Читать книгу El fruto prohibido - James Hadley Chase - Страница 5

2

Оглавление

1

Tenía cinco días por delante hasta lo de Sorrento. Y durante ese tiempo tenía muchas cosas que hacer, pero me resultaba difícil concentrarme.

Era como un adolescente a la espera de su primera cita. Lo cual me irritaba. Yo creía estar lo suficientemente encallecido como para capear la encerrona que me había preparado Helen, pero no era así. Lo cierto es que la idea de pasar un mes a solas con una mujer tan excitante me seducía. En mis momentos de lucidez —cada vez más escasos—, me decía que estaba loco por seguir adelante con aquello, pero me consolaba saber que Helen era una persona de lo más eficiente. Había dicho que no habría problemas, y yo la creía. Hacía falta ser tonto para no aprovechar la oportunidad de tomar lo que estaba ofreciéndome.

Dos días antes de la prevista partida a Sorrento, Jack Maxwell se plantó en Roma para encargarse de la delegación en mi ausencia.

Habíamos trabajado juntos en Nueva York en 1949. Era un periodista cabal y fiable, pero no le interesaba nada que no fuesen las noticias. Y yo no le tenía mucho aprecio. Era demasiado apuesto, demasiado seductor, demasiado bien vestido y demasiado en general.

También tenía la impresión de que él tampoco me apreciaba mucho, pero eso no me impidió dispensarle una cálida bienvenida. Tras un par de horas en la oficina, comentando próximos trabajos, le sugerí que cenásemos juntos.

—Estupendo —dijo él—. Veamos qué nos ofrece esta vetusta ciudad. Y te prevengo, Ed, de que espero lo mejor.

Me lo llevé a Alfredo, que es uno de los mejores restaurantes de Roma, y le pedí una porchetta, que es un lechoncillo asado en espetón, parcialmente deshuesado y relleno de hígado, carne de salchicha y hierbas: todo un festín.

Cuando ya habíamos comido e íbamos por la tercera botella de vino, se bajó del pedestal y adoptó una actitud amigable.

—Eres un tío afortunado, Ed —me dijo, aceptando el pitillo que le ofrecía—. Puede que no lo sepas, pero en la central eres el niño bonito. A Hammerstock le gusta mucho el material que has estado enviando. Voy a decirte algo confidencialmente, pero tú no se lo cuentes a nadie: Hammerstock va a reclamarte dentro de un par de meses. La idea es que yo te sustituya aquí y que a ti te caiga el cargo de jefe de Internacional.

—No me lo creo —dije, mirándolo fijamente—. Estás de broma.

Intenté ocultar mi alegría, pero me temo que no me salió muy bien. Estar al mando de la sección de Internacional en la redacción principal era mi mayor ambición. No solo significaba un montón más de dinero, sino que era el puesto más deseado entre todos los del Western Telegram.

—Será oficial en un par de días —me comentó Maxwell—. El viejo ya ha dado el visto bueno. Eres un tío con suerte.

Le dije que así era.

—¿Lamentarás dejar Roma?

—Lo superaré —dije con una sonrisita—. Por semejante cargo, vale la pena irse de Roma.

Maxwell se encogió de hombros.

—No sé qué decirte. Yo no lo querría. Demasiado trabajo, y estar tan cerca del viejo me mataría. —Se hundió un poco más en la silla—. Ese cerdito no estaba nada mal. Creo que va a gustarme Roma.

—No hay otra ciudad igual en el mundo.

Se llevó un cigarrillo a la boca, encendió una cerilla y me echó el humo a la cara.

—Por cierto, ¿cómo le va a la golfa de Helen?

La pregunta me pilló por sorpresa.

—¿Quién?

—Helen Chalmers. Tú eres su criada, su enfermera o algo por el estilo, ¿no?

Se me encendió la luz roja. Maxwell tenía un olfato especial para los escándalos. Si concebía la menor sospecha de que había algo entre Helen y yo, no pararía hasta descubrir de qué se trataba exactamente.

—Solo le hice de chacha durante un único día —aduje, sin darle importancia—. Desde entonces, apenas la he visto. El viejo me pidió que la recogiese en el aeropuerto y la llevara al hotel. Va a la universidad, creo.

