se ha utilizado en términos relacionales y, sobre todo, para concretar la argumentación en el momento de resolver los conflictos y fijar una posición frente a un tema. Esto quiere decir que la cláusula no ha sido utilizada como punto de partida para resolver problemas de constitucionalidad o de protección de derechos; más bien, se interpretan las demás cláusulas y dicho resultado se agrega al contenido del “Estado social”163.

Resulta revelador, de lo anterior, la comprensión del Estado social de derecho como una cláusula dinámica cuyo contenido está por realizar y que se construye a cada paso y con cada actuación del Estado (judicial o no). Es la verdadera esencia de la estructura. Así, la interpretación de los postulados constitucionales más específicos dota de contenido a la cláusula de Estado social de derecho, y es esta, a pesar de su ligereza dogmática, la que en buena medida sustenta y legitima las decisiones.

A la forma de funcionamiento y composición de la cláusula de Estado social de derecho se refería Cossio Díaz con las siguientes palabras: “es factible hablar de dos posibilidades de actuación de la fórmula, si bien estrechamente relacionadas entre sí: primera, hemos dicho que requiere desarrollarse a través de sus valores materiales, de modo que las normas jurídicas se consideren expresión de éstos y, segunda, el desarrollo de uno y otro valor no puede verificarse de manera excluyente, sino que ha de vincularse, por decirlo así, a la normas que recogen el valor restante”164.

Es importante señalar que las discusiones sobre si los derechos de contenido económico, social y cultural son fundamentales o no ya han sido superadas tanto en Colombia165 como en España166. Sin embargo, su principal función es orientar la decisión política para consolidar y alcanzar los fines del Estado social, pero su impacto se proyecta también sobre la interpretación de las normas y se consolida con el control de constitucionalidad, ya que todas las normas infraconstitucionales deberán estar en concordancia con los derechos sociales167.

Para proteger la exigibilidad de los derechos es conveniente distinguir entre la exigibilidad del derecho y la carga prestacional que implican. Los preceptos que incorporan derechos sociales, principios rectores o que fijan objetivos, por el hecho de ser normas constitucionales, tienen una connotación normativa innegable. De lo anterior se derivan verdaderas obligaciones para los poderes públicos de utilizar los medios que estén a su disposición para lograr la satisfacción de los derechos u objetivos fijados. Ahora bien, los medios dependen de cada momento histórico, de la disponibilidad de los recursos e incluso de la sensibilidad social de cada época, y en esa medida las cargas prestacionales pueden variar. Lo que vulneraría la Constitución sería un desconocimiento absoluto del derecho. Sin embargo, un cambio en los estándares, mecanismos o grados de satisfacción es posible y constitucionalmente ajustado al ordenamiento, atendiendo en todo caso a que las nuevas políticas o medidas sigan dirigidas a alcanzar los objetivos del Estado social. Como sostiene Parejo Alfonso, “en términos constitucionales sólo es factible, por tanto, una transformación del ordenamiento de contenido social desde una política socio-económica distinta (que implique una reconsideración y nueva articulación y configuración de los derechos sociales), pero asimismo informada y respetuosa de los principios constitucionales de aplicación”168.

Un entendimiento de la cuestión en el sentido de que los avances en materia de derechos sociales son irreversibles implica un desconocimiento de la realidad económica. No se puede perder de vista que la solución para los problemas propios del devenir histórico debe ser adecuada al marco constitucional, de tal manera que una interpretación que impida una revisión de las cargas prestacionales puede suponer un obstáculo para resolver dichos problemas y alejaría a la Constitución de la realidad.

Para la caracterización de la Constitución económica y para entender la proyección que la cláusula de Estado social de derecho se presentarán el derecho de propiedad, la libertad de empresa y el régimen del derecho del trabajo desde la perspectiva constitucional. Estos tres regímenes permiten ver claramente cómo se ha enraizado el Estado social y su impacto en la Constitución económica.

La Constitución económica del Estado social de derecho se ha proyectado con especial fuerza en la configuración constitucional del derecho a la propiedad privada, también en el derecho a libertad de empresa o en el régimen del derecho del trabajo.

b. CONFIGURACIÓN CONSTITUCIONAL DEL DERECHO A LA PROPIEDAD PRIVADA

El derecho de propiedad es uno de los pilares de la Constitución económica. La relación del derecho de propiedad con la economía y el mercado es evidente, de ahí que la definición que la Constitución establezca de los límites y condiciones para su ejercicio resulten de vital importancia en la interpretación del sistema económico. Siguiendo a García Pelayo, “la Constitución establece unas normas de carácter general más directivo que imperativo destinadas a encuadrar el derecho y la institución de la propiedad privada en un marco jurídico político, en lo que se incluye su condicionamiento por ciertos valores reconocidos por la Constitución”169.

La propiedad privada desde una perspectiva constitucional, en el marco de un Estado social de derecho, supone la superación de la clásica concepción del derecho de dominio que se circunscribía a proteger el uso, el goce y la disposición sobre los bienes, es decir, ha dejado de ser un mero derecho real. En este orden de ideas, el derecho de propiedad cambia su naturaleza y se convierte en la ordenación de múltiples relaciones jurídico-patrimoniales, donde se abarca el derecho real, pero se extiende a nuevas relaciones170.

Decía García Pelayo que la propiedad privada es un concepto más amplio que la propiedad individual, ya que las facultades que componen el derecho de propiedad son históricamente mutables y, por tanto, es esperable que haya controversias sobre el alcance de dichas facultades. Además, atendiendo a la complejidad social y de las relaciones económicas de nuestro tiempo, el derecho de propiedad rebasa la consideración de derecho real171. Y continuaba identificando la importancia de la propiedad en la delimitación del sistema económico, afirmando que la comprensión del derecho de propiedad como derecho real es insuficiente para asir el fenómeno que acarrea la propiedad. Lo anterior obedece a que la propiedad privada es “fuente de autoridad sobre las personas” y a que “las grandes empresas y las organizaciones de intereses en las que se articulan pueden ser capaces de condicionar, de obstaculizar, de bloquear y de desviar las acciones económicas del Estado”172. Y concluía el autor en cita que es función del Estado mantener las prerrogativas que da la propiedad, no solo las jurídicas, sino también las políticas, dentro de los límites de la función social y del interés público173.

Así pues, el cambio más significativo que permitió la superación del clásico derecho de dominio es la incorporación de la función social como un atributo definitorio del derecho de propiedad, de tal modo que la “omnímoda facultad del ‘dominus’, que no admitía otras limitaciones que las impuestas por las leyes, se restringe en la Constitución en consideración a la función social que está llamada a cumplir”174.

Esa función social a la que nos referimos permitió la superación de la concepción decimonónica del derecho de propiedad. En el caso colombiano, el Código Civil definía el derecho de dominio como la capacidad de disponer “arbitrariamente”. En el año 1999 la Corte Constitucional sostuvo que dicho calificativo no se ajustaba al ordenamiento constitucional y declaró inexequible la palabra “arbitrariamente” en dicha definición175. En sentido similar, en España, también evolucionó la noción del derecho de propiedad176. Así, el Tribunal Constitucional, en 1987, a propósito de la Ley de Reforma Agraria de Andalucía, sostuvo que “la propiedad privada […] ha experimentado en nuestro siglo una transformación tan profunda que impide considerarla hoy como una figura jurídica reducible exclusivamente al tipo extremo descrito en el artículo 348 del Cc”177.

La función social debilita y modula la protección de la propiedad privada, tanto en su aspecto objetivo como en el subjetivo. De ahí que pierda la naturaleza de derecho “sagrado e inviolable” propia del modelo liberal. En este mismo sentido, es coherente que la protección de la propiedad privada, desde el ámbito constitucional, tenga por objeto principal la esfera objetiva del derecho a través de la acción (caso colombiano), o a través del recurso o la cuestión de inconstitucionalidad, descartando la protección subjetiva por vía del amparo o acción de tutela (como sucede en España). Esta forma de disposición del derecho muestra que la propiedad privada en la Constitución económica se protege como una institución propia del sistema económico y no tanto como una garantía del ámbito individual de los ciudadanos178.

Para Rey Martínez, la función social no es un concepto jurídico indeterminado, ya que su interpretación no da lugar a una interpretación jurídica unívoca, además, la cláusula “no juega en el ámbito de las relaciones entre la ley y la administración, sino entre el constituyente y el legislador”. Considera este autor que “se trata de un mandato de ponderación objetiva que reclama al legislador una específica configuración dominical dirigida a asegurar la función social de cada tipo o categoría de bienes”179.

La propiedad privada en el ordenamiento constitucional tiene un desarrollo amplio, sobre todo en la Constitución colombiana. Desde sus primeras disposiciones (art. 2) se establece la protección de los bienes de las personas como uno de los fines del Estado; asimismo, se prohíben expresamente las penas de confiscación de bienes (art. 34)180. Sobre la regulación específica, el artículo 58 garantiza la propiedad privada y la define como una “función social” que implica obligaciones. La protección de la propiedad queda amparada por la prohibición de la aplicación retroactiva de la ley y también se protege a través de la regulación de la expropiación181.

Por otra parte, el ordenamiento constitucional español recoge el derecho de propiedad en el artículo 33. Destaca primeramente la vinculación inescindible de la propiedad a la “función social”, así como la determinación de que es el legislador el poder legitimado para determinar el contenido y alcance del derecho, quien, a través de la ley, podrá establecer las directrices básicas para limitar la expropiación. Por lo demás, dada la ubicación del artículo 33, le es aplicable lo dispuesto en el artículo 53.1: reserva de ley y cláusula de contenido esencial. No resulta sin embargo aplicable a la propiedad privada el artículo 53.2, y, por consiguiente, este derecho no es susceptible de la protección jurisdiccional reforzada de los amparos, como ya lo habíamos advertido. Sobre la reserva de ley es importante observar que esta se extiende, por un lado, a delimitar el contenido del derecho de propiedad y, por otro, también a la determinación del contenido esencial que se predica de dicho derecho en el caso español182.

Otra arista importante sobre el derecho de propiedad es la subordinación del derecho de propiedad y de la riqueza al interés general. En el caso español se establece en el artículo 128.1 CE: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Si bien en esa disposición no se hace referencia directa al derecho de propiedad, la subordinación de la riqueza al interés general le es aplicable de manera directa y no hay dudas de la relación entre la riqueza y la propiedad. En el caso colombiano la subordinación figura en la propia disposición que protege la propiedad; dispone el artículo 58 CP: “Cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, resultaren en conflicto los derechos de los particulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social”.

Frente a las posibles dudas que pueda suscitar la expresión función social y su alcance, las disposiciones anteriores vienen a aportar aún más luz sobre las posibilidades de intervención, regulación y, eventualmente, limitación de este derecho.

