Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 44

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Capítulo XLIII

Al día siguiente, Marianne se levantó a la hora de siempre; a todas las preguntas respondió que se encontraba mejor, e intentó convencerse a sí misma de ello dedicándose a sus ocupaciones cotidianas. Pero haber pasado un día completo sentada junto a la chimenea temblando de escalofríos, con un libro en la mano que era incapaz de leer, o echada en un sofá, decaída y sin fuerzas, no demostraba a las claras su mejoría; y cuando por fin se fue temprano a la cama sintiéndose cada vez peor, el coronel Brandon quedó simplemente pasmado ante la tranquilidad de Elinor, que aunque la atendió y cuidó durante todo el día, en contra de los deseos de Marianne y obligándola a tomar las medicinas necesarias en la noche, tenía la misma confianza de ella en la seguridad y eficacia del sueño, y no estaba constantemente asustada.

Una noche muy agitada y febril, sin embargo, frustró las esperanzas de ambas; y cuando Marianne, tras insistir en levantarse se confesó incapaz de sentarse y se devolvió voluntariamente a la cama, Elinor se mostró receptiva a aceptar el consejo de la señora Jennings y enviar a buscar el boticario de los Palmer.

El boticario visitó y examinó a la paciente, y aunque animó a la señorita Dashwood a confiar en que unos pocos días le devolverían la salud a su hermana, al declarar que su dolencia tenía un origen pútrido y permitir que sus labios pronunciaran la palabra “infección”, enseguida alarmó a la señora Palmer, por su hijo. La señora Jennings, que desde un comienzo había creído la enfermedad más seria de lo que pensaba Elinor, escuchó con ceño muy serio el informe del señor Harris, y confirmando los temores y preocupación de Charlotte, le recomendó alejarse de allí con su criatura; y el señor Palmer, aunque trató de ligeras sus aprensiones, se vio incapaz de resistir la enorme ansiedad y porfía de su esposa. Se decidió, entonces, su partida; y antes de una hora después de la llegada del señor Harris, marchó con su hijito y la niñera a la casa de una pariente cercana del señor Palmer, que vivía a unas pocas millas de Bath; allí, ante sus insistentes súplicas, su esposo prometió unírsele en uno o dos días, y a ese lugar su madre decidió acompañarla, también obedeciendo a sus ruegos. La señora Jennings, sin embargo, con una bondad que hizo a Elinor realmente quererla, se manifestó decidida a no moverse de Cleveland mientras Marianne siguiera enferma, y a esforzarse mediante sus más atentos cuidados en reemplazar a la madre de quien la había alejado; y en todo momento Elinor encontró en ella una activa y bien dispuesta colaboradora, deseosa de compartir todas sus fatigas y, muy frecuentemente, de gran utilidad por su mayor experiencia en el cuidado de enfermos.

La pobre Marianne, exánime y abatida por el carácter de su enfermedad y sintiéndose totalmente indispuesta, ya no podía confiar en que al día siguiente se restablecería; y pensar en lo que al día siguiente habría ocurrido de no mediar su desafortunada enfermedad, agravó su malestar; porque ese día iban a iniciar su viaje a casa y, acompañadas todo el camino por un criado de la señora Jennings, sorprenderían a su madre a la mañana siguiente. Lo poco que habló fue para lamentar ese inevitable retraso; y ello aunque Elinor intentó levantarle el ánimo y hacerla creer, como en ese momento ella misma lo creía, que esa demora sería muy corta.

El día siguiente trajo poca o ninguna variación en el estado de la paciente; se veía claro que no estaba mejor, y salvo el hecho de que no había ninguna mejoría, no parecía haber empeorado. El grupo se había reducido ahora todavía más, pues el señor Palmer, aunque sin muchos deseos de irse, tanto por espíritu humanitario y bondad natural como por no querer parecer atemorizado por su esposa, terminó dejando que el coronel Brandon lo convenciera de seguirla, según le había prometido; y mientras preparaba su marcha, el coronel Brandon mismo, haciendo un esfuerzo mucho mayor, también comenzó a hablar de irse. En este punto, sin embargo, la bondad de la señora Jennings se interpuso de muy buena forma, pues que el coronel se alejara mientras su amada sufría tal zozobra por causa de su hermana significaría privarlas a ambas de todo alivio; y así, diciéndole sin tardanza que para ella misma era necesaria su presencia en Cleveland, que lo necesitaba para jugar al piquet con ella por las tardes mientras la señorita Dashwood estaba arriba con su hermana, etc., le insistió tanto que se quedara, que él, que al acceder cumplía con lo que su corazón deseaba en primer lugar, no pudo ni siquiera fingir por mucho rato alguna vacilación al respecto, en especial cuando los ruegos de la señora Jennings fueron fervorosamente secundados por el señor Palmer, que parecía sentirse aliviado al dejar allí a una persona tan capaz de apoyar o aconsejar a la señorita Dashwood en cualquier urgencia.

