Читать книгу El fruto prohibido - James Hadley Chase - Страница 4
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Era una calurosa tarde de julio y yo dormitaba en mi despacho, sin molestar a nadie y sin nada importante que hacer, cuando el timbre del teléfono me despertó de manera brusca.
Descolgué el auricular:
—¿Sí, Gina?
—Te llama el señor Sherwin Chalmers —dijo Gina, sin aliento.
Yo también me quedé sin aliento.
—¿Chalmers? ¡Por el amor de Dios! No estará en Roma, ¿verdad?
—Llama desde Nueva York.
Recuperé parte del resuello, pero no todo.
—Vale, pásamelo —dije, y me incliné hacia delante, inquieto cual solterona que acaba de descubrir a un hombre debajo de la cama.
Yo llevaba cuatro años al frente de la delegación en Roma del New York Western Telegram, y este era mi primer contacto con el dueño del diario, el tal Chalmers.
Chalmers era un multimillonario, un dictador en todo lo suyo y un brillante hombre de prensa. Que te llamara por teléfono Sherwin Chalmers era como si el presidente de los Estados Unidos te invitase a tomar el té en la Casa Blanca.
Me llevé el auricular a la oreja y me quedé a la espera. Tras los habituales ruidillos y chirridos, oí una fría voz femenina:
—¿Es usted el señor Dawson?
Le dije que sí.
—No se retire, por favor, que le paso al señor Chalmers.
Le aseguré que no me retiraría, mientras me preguntaba cómo habría reaccionado si llego a decirle lo contrario.
Más ruidillos y más chirridos; y a continuación, una voz que sonaba como un martillo golpeando un yunque ladró:
—¿Dawson?
—Sí, señor Chalmers.
Hubo una pausa y me pregunté dónde iba a caerme la bofetada. No podía tratarse de otra cosa. Estaba convencido de que el gran hombre solo me llamaría si algo le había desagradado en gran medida.
Lo que vino a continuación me sorprendió:
—Mira, Dawson —me dijo—, mi hija llegará mañana a Roma en el vuelo de las once cincuenta. Quiero que la recojas y la traslades al hotel Excelsior. Mi secretaria ya se ha encargado de la reserva. ¿Te ves capaz de hacerlo?
Primera noticia de que tuviese una hija. Sabía que se había casado cuatro veces, pero lo de la hija era toda una novedad para mí.
—Va a estudiar en la universidad —continuó el jefe, escupiendo las palabras como si el tema lo aburriese y quisiera dejarlo zanjado lo antes posible—. Si necesita cualquier cosa, le he dicho que recurra a ti. Pero no quiero que le des ni un céntimo. Eso es fundamental. Ya le paso sesenta dólares a la semana, una suma más que suficiente para cualquier muchacha. Tiene un trabajo que hacer, y, si lo hace como yo quiero que lo haga, no va a necesitar mucho dinero. Pero me gustaría saber que hay alguien a mano por si necesita algo, se pone enferma o cualquier otra cosa.
—O sea, que aquí no tiene a nadie, ¿no? —pregunté, aunque no me gustaba mucho la perspectiva: lo de hacer de chacha y enfermera no es algo que se me dé muy bien.
—Ya le he dado algunas cartas de presentación, y va a ir a la universidad, así que ya conocerá a gente —dijo Chalmers, cuya impaciencia se le notaba en la voz.
—Muy bien, señor Chalmers. La recogeré, y si necesita algo, yo me encargo.
—Eso es lo que quiero. —Hubo una pausa, y luego añadió—: ¿Todo bien por ahí? —No le puso mucho interés a la pregunta.
Le dije que todo iba un poco lento.
Se produjo otra larga pausa, y pude oírle respirar hondo. Tuve una visión de un gordo bajito con mentón a lo Mussolini, ojos como puntas de picahielos y boca cual trampa para osos.
—Hammerstock me habló de ti la semana pasada —me soltó a bocajarro—. Cree que deberías volverte para aquí.
Exhalé un largo suspiro. Llevaba diez meses deseando oír esas palabras.
—Hombre, si es posible, la verdad es que me gustaría.
—Me lo pensaré.
El clic en la oreja me indicó que había colgado. Dejé el auricular en la horquilla, eché la silla atrás para darme un respiro y un poco más de espacio, y me quedé mirando la pared de delante mientras pensaba en lo bonito que sería volver a casa tras cuatro años en Italia. No es que Roma me desagradara, pero sabía que, mientras me mantuviera en ese puesto de trabajo, ni me subirían el sueldo ni me ascenderían. Si quería llegar a alguna parte, solo lo conseguiría en Nueva York.
Al cabo de unos minutos de profundas cavilaciones que no me llevaron a ningún sitio, me trasladé al despacho de Gina.
Gina Valetti, morena, bonita, alegre y de veintitrés años, era mi secretaria y chica para todo desde que me hice cargo de la delegación romana. Siempre me había sorprendido que una muchacha tan guapa y con tan buen cuerpo pudiese ser tan lista.