Se le levantaron las cejas.

—¿Que qué?

—Que va a la universidad —insistí—. Se ha apuntado a no sé qué curso de arquitectura.

—¿Helen? —Se inclinó hacia delante, me miró fijamente y estalló en carcajadas—. Eso es lo más gracioso que he oído en mi vida. ¡Helen estudiando arquitectura! —Se arrellanó en el asiento y rugió. La gente se dio la vuelta para mirarnos. Parecía que acabaran de contarle el chiste más hilarante del siglo. A mí no me hacía ninguna gracia. Estaba costándome Dios y ayuda no levantarme y partirle la cara.

Cuando se cansó de reír, se percató de que todo el mundo lo estaba mirando. Quizá también se dio cuenta de que yo no compartía su euforia, pues hizo un esfuerzo por controlarse y levantó una mano en señal de disculpa.

—Lo siento, Ed. —Sacó el pañuelo para secarse los ojos—. Si conocieras a Helen como yo la conozco... —Se volvió a desternillar.

—Oye, la cosa no puede ser tan divertida —le dije con tono áspero.

—Sí que lo es. No me digas que a ti también te ha engatusado. Hasta el momento, el único tío de la redacción del Telegram que no está colado por ella es su viejo. No me digas que todavía no la has clichado.

—Me temo que no te sigo. ¿A qué te refieres?

—Bueno, es evidente que no la has tratado mucho. Se me ocurrió que igual había ido a por ti. Parece que le gustan los tíos grandotes, fornidos, viriles. ¿Apareció en Roma con zapatos planos, el moño y unas gafotas?

—Sigo sin entenderte, Jack. ¿De qué va todo esto?

—¿Todo esto? —Hizo una mueca burlona—. Parece que tienes más suerte de la prevista. O menos, según como lo mires. En la redacción, todos los tíos la conocen. Es célebre. Cuando nos enteramos de que se iba a Roma y de que el viejo quería que la vigilaras un poco, pensamos que, tarde o temprano, acabarías pringando. Lo intenta con todo lo que lleve pantalones. ¿Quieres hacerme creer que no se te ha insinuado?

Las cejas se le volvieron a disparar hacia arriba.

Noté que me calentaba por dentro, y que luego me enfriaba.

—No sabía nada de eso —le dije como si no le diera importancia.

—Vaya, vaya. Es toda una amenaza para los hombres. Vale, reconozco que no le falta de nada. Es atractiva y tiene unos ojos seductores y un cuerpo capaz de resucitar a un muerto, pero puede meterte en cada fregado... Si Chalmers no fuese el mandamás de la prensa, la niña ocuparía los titulares de todos los periódicos de Nueva York una vez por semana, al menos. Solo se libra de los chismorreos porque nadie quiere indisponerse con el viejo. Donde hay un buen follón, ahí está ella casi siempre. Si se vino aquí desde Nueva York fue únicamente porque estaba involucrada en el asesinato de Menotti.

Me quedé muy quieto, observándolo. Menotti había sido un notorio gánster neoyorquino: tenía una gran fortuna, disfrutaba de un enorme poder y, en cierta ocasión, había matado a alguien. Había controlado sindicatos y bandas mafiosas, y se lo consideraba un tipo que más valía no conocer.

—¿Y ella qué tenía que ver con Menotti? —pregunté.

—Se rumoreaba que era su amante —repuso Maxwell—. Siempre iba por ahí con él. Me contó un pajarito que se lo cargaron en el piso de ella.

Hacía cosa de dos meses, Menotti había sido brutalmente asesinado en un apartamento de tres habitaciones que tenía alquilado como picadero. La mujer a la que había ido a visitar se había esfumado, y la policía había sido incapaz de dar con ella. El asesino también había desaparecido. La teoría más extendida era que Menotti había sido asesinado por orden de Frank Setti, un gánster rival que había sido deportado por tráfico de drogas y al que ahora se le suponía viviendo en algún rincón de Italia.

—¿Y quién era el pajarito? —pregunté.