Ambos regímenes, tanto el colombiano como el español, comparten la función social como el común denominador en la definición de la propiedad. La intención del constituyente al hacer referencia a la “función social” permite colegir que el ejercicio liberal de la propiedad está mermado y se transforma en una prerrogativa con límites y obligaciones para el titular del derecho183. Las voces “función social” y “función ecológica” (esta última usada junto con la anterior en el caso colombiano) son conceptos vagos y sin precisión, pero su virtud radica en la posibilidad que abren para que el legislador intervenga y limite el ejercicio del derecho. En ese sentido, es necesario entender que “el derecho del propietario debe cumplir finalidades sociales, servir también a las necesidades de la colectividad”184, tal y como sostuvo el Tribunal. Con este cambio en la concepción del derecho de propiedad, el mismo se convierte en un derecho normalmente limitable185.

El derecho de propiedad, entonces, se erige dentro de la Constitución: 1. Como un límite al ejercicio del poder por parte del Estado; 2. Como un derecho cuya protección está a cargo del Estado, y 3. Como una prerrogativa cuyos titulares pueden ejercerla con unos límites y, sobre todo, unos fines186:

a) El derecho de propiedad, como límite al poder, es una garantía para los ciudadanos que se ve reflejada con la protección al ámbito objetivo del derecho, es decir, la reserva de ley, la limitación a las expropiaciones y la prohibición de la confiscación. Este aspecto se revela como la garantía institucional, y consiste en una serie de normas que dan forma e identidad al derecho de propiedad desde la perspectiva objetiva. En consecuencia, para limitar o privar del ejercicio del derecho a su titular es necesario que exista una justificación que aporte legitimidad a dicha limitación o privación. Así pues, la expropiación (o cualquier otra limitación) debe sustentarse en la presencia de un interés general o utilidad social, y las medidas que se tomen deberán responder al principio de proporcionalidad y demás principios de la actividad administrativa.

b) En segundo lugar, como un derecho cuya protección corresponde al Estado, que debe arbitrar recursos para defender el derecho de propiedad frente a la perturbación de su disfrute por parte de terceros. Así pues, desde acciones reivindicativas hasta acciones de protección de marcas y propiedad intelectual, e incluso las propias del derecho administrativo frente a los posibles detrimentos que pueda causar la Administración. Es de notar que la Constitución ha preferido garantizar el derecho de propiedad desde una perspectiva objetiva, mediante la reserva de ley y los recursos de inconstitucionalidad, mientras la protección subjetiva corresponde al ámbito legal187. Estas dos dimensiones (límite del poder estatal y derecho de protección estatal) son las más clásicas, propias del modelo liberal que apostaba por una garantía de no intervencionismo del Estado.

c) Sobre el tercer aspecto, la posibilidad de disfrutar del derecho con límites y de acuerdo con unos fines, hay que señalar que tales fines son los que la ley determine, sin que lleguen a ser tan gravosos que desnaturalicen el derecho. Ahora bien, lo más importante para este estudio se refiere a los fines: el contenido de la cláusula de Estado social se materializa en los fines que son legítimos para el ejercicio del derecho de propiedad, y se integra en este contenido la función social. La titularidad del derecho de propiedad otorga los atributos de uso, goce y disposición, los clásicos asociados al derecho civil. Sin embargo, todo ese contenido que sigue presente queda condicionado y enmarcado en la función social de la propiedad a la que se refieren las constituciones.

Es fundamental tratar de determinar el contenido del derecho de dominio. El derecho tiene por lo menos dos aspectos. En primer lugar, la propiedad debe/tiene que reportar un beneficio al titular del derecho, y, en segundo lugar, identificar el contenido de la función social, ya que esta define el derecho y sus contornos y, en esa medida, también los fines y obligaciones que nacen de su titularidad. El Tribunal Constitucional español ha introducido un método para identificar el contenido esencial de cualquier derecho188, partiendo de la necesidad de que el derecho reporte una utilidad y beneficio, aunado a la definición de contenido esencial del derecho. Con todo, ya que el dominio puede recaer sobre una diversa tipología de bienes y, en esa medida, las prerrogativas que el derecho de dominio otorga son diferentes, se puede concluir que la identificación abstracta de dicho contenido se hace imposible. Por ejemplo, la propiedad sobre obras de arte apareja la obligación de conservación, la propiedad de tierras productivas da lugar a la obligación de explotarlas e incluso al cuidado del suelo, o a la obligatoriedad de utilizar una marca (que si bien es una licencia, se puede amparar bajo el concepto de relación jurídico-patrimonial).

La falta de definición del derecho de propiedad, desde el punto de vista constitucional, ha llevado a que el significado y alcance se haya elaborado de manera negativa. En otras palabras, la facultad de ejercicio del derecho de propiedad no está claramente definida, y los pronunciamientos judiciales que han determinado su alcance se han limitado a establecer los casos en los que el ejercicio de la propiedad no se ajusta a la Constitución189. Esta delineación negativa se ha desarrollado utilizando los conceptos de función social y función ecológica, que han llevado a limitar el derecho de propiedad de diversas maneras según el caso concreto190. Aunque no existe una definición clara de los límites que son constitucionalmente aceptables que pueden afectar el derecho, hay que tener en cuenta que una determinada limitación al atributo de la disponibilidad del derecho de propiedad puede llegar a desnaturalizarlo, según sea el alcance de dicha limitación. Al margen de lo anterior, debemos dejar constancia de que no existe una definición clara y decantada de los límites que son constitucionalmente aceptables respecto del derecho, y en su lugar se hace indispensable comprender que dichos límites dependerán del objeto del derecho de propiedad, y que, en caso de ser identificados, no son inmóviles, toda vez que responden a criterios flexibles como el interés general o el interés social.

En conclusión, el derecho de propiedad tiene un desarrollo constitucional que expresa las garantías propias del Estado liberal, establece las obligaciones de carácter negativo para que se realice; sin embargo, no hay una definición clara del derecho de propiedad ni de su contenido. Además, la Constitución apuesta por un contenido social de la propiedad y le impone unos límites que son la función social y/o función ecológica y, por tanto, se hace patente la necesidad de una interpretación sistemática que la dote de contenido. Precisamente, la cláusula de Estado social de derecho es uno de los criterios fundamentales a la hora de desarrollar esta tarea.

El ejercicio del derecho de propiedad es muy amplio, siempre y cuando no desborde los límites constitucionales (definición negativa del derecho); pero la regulación del derecho de propiedad determina el sistema económico y, en este caso concreto, la función social de la propiedad se convierte en un instrumento importante para la planificación y dirección general de la economía. La propiedad privada entendida como función social es un presupuesto para la consolidación del Estado social de derecho y le imprime un sentido claro a la Constitución económica.

La propiedad entendida como función social es un instrumento de planificación económica fundamental, ya que se proyecta sobre los bienes de producción que son los medios para alcanzar los fines del Estado: el orden económico justo y la igualdad material, entre otros. Los mejores ejemplos de esta manifestación de la función social tienen que ver con los límites que impone el Estado, a través de la ley, al uso de la tierra y, sobre todo, con las obligaciones de carácter positivo de explotación de la tierra, la prohibición de dividir los terrenos o de concentrarlos, o de edificar en terrenos rurales. En el caso colombiano, además, existe el imperativo de promover el acceso a la propiedad de la tierra por parte de los campesinos191. La naturaleza de estos deberes de promoción es propia del Estado social y busca fortalecer a un grupo especialmente vulnerable y que de manera sistemática ha sido objetivo de todos los bandos del conflicto armado. Su propósito es alcanzar la igualdad192. La Corte Constitucional ha interpretado que la dignificación de la vida en el campo es uno de los fines del Estado social proclamado por la Constitución de 1991, y para alcanzar ese fin es indispensable la promoción al acceso de la propiedad193. Estos deberes han legitimado las decisiones de política agrícola, y han permitido garantizar la división eficiente de las tierras, evitando los latifundios y minifundios en algunos casos concretos. Disposiciones como esta hacen que el Estado tenga una actividad vigorosa en el cumplimiento de los fines que se han trazado en el ordenamiento jurídico. Esto es solo una manifestación de que la cláusula de Estado social sirve, o ha servido, para llenar de contenido esas expresiones que se revelaban vacías.

La función social en el derecho de propiedad exige que el derecho quede dispuesto de tal manera que permita alcanzar los fines del Estado social. Dicho de otro modo, la propiedad (como función social) hace las veces de catalizador para cumplir con los fines del Estado, y esta característica es la que legitima los límites que se puedan imponer al ejercicio del derecho. En consecuencia, las limitaciones del derecho que se realicen con unos fines loables desde el punto de vista constitucional tendrán cobertura constitucional.

Es muy importante dar un contenido lato al derecho de propiedad, en el sentido de entender que regula relaciones jurídico-patrimoniales y no solo el derecho de dominio, ya que de lo contrario la función social de muchos de estos objetos se quedaría por fuera del régimen del Estado social de derecho; así, por ejemplo, la prestación de servicios, patentes, propiedad intelectual, e incluso las relaciones que puede crear la concesión de una licencia de explotación de recursos. Además, el debilitamiento de la protección tanto objetiva como subjetiva del derecho de propiedad, para dar ventaja al interés general, en el marco de un Estado social de derecho, debe hacerse extensible a todas las relaciones jurídico-patrimoniales posibles. Esta es la manera de mantener dentro de los límites constitucionales las consecuencias jurídico-políticas del ejercicio del derecho de propiedad de las que nos advertía García Pelayo.

c. LA LIBERTAD DE EMPRESA EN EL MARCO DEL ESTADO SOCIAL DE DERECHO

El artículo 38 CE establece: “Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”.

La Constitución colombiana, en el artículo 333, también consagra la libertad de empresa:

La actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común. Para su ejercicio, nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos, sin autorización de la ley.

La libre competencia económica es un derecho de todos que supone responsabilidades.

La empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones. El Estado fortalecerá las organizaciones solidarias y estimulará el desarrollo empresarial.

El Estado, por mandato de la ley, impedirá que se obstruya o se restrinja la libertad económica y evitará o controlará cualquier abuso que personas o empresas hagan de su posición dominante en el mercado nacional.

La ley delimitará el alcance de la libertad económica cuando así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la Nación.

La libertad de empresa, al igual que el derecho de propiedad, es uno de los presupuestos de la economía de mercado. La dimensión de la libertad de empresa determina el tamaño del mercado, los ámbitos donde el mercado es libre y las condiciones de acceso al mismo. De ahí que sea otro de los pilares de la Constitución económica. La envergadura de dicha libertad depende en buena medida de lo que se entienda por economía de mercado. Así pues, García Pelayo identifica que existen por lo menos tres posibles interpretaciones y modulaciones de dicha acepción: primera, una economía libre de mercado, donde el Estado crea unas estructuras para el funcionamiento del mercado, aunque sin intervenir en la dirección y orientación de las líneas político-económicas. Segunda, una economía social de mercado en la competencia se sitúa en el centro del modelo, confiando en que la interacción de los agentes del mercado logrará un desarrollo adecuado de la economía y, en ese mismo sentido, del bienestar. Este sistema admite la intervención del Estado en algunos aspectos fundamentales como la garantía de la competencia, políticas anticíclicas o estabilización de precios, es decir, medidas destinadas a corregir los efectos nocivos del mercado. Tercera, la economía dirigida, en la cual el Estado tiene una participación activa, no como sustituto del mercado, sino reconociendo la insuficiencia de este para para autorregularse; es más, se admite que existen políticas sociales que el mercado no busca alcanzar, y que, por tanto, le corresponde al Estado fomentar y promover, pero no reemplazando la libertad del empresario o el principio de ordenación económica194.