A Marianne, por supuesto, la mantuvieron ajena a todas estas disposiciones. No sabía que había sido la causa de que los dueños de Cleveland tuvieran que dejar su casa antes de la semana de haber llegado. No la sorprendió no ver a la señora Palmer, y como por ello mismo no le preocupaba, nunca mencionaba su nombre.

Dos días habían transcurrido desde la marcha del señor Palmer, y las condiciones de la paciente se mantenían estacionarias, con muy pocos cambios. El señor Harris, que la visitaba todos los días, de forma bastante osada continuaba refiriéndose a una rápida mejoría, y la señorita Dashwood se mostraba igualmente optimista; pero los demás no tenían expectativas tan optimistas. Muy al comienzo del ataque, la señora Jennings había decidido que Marianne nunca se recuperaría; y el coronel Brandon, cuyo principal servicio era escuchar los presagios de la señora Jennings, no estaba en un estado de ánimo capaz de resistir su influencia. Intentó recurrir a la razón para superar temores que la opinión diferente del boticario hacía parecer absurdos; pero la gran cantidad de horas que cada día pasaba a solas eran demasiado propicias para alimentar pensamientos adversos, y no podía borrar de su mente la convicción de que no iba a ver más a Marianne con vida.

En la mañana del tercer día, sin embargo, las sombrías predicciones de ambos resultaron casi fallidas, pues cuando llegó el señor Harris declaró a su paciente mucho mejor. Tenía el pulso más fuerte y mostraba síntomas mucho más favorables que en su visita anterior. Elinor, confirmadas sus más gratas esperanzas, era toda alegría. Estaba feliz porque, en las cartas a su madre, se había atenido a su propio juicio y no al de sus amigos, y por haberle restado importancia a la indisposición que había retrasado su partida de Cleveland, y casi se atrevió a fijar la fecha en que Marianne podría viajar.

Pero el día no terminó de manera tan prometedora como había comenzado. Hacia el anochecer Marianne empeoró, con más pesadez, agitación y malestar que antes. Su hermana, sin embargo, todavía optimista, prefería atribuir el cambio solo a la falta de haber estado sentada mientras le hacían la cama; y tras hacerle tomar con todo cuidado los cordiales recetados, con alegría la vio sumirse en un sopor que esperaba fuese muy favorable. Su sueño, aunque no tan sosegado como habría esperado Elinor, duró un tiempo considerable; y esta, ansiosa de observar por sí misma los resultados, decidió quedarse a su lado hasta que despertara. La señora Jennings, que no estaba enterada del cambio operado en la paciente, se fue a la cama más temprano que de costumbre; su doncella, una de las principales encargadas del cuidado de la enferma, estaba buscando algo de distracción en la habitación del ama de llaves, y Elinor permanecía sola con Marianne.

El sueño de Marianne empezó a hacerse cada vez más agitado; y Elinor, que en ningún momento dejaba de observar atentamente sus continuos cambios de posición y escuchar los reiterados, aunque inarticulados quejidos que salían de sus labios, casi deseaba sacarla de un sopor tan penoso cuando Marianne, repentinamente despierta ante un ruido imprevisto en la casa, se irguió sobresaltada, exclamando en un desvarío febril:

—¿Ha venido mamá?

—Todavía no —replicó su hermana, ocultando su miedo y ayudando a Marianne a tenderse nuevamente—; aunque espero que después estará aquí. Hay un largo trecho, lo sabes, desde aquí a Barton.

