Читать книгу La espiral infinita - Jana Crespo - Страница 7

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Los ojos como platos clavados en el techo a las tres de la mañana. Seguía vivo, para mi desgracia. Vivía en un pequeño piso, que, al estar situado en el centro, tenía un precio excesivamente alto para su tamaño. Al menos la cama era cómoda; aunque de poco me servía si no podía dormir. ¡Vaya negocio! Me levanté con un humor de perros. Mientras preparaba el café recordé que hacía días que nadie me llamaba por teléfono. Podría morir en ese instante y pasarían semanas antes de que alguien lo notara. Acabaría encontrándome la policía tras una llamada de la vecina del tercero quejándose del olor que salía de mi casa, como en esas patéticas noticias del telediario que te hacen pensar durante dos minutos antes de seguir con lo tuyo. Llevaba un tiempo sintiendo desgana, ya nada me interesaba. Pensé en lo mucho que me gustaría ser cualquier otra persona. Lo cierto es que no me soportaba más.

Amargarme era lo único que se me daba bien. Tirado en la cama, fantaseaba con desparecer de repente. Habría sido feliz si al menos hubiera podido quitarme del medio, pero ni siquiera tenía el valor de suicidarme. Además, me daba mucha pereza.

Estuve así algún tiempo hasta que toqué fondo. Me cansé de sentir lástima. Estaba hecho un desastre y no parecía que las cosas fueran a irme mucho mejor arrastrando mi alma del sofá a la cama como un adolescente. No iba a poder vivir muchos años en pijama a base de pastillas, pizza precocinada y cerveza barata, así que, haciendo un esfuerzo heroico, tomé una decisión. Iba a dedicarme en cuerpo y alma a vengarme del hijo de puta que me había arruinado la vida. Al menos tendría algo que hacer y me distraería de mí mismo. Era como un amigo pesado al que no podía echar de casa. ¡Me estaba volviendo loco!

Tras unos días mentalizándome, reuní fuerzas. Ya estaba listo para volver al mundo. Fui al cuarto de baño y me miré detenidamente en el espejo. Demacrado y viejo, tenía el aspecto de un hombre más bien mayor que acaba de salir de un bar de alterne a las tantas de la mañana. Las bolsas debajo de los ojos me ponían años encima y los surcos de la cara me daban un aspecto duro pero interesante. Podría ser peor. Tras una ducha caliente salí a la calle. Me sorprendió ver la luz del día, había pasado demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes. Paré un taxi, estaba en una forma física lamentable y no me apetecía caminar. En media hora estaba en la puerta de la comisaría decidido a empezar con buen pie. Había ido allí en busca de respuestas. No tenía nada que perder en el intento. La recepcionista me recibió sin entusiasmo y sin dedicarme dos segundos. Pregunté por Manuel, el agente que había llevado mi caso. Recordaba su nombre porque así se llama mi padre.

—¿Tiene usted apellido?

—Claro que lo tengo. —La pregunta me pareció estúpida pero no quería perder más tiempo—. Roberto Sandoval. Dígale que soy el del incidente de la calle Ramón Salgado.

Pasé al despacho y el agente me recibió con un gesto seco. Me echó un vistazo por encima y enseguida noté su rechazo. Preguntó el motivo de mi visita y fui directo al grano, le dije que estaba allí para hablar de Sandra. Le había perdido la pista después del juicio y no había vuelto a verla. Habían quedado muchas cosas en el aire. Sé que el agente se acordaba muy bien de todo porque se implicó mucho en la investigación, recuerdo que pensé que era bueno en su trabajo. Por su gesto intuí que no iba a decirme nada de nada. Lo noté molesto, aunque me trató con amabilidad.

—Siéntate, por favor—dijo sin levantar la vista.

—No, estoy bien así.

—Como quieras. Así que vienes a hablar de tu caso.

—Vaya, ¡qué buen poli eres! —contesté, consiguiendo captar su total atención—. Sí, a eso vengo.

—Guárdate tu sarcasmo. ¿Qué quieres saber exactamente? Tengo mucho trabajo

—Lo que necesito son respuestas. Exactamente.

—Pues no las tengo. —Se levantó antes de continuar—. No hay.

—¿Y ya está?

—Sí, ya está —dijo levantando un poco el tono—. Olvídalo. Si vuelves a ver a tu ex, tendremos que detenerte, tienes una orden de alejamiento. No malgastes tu tiempo ni el mío. Vete a tu casa, llama a un amigo, vuelve al trabajo o haz algo que te divierta. No vuelvas a venir por aquí —concluyó señalando hacia la puerta.

Decepcionante. No había ido a buscar consejos y la verdad es que me molestaba su discursito prefabricado. Me daba igual esa filosofía de perro viejo, su condescendencia. ¡Como si yo fuera un chiquillo! No necesitaba tutela, solo respuestas claras y punto. Había sido una estupidez ir a la comisaría. En ese momento me di cuenta de que no estaba razonando con claridad, me sentí idiota. Acababa de hacer el ridículo y de ponerme en evidencia.