La libertad de empresa, en el caso español, se desarrolla en el marco de “la economía de mercado”, tal y como lo establece el artículo 38 CE. La libertad de empresa, desde el punto de vista objetivo, se protege mediante la reserva de ley y las acciones que protegen la constitucionalidad del sistema (art. 53.1 CE). Además, en el caso español se infiere la existencia de un contenido esencial.

En la Constitución colombiana, por su parte, no se hace referencia a ningún modelo de manera explícita. Sin embargo, la Corte Constitucional, desde tempranos pronunciamientos, ha partido del supuesto y reconocimiento de la “economía de mercado” como modelo, y más recientemente la ha calificado como “social”195.

La protección de la libertad de empresa desde el ámbito subjetivo, al igual que la del derecho de propiedad, ha sido debilitada para dar cabida al interés público. En consecuencia, la protección del derecho no es posible mediante la acción de tutela o de amparo. Afirma Albertí Rovira, siguiendo la postura de Aragón Reyes, que “la Constitución acentúa la libertad de empresa en su dimensión objetiva, como elemento estructural e institución básica del orden económico”196. En este mismo sentido se expresa Bassols Coma, quien sostiene que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español ha reconocido la libertad de empresa en su aspecto de garantía institucional y no tanto como derecho subjetivo197.

Desde un punto de vista subjetivo, la libertad de empresa consiste en la posibilidad que tienen los ciudadanos de disponer de sus recursos privados para fundar y mantener empresas económicas de manera libre. Por otro lado, implica el principio de ordenación económica, que es la prerrogativa de la empresa para decidir la forma en la que va a llevar a cabo su actividad, es decir, la planeación de acuerdo con las condiciones del mercado198, e incluso de acuerdo con los intereses de los propietarios de la empresa.

Una particularidad de la libertad empresa es que su protección está condicionada a que el mercado funcione de manera adecuada, incluso bajo un modelo liberal abstencionista. En esa medida, la libertad de empresa debe ser protegida de las amenazas que surjan del funcionamiento del propio mercado. Así pues, la tendencia a la existencia de monopolios y oligopolios que pueden afectar la libre concurrencia y la competencia es un buen ejemplo de esta singularidad. Esto implica que la defensa de la libre competencia, que puede ser vista como una restricción de la libertad de empresa, es en realidad su garantía definitiva199.

La libertad de empresa en el ordenamiento constitucional colombiano debe conciliarse con la función de intervención del Estado en la economía. La libertad de empresa se encuentra contenida en el artículo 333 CP, dentro del título XII, “Del régimen económico y la hacienda pública”. No hay una mención expresa de este derecho en el catálogo de derechos de la primera parte de la Carta. La Constitución recoge la iniciativa privada y la actividad económica como actividades libres. No obstante, subordina dicha libertad al bien común; a renglón seguido define la libertad económica como un derecho que supone responsabilidades y establece que la empresa tiene una función social que implica obligaciones.

En Colombia, la Corte Constitucional, pese a la importancia que tiene este derecho, nunca lo ha considerado como un derecho fundamental; más bien al contrario, se ha ratificado de manera expresa en la idea de que no es un derecho fundamental200. Esta construcción obedece en buena medida a la reticencia que genera la titularidad de derechos fundamentales por parte de personas jurídicas privadas y de derecho público. Sin embargo, la idea de que existe, por lo menos, algún contenido iusfundamental en dicha libertad es evidente.

La comprensión del derecho a la libertad de empresa, en el caso colombiano, requiere hacer una interpretación sistemática de varios contenidos: la cláusula general de libertad (art. 16), el derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica (art. 14) y la libertad de desarrollar actividades económicas (art. 333). Todo ello se debe compatibilizar con la intervención del Estado en la economía, es decir, con la función de dirigir la economía e intervenir en ella (art. 334). Hay que destacar que la intervención del Estado en la economía no es solo una potestad que tiene el Estado, sino un imperativo que el constituyente le ha deferido con unos fines específicos (bien común, funcionamiento del mercado, sostenibilidad fiscal201, distribución y acceso a bienes y servicios). Por otra parte, el artículo otorga al legislador la competencia para determinar el alcance de la libertad económica, aunque esta facultad queda sometida a unos límites, a saber: “cuando así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la Nación”. Dicha intervención, por tanto, tiene una naturaleza restringida, requiere de una justificación que se ajuste a esos aspectos para habilitarse y trazar los límites.

Así pues, la protección de la libertad de empresa ha sido desarrollada a través del amparo de otros derechos, estos sí fundamentales, como la igualdad o el trabajo, o simplemente se ha protegido atendiendo a las obligaciones inherentes a la libertad de empresa y su función social202. La Corte Constitucional colombiana ha sostenido que la Constitución de 1991 da un valor superior a los derechos asociados a la calidad de ser humano y no a los de naturaleza económica. Sin embargo, al momento de determinar si las limitaciones al derecho son ajustadas o no a la Constitución, la Corte ha recurrido a los recursos argumentativos que se utilizan para resolver problemas de derechos fundamentales: la teoría del núcleo esencial203, la conexidad204 y la realización del test de proporcionalidad205, para identificar si los límites al ejercicio del derecho se ajustan o no al texto constitucional206. En consecuencia, para la Corte, la naturaleza fundamental de este derecho se afirma cuando por conexidad se violan otros derechos fundamentales207. Además, en un Estado que ha adoptado un modelo de economía de mercado, el ejercicio de la actividad empresarial y comercial está íntimamente ligado a la dignidad humana y, en esa medida, su condición de derecho fundamental se hace patente.

En el caso español, la libertad de empresa forma parte del capítulo de derechos fundamentales y de las libertades públicas208. En el mismo artículo que contempla el derecho se encuentra uno de los límites y garantías para el ejercicio del derecho: el modelo de economía de mercado. Sin embargo, no es un derecho susceptible de amparo (aunque no se debe incurrir en el error de afirmar que la libertad de empresa no es un derecho fundamental por el hecho de no ser objeto de protección de amparo). La protección de este derecho cuenta con las garantías de reserva de ley y contenido esencial contenidas en el artículo 53.1 CE.

Atendiendo a lo dispuesto en el artículo 38 CE, parece fácil afirmar que el mercado es un presupuesto sine qua non para comprender y desarrollar la libertad de empresa. En su contenido se contempla un mandato de actuación respecto de la existencia y buen funcionamiento del mercado. Aunque la intervención clásica –que es fundamentalmente negativa– sigue presente, el propio artículo establece la posibilidad de adelantar intervenciones en la economía de otra naturaleza (prevé la protección de la libertad de empresa por parte de los poderes públicos de acuerdo con la economía en general y eventualmente la de planificación). Así, la iniciativa pública (art. 128 CE) se erige como uno de los límites a la libertad de empresa. De modo que aunque el mercado es un elemento nuclear de dicha libertad, la cláusula de iniciativa pública permite al Estado hacer grandes intervenciones sobre la economía y sobre la empresa; es más, es una cláusula que expresamente faculta al legislador para que decida cuánto mercado debe existir. De este modo, reservar ámbitos del mercado para excluir a la empresa privada de su prestación, especialmente sobre los monopolios, o “intervenir en empresas cuando así lo exigiere el interés general”, son límites que la propia Constitución advierte como “posibilidades” de intervención por parte del Estado en la economía209. Vale la pena aclarar que la palabra “posibilidades” se contrapone al imperativo de intervenir. Es decir, del artículo 128 CE no es dable, por lo menos en principio, interpretar que se está frente a una obligación del Estado de intervenir en la economía. Es más, tratándose de interpretaciones para limitar las libertades, la apreciación debe ser restrictiva respecto de las medidas que delinean dicha libertad: la intervención del Estado en la economía debe obedecer a un “interés general” que justifique dicha intervención o medida, y, en sentido contrario, la libertad de empresa no precisa ningún tipo de justificación para su ejercicio, sino que es un derecho cuyos titulares pueden ejercerlo tan ampliamente como la ley lo permita.

Respecto del contenido esencial, es inútil tratar de buscarlo con certeza ya que parece que siempre hay buenas razones para limitar el ejercicio de dicha libertad; así, es relativamente sencillo buscar los límites donde el ejercicio de dicha libertad se desborda y se constituye en un abuso o, simplemente, es inconstitucional. Frente a los peligros de vaciar el contenido esencial de la libertad de empresa ya advertía Aragón Reyes (aunque refiriéndose con carácter general a todas las libertades fundamentales): “Pero el contenido esencial es otra cosa. El contenido esencial de una libertad no es una libertad condicionada, sino, por así decirlo, una libertad absoluta (el mínimo completamente irreductible de esa libertad que prevalece frente a cualquier otro valor, sencillamente porque si ese mínimo no se preservara la libertad literalmente desaparecería)”210. Y si resulta complicado imponer límites o restricciones de ese contenido esencial, no menos lo es encontrar o definir la parte positiva. Además, aunado a la diversidad de la naturaleza de las actividades económicas, mal podría determinarse la existencia de un contenido esencial específico con la capacidad de abarcar todas las dimensiones de dicha libertad. Por ello estamos de acuerdo con Bassols Coma cuando concluye que “no hay un contenido esencial constitucionalmente garantizado de cada profesión, oficio o actividad empresarial concreta”, para añadir:

… las limitaciones que a la libertad de elección, de profesión u oficio o a la libertad de empresa puedan existir no resultan de ningún precepto específico, sino de una frondosa normativa, integrada la mayor parte por preceptos de carácter infralegal, para cuya emanación no puede aducir la Administración otra habilitación que la que se encuentra en cláusulas generales solo indirectamente atinentes a la materia regulada y, desde luego, no garantes de contenido esencial alguno211.

Para encontrar ese contenido esencial de la libertad de empresa se han formulado varias aproximaciones teóricas. Una de ellas identifica el núcleo del derecho en la igualdad y parte de un presupuesto: no todas las empresas tienen las mismas libertades ya que, dependiendo de su ubicación en el mercado, o, mejor dicho, dependiendo de la actividad que desarrollen, tendrán unas prerrogativas u otras. Propone dicha teoría que la definición del núcleo esencial venga dada por la igualdad que se pregona respecto de las demás empresas que desarrollen la misma actividad. Así pues, se sugiere que la intervención del Estado debe respetar el principio de igualdad. Sin embargo, esta estrategia o argumentación difícilmente puede conducir a un contenido concluyente de la libertad de empresa ya que, como bien señala Aragón Reyes, el tratamiento paritario puede consistir en igualdad de “no libertad”, lo cual vacía “el contenido esencial” del derecho a la libertad de empresa. Otra posibilidad es mantener como referente la libertad de empresa desde su punto de vista subjetivo; sin embargo, la conclusión que ha tenido esta salida es la negación de un contenido esencial. Así advierte también el autor en cita que ha ocurrido en otros países. De Juan Asenjo, por su parte, afirma que el contenido esencial de “la libertad de empresa, considerada en su calidad de derecho subjetivo, queda a salvo siempre que el empresario permanezca libre de introducirse en ese sector o abandonarlo”212; y vale la pena señalar que, además del acceso y el abandono de la actividad o sector, es indispensable agregar “la autonomía en la dirección de la empresa, sin la cual no sería empresa privada sino pública”213. Pese a todo lo anterior y como conclusión, en el caso español no es posible escapar a la necesidad de determinar el contenido esencial del derecho, ya que “existe” literalmente en el texto constitucional derivado del artículo 53 CE214.