—Pero no debe dar la vuelta por Londres —exclamó Marianne, con el mismo tono agitado—. Jamás la volveré a ver, si va a Londres.

Alarmada, Elinor se dio cuenta de que Marianne estaba delirando, y mientras intentaba sosegarla, ansiosamente le tomó el pulso. Era más débil y rápido que nunca; y al ver que Marianne seguía desvariando acerca de mamá, su temor aumentó hasta el punto de decidirla a enviar de urgencia por el señor Harris y despachar un mensajero a Barton para hacer venir a su madre. Junto con esta resolución, pensó en consultar de inmediato con el coronel Barton la mejor forma de llevarla a cabo; y así, tan pronto hubo llamado a la doncella para que la reemplazara junto a su hermana, se apresuró a bajar a la sala donde sabía que por lo general él siempre se encontraba, aunque mucho más tarde que en el momento actual.

No era momento para titubeos. Enseguida le hizo presente sus temores y sus dificultades. Sus temores, el coronel no tenía ni el valor ni la confianza necesarios para intentar aplacarlos: los escuchó con silencioso desánimo; pero de sus dificultades se hizo cargo de inmediato, pues con una rapidez que parecía evidenciar que mentalmente ya había previsto la ocasión y el servicio requerido, se ofreció a ser el mensajero que traería a la señora Dashwood. Elinor no presentó ninguna objeción que no fuera fácilmente rebatida. Le agradeció con palabras breves pero fervorosas, y mientras él se apresuraba a enviar a su criado con un mensaje para el señor Harris y una orden para conseguir caballos de posta rápidamente, ella le escribió unas pocas líneas a su madre.

El consuelo de un amigo como el coronel Brandon en esos instantes, de un compañero de esa clase para su madre... ¡qué enorme gratitud despertaba en ella! ¡Un amigo cuyo juicio la iba a guiar, cuya compañía aliviaría su dolor y cuyo afecto quizá la calmaría...! En la medida en que la perturbación que debía producir en ella una llamada como esa pudiera serle suavizada, su presencia, su trato y su ayuda con toda seguridad iban a conseguirlo.

Él, mientras, sintiera lo que sintiese, actuaba con toda la firmeza de una mente equilibrada; hizo todos los arreglos necesarios con la mayor presteza, y calculó con exactitud el momento en que ella podría aguardar su vuelta. No perdió ni un segundo en demoras de ningún tipo. Llegaron los caballos incluso antes de que se los esperara, y el coronel Brandon, limitándose a estrechar la mano de Elinor con una mirada solemne y unas pocas palabras dichas en una voz demasiado baja para que llegaran a sus oídos, se apresuró a montar en el carruaje. Eran entonces aproximadamente las doce, y Elinor volvió a la alcoba de su hermana para esperar la llegada del boticario y velar junto a ella por el resto de la noche. Fue una noche de padecimientos casi iguales para ambas hermanas. Hora tras hora fueron pasando en insomne dolor y delirio por parte de Marianne, y la más cruel ansiedad en Elinor, antes de que apareciera el señor Harris. Se habían despertado los temores de Elinor, que la hacían pagar con creces toda su anterior seguridad, y la sirviente sentada junto a ella —porque no había permitido que llamaran a la señora Jennings, la hacía sufrir aún más al insinuar las cosas que su ama había pensado desde al principio.

A intervalos, las ideas de Marianne seguían fijas sin coherencia en su madre, y cada vez que mencionaba su nombre, el corazón de la pobre Elinor sufría una punzada de dolor; se reprochaba haber tomado a la ligera tantos días de enfermedad, y deseando un socorro inmediato, pensaba que pronto todo socorro sería inútil, que todo se había retrasado demasiado, y se imaginaba a su afligida madre llegando demasiado tarde a ver a su preciosa hija con vida o en uso de su razón.

Se encontraba a punto de enviar a buscar de nuevo al señor Harris o, si él no podía acudir, solicitar nuevos consejos, cuando el boticario —pero no antes de las cinco— hizo su aparición. Su opinión, sin embargo, compensó en algo su retraso, pues aunque reconoció un cambio inesperado y desfavorable en su paciente, insistió en que no había un peligro grave y se refirió al alivio que un nuevo tratamiento debía procurar con una confianza que, en menor grado, se comunicó a Elinor. Prometió venir de nuevo dentro de las tres o cuatro horas siguientes, y dejó tanto a su paciente como a la preocupada acompañante más tranquilas de lo que las había hallado.