Salí de allí sudando. No miré atrás cuando crucé la puerta; pero intuía las miradas de desprecio. Me sentí asqueado, con ganas de vomitar. Tenía la sensación de estar completamente cubierto con papel de celofán y me estaba asfixiando. Me acababan de tomar por tonto y eso me irritaba profundamente. En ese momento lamenté no tener una pistola; habría entrado de nuevo en la comisaría dando tiros al aire y seguro que de esa forma me habrían dicho lo que quería. En vez de eso, me quedé como un gilipollas en la puerta, con mis ojeras, mis dudas y mi dignidad por los suelos, sin saber muy bien qué hacer. Tuve ganas de llorar.

Seguí caminando hacia ninguna parte. No sabía dónde vivía ahora Sandra. Seguramente se habría mudado. Ella pensó que quería matarla. Se equivocaba. No era un asesino, o al menos eso creía. Sin embargo, Sandra, la esquiva y complicada mujer con quien había convivido, lo tenía claro. Eso fue lo que más me dolió. El hecho de encontrarla con él, también. Cuando llegué y los vi, no pude reaccionar. Estuve paralizado mirando la escena a cámara lenta. Tenía la sensación de que el tiempo estaba esperando por mí, congelado. Ese momento no quedará entre los mejores de mi vida. No tengo armas en casa, así que cogí un cuchillo de la cocina. Fue un impulso. Nunca supe reaccionar bien ante las sorpresas, tengo la habilidad de escoger la peor de las opciones. Lo que sucedió después apenas lo recuerdo. Eso fue lo que argumentó el abogado que me libró de una pena de seis a diez años por tentativa de homicidio. Me impusieron una pena de dos años y una orden de alejamiento de por vida. No llegué a pisar la cárcel. Era mi primer delito y no tenía antecedentes. No me importó demasiado. Asistí al juicio desmotivado y sin ningún interés por lo que hicieran conmigo. Había perdido totalmente mi autoestima.

Mientras caminaba miré mi reflejo en un escaparate. Veía a un fracasado en todos los aspectos. Antes de todo eso yo era una persona corriente. Trabajaba en una empresa de software haciendo implantación de aplicaciones en empresas clientes. No era el mejor trabajo del mundo, pero me gustaba y lo hacía bien. Después del juicio me dijeron que no podían permitirse tener en plantilla a una persona conflictiva, políticas de empresa. Mis compañeros hasta entonces no se molestaron en disimular su desagrado. Ni uno solo se acercó a desearme suerte. No volví a encontrar empleo, aunque para ser sincero no me involucré demasiado en la búsqueda. Estuve muy ocupado sintiendo lástima de mí mismo a tiempo completo. En cuanto a mi familia tampoco llevó bien el tema. A mi padre no lo había vuelto a ver desde el incidente. Mi madre sin embargo sufrió mucho por mí. No eran un matrimonio bien avenido. Ella estaba siempre a su sombra, no tenía opinión, era una mujer frustrada e insatisfecha. Mi padre era un cabrón que me detestaba. No me importó la indolencia de mi padre a la que ya estaba acostumbrado. Sí la desolación de mi madre en el juicio. Eso me rompió el corazón.

Seguí dándole vueltas a la cabeza un buen rato. Era el momento perfecto para llamar a un amigo. Me hizo gracia que fuera precisamente eso lo que me recomendó el poli. Pero había un problema, ya no tenía amigos. Mis conocidos se pusieron de parte de mi ex. Se dice que los amigos no juzgan, solo aceptan, y yo nunca tuve ese tipo de conexión con nadie. De niño era bastante solitario y fui un adolescente introvertido y acomplejado. No guardaba grandes recuerdos de ninguna etapa de mi vida. Estoy seguro de que me mi padre me despreciaba y no tuve hermanos con los que compartir ese privilegio. Yo nunca quise tener hijos, tenía miedo de ser igual que él. Hubo un tiempo en el que Sandra intentó hablar de ese tema, me cerré en banda en todo momento. Quizás fui un cabrón egoísta al actuar de esa manera.

Ya nada de eso importaba, solo eran pensamientos inútiles que no me llevaban a nada. Tenía que concentrarme en mi objetivo, tener la mente clara. Volví a casa sin respuestas, pero con la convicción intacta. Al entrar de nuevo en el piso me pareció todavía más feo. Pensé en lo mal decorado que estaba, no había nada interesante, ni rastro de esas cosas que hacen de cuatro paredes un hogar. El típico calendario colgado en la pared de la cocina con algunas citas, fechas importantes marcadas con rotulador, el cajón con facturas de la luz, la caja de galletas llena de objetos absurdos que no sabes dónde meter, todas esas cosas que vamos dejando como el rastro de los caracoles allí por donde vamos viviendo. Nada de eso, allí solo estaban los muebles y la suciedad. Todo era impersonal. Esa casa no tenía alma, y yo tampoco. Estos pensamientos me estaban deprimiendo. Caí rendido en la cama.

La espiral infinita

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