Dejó de escribir a máquina y me observó con curiosidad.
Le conté lo de la hija de Chalmers.
—Suena estupendo, ¿verdad? —le dije mientras me sentaba en un extremo de su escritorio—. Parece que una estudiante gorda y absurda necesita mi atención y mis consejos. ¡Lo que hay que hacer por el Western Telegram!
—Igual es guapa —dijo Gina en un tono frío—. Hay muchas chicas americanas guapas y atractivas. Igual te enamoras de ella. Y si te casas con ella, ascenderías a una posición inmejorable.
—Estás obsesionada con el matrimonio —le dije—. Todas las italianas sois iguales. Pero tú no has visto a Chalmers, yo sí. De ese establo no puede salir nada hermoso. Y además, nunca me querría de yerno. Seguro que ha pensado en tíos más convenientes.
Gina me dedicó una larga mirada desde debajo de sus negras y rizadas pestañas, y luego levantó sus bonitos hombros.
—Tú espera a verla —sentenció.
Por una vez, Gina se equivocó, pero yo también. Helen Chalmers no era precisamente hermosa, pero tampoco era gorda ni absurda. Me pareció una persona totalmente negativa, eso sí. Era rubia y llevaba gafas de pasta, ropa sin gracia alguna y zapatos planos. Lucía el cabello, muy tirante, recogido en un moño. Parecía tan aburrida como solo una universitaria muy seria puede serlo.
La recogí en el aeropuerto y la llevé al hotel Excelsior. Le hice los habituales comentarios educados que se le dedican a cualquier desconocido, y ella me respondió con idéntica cortesía. Para cuando llegamos al hotel, yo ya estaba tan aburrido de su compañía que no veía la hora de librarme de ella. Le dije que me llamara a la oficina si necesitaba cualquier cosa, le di mi número de teléfono y me las piré. Estaba bastante convencido de que no me llamaría. Había en ella un toque de eficiencia que me decía que era capaz de hacer frente a cualquier situación sin recurrir a mi ayuda o a mis consejos.
Gina envió flores al hotel en mi nombre. También le mandó un telegrama a Chalmers para decirle que la chica había llegado sana y salva. Tuve la impresión de que ya no me quedaba gran cosa que hacer al respecto y, como saltaron de repente un par de buenas historias, me quité de la cabeza a la señorita Chalmers y acabé olvidándome por entero de ella.
Al cabo de unos diez días, Gina me sugirió que la llamara para ver cómo estaba, qué tal se aclimataba. Y así lo hice, pero en el hotel me dijeron que se había ido hacía seis días sin dejar ninguna dirección.
Gina me dijo que más me valía saber dónde estaba, por si Chalmers preguntaba.
—Averígualo tú —le dije—, que estoy muy ocupado.
Gina sacó la información de la prefectura de la policía. Parecía que la señorita Chalmers había alquilado un apartamento amueblado de tres habitaciones cerca de la via Cavour. Gina obtuvo el número de teléfono y yo la llamé.
Pareció sorprendida cuando se puso al teléfono, y tuve que repetir mi nombre dos veces antes de que le sonara de algo. Por lo visto se había olvidado de mí tanto como yo de ella, cosa que, curiosamente, me irritó. Dijo que todo iba bien y que no le pasaba nada, que muchas gracias. Cierta impaciencia en su voz sugería que le molestaba mi interés; y, además, utilizaba ese educado tono de voz que las hijas de los ricachones suelen dedicar a los empleados de papá y que a mí me saca de quicio.
Abrevié todo lo posible la conversación, le recordé una vez más que podía contar conmigo para lo que quisiera y colgué.
Gina, que se había hecho cargo de la situación con solo mirarme, dijo con mucho tacto:
—A fin de cuentas, es la hija de un millonario.
—Sí, ya lo sé —dije—. A partir de ahora, que se apañe por su cuenta. Prácticamente, se ha deshecho de mí.
Y así quedó la cosa.
No supe nada de ella durante las siguientes cuatro semanas. Yo andaba muy atareado por entonces en la oficina porque me iba de vacaciones en un par de meses y quería dejárselo todo en perfecto estado de revista a Jack Maxwell, que venía desde Nueva York para sustituirme.
Había planeado pasar una semana en Venecia y luego irme tres semanas al sur, a Ischia. Eran mis primeras vacaciones largas en cuatro años y me moría de ganas de disfrutarlas. Pensaba viajar solo. Nunca le he hecho ascos a un poco de soledad, y también me gusta poder cambiar de idea sobre la marcha acerca de dónde quedarme y por cuánto tiempo. Si viajas acompañado, no dispones de esa libertad de movimientos.