Tampoco se puede perder de vista que el ejercicio de la libertad de empresa se desarrolla de manera concomitante con otros derechos fundamentales; por ejemplo, los de asociación, libertad de expresión, propiedad, igualdad, intimidad y reserva de las comunicaciones, entre muchos otros. Por esto, no debe entenderse que la libertad de empresa queda eclipsada por los demás derechos hasta llegar a definir la libertad de empresa en función de los límites de los derechos relacionados; antes al contrario, es la muestra de que la libertad de empresa ocupa un lugar preponderante dentro del ordenamiento jurídico y del sistema económico; y el hecho de que tenga unos límites especiales y un contenido difuso no la priva de independencia y enjundia.

La libertad de empresa en su dimensión subjetiva, es decir, con relación a la posibilidad que tienen los ciudadanos de desarrollar la actividad económica que prefieran y de la manera que consideren mejor, no plantea muchos desafíos para la comprensión de la Constitución económica. Las cartas hacen referencia a la necesidad de respetar la Constitución y las leyes. De tal manera que las regulaciones sobre el desarrollo de las actividades económicas están sujetas al establecimiento de unos requisitos y reglas que las leyes fijan, que deben ser los menos posibles, y de este espacio que las leyes dejan, se asigna al mercado la decisión de cómo se van a producir los bienes y servicios que se demandan215. Nace entonces una obligación de carácter negativo para las autoridades, en el sentido de permitir el ejercicio de cualquier actividad económica lícita, esto es, sin exigir requisitos especiales o diferentes de los consagrados en las leyes.

Los límites a la libertad de empresa también están presentes en la ordenación constitucional: a) en el caso español, el elemento decisivo es la subordinación de la libertad de empresa a la riqueza que hace el artículo 128.1 CE, que ya anotamos también en el supuesto del derecho de propiedad; y b) en el caso colombiano, el artículo 333 CP sostiene que “la libre competencia económica es un derecho de todos que supone responsabilidades”; por otra parte, el mismo artículo señala que “la empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones”.

La libertad de empresa, en el marco de un Estado social de derecho, se erige como un derecho de los ciudadanos; podría decirse que es el reconocimiento de la “libertad para ganarse la vida”. La regulación de la libertad de empresa en el marco de la Constitución tiene como fin mantener dentro de sus límites el ejercicio de dicha libertad; asimismo, es una regulación que no permanece ajena a las posibles anomalías que el funcionamiento del mercado pueda producir y, en consecuencia, faculta y manda al Estado intervenir en aras de corregir ese funcionamiento deficitario.

En resumen, el Estado social de derecho se proyecta con fuerza sobre toda la actividad económica, y es allí donde su intervención tiene los efectos reales que le permiten alcanzar los fines del modelo. La actividad del Estado social en el ámbito económico, ya sea en la regulación de las relaciones de trabajo, en los límites al ejercicio de la propiedad o en la libertad de empresa, es el signo de identidad del modelo de Estado social; de ahí que el cambio que supone sea estructural y no meramente semántico respecto de los fines que se ha trazado.

d. EL DERECHO AL TRABAJO Y SU RELACIÓN CON LA CLÁUSULA DE ESTADO SOCIAL DE DERECHO

El artículo 35 CE consagra el derecho al trabajo en estos términos: “1. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo. 2. La ley regulará un estatuto de los trabajadores”.

La Constitución colombiana reconoce el citado derecho en el artículo 25 con este tenor literal: “El trabajo es un derecho y una obligación social y goza, en todas sus modalidades, de la especial protección del Estado. Toda persona tiene derecho a un trabajo en condiciones dignas y justas”.

La configuración del derecho/deber del trabajo es determinante para la Constitución económica. En él confluyen la libertad de elegir la profesión u oficio y la dignidad humana, que implica unos límites a la autonomía de la voluntad en materia de contratación y condiciones de trabajo; también incluye la formulación de políticas económicas, como el pleno empleo, y por esta vía se reglamenta una nueva dimensión de la intervención del Estado en la economía. La regulación del trabajo crea unas obligaciones de promoción por parte del Estado para asegurar o, por lo menos, procurar que existan puestos de trabajo que permitan la realización personal de los individuos destinatarios de la Constitución. Lo anterior es solo una parte de un complejo engranaje en el cual se encuentran la libertad de empresa, la regulación fiscal, la política monetaria y la de balanza comercial, orientadas a una economía sana y próspera.

La disposición de los derechos asociados a la actividad productiva constituye un marco en el que ya no solamente se regulan los fenómenos propios de la empresa o de los puestos de trabajo, sino que se determina el comportamiento del mercado. En este sentido, aspectos como la productividad de las empresas o la competitividad, tanto en el mercado interno como en el externo, se ven claramente determinados por el marco constitucional del derecho del trabajo y por la decisión política que lo desarrolle.

El impacto macroeconómico de la regulación en el ámbito del derecho del trabajo es innegable; sin embargo, no debe perderse de vista que el marco regulatorio, en el Estado social, tiene como fin la protección de las personas y busca salvaguardar el poder político respecto del poder económico. En este sentido, la razón económica no puede ser suficiente argumento para empeorar las condiciones de trabajo ni de sus derechos asociados. La centralidad y el objeto del derecho del trabajo deben mantenerse en la esfera individual, manteniendo a la razón económica en el plano que le corresponde.

El derecho del trabajo tiene una connotación histórica que no es posible obviar. El reconocimiento de los derechos laborales y su protección ha sido de vital importancia para el surgimiento del Estado social de derecho. La intervención del Estado en la formación de las relaciones laborales ha operado como un verdadero límite a la libertad de empresa y a la autonomía de la voluntad (así como a la posible negación de dicha libertad en el marco de una negociación asimétrica). Esta dimensión siempre ha ido asociada a la persona y a la dignidad humana.

El derecho del trabajo ha sido presentado como el mejor ejemplo de norma programática: en términos prácticos, significa el reconocimiento de que la formulación normativa del derecho y la realidad son abismalmente diferentes, y que la capacidad del derecho para transformar la realidad es limitada, “degradando el derecho reconocido a simples ‘legítimas expectativas de los ciudadanos’, a que el Estado ponga en su actualización el mayor empeño y el mayor número de medio posibles, pero sin que haya posibilidad de conceder una acción procesal para su exigibilidad directa e inmediata por el ciudadano”216.

Con todo, la evolución reciente sobre el derecho del trabajo cuestiona su propia naturaleza. Así pues, los intentos por establecer una mera configuración general del trabajo para “limitarse a construcciones objetivas más desnaturalizadas y menos comprometidas pero más fiables y menos frustrantes”217 son producto de la crisis de la fuerza normativa de las cláusulas en materia de trabajo, y dejan más espacio para que el mercado decida las condiciones del mismo con mayor libertad.

En la actualidad, las relaciones laborales están sufriendo una transformación sin precedentes, que obedece a la adaptación del mercado de trabajo a los postulados de la globalización. La flexibilización laboral sacrifica la estabilidad en el empleo, desmejora las condiciones laborales, diluye las bases del derecho al trabajo constitucionalmente garantizado y permite vislumbrar la retirada del Estado social, al menos parcialmente, en este aspecto. Como advierte Molina Navarrete, se trata, por un lado, de “eliminar o descomponer la formación del trabajo ‘como sujeto político o como movimiento social’”; y, por otro, de “dotar de una propia consistencia y centralidad a otras formas de trabajo diferentes al trabajo asalariado, que habría ocupado esa posición de privilegio en épocas anteriores, aquellas en las que el derecho social al trabajo apareció y se desarrolló, pero que ahora se cuestionaría”218.

El trabajo es un factor de producción de las empresas; en consecuencia, existe un mercado de trabajo en el cual se deciden buena parte de las condiciones para el desarrollo de la actividad. Sin embargo, es un mercado donde las asimetrías de las partes que negocian (trabajadores o desempleados y empresarios) son evidentes; de ahí que el constituyente se haya preocupado por identificar esta situación y, en consecuencia, haya dispuesto medidas para intentar mitigar dichas asimetrías. Es más, el Estado social de derecho viene a “desmercantilizar”, en palabras de Monereo Pérez219, las relaciones laborales. La comparación del modelo liberal burgués respecto de la propuesta de Estado social muestra cómo el reconocimiento del trabajo como una actividad realizada por personas permite evolucionar y superar la idea del trabajo como una mera mercancía, identificándose la necesidad de que el Estado intervenga para evitar que las condiciones de trabajo se definan exclusivamente por el funcionamiento y albur del mercado.

Sostiene Monereo Pérez que el mercado debe ser regulado por el Estado social de derecho. En esa medida, el reconocimiento de las tensiones entre la razón social y la razón económica reclama un control y una dirección del mercado; además, se deben establecer “derechos de desmercantilización (derechos sociales)” para lograr los fines de igualdad que se ha trazado el modelo de Estado con un contenido social220.

Con todo, la flexibilización laboral, la globalización y, en definitiva, la adopción de la razón económica como determinante de los derechos que es “posible” alcanzar, ha permeado la pretensión de equilibrar las tensiones producto de las relaciones asimétricas en el ámbito del trabajo. La Constitución del Estado social, en parte producto de su apertura, se ha venido retirando paulatinamente del compromiso de mantener bajo control las fuerzas del mercado. Esta retirada está devolviendo el poder al mercado para decidir las condiciones del trabajo, es decir, estamos siendo testigos de un regreso a las nociones propias de la Constitución liberal burguesa221.

La proyección de la cláusula de Estado social de derecho respecto del derecho del trabajo es palmaria. Las disposiciones que protegen el derecho del trabajo son manifestaciones claras del espíritu social que se predica; si bien lo anterior pudiera resultar tautológico, es de notar que el pilar sobre el cual descansan el trabajo y todos sus alcances es la dignidad humana. De ahí que el derecho al trabajo sea recogido como un derecho fundamental en ambos ordenamientos, el español y el colombiano.

El trabajo fue recogido por las constituciones de Colombia y España como un derecho y un deber de los ciudadanos. Desde la perspectiva subjetiva, no se expresa en el sentido de garantizar un puesto de trabajo a todas las personas, ya que, como es obvio en nuestro sistema económico, el acceso al trabajo realmente está determinado por el mercado, por el ejercicio de la libertad de empresa y por la libertad de contratar. La verdadera regulación que buscaron los constituyentes tiene que ver con que las relaciones laborales se alejen de la esclavitud, garanticen la dignidad humana y que el acceso al trabajo no constituya un escenario de discriminación.