—Andrews. Ya sabes que siempre tiene los oídos abiertos. Y, por regla general, suele saber lo que se dice. Puede que se equivocara esta vez. Lo que sí sé es que la chica solía dejarse ver con Menotti. Y se largó a Roma poco después de que se lo cepillaran. El conserje del edificio en el que Menotti fue estrangulado le facilitó a Andrews una buena descripción de la mujer en cuestión; y esa descripción le quedaba a Helen Chalmers como un guante. Nuestra gente le cerró la boca al conserje antes de que lo pillara la policía por su cuenta, así que la cosa no fue a más.

—Ya veo —dije.

—Bueno, si no tienes nada jugoso que contarme de su estancia en Roma, será que se ha llevado un buen susto y ha decidido portarse bien, por fin. —Sonrió—. Francamente, me siento decepcionado. Para serte sincero, cuando me enteré de que iba a sustituirte, pensé que igual podía intentarlo yo también con ella. Menuda tía. Y como a ti te pidieron que la vigilaras, pues confiaba en que a estas alturas ya seríais algo más que viejos amigos.

—¿Tú crees que yo sería tan burro como para tontear con la hija de Chalmers? —le pregunté, indignado.

—¿Por qué no? Vale la pena tontear con ella, y lleva muy bien ese tipo de situaciones: siempre se las apaña para que el viejo no se entere. Ha ido liándose con tíos desde que tenía dieciséis años, y Chalmers nunca ha descubierto nada. Si no la has visto sin esas gafas y ese espantoso peinado, no sabes lo que te has perdido. Es impresionante. Y te diré más: por lo que he oído, es muy, muy complaciente. Si alguna vez se me insinúa, no pienso rechazarla.

Aunque no sé muy bien cómo, conseguí apartarlo del tema de Helen y volver a los asuntos del trabajo. Tras una hora más en su compañía, lo llevé de regreso a su hotel. Dijo que aparecería por la oficina a la mañana siguiente, para atar cabos sueltos, y me dio las gracias por la velada.

—De verdad que eres un tío afortunado, Ed —me dijo mientras nos despedíamos—. Lo de jefe de Internacional es el mejor cargo que hay en este oficio. Hay tíos que darían el brazo izquierdo por pillarlo. Pero yo... Yo no lo querría. Demasiado trabajo duro, pero tú... —Esbozó otra de sus muecas—. Un tío que deja que una chica como Helen se le escurra entre los dedos... ¡Hay que joderse! ¿Qué otra cosa podría hacer un tío así que no sea agarrarse a la sección de Internacional?

Consideró que había sido un comentario muy gracioso y, tras palmearme el lomo, se fue riendo hacia los ascensores.

A mí el comentario no me había parecido tan gracioso. Subí al coche y conduje entre sucesivos atascos hasta llegar a mi apartamento. Pensé un poquito durante el trayecto. La información sobre Helen que me había pasado Maxwell me sorprendía. No tenía la menor duda de que lo que me había dicho era cierto. Sabía que Andrews era muy meticuloso con las historias que contaba. O sea, que había estado liada con Menotti. De repente, me pregunté con quién se habría liado en Roma. Si en Nueva York les había cogido el gusto a los mafiosos peligrosos, cabía la posibilidad de que aquí siguiese en las mismas. ¿Sería esa la explicación de su alto nivel de vida? ¿La estaría manteniendo algún tío?

Para cuando me desnudé y me metí en la cama, ya estaba preguntándome si de verdad iba a subirme a ese tren en dirección a Sorrento. ¿De verdad quería mezclarme con una chica así? Si realmente iban a ponerme al frente de Internacional —y estaba convencido de que Maxwell nunca me habría dado la noticia de no estar confirmada—, debería estar loco para correr el más mínimo riesgo. Como él mismo había dicho, era el cargo más codiciado del diario. Sabía que si Chalmers descubría que su hija y yo nos habíamos convertido en amantes, no solo perdería ese trabajo, sino que me echarían del oficio para siempre.

—No —dije en voz alta, encendiendo la luz—. Que se vaya a Sorrento ella sola. Yo no voy. Que se busque a otro imbécil. Yo me iré a Ischia.

Pero al cabo de dos días me hallaba en el tren de cercanías que va de Nápoles a Sorrento. Seguía diciéndome que lo mío era una tontería, una locura, pero por mucho que me dirigiese la palabra a mí mismo, insistiendo en que no siguiera adelante con el asunto, no había nada que hacer. Para allá que me iba. ¡Y hay que ver lo lento que avanzaba el tren!