Cuatro semanas y dos días después de hablar por teléfono con Helen Chalmers, me llamó Giuseppe Frenzi, un viejo amigo que trabajaba en L’Italia del Popolo. Me invitó a ir con él a una fiesta que el productor cinematográfico Guido Luccino celebraba en honor de alguna estrella que había triunfado a lo grande en el festival de Venecia.
Me gustan las fiestas italianas. Son divertidas y amenas, y la comida siempre es estupenda. Le dije a mi amigo que lo recogería a eso de las ocho.
Luccino tenía un enorme apartamento cerca de la Porta Pinciana. Cuando llegamos, la calle estaba repleta de Cadillacs, RollsRoyces y Bugattis que dejaban en ridículo mi Buick del 54 mientras el pobre se deslizaba en la última plaza de aparcamiento disponible.
Era una fiesta de las buenas. Yo conocía a casi todos los presentes. El cincuenta por ciento de los invitados eran americanos. Luccino, que se trataba mucho con ellos, había puesto en circulación mucho alcohol de alta graduación. A eso de las diez, tras beberme un montón de whiskis a palo seco, salí a la terraza para admirar la luna y despejarme un poco.
En la terraza, a solas, había una chica con un vestido de noche blanco. A la luz de la luna, su espalda y sus hombros desnudos parecían de porcelana. Apoyaba las manos en la balaustrada y tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás para observar mejor la luna. La luz nocturna hacía que su cabello rubio pareciese hecho de lana de vidrio. Me acerqué a ella y me quedé a su lado, dedicándome también a contemplar la luna.
—No está mal después de la jungla de ahí dentro —dije.
—Sí.
No se volvió para mirarme. Yo la atisbé por el rabillo del ojo.
Era preciosa. De facciones pequeñas, llevaba los labios pintados de un rojo brillante. En sus ojos chispeaba la luz de la luna.
—Creí que conocía a todo el mundo en Roma —dije—. ¿Cómo es que no la conozco a usted?
Volvió la cabeza y me miró. Luego sonrió.
—Pues debería conocerme, señor Dawson —me dijo—. ¿Tanto he cambiado que ya no me reconoce?
La miré fijamente y sentí una repentina aceleración del pulso y cierta opresión en el pecho.
—De verdad que no la reconozco —le dije, consciente de que se trataba de la mujer más adorable que había visto en Roma, así como de lo joven y deseable que era.
Se echó a reír.
—¿Está seguro? Soy Helen Chalmers.
2
Mi primera reacción al oír quién era fue decirle lo mucho que había cambiado, lo sorprendido que estaba yo de verla tan guapa y cosas por el estilo, pero, tras observar sus ojos iluminados por la luna, cambié de idea: sabía que sería un error resaltar lo evidente.
Pasé media hora con ella en la terraza. Ese encuentro tan inesperado me desconcertó. Era muy consciente de que se trataba de la hija del jefe. Y se mostraba reservada, aunque no aburrida. Mantuvimos la conversación en un tono impersonal. Hablamos de la fiesta, de quién era quién, de lo bien que sonaba la banda y de la noche tan bonita que hacía.
Me sentía atraído hacia ella como una aguja a un imán. No podía quitarle los ojos de encima. Y no podía creer que esa criatura adorable fuese la misma chica que había ido a recoger al aeropuerto: parecía imposible, la verdad.
De repente, saliéndose de la envarada conversación que estábamos manteniendo, me preguntó:
—¿Has venido en coche?
—Eh... Sí, está en la entrada.
—¿Me llevas a casa?
—Eh... ¿Ahora? —Me sentía decepcionado—. Pero si la fiesta se animará en cualquier momento. ¿No te gustaría bailar?
Se quedó mirándome. Sus ojos azules me escrutaban de manera desconcertante.
—Lo siento. No pretendía arrastrarte. Tranquilo, ya tomaré un taxi.
—¿Cómo vas a arrastrarme? Si de verdad quieres irte, te llevaré a casa encantado. Es que pensé que estabas pasándotelo bien.
Ella levantó los hombros y sonrió.
—¿Dónde tienes el coche?
—Al final de todo... Es un Buick negro.
—Pues te espero allí.
Echó a andar y, mientras yo hacía ademán de acompañarla, levantó la mano en un gesto inconfundible: estaba diciéndome que no deberían vernos juntos.
La dejé adelantarse mientras me encendía un pitillo. De repente, aquello se había convertido en una conspiración. Observé que me temblaban un poco las manos. Le di un par de minutos de ventaja y luego regresé a ese vasto salón repleto de gente, busqué a Luccino sin encontrarlo y opté por darle las gracias a la mañana siguiente.
Salí del apartamento, bajé las escaleras y llegué a la entrada.
La encontré sentada en el Buick. Me instalé a su lado.
—Está al lado de la via Cavour.
Enfilé la via Vittorio Veneto. A esas horas, el denso tráfico habitual había remitido un tanto, así que solo necesité diez minutos para llegar a la calle en la que ella vivía. Durante el trayecto, ninguno de los dos dijo nada.