La señora Jennings se enteró de lo sucedido por la mañana, dando muestras de gran preocupación y con muchos reproches por no haber sido llamada a ayudar. Sus antiguos temores, que ahora revivían con mucha mejor base, no le dejaron duda alguna sobre lo ocurrido; y aunque se esforzaba en consolar a Elinor, su certeza sobre el peligro que corría su hermana no le permitía ofrecerle el consuelo de la esperanza. Su corazón estaba realmente apesadumbrado. El rápido decaer, la temprana muerte de una muchacha tan joven, tan adorable como Marianne, habría podido afectar incluso a una persona menos cercana. Pero Marianne podía esperar más de la compasión de la señora Jennings. Durante tres meses le había servido de compañía, todavía estaba a su cuidado, y se sabía que la habían herido profundamente y que había sufrido durante largo tiempo. También veía la angustia de la hermana, que era muy en especial su favorita; y en cuanto su madre, cuando la señora Jennings pensaba que quizá Marianne sería para ella lo que Charlotte era para sí misma, sentía una especial compasión por sus padecimientos.

El señor Harris fue puntual en su segunda visita, pero las esperanzas que había colocado en los efectos de la anterior se vieron fracasados. Sus medicamentos no habían surtido efecto; la fiebre no había remitido; y Marianne, solo más tranquila —no más dueña de sí— permanecía en un extraño sopor. Elinor, captando todos, y más que todos sus temores en un solo instante, propuso solicitar más consejos. Pero él lo juzgó innecesario; todavía tenía algo más que intentar, una nueva prescripción en cuyo éxito confiaba tanto como en el de la última, y su visita concluyó con cálidas palabras de seguridad que llegaron a los oídos de la señorita Dashwood, pero no lograron alcanzar su ánimo. Aunque se mantenía tranquila, excepto cuando pensaba en su madre, casi había perdido las esperanzas; y en este estado siguió hasta mediodía, casi siempre moviéndose del lado de su hermana, su mente saltando de una imagen de dolor a otra, de un amigo acongojado a otro, con su espíritu deprimido al máximo por la conversación de la señora Jennings, que no tenía reparos en atribuir la gravedad y peligro de este trastorno a las muchas semanas en que Marianne ya antes había estado indispuesta a causa de su desengaño. Elinor sentía cuán razonable era esa idea, y ello le asignaba un nuevo dolor añadido a sus pensamientos.

Cerca del mediodía, sin embargo, comenzó —pero con una cautela, un temor a ilusionarse falsamente que durante algún rato la hicieron callar, incluso frente a su amiga— a imaginar, a tener la esperanza de estar percibiendo una ligera mejoría en el pulso de su hermana; esperó, vigiló, lo examinó una y otra vez; y finalmente, con una agitación más difícil de ocultar bajo un exterior calmado que toda su angustia precedente, se atrevió a comunicar sus esperanzas. La señora Jennings, aunque obligada tras un examen a reconocer una recuperación temporal, intentó que su joven amiga evitara entregarse a la idea de que continuaría así; y Elinor, recorriendo mentalmente todos los argumentos que le recomendaban desconfiar, también se dijo que no debía fraguar esperanzas. Pero era demasiado tarde. La esperanza ya había hecho su entrada; y ella, sintiendo su ansioso aletear, se inclinó sobre su hermana para aguardar... ya ni sabía qué. Pasó media hora, y los síntomas favorables continuaban bendiciéndola. Incluso aparecieron otros, confirmándolos. Su respiración, su piel, sus labios, todos apelaban a Elinor con señales de mejoría, y Marianne fijó sus ojos en ella con una mirada racional, aunque lánguida. La ansiedad y la esperanza la acosaban en igual medida, impidiéndole un momento de tranquilidad hasta la llegada del señor Harris a las cuatro, cuando las seguridades que le dio, sus felicitaciones por una recuperación de su hermana que incluso sobrepasaba sus expectativas, le entregaron confianza y consuelo, y pudo dejar correr lágrimas de alegría.