2

Antes de tomar el tren para Nápoles, había estado dándole un último repaso al despacho, a eso de las diez, para ver si me había llegado alguna carta.

Maxwell no estaba, pero encontré a Gina revisando unos telegramas.

—¿Hay algo para mí? —pregunté, sentándome en el extremo de la mesa.

—No hay cartas personales. Y de esto puede encargarse el señor Maxwell —repuso, pasando los telegramas con una uña de cuidada manicura—. ¿No deberías estar ya de camino? Creí que pensabas salir pronto.

—Me sobra tiempo.

El tren hacia Nápoles no salía hasta el mediodía. A Gina le había dicho que me iba a Venecia, por lo que me había costado lo mío impedir que me reservara una plaza en el expreso de Roma a Venecia.

El teléfono sonó en ese momento, y Gina lo descolgó. Me incliné hacia delante y me puse a observar sin mucho interés los telegramas.

—¿Con quién hablo? —decía Gina—. ¿La señora... qué? ¿Puede esperar un momento? No sé muy bien si está. —Me miró frunciendo el ceño, y capté en sus ojos una expresión atónita—. Pregunta por ti la señora de Douglas Sherrard.

Estaba a punto de decir que no la conocía de nada y que no quería hablar con ella cuando ese nombre levemente familiar disparó repentinamente una alarma en mi cerebro. ¡La señora de Douglas Sherrard! Ese era el nombre que Helen había dicho que utilizaría para alquilar la villa en Sorrento. ¿Era posible que Helen estuviese al teléfono? ¿Sería capaz de mostrarse tan insensata como para llamarme a la oficina?

Tratando de ocultar mi consternación, le cogí el auricular a Gina. Medio de espaldas a ella, entoné con precaución:

—¿Sí? ¿Quién habla?

—Hola, Ed. —Era Helen, por supuesto—. Ya sé que no debería estar llamándote a la oficina, pero lo he intentado en tu casa y no hay nadie.

Tenía ganas de decirle que estaba loca por llamar allí. Tenía ganas de colgarle, pero sabía que Gina se preguntaría qué estaba pasando.

—¿De qué se trata? —pregunté con tono desabrido.

—¿Nos está escuchando alguien?

—Sí.

Para complicar un poco más las cosas, se abrió la puerta del despacho y apareció Jack Maxwell.

—¡Dios bendito! ¿Todavía estás por aquí? —exclamó al verme—. Pensé que ya estarías de camino a Venecia.

Le hice señales para que se callara y volví a la conversación con Helen:

—¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí, por favor. ¿Te importaría traerme un filtro Wratten del número ocho para la cámara? Resulta que lo necesito y en Sorrento no lo voy a encontrar.

—Por supuesto —afirmé—. Ahora me pondré a ello.

—Gracias, querido. Qué ganas tengo de verte. El paisaje es una maravilla...

Temía que su voz, suave y clara, llegase a oídos de Maxwell. Era evidente que el tipo estaba al quite, así que aceleré las despedidas.

—Yo me encargo. Adiós. —Y colgué.

Maxwell me contemplaba de manera inquisitiva.

—¿Siempre tratas así a las mujeres que te llaman? —preguntó mientras hojeaba los telegramas de encima de la mesa—. Has estado un poco adusto, ¿no crees?

Intenté que no se me notara el mosqueo que llevaba, pero era consciente de que Gina me miraba, confusa, mientras yo me apartaba de su escritorio y Maxwell mantenía los ojos clavados en mí.

—Solo he pasado a ver si tenía alguna carta —le dije a Maxwell, mientras encendía un cigarrillo para disimular mi desasosiego—. Ahora mismo me largo.

—Más vale que aprendas a relajarte —me aconsejó Maxwell—. Si no fuese porque eres un periodista sólido y cabal, deduciría de tu expresión furtiva que estás tramando algo muy feo. ¿Es así?

—¡Venga ya, déjate de chorradas! —le dije, pero no pude evitar un tono malhumorado.

—¡Oye! Estás un poco agrio esta mañana, ¿no? Lo decía en broma. —Y como no le contestaba, siguió—: ¿Te llevas el coche?