—Para aquí, por favor —me indicó.
Aparqué y bajé del coche. Di la vuelta al vehículo y le abrí la portezuela. Salió y observó la calle, vacía de un extremo a otro.
—¿Quieres subir? —me invitó—. Estoy segura de que tenemos muchas cosas de que hablar.
Me recordé nuevamente que era la hija del jefe.
—Me encantaría, pero igual es mejor que no —aduje—. Está haciéndose tarde. No quiero molestar.
—No molestarás.
Echó a andar calle abajo, así que yo apagué las luces del coche y la seguí.
Explico esto con todo lujo de detalles porque no quiero dar una falsa impresión de mis primeras relaciones con Helen. Puede que resulte difícil de creer, pero, si hubiera sabido que no había nadie en su apartamento —ni amigas, ni sirvientes, ni nadie—, no me habría dejado llevar allí ni a rastras. Yo pensé que habría una criada, por lo menos.
En cualquier caso, la cosa seguía pareciéndome inquietante a esas horas de la noche. No podía dejar de pensar en lo que se le podría ocurrir a Sherwin Chalmers si alguien le decía que me habían visto entrando en el apartamento de su hija a las once menos cuarto de la noche.
Mi futuro y todo lo que era importante para mí estaban en manos de Chalmers. Con una sola palabra suya, ya podía despedirme para siempre del mundo del periodismo. Hacer el bobo con su hija podía ser tan peligroso como hacerlo con una serpiente de cascabel.
Pensándolo después, observé que Helen tampoco se arriesgaba a nada. No me había dejado acompañarla al salir del piso de Luccino, y ahora me había hecho aparcar a doscientos metros de su edificio, para que no pudiese atar cabos ninguno de mis espabilados amigos.
Compartimos el ascensor sin cruzarnos con nadie en la recepción. Entramos en su apartamento sin que nadie nos viera. Cuando ella cerró la puerta y me condujo a un espacioso y agradable salón, tenuemente iluminado con lámparas de tupida pantalla y decorado con jarrones de flores, tuve la súbita certeza de que estábamos solos en el apartamento.
Helen dejó caer su chal sobre una silla y se acercó a un recargado mueble bar.
—¿Whisky o ginebra?
—No vives sola, ¿verdad? —le pregunté.
Se volvió para mirarme fijamente. Bajo esa luz difusa, estaba impresionante.
—Pues sí... ¿Es un delito?
Noté que se me humedecían las palmas de las manos.
—No puedo quedarme. Deberías saberlo.
Siguió con la mirada fija en mí, aunque enarcó las cejas:
—¿Tanto miedo le tienes a mi padre?
—No es que le tenga miedo a tu padre —repuse, indignado ante su habilidad para meter el dedo en la llaga—. Lo que pasa es que no puedo estar a solas aquí contigo, y tú deberías entenderlo.
—Oh, no seas idiota —exclamó ella—. ¿No puedes actuar como un adulto? ¿O es que un hombre y una mujer han de portarse mal solo por estar a solas en un apartamento?
—No es eso. Es lo que puede pensar la gente.
—¿Qué gente?
Ahí me había pillado: nadie nos había visto entrar en el piso.
—Podrían verme salir. Y además, es una cuestión de principios...
Helen soltó una carcajada.
—¡Oh, por el amor de Dios! Deja de hacerte el mojigato y siéntate.
Debería haber pillado el sombrero y largarme. Si lo hubiera hecho, me habría ahorrado muchos problemas, por usar un término suave. Pero tengo un punto audaz e irresponsable que, de vez en cuando, se impone a mi buen juicio, y eso es lo que me sucedió en ese instante.
Así pues, tomé asiento y acepté el bourbon con hielo que Helen me ofreció y me dediqué a observarla mientras se preparaba un gin-tonic.
Yo ya llevaba cuatro años pateándome Roma, sin llevar precisamente una vida de celibato. Las italianas son muy guapas y seductoras. Había tenido mis buenos momentos con ellas, pero mientras estaba allí sentado, mirando a Helen con su vestido blanco, supe que ese podía ser el mejor momento de todos mis mejores momentos: se trataba de algo especial, algo que me cortaba el resuello y hacía que se me fuese un poco la olla.
Helen se acercó a la chimenea y se apoyó contra la repisa mientras me observaba y me dedicaba una media sonrisa.
Como sabía que la cosa estaba poniéndose peligrosa y que a mí no había que motivarme en exceso para meterme en líos, entoné:
—Bueno... ¿Y qué tal llevas la universidad?
—Oh, eso era solo una excusa —me dijo ella, tal cual—. Tenía que soltarle a mi padre algún cuento para que me dejara venir aquí sola.
—¿Quieres decir que no vas a la universidad?
—Pues claro que no.
—¿Y él no va a enterarse?