Marianne estaba notablemente recuperada en todo sentido, y el señor Harris la declaró totalmente fuera de peligro. La señora Jennings, quizá satisfecha porque sus presagios solo habían recibido justificación parcial en la última alarma que habían vivido, se permitió confiar en el juicio del boticario y admitió con gran alegría, y pronto con indudable gozo, la probabilidad de una total recuperación.

Elinor no podía estar alegre. Su gozo era de una clase diferente, y llevaba a algo muy distinto a la alegría. Marianne devuelta a la vida, a la salud, a los amigos y a su amorosa madre, era una idea que le llenaba el corazón de dulce consuelo y se lo expandía en fervorosa gratitud; pero no se manifestaba ni en demostraciones externas de alegría, ni en palabras o sonrisas. Todo lo que abrigaba el pecho de Elinor era satisfacción, silenciosa y fuerte.

Continuó junto a su hermana con escasos lapsos toda la tarde, sosegando cada uno de sus temores, satisfaciendo cada una de las interrogantes de su fatigado espíritu, prestando todos los auxilios necesarios y vigilando casi cada mirada y cada aliento. Ciertamente, en algunos instantes se le hizo presente la posibilidad de una recaída, recordándole lo que era la ansiedad; pero cuando sus frecuentes y minuciosos exámenes le mostraron que continuaban todos y cada uno de los síntomas de recuperación, y a las seis vio a Marianne sumirse en un sueño tranquilo, ininterrumpido y, según todas las apariencias, confortable, disipó todas sus dudas.

Se acercaba ya el momento en que podía esperarse el regreso del coronel Brandon. A las diez, creía Elinor, o no mucho más tarde, su madre se vería libre del terrible suspense con que ahora debía ir viajando hacia ellas. ¡Quizá también el coronel era apenas un poco menos merecedor de piedad! ¡Ah, cuán lento transcurría el tiempo que aún los mantenía en la incertidumbre!

A las siete, dejando a Marianne todavía entregada a un reparador sueño, se unió a la señora Jennings en la sala para tomar té. Sus temores la habían mantenido incapaz de desayunar, y en la cena el giro repentino de los acontecimientos le había impedido comer mucho; el actual refrigerio, entonces, con los sentimientos de gozo con que Elinor llegaba a él, fue favorablemente bien recibido. Al terminar, la señora Jennings quiso convencerla de que descansara algo antes de la llegada de su madre, y le permitiera a ella tomar su lugar junto a Marianne; pero Elinor no se sentía ni cansada ni capaz de dormir, y no iba a consentir que la mantuvieran lejos de su hermana ni por un minuto. La señora Jennings subió con ella entonces hasta la pieza de la enferma para constatar que todo seguía bien, la dejó allí entregada a su tarea y a sus pensamientos, y se retiró a sus habitaciones a escribir algunas cartas y después a dormir.

La noche era fría y tempestuosa. Si hubieran sido las diez, Elinor habría estado segura de que en ese momento escuchaba un carruaje acercándose a la casa; y fue tan grande su seguridad de haberlo escuchado, a pesar de que era casi imposible que ya hubieran llegado, que se dirigió al saloncito junto a la pieza y abrió una celosía para constatar la verdad. En seguida vio que sus oídos no la habían engañado. De inmediato tuvo a la vista el brillo de los faroles de un carruaje. A su vacilante luz le pareció distinguir que era tirado por cuatro caballos; y esto, aunque era señal del extraordinario temor de su madre, explicó en parte tan inesperada rapidez.

Jamás, en toda su vida, había encontrado Elinor más difícil mantenerse calmada. Saber lo que su madre debía estar sintiendo en el momento en que el carruaje se paró ante la puerta... sus dudas, su miedo, ¡quizá su desesperación!, ¡y lo que ella debía decir!... sabiendo eso era imposible mantener la tranquilidad. Todo lo que quedaba por hacer era aguardar; y así, quedándose solo hasta que pudo dejar a la doncella de la señora Jennings con su hermana, voló escaleras abajo.

El trajín que escuchó en el vestíbulo mientras pasaba por un recibidor interior, le confirmó que ya estaban en la casa. Avanzó a toda prisa hacia la sala, entró... y allí vio tan solo a Willoughby.

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