—No, voy en tren.

—No te irás tú solo, ¿verdad? —preguntó, lanzándome una mirada picarona—. Espero que te lleves a alguna rubia agradable para que te consuele si llueve.

—Viajo solo —afirmé, tratando de que no se me notara el sofoco.

—¡Anda ya! Si yo me fuera un mes de vacaciones...

—Igual resulta que no pensamos igual —le corté, y luego miré a Gina—. Cuídame a este tío —le dije—. Y no le dejes meter la pata en exceso, ni te mates tú trabajando. Nos vemos el día 29.

—Que te diviertas, Ed —me dijo ella con discreción. No sonrió. Lo cual me preocupó. Algo la había disgustado—. No te preocupes por nosotros. Sobreviviremos.

—No me cabe la menor duda. —Me volví hacia Maxwell—. Hasta más ver y buena caza.

—Lo de la caza es cosa tuya, hermano —dijo mientras nos dábamos la mano.

Ahí los dejé. Bajé en el ascensor, salí a la calle, paré un taxi y le dije al conductor que me llevara a Barberini. Allí adquirí el filtro fotográfico que me había encargado Helen, y luego tomé otro taxi en dirección a mi apartamento. Acabé de hacer el equipaje, me cercioré de que todo estaba en orden y pillé otro taxi, hacia la estación.

Lamentaba dejar el coche en Roma, pero Helen ya tenía el suyo y en Sorrento no hacía falta tener dos. El trayecto en tren entre Roma y Nápoles no me hacía ninguna ilusión. Tras pagar al taxista, hice que un mozo me llevara la maleta y entré apresuradamente en el vestíbulo de la espaciosa estación.

Compré un billete para Nápoles, comprobé que el tren aún no estaba en la vía y me acerqué al quiosco de prensa, donde compré unos cuantos periódicos y revistas. Me mantenía alerta constantemente ante la posible aparición de algún rostro familiar.

Era consciente de que tenía demasiados amigos en Roma como para sentirme a salvo. En cualquier momento podía materializarse cualquiera de ellos. Y no me apetecía nada que a Maxwell le llegara la información de que, en vez de coger el tren de las once a Venecia, había sido visto subiendo al de las doce a Nápoles.

Como me quedaban diez minutos de espera, me fui hasta un banco que había en un rincón y tomé asiento. Me puse a leer un periódico, parapetado tras las páginas abiertas. Esos diez minutos fueron casi una agonía. Cuando por fin me encaminé hacia el andén, aún no me había topado con ningún conocido. Pillé un asiento en el vagón, aunque con cierta dificultad, y volví a ocultarme tras el periódico.

No empecé a relajarme hasta que el tren salió de la estación.

Todo estaba saliendo bien, me dije. Ya podía sentirme seguro.

Pero aún estaba inquieto. Habría preferido que Helen no hubiera llamado. Habría preferido que Gina no hubiera oído el nombre de la señora de Douglas Sherrard. Habría preferido ser lo suficientemente juicioso como para no perder los papeles por esa rubia tan excitante. Ahora que estaba al corriente de parte de su pasado, me daba cuenta de que no era mi tipo. Una chica que iba por ahí con un sujeto como Menotti no podía serlo de ninguna manera. Me dije que era tan solo una cuestión física. Hacía falta ser un idiota extremadamente sensual para obsesionarse con ella.

Todos estos razonamientos no me llevaban a ninguna parte. Sabía que había algo que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo: pasar un mes en su compañía.

Lo cual no era más que otra manera de reconocer que yo era un pringado a la entera disposición de Helen.

3

El tren de cercanías llegó a la estación de Sorrento con veinte minutos de retraso. Los vagones iban abarrotados, por lo que necesité unos minutos para cruzar la barrera, salir de la estación y toparme con una hilera de taxis y de coches de caballos a la espera de pasajeros.

Me quedé plantado bajo el sol, que caía de lleno, mirando alrededor en busca de Helen, pero no había ni rastro de ella. Dejé la maleta en el suelo, me deshice de un mendigo contumaz, que insistía en arrastrarme hacia un taxi, y encendí un cigarrillo.