—¿Por qué habría de enterarse? Está demasiado ocupado para preocuparse por mí —afirmó en un tono amargo—. Solo se interesa por sí mismo y por su última mujer. Yo me interponía, así que le dije que quería estudiar arquitectura en la Universidad de Roma. Roma está a muchos kilómetros de Nueva York. Una vez aquí, yo ya no podría colarme de repente en su habitación, donde igual estaba en esos mismos momentos tratando de convencer a cualquier pelandusca sacacuartos de que es más joven de lo que parece. O sea, que le encantó enviarme aquí.
—Entonces, los zapatos planos, las gafas de pasta y el moño... ¿También formaban parte del plan? —pregunté, mientras reparaba en que al contarme eso, la chica me había convertido en su cómplice. Si Chalmers lo descubría, se nos caería el pelo a los dos.
—Por supuesto. Cuando estoy en casa, siempre me visto así. Y mi padre se queda convencido de que soy una estudiante muy seria. Si llega a verme como voy ahora, seguro que contrata a una anciana respetable para que me vigile.
—Te lo tomas todo con mucha sangre fría, ¿no?
—¿Y por qué no? —Se apartó de la repisa y se dejó caer en un sillón—. Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Mi padre ha tenido otras tres esposas: dos de ellas solo tenían un par de años más de los que yo tengo ahora, y la otra era aún más joven. Todas me trataron como si les fuese a contagiar algo grave. Prefiero estar sola. Así me divierto más.
Bastaba con mirarla para comprender que debía de divertirse mucho. Probablemente, más de lo necesario.
—Solo eres una cría y esa no es manera de vivir —le dije.
Se echó a reír.
—Tengo veinticuatro años, no soy una cría y así es como quiero vivir.
—¿Y por qué me cuentas todo esto? ¿Y si le envío un desesperado telegrama a tu padre contándole lo que ocurre?
Me dijo que no con la cabeza.
—No lo harás. Ya he hablado de ti con Giuseppe Frenzi. Me ha dado muy buenas referencias. No te habría traído aquí si no estuviese segura de ti.
—¿Puedes decirme exactamente por qué me has traído aquí?
Me miró fijamente: la expresión de sus ojos me cortó el aliento. Era una expresión inconfundible: estaba invitándome a lanzarme sobre ella y hacerle el amor.
—Me gusta tu aspecto —dijo—. Los italianos pueden acabar cansando. Demasiado intensos y directos. Le pedí a Giuseppe que te invitara a la fiesta, y aquí estamos los dos.
No penséis que no me sentí tentado. Sabía que lo único que tenía que hacer era levantarme y cogerla en brazos, no encontraría oposición. Pero todo resultaba un tanto descarado, demasiado frío: su actitud me chocaba. Y también estaba el tema laboral. Yo tenía más interés en conservar mi empleo que en tontear con ella. Me puse de pie.
—Pues bueno... En fin, está haciéndose tarde. Tengo algo de trabajo antes de irme a dormir. Más vale que me vaya.
Se quedó mirándome mientras se le tensaba la boca.
—Pero no puedes irte ya. Acabas de llegar.
—Lo siento. Debo irme.
—¿Estás diciéndome que no quieres quedarte?
—No se trata de lo que yo quiera hacer, sino de lo que voy a hacer.
Helen alzó los brazos y se atusó el pelo. Ese es, probablemente, el gesto más provocativo que puede llevar a cabo una mujer. Si tiene las formas adecuadas, no hay movimiento más revelador que levantar los brazos y mirar a un hombre como ella estaba mirándome a mí. A punto estuve de picar.
—Quiero que te quedes.
Negué con la cabeza.
—Te aseguro que tengo que irme.
Me estudió un buen rato, con unos ojos inexpresivos. Luego se encogió de hombros, bajó los brazos y se levantó.
—Pues nada, si eso es lo que quieres... —Se fue hacia la puerta, la abrió y salió al pasillo. Yo la seguí y recogí el sombrero, que había dejado en la entrada. Ella se quedó mirando el pasillo y luego se hizo a un lado.
Me estaba costando marcharme. Tuve que obligarme a salir al pasillo.
—Igual te apetece cenar conmigo alguna noche, o ir al cine —propuse.
—Eso estaría muy bien —dijo ella, educadísima—. Buenas noches.
Me dedicó una sonrisa distante e inmediatamente después me dio con la puerta en las narices.
3
Evidentemente, las cosas no quedaron así. Qué más habría querido yo, pero una relación entre un hombre de mis características y una chica como Helen tenía que acabar complicándose tarde o temprano.
Intenté sacármela de la cabeza, pero no lo logré. No dejaba de ver la expresión de sus ojos cuando me marché de su piso, y eso me afectaba. Sabía que estaba buscándome problemas, pero al mismo tiempo, se me antojaba una mujer tan fascinante que convertía cualquier peligro en irreal. En mis momentos de lucidez, me repetía a mí mismo que era puro veneno para mis intereses, pero, luego, en los menos lúcidos acababa preguntándome: «¿Y qué más da?».
