Читать книгу La espiral infinita - Jana Crespo - Страница 8

2

Оглавление

Había dormido a pierna suelta y me sentía descansado. Tras una visita al lavabo, preparé un café. No sabía qué hora era, quizás media tarde, daba igual. Lo único importante de este día era que iba a conseguir avanzar en mi búsqueda. Me tiré en el sofá libreta en mano. Empecé a anotar los nombres de las personas que conocían a Sandra y podrían aportarme algo de información. Por supuesto, anoté a su madre. Era una mujer fría y bastante engreída. No me gustaba nada. Siempre sentí que le parecía poca cosa para su hija. Obviamente, no iba a llamarla. La taché. ¡Empezábamos bien! Continué con los amigos comunes. Todos resultaban poco apetecibles para una llamada, y sabía que ninguno de ellos iba a darme lo que necesitaba. Repasé y repasé en mi mente las personas con las que habíamos coincidido durante nuestra vida juntos. Tras un buen rato dándole vueltas, no había anotado nada. Cerré la libreta.

Salí a la calle a despejarme. Caminé sin rumbo fijo, estaba anocheciendo y resultaba agradable caminar bajo ese cielo. Tenía ganas de entrar en un bar, hacía mucho tiempo que no tomaba una copa. No tardé mucho en ver uno, parecía un antro, pero al fin y al cabo tampoco iba vestido de etiqueta. No me fijé en el nombre; en el barrio todos los bares tenían nombres anodinos, nada que mereciera la pena recordar.

El local era horrible, una barra vieja, decoración pasada de moda, mesas baratas distribuidas sin gracia. La limpieza brillaba por su ausencia. Me senté en un asqueroso taburete en la barra y enseguida se acercó el camarero, cuyo aspecto hacía juego con el resto del tugurio. Le pedí una cerveza, que me sirvió enseguida. Al menos no era un pesado de esos que dan la murga con comentarios absurdos acerca del tiempo. La cerveza estaba fresca, me relajé.

Tras un rato ocupado en mis cosas, noté que a mi lado se había sentado un tipo. Me miraba fijamente, incomodándome. Era un hombre de unos cincuenta años, mal vestido, con unos rasgos duros, el típico perdedor que se dedica a emborracharse hasta perder el conocimiento. Jamás le hablaría a un tipo como ese, pero él se había fijado en mí por algún motivo. No sabía lo que quería ni me importaba, estaba decidido a quitármelo de encima cuanto antes y seguir con mi cerveza tranquilo.

—¿Se puede saber qué miras? ─le dije.

— ¿Tú que crees? ¿Eres tonto o qué?

Su respuesta me dejó descolocado. Ese imbécil me estaba insultando, así de buenas a primeras. Pensé que buscaba pelea; estaría frustrado por su mierda de vida y querría desahogarse conmigo. No le iba a dar el gusto. O sí.

—Ya sé que me miras a mí, idiota. Lo que quiero saber es por qué —largué con cierta chulería.

—¿Cómo? ¿A quién llamas idiota? —dijo visiblemente irritado.

—No eres muy listo para darte tantos aires. Si digo idiota mirando hacia ti, te lo digo a ti. ¿No os enseñan nada en la cárcel? —Lo empujé levemente con el brazo—. ¡Pírate y déjame en paz!

Se produjo un silencio tenso. Notaba su mandíbula rígida, iba a arrearme. Solo tenía unos pocos segundos para decidir mi siguiente movimiento y no tenía ni idea de qué hacer en esa situación. No hice nada. Me quedé allí, pasmado como un espantapájaros mientras aquel tipo se preparaba para descargar sobre mí su ira. Me arreó fuerte, en la cara y con el puño cerrado. Ese día comprendí por qué dicen eso de que el que golpea primero lo hace dos veces. ¡Vaya que sí! Lo que recuerdo de ese momento fue el sonido. Los puñetazos en la cara hacen un ruido tremendo, como si te partieran los huesos. No me tumbó. Estaba de pie, frente a él, dolorido y con cara de bobo, pero seguía allí como una ramita de bambú que se dobla pero no se parte. Al fin y al cabo, era más duro de lo que yo mismo pensaba. El hombre estaba un poco desconcertado, no esperaba que yo aguantara su embestida y se quedó boquiabierto. Ahora era él quien tenía cara de bobo, así que me eché a reír a carcajadas. Creo que era la primera vez que lo hacía en meses. ¡Qué bien me sentía! La adrenalina de ese momento me sentó mejor que mil pastillas, me había relajado. Todo a cambio de una mandíbula dolorida, era buen negocio. Me di cuenta de que el tipo se estaba riendo conmigo. Al cabo de un rato estábamos compartiendo unas cervezas y haciendo confidencias.