Me sorprendió que Helen no hubiese venido a buscarme, pero, teniendo en cuenta que el tren había llegado con retraso, pensé que igual se había ido de tiendas a matar el rato. Por consiguiente, me apoyé contra la pared de la estación y me dispuse a esperarla.

La multitud que salía de la estación fue desapareciendo lentamente. A unos los recibían los amigos, otros echaban a andar por su cuenta y los de más allá pillaban taxis y coches, hasta que me quedé solo. Al cabo de unos quince minutos, seguía sin haber ni rastro de Helen y yo empezaba a impacientarme.

«Igual está en algún café de la plaza», pensé. Cogí la maleta y la llevé a la consigna de equipajes, donde me deshice de ella. A continuación, tras haberme quitado ese peso de encima, eché a andar por la calle que llevaba al centro del pueblo.

Deambulé en busca de Helen, pero no la vi por ningún lado. Miré en el aparcamiento, pero no encontré ningún coche que pudiera ser el suyo. Me acerqué a uno de los bares, me senté a una mesa y pedí un café.

Desde allí podía ver la zona de la estación y si algún coche aparecía por la plaza.

Ya eran casi las cuatro y media. Me bebí el café, me fumé tres pitillos y luego, aburrido de esperar, le pregunté al camarero si podía utilizar el teléfono. Tuve algunos problemillas para conseguir el número de la villa, pero la operadora terminó localizándolo al cabo de un rato; y al cabo de otro rato, me dijo que allí no contestaba nadie.

Me había plantado.

Cabía la posibilidad de que Helen se hubiera olvidado de la hora a la que llegaba el tren y acabase de salir de casa hacia la estación. Conteniendo la impaciencia, pedí otro café y me senté a seguir esperando, pero a las cinco y diez ya no solo estaba irritado, sino también inquieto.

¿Qué le habría pasado? Sabía que se había trasladado a la villa. Así pues, ¿por qué no había venido a recogerme según lo previsto?

Gracias al mapa que me había enseñado, sabía más o menos dónde estaba esa villa. A ojo de buen cubero, se encontraba a unos diez kilómetros de Sorrento, colina arriba. Me dije que me sentaría mejor hacer algo que quedarme allí sentado, por lo que decidí echar a andar hacia la villa con la esperanza de cruzarme con Helen.

Solo había una carretera que condujese a la villa, así que era imposible no cruzarnos. Lo único que tenía que hacer yo era seguir ese camino hasta que, tarde o temprano, nos encontráramos.

Sin apresurarme, inicié la larga caminata hacia la casa.

Durante los dos primeros kilómetros, tuve que abrirme paso entre masas de turistas dedicados a contemplar escaparates, a esperar autobuses y, básicamente, a obstruir el paso, pero que una vez salí del pueblo y me planté en esa serpenteante carretera que concluía en Amalfi, solo tuve que bregar con un tráfico de lo más veloz.

Tras cuatro kilómetros de carretera, llegué al camino secundario que me alejaría de la vía principal para llevarme a las colinas. Ya eran las seis y veinte, pero Helen seguía sin dar señales de vida.

Alargué la zancada y di comienzo a la larga y tortuosa ascensión. Al cabo de un par de kilómetros de marcha, Helen continuaba sin aparecer y yo, angustiado, sudaba la gota gorda.

Divisé la villa, colgada de una elevada colina y dominando la bahía de Sorrento. Tardaría una buena media hora antes de alcanzarla. Era tan encantadora y sugerente como había dicho Helen, pero en esos momentos no estaba yo de humor para apreciar su belleza. Solo pensaba en dar con Helen.

No se había equivocado al decirme que la villa estaba aislada. En todo caso, decir aislada se quedaba corto. No había ninguna otra casa a la vista.

Empujé la verja de hierro forjado y eché a andar por el amplio sendero, rodeado a ambos lados por dalias de dos metros de altura con unas flores multicolores de unos veinte centímetros de ancho.

El sendero llevaba a una zona asfaltada donde estaba aparcado el descapotable de Helen. Bueno, por lo menos no había recorrido la carretera sin que yo la viese, pensé nada más ver el coche.

Subí los escalones que llevaban a la villa. La puerta estaba entreabierta y yo la acabé de abrir del todo.