No se me fue de la cabeza durante los siguientes cinco o seis días. No le expliqué a Gina que me la había encontrado en la fiesta, pero ella tiene una rara habilidad para intuir, más o menos, lo que pienso, así que la pillé varias veces observándome con expresión confusa e interrogativa.
Hacia el sexto día, yo ya estaba más o menos obsesionado. Esa encantadora muchacha rubia ocupaba tanto espacio en mi cerebro que ya no me concentraba en el trabajo. Opté por aliviar mi tensión y, nada más volver a mi apartamento, la llamé.
No hubo respuesta. Esa noche la llamé tres veces. Al cuarto intento, a eso de las dos de la mañana, oí el sonido del auricular al ser descolgado y luego su voz:
—¿Dígame?
—Soy Ed Dawson.
—¿Quién?
Le sonreí al auricular. La cosa resultaba demasiado evidente: esa mujer estaba tan interesada en mí como yo en ella.
—Permíteme que te refresque la memoria. Soy el tío que dirige la delegación en Roma del Western Telegram.
Y entonces se echó a reír.
—Hola, Ed.
Eso ya estaba mejor.
—Me siento solo —le dije—. ¿Hay alguna posibilidad de que quieras salir conmigo mañana por la noche? Pensé que, si no tenías nada mejor que hacer, podríamos cenar en Alfredo.
—¿Te esperas un momento? Tengo que consultar la agenda.
Me esperé, consciente de que estaban poniéndome en mi sitio y de que me daba igual. Tras una pausa de dos minutos, Helen se reincorporó a la conversación.
—Mañana por la noche no puedo. Tengo una cita.
Debería haber dicho que era una lástima y colgar, pero ya no estaba a tiempo de hacer algo así.
—Entonces, ¿cuándo te va bien?
—Bueno... Estoy libre el viernes.
Faltaban tres días.
—Muy bien, pues el viernes por la noche.
—No me apetece ir a Alfredo. ¿No hay otro sitio más tranquilo?
Eso me puso en guardia. Puede que yo no pensara en el peligro de que nos viesen juntos, pero ella sí.
—Tienes razón. ¿Qué me dices del pequeño restaurante que hay enfrente de la Fontana di Trevi?
—Me gusta. Sí, sería estupendo.
—Pues allí nos vemos. ¿A qué hora?
—A las ocho y media.
—Muy bien. Pues hasta entonces.
La vida no tuvo mucho sentido para mí hasta que llegó ese viernes. La cena no estuvo mal, pero que me aspen si recuerdo qué comimos. No me resultó fácil hablar. Lo único que quería era mirarla. Se mostraba fría y distante, pero, al mismo tiempo, provocativa. Si me hubiese invitado a subir a su apartamento, habría aceptado encantado, y al carajo con Sherwin Chalmers, pero no lo hizo. Dijo que volvería a casa en taxi. Cuando insinué la posibilidad de acompañarla, se me quitó de encima con gran elegancia. Me quedé plantado en la puerta del restaurante, contemplando el taxi que se alejaba por una estrecha calle hasta desaparecer. Luego eché a andar hacia casa, con el cerebro en plena ebullición. El encuentro no me había sido de gran ayuda; de hecho, había empeorado las cosas.
Tres días después, la volví a llamar.
—Estoy bastante liada —me dijo cuando la invité a ir al cine— . No creo que pueda.
—Confiaba en que sí. Me voy de vacaciones dentro de un par de semanas. No podré verte hasta dentro de un mes.
—¿Te vas fuera un mes? —Su voz sonaba más decidida, como si yo hubiese logrado captar su interés.
—Pues sí. Me voy a Venecia y luego a Ischia. Planeo quedarme allí unas tres semanas.
—¿Con quién vas?
—Voy solo. Pero no pasa nada. ¿Qué me dices de esa peli?
—Bueno, igual puedo. No lo sé. Ya te llamaré. Tengo que dejarte, llaman a la puerta. —Y me colgó.
Se tiró cinco días sin llamarme. Y de repente, justo cuando yo me disponía a hacerlo, sonó el teléfono de casa y era ella.
—Pensaba telefonearte —me dijo en cuanto descolgué—, pero no he tenido ni un minuto libre hasta ahora. ¿Estás haciendo algo en concreto en este momento?
Pasaban veinte minutos de la medianoche. Estaba a punto de irme a la cama.
—¿Quieres decir ahora mismo?
—Sí.
—Pues no. Me iba a la cama.
—¿Por qué no vienes a casa? Pero no dejes el coche fuera.
Ni lo dudé.
—Voy para allá ahora mismo.
Entré en su edificio cual un vulgar ladronzuelo, tomando todo tipo de precauciones para que nadie me viera. La puerta principal estaba entreabierta, así que lo único que tuve que hacer fue recorrer el pasillo desde el ascensor hasta su apartamento.