A esta primera aproximación que desarrolla la esfera individual y más básica del derecho deben agregarse los fines constitucionales: el orden económico y social justo, y las directrices constitucionales de adelantar “una política orientada al pleno empleo” (art. 40.1 CE), en el caso español; o de intervenir para “dar pleno empleo a los recursos humanos” (art. 334 CP), en el caso colombiano; todo ello, además, en un marco jurídico internacional de obligaciones y garantías alrededor del derecho al trabajo:

a) El trabajo ocupa un lugar privilegiado222 en el ordenamiento constitucional colombiano. Son numerosos y de gran importancia los preceptos que se dedican a crear un marco institucional para entender el trabajo223. Así, desde el artículo 1.º, la Constitución reconoce el trabajo como uno de los pilares en que se funda el Estado, y lo sitúa al mismo nivel que la dignidad humana y la solidaridad. El trabajo se entiende como un requisito para materializar la dignidad humana, y, además, es uno de los factores fundamentales para alcanzar la igualdad en una sociedad con un sistema capitalista224. Por su parte, el artículo 48 establece un amplio y detallado contenido del derecho a la seguridad social225. El artículo 53, que reglamenta el trabajo propiamente dicho, impele al legislador a expedir un estatuto del trabajo que contenga, por lo menos, la regulación de ciertos aspectos226 que limitan considerablemente esa libertad de configuración legislativa. Hasta el momento de escribir estas líneas el estatuto del trabajador no había sido tramitado.

b) La Constitución española, desde el Título Preliminar, reconoce la importancia del trabajo dentro de la organización social. El artículo 7 protege las asociaciones sindicales como una actividad libre. Asimismo, se ocupa del derecho al trabajo en el artículo 35, configurándolo como un deber y un derecho de los españoles. También confía en el poder legislativo para su desarrollo, y le otorga las competencias para regularlo de manera expresa227. Es un derecho que se vincula directamente con el derecho a la igualdad, tal y como refleja el primer inciso en su última parte al prohibir la discriminación por razón de sexo; y recoge asimismo la libertad de escoger profesión u oficio.

c) La regulación internacional del derecho del trabajo confirma y fortalece la protección constitucional del derecho del trabajo. Colombia y España han suscrito diversos tratados en esta materia, cuyo propósito es proteger las relaciones laborales. La Organización Internacional del Trabajo se estableció a partir de la primera posguerra y su creación se concretó en el propio Tratado de Versalles; sin embargo, su actividad e importancia se consolidó con la segunda posguerra, lo cual coincidió, y no fortuitamente, con el desarrollo de los contenidos sociales de los Estados.

La regulación constitucional limita el ejercicio de la autonomía de la voluntad en el marco de la libertad en materia de contratación, al menos desde dos perspectivas: en primer lugar, la libertad, la dignidad humana y los derechos de los trabajadores se erigen como límites a la ley, los contratos y los convenios colectivos. Cualquier pacto que viole dichos límites no se ajusta al ordenamiento jurídico y, en consecuencia, no tiene validez. En segundo lugar, se consagra el principio de realidad sobre las formas, es decir, resulta secundaria la denominación que las partes decidan dar a su relación (así se pretende asegurar la protección a las relaciones laborales).

Resulta claro que las constituciones se ocuparon de manera extensa de muchos aspectos que, directa o indirectamente, determinan las condiciones del derecho al trabajo. La protección en el caso colombiano es de tal envergadura que los derechos sociales de los trabajadores no pueden ser desmejorados bajo los estados de excepción, como lo dispone el artículo 215.

Con todo, la Corte Constitucional de Colombia, a través de su jurisprudencia, ha sido la encargada de proyectar el alcance de las normas constitucionales respecto del derecho al trabajo. Así sucede, por ejemplo, en lo que atañe al salario mínimo vital y la capacidad adquisitiva228, la libertad de negociación, la dignidad humana y la protección a la mujer gestante y en periodo de maternidad229. Es notorio que los principales avances los ha prodigado la jurisprudencia constitucional y no la actividad legislativa. Es más, a través de la actuación de la Corte Constitucional, la protección al trabajo y los derechos que lo rodean, como bien lo señalan Uprimny y García, no solo se han hecho valer ante violaciones directas de la legislación vigente, sino que se ha protegido la libertad sindical y de asociación incluso frente a prácticas que, en estricto sentido, aparecían apegadas a la ley. Así por ejemplo, en el caso de la discriminación hacia los empleados sindicalizados consistente en asignarles menos horas extra para promover su desvinculación del sindicato; la Corte también ha ordenado el reintegro de operarios que habían sido despedidos con todos los requisitos legales cuando el despido solo había recaído sobre los trabajadores sindicalizados. Lo relevante, como bien lo apuntan los autores citados, es que la Corte, para lograr la protección de los derechos en estos casos concretos, ha aplicado los postulados constitucionales y no las leyes laborales230. Esta clase de intervenciones que por su naturaleza limitan la libertad de empresa y que buscan proteger la igualdad, el derecho de asociación y el principio de no discriminación, son proyecciones del Estado social de derecho.

Por otro lado, el derecho del trabajo no es un derecho aislado. Está íntimamente relacionado con el derecho a la seguridad social, con el derecho a la salud e incluso con la educación. Y es evidente que la efectividad de estos derechos conexos depende de la actividad del Estado, del gasto y del presupuesto que se asigne a satisfacerlos. La inclusión de cláusulas de disciplina fiscal como criterio/principio en las constituciones hace que el derecho al trabajo, pero, sobre todo, la calidad y condiciones de su ejercicio se desplacen para dar lugar al nuevo criterio, a la razón económica. Los estándares de cumplimiento y satisfacción del derecho del trabajo y los derechos vinculados al mismo quedan reducidos respecto de la situación anterior a la reforma.

Por otra parte, la protección y mantenimiento del sistema de pensiones es uno de los mejores ejemplos de la necesidad de mantener unas finanzas saludables y fuertes que permitan al Estado cumplir con las obligaciones que tiene. La seguridad social es un derecho que se ve afectado por el criterio de sostenibilidad fiscal o por el principio de estabilidad presupuestaria, por varios frentes. Por un lado, la necesidad de un gasto que procure los derechos de salud, educación, y seguridad social, y, por otro, la necesidad de que ese gasto sea responsable y que permita la satisfacción de las obligaciones a futuro con los pensionados e incluso con los acreedores de la deuda pública. Este equilibrio es uno de los principales argumentos que se esgrimen en defensa de la necesidad de implementar cláusulas de disciplina fiscal.

Para finalizar, otro aspecto relevante, y sobre el cual volveremos más adelante, es que las prestaciones propias del Estado de bienestar suelen estar vinculadas al trabajo. Es decir, para acceder a los servicios públicos que ofrece el Estado de bienestar es necesario, en numerosos escenarios, contar con un contrato de trabajo. El problema es que la flexibilidad (en desmedro de la seguridad o la estabilidad) existente en las relaciones de trabajo hace que los servicios asociados al trabajo no siempre estén disponibles para el ciudadano. Por ejemplo, el servicio de salud en Colombia está directamente vinculado con la contribución que se realiza en el marco de los contratos de trabajo; y en el caso español, la prestación por desempleo exige que haya cierta continuidad para poder acceder a ella, y dado que el mercado de trabajo no ofrece estabilidad de manera generalizada, se presentan exclusiones que significan una ausencia del Estado de bienestar en situaciones en las que sería más necesaria su intervención. Para completar, piénsese en el caso del acceso a la pensión, que requiere cierta cantidad de cotizaciones a las que es difícil llegar si se tiene una vida laboral pero con amplios periodos de intermitencia.

7. CONSTITUCIÓN ECONÓMICA EUROPEA

La Unión Europea ha significado una profunda transformación de la actividad jurídica y económica de los Estados que la conforman. El desarrollo de reglas, procedimientos y políticas cuyo objeto es regular la economía hace necesario identificar las características que delinean el sistema económico de la Unión desde el punto de vista constitucional.

La primera cuestión es tratar de identificar si existe o no una Constitución europea. La duda nace de la inexistencia de un texto formal o de una serie de normas con una jerarquía claramente identificable que permitan establecer que se está en presencia de una Constitución propiamente dicha y no de otro tipo de norma. La inexistencia de una Constitución europea formalmente ­hablando, y la negativa que encontró su aprobación en los ya conocidos referendos de Francia y Holanda, que produjeron la crisis del tratado constitucional, nos devuelve al punto de partida.

Para responder a este interrogante hemos establecido una distinción entre los valores propios del constitucionalismo y la Constitución como instrumento. De lo que se trata es de identificar, en el ordenamiento europeo, las características que pudieran perfilar la existencia de un constitucionalismo y, en última instancia, el perfil de una Constitución europea. Así, el constitucionalismo abrazaría los valores y fines, generalmente no estatales, que subyacen en las bases materiales e institucionales de una Constitución, y que permiten que pueda decirse, por ejemplo, que las constituciones alemana e italiana, aun con sus evidentes diferencias, comparten una misma filosofía constitucional o constitucionalismo de raíz humanista y kantiana, y además sostener que ambos países cuentan con un sistema de democracia representativa231.

Esta reflexión impide negar radicalmente la existencia de un constitucionalismo europeo. Uno de los límites para identificar la Constitución europea puede ser el concepto estrecho de Constitución asociado a un Estado o a una Federación, y que esta concepción clásica impida la identificación de los elementos que integran dicha Constitución –material– (elaborada a partir de los postulados del constitucionalismo). Sin embargo, optar por un concepto amplio de Constitución, en el que quepa cualquier tipo de norma que organice el poder o disponga sobre temas que tradicionalmente han correspondido al ámbito constitucional, desnaturalizaría la idea de Constitución y, sobre todo, inutilizaría el concepto, por lo menos para atender al principio de supremacía en el ámbito nacional.

Abordar el problema de la Constitución europea con los cánones del constitucionalismo nacional, ya sea con los ofrecidos por Kelsen respecto de la jerarquía como criterio guía, o con los postulados de Hart sobre la regla de reconocimiento, impide afirmar la existencia de una Constitución europea, la cual supondría la existencia de unos valores comunes que le den identidad. La función de la Constitución de recoger los valores de una sociedad y la protección de la identidad nacional se ven claramente comprometidas ante el cambio de concepto de Constitución232.

El reconocimiento de un valor normativo a la Constitución europea, equiparable al de las constituciones nacionales, implica una paradoja, ya que la integración de los elementos constitucionales europeos se ha hecho bajo los supuestos y mandatos de la Constitución nacional. Es decir, hay una norma de reconocimiento detrás del ordenamiento europeo, lo cual impide obviar el contenido y la jerarquía de dicha norma.