Me contó que se ganaba la vida haciendo trabajos para gente que no quería o no sabía hacerlos por sí misma. Era conocido en el barrio, y lo llamaban cuando hacía falta una mano fuerte que no hiciera preguntas ni dejara que se las hicieran. Lo llamaban para todo tipo de cosas como echar a unos perroflautas okupas de una vivienda, a golpes, por supuesto. Echaba la puerta abajo y acababa de una vez por todas con la situación. Era eficaz, aunque alguna vez se había llevado algún susto. Me contó que una vez lo contrató un pez gordo para darle una paliza a un socio que le debía mucha pasta. El trabajo consistía en darle un escarmiento para animarlo a pagar. En esa ocasión había bebido mucho y se cebó tanto con el socio moroso que lo dejó en coma. El hombre que lo contrató amenazó con no pagar el trabajo si su socio moría, además del problema añadido de una inconveniente investigación policial. Lo pasó mal entonces y estuvo pensando en dejarlo. El beneficio que sacaba no justificaba el riesgo que suponía. El problema era que no sabía hacer nada más que pegar, amedrentar y asustar con la fuerza física. Así que allí estábamos, el matón de barrio y yo tomándonos algo en un bar de mala muerte, cutre hasta para dos personajes como nosotros. Entonces se me ocurrió.

—Tío, ¿tú me harías a mí un trabajo? Tengo algunos ahorros, te pagaría muy bien. Lo que me pidas.

—Oye, ¿de qué vas? No sé qué puedo hacer por ti a no ser que quieras que mate a alguien —dijo mientras hacía una mueca graciosa.

—Sí. Bueno, no —dudé—. Matar no, pero quiero que le hagas daño. Mucho.

—Estás de coña. —Soltó una carcajada—. Estás loco. Esto me pasa a mí por pegarle al primer pringado que veo en un bar. Paso de ti, completamente.

—Espera. ¿No quieres saber mi historia? Quizás después decidas ayudarme. Solo escúchame.

—Venga, dale. No tengo otra puta cosa que hacer. Escuchar a un pirado es el mejor de mis planes. Dispara —dijo antes de pedir otras dos cervezas.

—Hace unos años no era el tío que tienes delante. Tenía trabajo, tenía amigos que me llamaban los domingos para salir de tapas, mi familia me abría la puerta de casa y hasta se alegraban de verme. También tenía a alguien en mi vida. Era preciosa. Cuando empezamos a salir se convirtió en el centro del universo. Yo nunca me consideré gran cosa, la verdad, y pensaba que ella era la que le daba sentido a todo. Soy muy patético, ya te lo dije. Yo era feliz, ella no tanto. En eso se resume todo. Ella quería tener críos. Yo no soy una buena persona y no pensaba que tuviera nada que ofrecer a unos pobres chavales.

—Me vas a hacer llorar. ¿Y cuándo viene lo interesante? Hasta ahora tu historia es corriente y moliente. Nadie es feliz. Cuéntame otra.

—Además de un matón eres un filósofo. —Noté que le gustó el cumplido—. Sí, mi vida no es nada extraordinario. Lo que pasó después fue que un día me cancelaron una reunión de trabajo y llegué a casa antes de lo previsto. Los pillé en la cama, en mi cama. Eso me cambió la vida.

—Ahora se pone interesante. Quiero detalles.