La encontré en el salón, buscando un disco entre un montón. Llevaba un chal de seda blanca y el cabello rubio suelto sobre los hombros. Estaba imponente y lo sabía.
—Veo que no te has perdido por el camino —dijo, dejando a un lado los discos y sonriéndome.
—Tampoco era tan difícil. —Cerré la puerta—. Por cierto, no deberíamos actuar así: es la mejor manera de que empiecen los problemas.
Se encogió de hombros.
—No tienes por qué quedarte.
Me acerqué a ella.
—No pienso hacerlo. ¿Por qué me has pedido que viniera?
—¡Por Dios, Ed! —exclamó—. ¿No puedes relajarte un momento?
Ahora que estaba allí, mis prevenciones se acentuaron. Una cosa era imaginarse a solas con ella, pero si mi trabajo dependía de las consecuencias de que me pillaran mientras estaba realmente con ella, la cosa era muy distinta. Ahora lamentaba haber venido.
—Sé relajarme —dije—. Mira, tengo que pensar en mi puesto de trabajo. Si tu padre llega a enterarse de que he estado tonteando contigo, ya puedo darme por muerto. Se encargaría personalmente de que nadie me diese trabajo en un periódico en la vida.
—¿Tú estás tonteando conmigo? —preguntó Helen, abriendo mucho los ojos y poniendo cara de sorpresa.
—Tú ya me entiendes.
—No se enterará... ¿Por qué habría de enterarse?
—Podría descubrirlo. Si me ven entrando o saliendo de aquí, podría enterarse.
—Pues ten cuidado de que nadie te vea. No debería ser tan difícil.
—Este trabajo lo es todo para mí, Helen. Es mi vida.
—Tú no eres lo que se dice muy romántico, ¿no? —dijo ella, riéndose—. Mis amigos italianos no piensan en su trabajo. Piensan en mí.
—No estoy hablando de tus amigos italianos.
—Oh, Ed, siéntate y relájate. Ya estás aquí, ¿para qué ponerte de los nervios?
Tomé asiento, aunque sin dejar de pensar en que tenía que estar loco para haber venido.
Helen se acercó al mueble bar.
—¿Escocés o bourbon?
—Escocés, creo.
La observé, preguntándome para qué me habría hecho venir a esas horas de la noche. No estaba siendo nada provocativa.
—Ah, Ed, antes de que se me olvide: ¿podrías echarle un vistazo a esa cámara? La compré ayer, y el disparador no funciona. ¿Tú sabes algo de tomavistas?
Señaló hacia un lujoso estuche de cuero que colgaba de una silla. Me levanté, abrí el estuche y saqué una Paillard Bolex de 16 mm con un objetivo de tres lentes.
—¡Caramba! ¡Qué bonita! —dije—. ¿Y para qué quieres tú un chisme semejante, Helen? Debe de haber costado un dineral.
Se echó a reír.
—No era barato, pero siempre he querido tener un tomavistas. Toda chica debería tener una afición, por lo menos, ¿no te parece? —Echó hielo picado en dos vasos—. Quiero que quede constancia de mi estancia en Roma, para cuando sea vieja.
Manipulé un poco la cámara. De repente, se me ocurrió que esa chica debía de estar gastando más dinero del que le daba su padre. Él me había dicho que le pasaba sesenta dólares a la semana. Teniendo en cuenta el alquiler de los apartamentos en Roma, el suyo debía de costar unos cuarenta dólares semanales. Le eché un vistazo al mueble bar y vi que estaba repleto de todo tipo de bebidas. ¿Cómo se las apañaría para vivir tan bien? Por no hablar de la nada barata cámara que acababa de comprarse.
—¿Has heredado una fortuna?
Le brillaron los ojos y, por un momento, pareció confundida, pero solo un momento.
—Qué más quisiera yo. ¿Por qué lo preguntas?
—No es asunto mío, pero todo esto debe costar un pastón, ¿no? —Recorrí la sala con un gesto de la mano.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Mi padre me pasa una paga muy generosa. Le gusta que yo viva así.
Hablaba sin mirarme. Incluso aunque yo no supiera con exactitud la cantidad que su padre le pasaba, era evidente que mentía. A pesar de que estaba intrigado, reparé en que la cosa no era asunto mío y cambié de tema.
—Bueno, ¿qué le pasa a la cámara?
—El disparador no funciona.
Me tocó con un dedo el dorso de la mano al indicarlo.
—Hay que quitarle el seguro —le dije, mostrándoselo—. Es esta cosilla de aquí. La aprietas y entonces funciona el disparador. Le ponen un mecanismo de seguridad para que el motor no se ponga en marcha accidentalmente.
—¡Vaya por Dios! Un poco más y hoy mismo la devuelvo a la tienda. Creo que será mejor que me lea el manual de instrucciones. —Me quitó el tomavistas de las manos—. Nunca se me han dado muy bien las cosas mecánicas. Mira todas las películas que he comprado. —Señaló el escritorio, donde descansaban diez rollos de 16 mm.