La noción de constitucionalización europea depende de un concepto relacional de Constitución que se forma en buena medida en el estudio del “objeto” constitucional y de cómo resulta regulado este objeto a través de los instrumentos e instituciones europeos. Esta aproximación multidimensional muestra la presencia de varias constituciones de Europa: una Constitución económica, una Constitución jurídica, una Constitución política, una Constitución de la seguridad y una Constitución social. Pese a que el uso de la noción multidimensional de Constitución puede ser útil para el ámbito nacional, en el caso europeo es absolutamente necesario, ya que el desarrollo de la regulación no se ha producido de forma simultánea ni en un solo momento concreto233. Hay que recordar que el proceso de integración es un proceso de largo recorrido234 y que sus concreciones han sido producto de una evolución constante en el tiempo.

De lo anterior es posible concluir que la construcción de la Constitución europea no pasa solamente por el reconocimiento o aprobación de una norma de mayor jerarquía, o por la existencia de una norma que dé fuerza a todas las subsiguientes, sino que es un proceso diferente con implicaciones sociales, de identidad nacional, incluso sobre la comprensión de la democracia y, en última instancia, de legitimidad del ordenamiento jurídico.

Weiler observa acertadamente que el fundamento de la construcción que se ha venido desarrollando en Europa se relaciona en buena medida con el principio de tolerancia:

Cuando una mayoría exige obediencia de una minoría, que a su vez no se reconoce a sí misma como perteneciente al mismo grupo, es usualmente reconocida como opresión. Esto es más notorio cuando hablamos de la obediencia a la Constitución. Y, sin embargo, en la Comunidad sometemos a los pueblos europeos a una obediencia de una constitución pese a que la política europea está compuesta por pueblos diferentes235.

Y aquí emerge el papel de la tolerancia: “Lo anterior es un ejemplo de destacar de tolerancia (cívica), ya que consiste en aceptar estar vinculado a preceptos (normas) que no son dados por ‘mi pueblo’, sino por una comunidad compuesta de varias comunidades políticas: un pueblo de los otros, si se quiere”236.

La manifestación de esta tolerancia es la que permite identificar la existencia de un ethos constitucional que a su vez sugiere la formación de una Constitución europea, que reconoce a los miembros de la Unión en su identidad, con sus diferencias. En esa medida podría decirse que la Constitución que necesita Europa ya está en marcha. Ese ethos constitucional podría estar formado, siguiendo a Weiler y a Wind, por la integración regional, el sistema de división de poderes, la consideración de los países miembros como “Maestros de los Tratados” (responsables de los Tratados), la integridad de la Unión Europea y el respeto por el Estado de derecho; si bien estos principios varían en su fuente de autoridad, en la fuerza normativa o en la jerarquía, y en las formas de su protección y garantía”237.

En consecuencia, la concepción de la Constitución revolucionaria (francesa o estadounidense) se hace insuficiente para asir el fenómeno que se presenta en la Unión Europea. Para comprender la noción de Constitución europea es indispensable hacer referencia a la idea de constitucionalización, pero desde una perspectiva evolutiva. Entienden algunos autores que la existencia de “high profile constitutional events” como los tratados de Roma y de Maastricht, aunada a la formalización de los actores, como el Parlamento europeo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Banco Central Europeo, la Comisión o el Consejo Europeo, desarrolla un entramado que forma la Constitución europea238. En perspectiva, como observa Tuori, puede descubrirse el rastro de un proceso de constitucionalización multidimensional y multitemporal, donde los periodos de dominio de un “líder, pacificador, conciliador, mediador” concreto son identificables239.

Hablar de la existencia de una Constitución europea en general es difícil, y posiblemente su concepto plantearía más problemas que soluciones. Sin embargo, dada la evolución y los contenidos del entramado del derecho de la Unión es posible hablar, ya no solo con fines didácticos, de la existencia de una Constitución económica europea que da forma a la actividad económica dentro del espacio de la Unión240, que gobierna las condiciones de competencia del mercado y, en consecuencia, restringe el papel del Estado respecto de la protección del mercado y la dirección de la economía. Así pues, luego de sentar las bases para hablar de un proceso de constitucionalización a nivel europeo y de una (sui generis) Constitución europea, podemos seguir descendiendo a fin de determinar la existencia o inexistencia de un cuerpo de reglas económicas en el marco constitucional europeo. En la doctrina existen distintas aproximaciones al estudio de este tema. Así, Menéndez Menéndez241 habla del “derecho constitucional económico de la Unión Europea”, al igual que Baquero Cruz242; y, por otra parte, De Miguel Bárcena243 ha preferido emplear “Gobierno de la economía en la Constitución europea”, mientras que Joerges244, Gordillo y Canedo245, entre otros, se han decantado por “Constitución Económica de la Unión Europea”. Esta última expresión también será la usada en este trabajo.

La Constitución económica europea tiene dos aspectos claramente identificables, según Kaarlo Tuori y Klaus Tuori: a) uno microeconómico, que corresponde a los principios y reglas incorporados con el Tratado de Roma, donde cada Estado se hace responsable de asumir ciertas obligaciones246 para desarrollar la economía de la Unión. Esta Constitución microeconómica se ocupa del comportamiento individual de los actores económicos; y b) una visión macroeconómica, que se desarrolla con el Tratado de Maastricht. La Constitución macroeconómica pone su atención en objetivos, valores (cifras o índices) y políticas económicas agregadas247.

En conexión con lo anterior, puede afirmarse que la Constitución económica europea tiene una naturaleza mixta, en otras palabras, está formada por una diversidad de normas de distintos rangos y niveles (sin que el criterio jerárquico sea decisivo o determinante para identificar el contenido constitucional de las mismas) que dan estructura al funcionamiento del sistema económico248. La naturaleza de la Constitución económica europea se compone no solamente de los tratados249, sino también de disposiciones de derecho derivado250, e incluso se integran en este cuerpo normas de derecho nacional, en el marco de la armonización de los ordenamientos. Y, en última instancia, el cierre del sistema ha correspondido al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Con todo esto, como dice De Miguel Bárcena, “la Constitución económica europea se ha ido perfilando paralelamente al propio concepto de Constitución, como decisión global fundamental, y con ello adquiere la valencia jurídica primaria”; y todo ello sin presentar “problemas de compatibilidad con la Constitución política en la medida en que se ha realizado previamente la armonización vía identificación Estado de derecho-economía de mercado”251.

La Constitución económica europea, o “comunitaria”, en palabras de Ruiz Almendral, plantea una paradoja: sus disposiciones tienen mayor influencia práctica que las de las constituciones económicas nacionales dado su nivel de concreción. Por otra parte, la neutralidad/apertura de la que se parte para valorar las constituciones económicas nacionales es incompatible con la noción de Constitución económica europea, ya que esta sí se decanta por un modelo específico de desarrollo económico252. Es más, puede decirse que la crisis económica y financiera que se vive desde 2008 ha mostrado palpablemente el potencial conflicto de relaciones entre estas dimensiones constitucionales, hasta el punto de que, como sostienen Tuori y Tuori, las reacciones frente a la crisis que han seguido la lógica de la constitucionalización de la economía pueden tener implicaciones que contradicen los valores políticos, sociales y constitucionales básicos, y ponen en peligro la democracia, la transparencia o los derechos sociales253.

El sistema económico de la Unión se basa en tres pilares: a) las cuatro libertades económicas fundamentales: circulación de capitales, de personas, de mercancías y de servicios; b) la defensa de la libre competencia como un elemento nuclear del mercado, y c) la Unión económica y monetaria. Hay que resaltar que la libertad de empresa y la propiedad privada son elementos esenciales del sistema económico europeo; sin embargo, su protección y regulación vienen dadas en las constituciones nacionales, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y en la más reciente Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, siendo el ámbito de protección diferente. En el marco del Convenio y en el ámbito nacional se protege el patrimonio, mientras que en el marco del derecho de la Unión Europea los derechos se “protegen” únicamente en caso de conflictos transfronterizos que afecten al mercado único o a las libertades económicas, es decir que se reconoce como un derecho fundamental en una dimensión funcional del derecho254.

Parece evidente que las regulaciones que adopte la Unión Europea tengan un impacto en el mercado interno de los Estados; a fin de cuentas, la idea es que exista un único mercado europeo. Sin embargo, se presenta un desafío claro que consiste en identificar los efectos que tienen dichas regulaciones sobre el ordenamiento constitucional estatal y, en nuestro estudio, su relación con los postulados propios del Estado social de derecho e, incluso, sobre aspectos propios del pluralismo.

Como ya hemos visto, la Constitución española puede considerarse abierta en materia económica. Así pues, la economía de mercado da un amplio margen para que el legislador intervenga y decida cuánto mercado debe existir y en qué condiciones debe funcionar. De ahí que las disposiciones europeas hayan podido integrarse en el ordenamiento jurídico sin necesidad de reformar la Constitución para lograrlo. Esto significa que la apertura de la Constitución ha servido y ha operado de manera correcta, en el sentido de que los espacios han venido a ser llenados por las disposiciones europeas. El conflicto se presenta cuando los cuerpos legislativos pierden la competencia para reconfigurar, reordenar o ajustar el sistema económico de acuerdo con esa apertura constitucional, es decir, cuando la integración europea reviste a la Constitución estatal de una rigidez que no le es propia.

Ahora bien, la existencia de la cláusula de Estado social de derecho, como principio constitucional, comporta un verdadero desafío a la hora de definir el sistema económico europeo en el ámbito nacional, para decidir cómo interpretar y cómo hacer compatibles los principios que gobiernan el proceso de integración (directrices económicas) y el marco constitucional (de contenido social). Como tuvimos ocasión de ver, la cláusula de Estado social de derecho tiene una proyección clara sobre las políticas y el desarrollo de la economía, en la que la igualdad cobra una relevancia inusitada; la mentada cláusula no solo faculta, sino que impele al Estado a dirigir e intervenir en la economía con el objetivo de lograr que la igualdad sea “real y efectiva”. Es preciso, ahora, comprobar si el modelo propuesto por el marco europeo es compatible o no con el desarrollo y cumplimiento de esta cláusula de carácter finalista.

Es especialmente interesante la aparente separación que se ha producido entre los cauces del mercado (único vs. interior) y los derechos sociales. Aparente porque no existen realmente dos espacios diferenciados para el ejercicio de las libertades económicas y los derechos sociales, de donde se desprende la necesidad de que sean compatibles las regulaciones que buscan proteger ambas esferas. Sin embargo, como bien anotan Tuori y Tuori, el mercado lleva más espacio ganado. Y ello se demuestra si analizamos la situación de las libertades económicas como fundamento del proceso de integración europeo. En concreto, profundizaremos en la protección de la competencia, ligada al modelo ordoliberal, y, por último, mostraremos el mercado único como espacio de realización de las libertades económicas y de los derechos sociales.

Las cuatro libertades, dada su naturaleza, funcionan como orientadoras y límites de la actividad legislativa, es decir, como derecho objetivo; y, correlativamente, se enmarcan como derechos subjetivos dentro de la Unión. De ahí su exigibilidad ante los tribunales.

El contenido de las cuatro libertades y su ámbito de aplicación han sido definidos de manera amplia por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El criterio determinante para identificar los contornos de su ejercicio ha sido el intercambio comercial, dejando claro que no puede haber barreras (ni legislativas, ni administrativas) que obstaculicen ningún tipo de intercambio255.