—¡Helen! ¿Estás aquí?

El silencio que reinaba en la casa consiguió deprimirme. Fui a parar a un inmenso recibidor con el suelo de mármol.

—¡Helen!

Pasé lentamente de habitación en habitación. Había un salón muy grande con comedor incluido, una cocina y un jardín con vistas al mar, sobre el que se alzaba a unos setenta metros de altura. En la parte superior de la casa había tres dormitorios y dos cuartos de baño. La villa era moderna, bien amueblada e ideal para unas vacaciones. Me habría encantado si Helen hubiese estado allí para recibirme. Tras cerciorarme de que no estaba por ninguna parte, fui al jardín y empecé a buscarla por allí.

No obtuve la menor respuesta a mis repetidas llamadas. Para entonces, ya empezaba a sentirme francamente molesto.

Al final de uno de los senderos del jardín descubrí una verja entreabierta. Al otro lado había un camino estrecho que llevaba hacia lo alto de la colina que se alzaba sobre la villa. «¿Se habrá ido por ahí?», me pregunté. Decidí que no iba a quedarme allí tirado, confiando en que apareciese. Ese camino parecía ser la única otra salida de la villa. Sabía que tendría que habérmela encontrado en mi caminata desde Sorrento. Y había una posibilidad de que ella hubiera salido a dar un paseo por ahí, olvidándose de la hora que era, o tal vez hubiera tenido alguna clase de accidente.

Volví corriendo a la casa para dejar una nota, por si Helen estaba en Sorrento y yo no la había visto. No quería que saliera pitando hacia la ciudad si venía de allí y no me encontraba en la villa.

Encontré unas cuartillas en uno de los cajones del escritorio y garabateé una breve nota, que dejé sobre la mesa del salón; luego salí de la villa y atravesé de nuevo el jardín en dirección a la verja.

Llevaba recorrido cerca de un kilómetro y empezaba a pensar que era imposible que Helen hubiese ido por allí, cuando vi a mis pies, excavada en la cara de la colina, una gran villa blanca. La habían construido en el lugar más inaccesible que yo hubiera visto en mi vida. Solo había un tramo de escarpados escalones que llevaban de la base del acantilado a la villa. La única manera razonable de llegar hasta allí era por mar. La villa en cuestión no me interesaba lo más mínimo, por lo que ni me detuve a observarla, pero no le quitaba la vista de encima mientras seguía mi camino por el tortuoso camino. Distinguí una gran terraza con una mesa, tumbonas y un enorme parasol rojo. Al final de un tramo de escalones, se veía un pequeño muelle en el que estaban ancladas dos potentes motoras. Mientras seguía adelante, me pregunté quién sería el millonario que poseía un lugar semejante. Al cabo de unos trescientos metros, esa villa se me fue por completo de la cabeza, pues tirado en el suelo, cruzándose en mi camino, estaba el estuche de la cámara de Helen.

Lo reconocí de inmediato y me quedé plantado en el sitio, pasmado.

Permanecí mirando un largo instante; a continuación, di un paso y me incliné para recogerlo. No había duda de que era el suyo. Aparte de la forma y que el cuero se veía nuevo, lucía sus doradas iniciales en la tapadera. El estuche estaba vacío.

Con él en la mano, empecé a correr. Cincuenta metros más adelante, el camino torcía súbitamente a la derecha y se internaba en un espeso bosque que se extendía como un kilómetro hasta llegar a lo alto de la colina.

Ese giro del sendero a la derecha te dejaba peligrosamente cerca del vacío. Hice una pausa y miré colina abajo, hacia el mar que golpeaba las rocas unos setenta metros más abajo.

Respiré hondo mientras atisbaba algo blanco que yacía medio sumergido en el mar, descoyuntado como una muñeca que se hubiese hecho añicos contra las rocas.

Me quedé atónito, mirando hacia abajo, con un zumbido en la cabeza y la boca reseca.

Podía ver el largo cabello rubio flotando suavemente en el mar. La falda del vestido blanco se inflaba mientras el agua azotaba ese cuerpo roto. No había que darle muchas vueltas. Sabía que la muerta de allí abajo era Helen.

El fruto prohibido

Подняться наверх