—No es lo que crees. No soy ningún mojigato, no me hubiera escandalizado verla con otro tío. Yo mismo lo hacía con otras cuando tenía ocasión, y si no lo hice más fue porque no se me da bien ligar. Lo nuestro estaba por encima, ya me entiendes. Lo que vi en ese momento me dejó paralizado, porque el tío con el que estaba… era mi padre.

—¿Qué fuerte! ¿Tu chica se acostaba con tu viejo? Siento decírtelo, pero eso es un golpe bajo de la vida.

—Lo sé. Los amenacé con un cuchillo de cocina y ella me acabó poniendo una denuncia. La policía me interrogó en muchas ocasiones, y en todas dije lo mismo. Poca cosa, en realidad. Nunca mencioné a mi padre ni ella tampoco. La verdad me parecía demasiado humillante para mi madre, y para mí. Me callé, preferí no jugar esa carta. En el juicio ella jugó sucio, como era de esperar. Sandra siempre fue implacable. Se arriesgó mucho llevando a un tío que mintió por ella, un pringado como yo al que debió de engañar fácilmente. No sé qué pretendía, si creyó de verdad que quise matarla, o quería librarse de mí para siempre. Intuyo que buscaba pelas, quizás le interesaba aparecer como víctima por el tema de violencia de género o algo así, pero eso son conjeturas mías. —Paré un instante para dar un trago—. En cuanto al cabrón de mi padre, desapareció de la escena, no volví a verlo nunca más después de aquel día. Estoy seguro de que solo se acostaba con mi novia para demostrarme que yo era un mierda y que él podía tener lo mismo que yo si le daba la gana. Le gustó Sandra desde el día que entró por la puerta de su casa. Era un cabrón, pero no idiota. Mi pobre madre ya ha sufrido bastante en esta vida.

—Qué chungo. Lo siento —dijo mientras me ponía la mano sobre el hombro—. ¿Y qué quieres que haga yo?

—Ya te lo dije. Quiero que sufra. Quiero vengarme. No me importa el dinero. Te lo doy todo. Me pegaría un tiro aquí mismo si no fuera un cobarde. Ni siquiera sabría cómo disparar.

—Bueno, tío, tal y como yo lo veo estás pasando por una mala racha. Soy experto en malas rachas. Mira, me vendría de cine tu dinero, pero no voy a hacer eso que me pides. Yo no soy un lumbreras, pero algo de esto sé, y a mí la vida me enseñó que la venganza lo único que hace es joderte la cabeza. Olvídate de eso. Mira, yo le pego duro a tu viejo, y luego ¿qué? ¿Vas a quedarte satisfecho? Un cabrón dolorido no es menos cabrón. Hazme caso y pasa del tema, sigue con lo tuyo. Y para que veas que soy buena gente, te voy a decir una cosita más: habla con tu viejo. Fin de la historia. Ahora me tienes que dejar que te arregle el otro lado de la cara, ¡para que vayas a juego! —dijo con una gran sonrisa.

Nos reímos. Me sentí comprendido por primera vez en mucho tiempo. Era curioso que un completo desconocido tuviera esa compasión hacia mí… después de darme un puñetazo, pero eso no le quitaba mérito. Me sentí agradecido y tuve ganas de abrazarlo. Por supuesto no lo hice. A mí me enseñaron de pequeño que los hombres ni lloran ni se besan. Toda mi vida había estado encorsetado, apretado dentro de un traje que no era de mi talla. Allí en ese bar con ese quinqui me sentí yo mismo. ¡Por fin! Nos dimos un apretón de manos y allí se acabó la relación con el mejor amigo que tuve nunca. Caí en la cuenta de que había olvidado preguntarle su nombre.

Cuando salí a la calle, me notaba más ligero. Para mi sorpresa, estaba contento. Caminé largo rato saboreando esa sensación, ese hormigueo interior. Después de la conversación en el bar caí en la cuenta de que sentía curiosidad por ver a mi padre y mirarlo a la cara. ¿Cómo reaccionaría al verme? Quizás tuviera mala conciencia. O puede que tuviera el arrojo de regodearse con lo que había hecho y tendría ganas de matarlo. Era un riesgo que estaba dispuesto a correr.

La espiral infinita

Подняться наверх