Desde un punto de vista sustantivo, las libertades no incorporan nuevos contenidos concretos a los legisladores nacionales, sino que pretenden garantizar el principio de no discriminación dentro del mercado, es decir, se trata de dispensar el mismo trato que a los nacionales; es más, el propio artículo 345 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (en adelante, TFUE) sostiene que “los Tratados no prejuzgan en modo alguno el régimen de propiedad de los Estados Miembros”, confirmando que el propósito es la implementación del principio256.

Las libertades económicas provocan la reconfiguración de los mercados nacionales para posibilitar y crear efectivamente el mercado único europeo, de tal manera que las normas nacionales que interfieran con el ejercicio de las libertades deben ser modificadas o eliminadas. En este sentido, las libertades se erigen como criterios que orientan la actividad legislativa. Menéndez Menéndez señala que la construcción de la Unión Europea no ha sido producto de la desregulación de los aspectos que atañen al mercado, sino producto de la decisión política de los Estados que la conforman; en ese sentido, más que una desregulación o eliminación de barreras al ejercicio de las libertades, ha operado una reescritura o reconfiguración del marco para el ejercicio de tales libertades257. Y una de las manifestaciones de esta reescritura es el paso de la “armonización legislativa” al “mutuo reconocimiento” respecto de los agentes del mercado y las normas que los afectan (calidad de los productos, p. ej.). Con la armonización era clara la necesidad de cambiar las normas y de formar un marco europeo de referencia; sin embargo, con el paso al mutuo reconocimiento, ese marco europeo ya no se hace necesario, y corresponde a cada Estado crear los estándares de los productos que entrarían al mercado único. Lo anterior no ha estado libre de conflictos, ya que los estándares se pueden convertir en verdaderas barreras al comercio, al tiempo que se crea presión para que las empresas se ubiquen en los países con reglas más flexibles; todo ello, incluso, podría devenir en una captura del regulador por parte de las empresas, provocando que los Estados disminuyan los estándares para aumentar su competitividad. En consecuencia, los mandatos del Estado social de derecho se ven claramente afectados en su fuerza ante el poder económico privado: el hecho de que las empresas puedan escoger el lugar de establecimiento implica un cambio en el lugar de tributación, así como la pérdida de puestos de trabajo, lo cual incentiva a los Estados a no intervenir regulando para satisfacer los postulados del Estado social, sino, más bien, a actuar para conservar y mantener a salvo los intereses privados de las empresas. En la terminología de Heller este fenómeno se corresponde con un aumento de la razón económica en desmedro de la razón política propia del Estado social.

Además de lo anterior, el efecto directo de los tratados conlleva que las libertades se hayan erigido como verdaderos derechos subjetivos de los actores del mercado. Sin embargo, el ejercicio y la eficacia de las libertades no se realizan mediante la desregulación, sino a través de un nuevo marco que les da forma. Así, la libertad de circulación de mercancías no consiste solamente en la eliminación de aranceles y aduanas, sino que también requiere el establecimiento de un arancel común y un marco que garantice los estándares mínimos de calidad e incluso de información al consumidor. Del mismo modo, la libre circulación de trabajadores hace necesarias la coordinación de las agencias de seguridad social de todos los países y una regulación sobre derechos de los trabajadores y el establecimiento de sus familias. Respecto de la libertad de prestación de servicios, es indispensable el reconocimiento de los títulos (diplomas y certificados). Y, finalmente, la circulación de capitales, aunque se define de manera negativa, requiere que la actividad financiera tenga unas reglas comunes para su funcionamiento258.

Ahora bien, las citadas cuatro libertades son las que permiten la construcción de un mercado europeo, ya que son barreras para el poder público de los Estados, dejando que, de manera negativa en buena medida, el mercado ocupe los espacios que se abren ante el establecimiento de dichas libertades. La libertad de empresa propiamente dicha entra a formar parte del elenco de derechos fundamentales de la Unión Europea de manera tardía en el artículo 16 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, con una clara remisión al derecho de la Unión como marco de referencia para dotar de contenido a ese derecho de libertad259. Esta remisión deja claro que el contenido del derecho está supeditado a las condiciones del mercado interior de los tratados y a las consideraciones que el Tribunal Europeo ha realizado para determinar su contenido; y también reconoce el ámbito estatal como límite al alcance de dicho reconocimiento. En otras palabras, la libertad de empresa tiene una regulación multidimensional, y su ejercicio y definición dependen de la lógica del mercado interior europeo y del marco legal nacional y convencional: en el ámbito nacional y convencional, con el propósito de proteger los derechos de manera subjetiva, pero en el ámbito de la Unión Europea, con el fin de mantener las condiciones para el funcionamiento del mercado, es decir, con una pretensión funcional260.

La competencia ocupa un lugar preponderante en la Constitución económica europea para el funcionamiento del mercado.

La Escuela de Friburgo desarrolló un modelo que pretende conseguir un espacio donde el individuo pueda lograr el ejercicio de la libertad de la manera más amplia posible, protegiéndolo incluso del poder económico privado. De tal manera que ni la economía planificada (que en última instancia puede comprometer la libertad), ni la desregulación total del mercado (que desprotege al ciudadano frente a la dominación económica que puede producir el sistema capitalista en forma, por ejemplo, de oligopolios o monopolios), satisfacen la realización del modelo más humano que se pretendió formular. Así pues, es indispensable que los poderes públicos garanticen las condiciones de libre competencia en el mercado y que su intervención sea limitada261.

Con todo, para esta escuela, el punto de discusión no se centraba en cuánto Estado debería o no haber, sino en la necesidad de que el Estado interviniera en la medida necesaria para que el mercado funcionara en condiciones de competencia, es decir que la intervención debía realizarse en el sentido correcto. Esta escuela abogaba por “ordenar” el liberalismo clásico definido bajo los principios de laissez faire, de ahí que se agregara la partícula latina “ordo” al nuevo modelo, designado entonces como ordoliberal. Por todo lo anterior, se reconoce la necesidad de que el Estado intervenga para lograr el buen funcionamiento del mercado; es más, se entiende que el Estado debe ser el creador del mercado y el garante de las condiciones de funcionamiento262.

El ordoliberalismo sitúa a la libre competencia como un elemento nuclear del desarrollo de la actividad económica, y en ese sentido endereza sus esfuerzos hacia la disciplina de la competencia y aboga por que las intervenciones del Estado sean contundentes en los casos en los que el poder económico se esté concentrando263. No se plantea que el Estado sea pequeño o minimalista, sino que las facultades que ejerza estén encaminadas y limitadas a lograr el objetivo de un modelo económico más humano264.

Dado el reconocimiento de la tarea que al Estado le corresponde en esta materia, el modelo ordoliberal requiere no solo de un modelo teórico de tipo económico, agregándosele a este modelo contenidos de carácter normativo, que formulen y establezcan las competencias del Estado para crear, intervenir, regular el mercado y, dado el caso, restaurar la libre competencia cuando esta sea transgredida. Esto es, una Constitución económica normativa, que, como ya se ha estudiado, se contrapondría a la Constitución política, y en esa medida resulta incompatible con la supremacía de la Constitución nacional.

Para conseguir que el mercado funcionara de acuerdo con el modelo planteado, la Escuela de Friburgo propuso una serie de principios que fueron clasificados por Bilger en dos tipos: por un lado, los principios ordenadores o constitutivos, que crearían la estructura de la libre competencia; y, por otro, unos principios reguladores, que garantizarían el funcionamiento del sistema. Los principios reguladores deberían intervenir directamente sobre los mecanismos del mercado y limitarse a lograr la estabilidad de precios; mientras que los ordenadores o constitutivos serían los necesarios para crear las condiciones de competencia y de funcionamiento del mercado265:

a) Los principios ordenadores o constitutivos serían (a) “la existencia de un efectivo sistema de precios en un contexto de perfecta competición”; (b) “la primacía del sistema monetario”; (c) la “apertura del mercado (inexistencia de aranceles prohibitivos u otras restricciones al libre comercio”; finalmente, (d) “la garantía de la propiedad privada, la libertad contractual, la responsabilidad de los actores económicos y la continuidad de la política económica completarían la tabla de sus siete principios constitutivos”266.

b) Los principios reguladores son la defensa de la competencia (como una política estructural del Estado), la política fiscal con impuesto sobre la renta progresivo, la corrección de factores externos (internalización de externalidades negativas) y la corrección de anomalías en el mercado (como el establecimiento de un salario mínimo).

La disciplina de la competencia tiene como propósito garantizar el ejercicio de las libertades ya no solo frente al Estado, sino también frente a los particulares, erigiendo una estructura que contenga la acumulación de poder económico empresarial y que pueda proteger a los nuevos actores del mercado frente a las barreras del comercio que pueden encontrar por parte de otros actores económicos. Es decir, las libertades garantizan el trato igualitario por parte de los Estados, mientras las reglas de competencia se dirigen a los otros actores económicos y garantizan la apertura del mercado a los nuevos competidores que quieran ingresar267.

La regulación de la competencia en el espacio europeo ha sido fruto de un largo recorrido histórico. La Unión Europea, desde sus primeros pasos en 1957, recogió la competencia como uno de los pilares del mercado interior268. En ese momento hubo activismo por parte de los órganos comunitarios con el propósito de imponer la lógica del mercado; esto implicó que se sustituyera el principio de “armonización legislativa” por el de “mutuo reconocimiento”269. Con el Tratado de Maastricht se acentúan aún más los cambios, ya que se deja de lado el poder de intervención únicamente sobre el mercado (línea ordoliberal)270 y se pasa a un crecimiento de las competencias de la Unión. De Miguel Bárcena expresa con claridad la evolución experimentada en el espacio europeo entre 1986 y 1992, desde el Acta Única Europea (en adelante, AUE) hasta el Tratado de Maastricht: “El AUE proporcionó la base legal para el intervencionismo y la dirección política de los sistemas económicos nacionales desde la instancia comunitaria”. Y continúa: “Maastricht supuso un auténtico cambio constitucional: interiorizó los principios contradictorios de la economía de mercado y la actuación europea en un doble sentido, la derivada de los objetivos sociales (Protocolo Social anexo al Tratado) y la de la apertura del espacio de la política económica a las instituciones supranacionales”271.

El Tratado de Maastricht establece una serie de fines y objetivos de carácter social. Sin embargo, estos objetivos quedan supeditados a los medios, que son el mercado común y la Unión económica y monetaria. Es decir, no se puede interpretar como una ruptura de los principios ordoliberales en la Constitución económica europea, sino como una variación de esos principios, de tal manera que los objetivos sociales, en última instancia, no crean conflictos internos importantes dentro del sistema, dada su posición subordinada respecto del mercado272.