—No irás a gastarlos todos en Roma, ¿verdad? —dije—. Con eso tienes para fotografiar Italia entera.
Me miró de una manera un tanto extraña, que a mí se me antojó algo picarona:
—Me los guardo casi todos para Sorrento.
—¿Sorrento? —Me llevé una sorpresa—. ¿Te vas a Sorrento?
Sonrió.
—No eres el único que se va de vacaciones. ¿Has estado alguna vez en Sorrento?
—No, nunca he llegado tan al sur.
—Pues he alquilado una villa a las afueras de Sorrento. Es preciosa y muy, muy, aislada. Volé a Nápoles hace un par de días y me encargué de todo. Hasta he contratado a una asistenta de un pueblo cercano.
Tuve la impresión de que no me contaba todo eso sin motivo. La miré con decisión.
—Suena muy bien —le dije—. ¿Cuándo te vas?
—Pues cuando tú te vayas a Ischia. —Dejó la cámara en la mesa, se acercó a mí y se sentó a mi lado en el sofá—. Y al igual que tú... Voy sola.
Se quedó mirándome. La invitación que podía leerse en sus ojos me aceleró el corazón. Se inclinó hacia mí, entreabriendo sus labios carnosos y rojos. Antes de saber lo que estaba haciendo, ya la tenía en mis brazos y la estaba besando.
Hicimos durar el beso cosa de veinte segundos, ya que me resultaba de lo más agradable; pero luego noté sus manos contra el estómago, empujándome, y esa presión decidida e insistente me llevó a recuperar la cordura. Me aparté de ella y me levanté.
—Esto es una locura —dije, respirando como un anciano tras subir corriendo unas escaleras. Me limpié el carmín de los labios.
—Será una locura en Roma —dijo ella, echándose hacia atrás y sonriéndome—, pero no en Sorrento.
—Oye, mira... —entoné, pero ella levantó la mano para que me callara.
—Sé lo que sientes por mí. No soy una niña, y siento lo mismo por ti —me dijo—. Vente conmigo a Sorrento. Todo está organizado. Ya sé lo que piensas sobre mi padre y tu trabajo, pero te prometo que estarás completamente a salvo. He alquilado la villa a nombre de Douglas Sherrard y señora. El señor Sherrard eres tú, un empresario americano de vacaciones. Allí nadie nos conoce. ¿No te apetece pasar un mes conmigo... los dos solos?
—Pero no podemos —le dije, aunque era consciente de que no había ningún motivo para que no pudiéramos, y además me apetecía—. No podemos perder la cabeza...
—No seas tan precavido, hombre. No tenemos que perder la cabeza. Lo he planeado todo meticulosamente. Me iré a la villa en coche. Tú aparecerás en tren al día siguiente. Es un sitio encantador. En lo alto de una colina, con vistas al mar. No hay otra mansión a medio kilómetro a la redonda, por lo menos. —Se puso en pie de un salto y agarró un mapa a gran escala que estaba sobre la mesa—. Voy a enseñártela. Mira, viene en el mapa. Se llama Bella Vista, ¿a que es mona? Desde la terraza, puede verse la bahía y hasta Capri. Tiene jardín, con naranjos, limoneros y enredaderas. Está totalmente aislada. Te va a encantar.
—Yo diría que sí, Helen —reconocí—. Admito que me gustaría hacerlo. En caso contrario, no sería humano, pero... ¿Qué será de nosotros cuando pase ese mes?
Se echó a reír.
—Si tienes miedo a que te pida en matrimonio, no tienes por qué. No pienso casarme en años. Esto es algo que quiero quitarme de encima. Ni siquiera sé si te quiero, Ed, pero estoy segura de que sí quiero pasar un mes a solas contigo.
—No podemos, Helen. No está bien...
Me tocó la cara con los dedos.
—¿Y ahora serás tan amable de irte? —Me dio una palmadita en la mejilla y se apartó de mí—. Acabo de volver de Nápoles y estoy muy cansada. Ya no nos queda nada de que hablar. Te prometo que no pasará nada. Ahora todo depende de si quieres pasar un mes conmigo o no. Te juro que no hay truco alguno. Piénsalo. No nos veremos hasta el día 29. Estaré en la estación de Sorrento, esperando el tren de las tres y media procedente de Nápoles. Si no apareces, lo entenderé.
Se fue hasta la entrada y abrió la puerta unos centímetros.
Fui hacia ella.
—Espera un momento, Helen...
—Por favor, Ed, no digamos nada más. O estás en ese tren o no estás. Eso es lo que hay. —Sus labios rozaron los míos—. Buenas noches, querido.
La miré y me miró.
Cuando salí al pasillo, era plenamente consciente de que estaría en ese tren.