Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 58

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Capítulo VIII

A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Esta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le formularon y en las cuales tuvo la satisfacción de comprobar el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que resultaba tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth el rechazo que en principio había sentido por ellas.

Lo cierto es que, era a Bingley al único del grupo que ella veía con simpatía. Su preocupación por Jane era palpable, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una entrometida, que era como los demás la valoraban. Solo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba pasmada con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre perezoso que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió sin descanso junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, grosero, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst pensaba lo mismo y añadió:

—En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una magnífica caminante. Nunca olvidaré cómo apareció esta mañana. Sin duda parecía medio salvaje.

—Ciertamente, Louisa. Cuando la vi, casi no pude frenarme. ¡Qué falta de juicio venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que corriese por los campos solo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo presentaba los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!

—Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no le servía para nada.

—Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa —dijo Bingley—, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto magnífico al entrar en el salón esta mañana. Casi no percibí que llevaba las faldas sucias.

—Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy —dijo la señorita Bingley—; y creo que no le agradaría que su hermana ofreciese parecido espectáculo.

—Desde luego.

—¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría demostrar? Para mí, eso demuestra una execrable independencia y orgullo, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.

—Lo que demuestra es un estimable cariño por su hermana —dijo Bingley.

—Creo, señor Darcy —observó la señorita Bingley en un susurro—, que esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus hermosos ojos.

—De ningún modo —respondió Darcy—; con el ejercicio se le pusieron todavía más brillantes.

A esta intervención siguió un breve silencio, y la señora Hurst volvió.

—Le tengo gran afecto a Jane Bennet, es en verdad una muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón que tuviese mucha suerte. Pero con semejantes padres y con parientes de tan poco brillo, creo que no va a tener muchas ocasiones.

—¿Verdad que te he oído decir que su tío es abogado en Meryton?

—Sí, y tiene otro que vive en algún lugar cerca de Cheapside.11

—¡Magnífico! —añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.

—Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos —exclamó Bingley—, no por ello serían las Bennet menos atractivas.

—Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que representen algo en el mundo —respondió Darcy.

Bingley no realizó ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron encantadas, y estuvieron un rato chanceándose a costa de los plebeyos parientes de su querida amiga.

Sin embargo, en un acto de renovada generosidad, al salir del comedor pasaron al cuarto de la enferma y se sentaron con ella hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba todavía muy indispuesta, y Elizabeth no la dejaría hasta más tarde, cuando se quedó tranquila al ver que estaba dormida, y entonces le pareció que debía ir abajo, aunque no tuviese ningunas ganas. Al entrar en el salón los encontró a todos jugando al loo12, y enseguida la invitaron a que les acompañase. Pero ella, temiendo que estuviesen jugando grandes cantidades, no aceptó, y, utilizando a su hermana como excusa, dijo que se entretendría con un libro durante el poco tiempo que podría permanecer abajo. El señor Hurst la miró con perplejidad.

—¿Prefieres leer a jugar? —le dijo—. Es muy raro.

—La señorita Elizabeth Bennet —manifestó la señorita Bingley— odia las cartas. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más.

—No merezco ni ese elogio ni esa censura —exclamó Elizabeth—. No soy una lectora empedernida y encuentro placer en muchas cosas.

—Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana —intervino Bingley—, y espero que ese placer crezca cuando la vea completamente curada.

Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa donde había varios libros. Él se ofreció enseguida para traer otros, todos los que hubiese en su biblioteca.

—Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero soy un hombre negligente, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que pueda llegar a leer.

Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía bastante.

—Es raro —atajó la señorita Bingley— que mi padre haya reunido una colección de libros tan pequeña. ¡Qué magnífica biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!

—Ha de ser buena —respondió—; es obra de muchas generaciones.

—Y además usted la ha aumentado en gran manera; siempre está comprando libros.

—No puedo entender que se descuide la biblioteca de una familia en los tiempos que corren.

—¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a acrecentar la belleza de esa noble estancia. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese la mitad de bonita que Pemberley.

—Ojalá pueda.

—Pero yo te aconsejaría que adquirieses el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.

—Ya lo creo que lo haría. Y adquiriría el propio Pemberley si Darcy lo vendiera.

—Me refiero a posibilidades, Charles.

—Sin tapujos, Caroline, preferiría adquirir Pemberley comprándolo que remendándolo.

Elizabeth estaba demasiado pendiente de lo que ocurría para poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor para observar la partida.

—¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? —preguntó la señorita Bingley—. ¿Será ya tan alta como yo?

—Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth Bennet, o la pasará.

—¡Qué ganas tengo de volver a verla! Jamás he conocido a nadie que me agrade tanto. ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de una forma sublime.

—Me sorprende —dijo Bingley— que las jóvenes tengan tanta paciencia para asimilar tanto, y lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.

—¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿de qué vas?

—Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me dijera que era perfecta.

—Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones —dijo Darcy— tiene mucho de auténtica. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de darte la razón en lo que se refiere a tu aprecio de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo vanagloriarme de conocer más que a una media docena que sean totalmente perfectas.

—Ni yo, es verdad —dijo la señorita Bingley.

—Entonces —observó Elizabeth— debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.

—Sí, es muy exigente.

—¡Oh, ciertamente! —exclamó su fiel compañera—. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra por regla general. Una mujer debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo singular en su aire y manera de andar, en el timbre de su voz, en su amabilidad y modo de expresarse; pues de lo contrario solo merecería el calificativo más que a medias.

—Debe poseer todo esto —añadió Darcy—, y a ello hay que añadir algo más implícito en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.

—No me asombra ahora que conozca únicamente a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.

—¿Tan estricta es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?

—Yo jamás he visto una mujer con este perfil. Jamás he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted las define.

La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su tácita duda, afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó las hizo callar quejándose con amargura de que no prestasen atención al juego. Como la conversación parecía haber finalizado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.

—Elizabeth —dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella— es una de esas muchachas que tratan de hacerse queridas por el sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco rastrero, una mala artimaña.

—Indudablemente —respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación— hay bajeza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a utilizar para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es abominable.

La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la contestación como para seguir con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos solo para decirles que su hermana se había agravado y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar rápidamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no era útil, propusieron enviar a alguien a la capital para que viniere uno de los más afamados doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se opuso a que se hiciese lo que deseaba el hermano. De forma que se acordó mandar a buscar al doctor Jones casi después del alba de la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas se encontraban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras Bingley no podía hallar mejor alivio a su nerviosismo que ordenar a su ama de llaves para que se prestase toda la atención necesaria y más a la enferma y a su hermana.

Cheapside: Puede entenderse como zona (side) barata (cheap), lo que provocó la burla de las hermanas Bingley.

Loo: juego de cartas en el que los jugadores debían pagar prenda cada vez que perdían.

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