Actualmente, en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, el artículo 3.1.b) dispone que el establecimiento de normas sobre la competencia es de conocimiento (facultad) exclusivo de la Unión273. Al mismo tiempo, el Tratado de la Unión Europea, en su artículo 3.3[274], recoge los principios ordoliberales de los que hablábamos antes para gobernar la economía, ya que integra los elementos y principios propuestos por el modelo: mercado común, estabilidad de precios, economía competitiva y moneda única. Si bien puede parecer que existe un cambio respecto de la fuerza con la que aparece la competencia, ya que desaparece de la definición del artículo 3.3 en términos de “mercado único en que la competencia sea libre y no esté falseada”275, hay que destacar que la competencia vuelve a ser recogida en el Protocolo 27 del Tratado de Lisboa con la misma fórmula276. Con todo, el Tratado de Lisboa parece haber cambiado las prioridades de la Unión. Así, el artículo 2[277] incorpora un reconocimiento explícito de los valores en los que se fundamenta la Unión, por lo que se trasciende de los fines meramente económicos para iniciar, al menos aparentemente, una convergencia en materia política y social.

Con el marco jurídico expuesto de la Constitución económica europea y las interrelaciones entre elementos nacionales y supranacionales podemos concluir que la principal paradoja radica en que la Constitución económica nacional sí que tiene/tenía una serie de medidas de contenido social, creando herramientas que permiten a los Estados que conforman la Unión intervenir en la economía, mientras que la Constitución económica europea, partiendo de la existencia de las normas básicas nacionales, entra a regular aspectos económicos que desnaturalizan y vacían de contenido social las constituciones nacionales, si bien no materialmente, sí, al menos, formalmente. El modelo de Constitución económica europea es incompatible con el espíritu del Estado social, ya que limita las herramientas que los Estados tienen para intervenir en la economía en aras de lograr los fines sociales; es más, crea incentivos para que el Estado se retire ante el poder económico, fortaleciendo la lógica del mercado en el ámbito europeo.

En consecuencia, la Constitución económica europea, por medio de la gobernanza económica europea, se desentiende de los postulados del Estado social de derecho y los transforma en indicaciones semánticas o retóricas, ya que la supervisión y el control sobre el presupuesto y el gasto, que vienen cubiertos bajo el manto de reformas estructurales, derivan en un control férreo de la política social de cada uno de los Estados miembros de la Unión Europea. Es más, y como adelanto a lo que se estudiará en el apartado dedicado a la gobernanza económica europea, la “directriz” de incluir cláusulas de disciplina fiscal en las constituciones nacionales demuestra la pretensión de legitimar el control de la Unión Europea respecto de los mecanismos internos para realizar el Estado social de derecho278.

En todo caso, la incorporación de los contenidos sociales al ámbito europeo implica una nueva interpretación, una modulación del contenido y de la proyección del principio constitucional de Estado social más que una contradicción propiamente dicha279. En consecuencia, el principio de Estado social va perdiendo contenido y fuerza normativa con la entrada de los nuevos elementos, pero sin llegar a negarlos. Y si, como habíamos dicho antes, la cláusula de Estado social tenía una textura ligera, bajo el régimen europeo se torna etérea.

8. LA INTERVENCIÓN DEL ESTADO EN LA ECONOMÍA EN EL MARCO DE UNA CONSTITUCIÓN ECONÓMICA Y EL CUMPLIMIENTO DE LOS CONTENIDOS SOCIALES

El modelo económico establecido por las constituciones española y colombiana es mixto, es decir, hay actividades que son desarrolladas por el sector público y otras por el sector privado. Ahora bien, cuando se hace referencia al sector privado no se debe perder de vista que todas esas actividades se desarrollan en el marco del Estado social de derecho, lo cual tiene como consecuencia intrínseca la competencia de los Estados para dirigir la economía y decidir el tamaño de los mercados, e incluso la facultad de regular las condiciones de la prestación de servicios.

La Constitución económica de una economía mixta, en el marco de un Estado social de derecho, exige que el Estado garantice la iniciativa privada, proteja la propiedad privada y asegure condiciones de seguridad jurídica para el desarrollo de las empresas y sus actividades. También le corresponde la responsabilidad de vigilar, regular y controlar con mayor o menor intensidad, según la actividad, el ejercicio de todas estas libertades.

La presencia de la cláusula de Estado social de derecho en las constituciones tiene profundas consecuencias en las dimensiones política y jurídica del Estado. Es una realidad que los constituyentes se decantaron por un modelo de Estado con unas características dúctiles. En efecto, el alcance concreto o la definición de los contenidos de lo que significa el Estado social de derecho tiene una naturaleza flexible, característica que, lejos de ser una falencia, es una cualidad que permite la adecuación de los contenidos al ejercicio de la democracia y, por lo tanto, un fortalecimiento de la importancia de la política para adaptar dichos contenidos a los tiempos y necesidades de cada generación. Pero, pese a esta flexibilidad, hay una auténtica decisión política que no puede ser desconocida por el legislador, y en consecuencia la cláusula de Estado social de derecho es un marco político que encuadra el desarrollo de la actividad democrática, pero también es un verdadero límite, en el sentido jurídico, al ejercicio de la política y del poder.

No sobra advertir que el proceso de globalización ha supuesto un desafío mayúsculo para el Estado social de derecho, desde su propia definición y hasta el alcance de las prestaciones sociales que permiten su verdadero funcionamiento. La globalización ha transformado la organización social, empezando por aspectos como la soberanía del Estado nación, y de manera menos evidente se han implantado nuevos principios que son propios del mercado y que no necesariamente tienen el Estado social de derecho como basa. Se hace referencia, en concreto, a la férrea defensa de la competencia que ha impactado la provisión de bienes y servicios, donde incluso los servicios prestados por el Estado entran a formar parte del sector económico y, en consecuencia, sus resultados se miden de acuerdo con criterios de coste-beneficio y no de bienestar social280. Es más, se ha promovido una justificación moral para la retirada del sector público a favor de la privatización, bajo la idea de que el Estado de bienestar es un lujo que los países no se pueden permitir, no solo porque retira recursos del mercado que podrían ser más útiles, beneficiosos o rentables con otra destinación, sino porque incentiva o promueve que los beneficiarios de las prestaciones sociales se vuelvan perezosos, irresponsables y dependientes del Estado y, en esa medida, dejen de contribuir a la sociedad como “los buenos ciudadanos que están obligados a ser”281.

La materialización de la política de un Estado se refleja en su presupuesto. Las decisiones respecto de cuánto y, sobre todo, en qué se va a gastar constituyen claramente los lineamientos ideológicos subyacentes en la ley de presupuestos. A su vez, la otra cara de la moneda la constituye el ingreso, es decir, cómo se va a recaudar y a quién se le va a exigir ese esfuerzo, eso sí, sin perder de vista que la vertiente del ingreso es menos discrecional para los gobiernos que la del gasto.

Al respecto es importante recordar el principio de representación en la aprobación de las cargas tributarias por parte del Parlamento, que desde las revoluciones liberales ha estado presente con la máxima “no tax without representation”. Por lo tanto, la institución del presupuesto obliga a que el juego democrático cobre especial importancia en su planeación, aprobación y ejecución. En él participan los intereses económicos, los intereses sociales, es decir, el programa político. Pese a la importancia que tiene, el modelo constitucional se ha decantado por dar preponderancia a las decisiones que tome el ejecutivo en esta materia; toda la planeación está encabezada por este, mientras que la aprobación le corresponde al poder legislativo. Sin embargo, las posibilidades de control por parte del poder legislativo son limitadas, y una vez el Gobierno ha presentado su plan, las modificaciones que se permiten son más bien escasas.

Con todo, la ley de presupuestos no se puede entender con arreglo a la idea de que es una mera formalidad y que su paso por el poder legislativo tiene por objeto darle un mero vapor democrático. La institución del presupuesto no está regulada solamente en la parte orgánica de la Constitución (arts. 134 CE y 345 a 355 CP), sino que a dicha institución se le aplican cabalmente los artículos correspondientes a los principios y valores del Estado social y, también, la carta de derechos que cada Constitución establece. El presupuesto, desde una perspectiva política, no puede entenderse como una herramienta independiente de los fines y valores constitucionales del Estado; es, más bien, todo lo contrario: el presupuesto es una herramienta que tiene por objeto permitir realizar todos esos postulados constitucionales a través de las políticas que el Gobierno proponga con la respectiva aprobación del Parlamento.

Mucho se ha debatido sobre la naturaleza de la ley de presupuestos: si es una ley en sentido material o solo una ley en sentido formal. Este no es el lugar para revisar esta discusión, pero para el desarrollo de la transformación que ha sufrido el constitucionalismo es indispensable entender el presupuesto como instrumento jurídico y comprender cómo se elabora y los controles que el sistema democrático ha previsto para su aprobación y ejecución.

La restricción presupuestaria mediante el principio de estabilidad presupuestaria o criterio de sostenibilidad fiscal implica una disminución de las facultades y competencias del poder legislativo sobre la construcción y discusión del presupuesto. Esto obedece a que el criterio de priorización está encabezado por el poder ejecutivo, lo cual no es una novedad; sin embargo, el hecho de que sea posible esgrimir el criterio de la sostenibilidad fiscal o estabilidad presupuestaria amplía considerablemente el control del presupuesto por parte del Gobierno.

Dejando de lado la consideración respecto de la expedición del presupuesto, y pasando a estudiar otros tipos de normas, resulta que las facultades del poder legislativo quedan materialmente supeditadas al juicio del ejecutivo, el cual, basándose en el criterio económico, puede rechazar tales normas (objeción presidencial en el caso de Colombia, o veto presupuestario en España, o simplemente la falta de reglamentación); este rechazo se vería amparado por la Constitución.

Otro aspecto es que el propio legislativo se ve constreñido a unos márgenes establecidos por la Unión Europea, dejando de lado parte del margen de decisión que la Constitución de 1978 establecía en cabeza del poder legislativo.

Una de las características definitorias de la Constitución económica del Estado social de derecho es la apertura de sus cláusulas, en el sentido de que son flexibles, ya que cuentan con una amplia gama de normas de naturaleza principial, lo que permite cierto margen para realizar política. Esta es la verdadera garantía del pluralismo político. El ordenamiento jurídico, bajo esta óptica, garantiza la posibilidad de realizar múltiples programas políticos siempre y cuando respeten la Constitución (en un sentido normativo).

Partimos del supuesto de que la Constitución del Estado social de derecho es de naturaleza abierta, pensada para que una diversidad de soluciones políticas puedan ser adoptadas y normadas de acuerdo con las preferencias del sistema político (en este caso diríamos por parte del Congreso de los Diputados y del Senado, en el marco de un sistema parlamentario).

Sin embargo, la naturaleza de las normas constitucionales es especial. La Constitución no tiene solo una proyección normativa, sino también una dimensión política. “La constitución, por el contrario, no es norma de nada, no expresa regularidad alguna de comportamientos individuales. La constitución no es nada más que un cauce para que la sociedad se autodirija políticamente con un mínimo de seguridad. Se trata de una norma que canaliza el enfrentamiento político en la sociedad, estableciendo unos límites al mismo”282.

Las cláusulas de disciplina fiscal en las constituciones del Estado social de derecho

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