Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 79

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Capítulo XXIX

La satisfacción de Collins por esta invitación era total. No había cosa que le hiciese más ilusión que poder mostrar la grandeza de su patrona a sus admirados convidados y hacerles ver la deferencia con la que esta dama les trataba a él y a su mujer; y el que se le diese oportunidad para ello tan pronto era un ejemplo de la benevolencia de lady Catherine que no sabría cómo devolvérsela.

—Confieso —dijo— que no me habría asombrado que Su Señoría nos invitase el domingo a tomar el té y a pasar la tarde en Rosings. Más bien me lo esperaba, porque conozco su cortesía. Pero, ¿quién habría podido pensar una atención como esta? ¿Quién podría haber imaginado que recibiríamos una invitación para cenar; invitación, además, extensiva a todos los de la casa, tan poquísimo tiempo después de que llegasen ustedes?

—A mí no me asombra —manifestó sir William—, porque mi situación en la vida me ha permitido conocer el auténtico modo de ser de los grandes. En la corte esos ejemplos de educación tan noble son muy normales.

En todo el día y en la mañana siguiente casi no se habló de otra cosa que de la visita a Rosings. Collins les fue instruyendo minuciosamente de lo que iban a tener ante sus ojos, para que la vista de aquellas estancias, de tantos criados y de tan espléndida comida, no les dejase boquiabiertos.

Cuando las señoras fueron a vestirse, le dijo a Elizabeth:

—No se preocupe por su atavío, querida prima. Lady Catherine está lejos de exigir de nosotros la elegancia en el vestir que a ella y a su hija obligan. Solo desearía aconsejarle que se ponga el mejor traje que tenga; no hay ocasión para más. Lady Catherine no pensará mal de usted por el hecho de que vaya vestida con sencillez. Le gusta que se le reserve la distinción debida a su rango.

Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine no le gustaba tener que esperar para comer. Tan formidables informes sobre Su Señoría y su manera de vivir habían acobardado a María Lucas, poco acostumbrada a la vida social, que esperaba su entrada en Rosings con la misma reticencia que su padre había experimentado al ser presentado en St. James.

Como hacía buen tiempo, el paseo de media milla a través de la finca de Rosings fue espléndido. Todas las fincas tienen su belleza y sus vistas, y Elizabeth estaba encantada con todo lo que iba contemplando, aunque no demostraba el entusiasmo que Collins aguardaba, y escuchó con nulo interés la enumeración que él le hizo de las ventanas de la fachada, y la relación de lo que las vidrieras le habían costado a sir Lewis de Bourgh.

Mientras subían la escalera que llevaba al vestíbulo, la excitación de María se acrecentó y ni el mismo sir William las tenía todas consigo. En cambio, a Elizabeth no le fallaba su coraje. No había oído decir nada de lady Catherine que le hiciese creer que poseía ningún talento inusual ni virtudes milagrosas, y sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la tranquilidad.

Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado adorno ponderó Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría las presentaciones, estas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias.

A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan anonadado ante la grandeza que le rodeaba, que casi no tuvo ánimos para hacer una profunda reverencia, y se sentó sin articular una palabra. Su hija, asustada y como trastornada, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con tranquilidad a las tres damas que tenía enfrente. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos muy pronunciados que debieron de haber sido atractivos en su juventud. Tenía aires de grandeza y su manera de recibirles no era la más adecuada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de espantoso; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba apabullante. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era punto por punto tal como él la había descrito.

Después de pasar revista a la madre, en cuyo rostro y conducta encontró enseguida cierta semejanza con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan minúscula. Tanto su figura como su cara no tenían nada que ver con su madre. La señorita de Bourgh era cerúlea y enfermiza; sus facciones, aunque no feas, eran minúsculas; hablaba poco y solo cuchicheaba con la señora Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada sobresaliente y que no hizo más que escuchar lo que la niña le comentaba y colocar una pantalla en la dirección conveniente para protegerle los ojos del sol.

Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las ventanas para que contemplasen el panorama; el señor Collins los acompañó para indicarles bien su belleza, y lady Catherine les informó con cortesía de que en verano la vista era mucho más hermosa.

La cena fue magnífica y salieron a relucir en ella todos los criados y la vajilla de plata que Collins les había anunciado; y tal como les había pronosticado, tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su Señoría, con lo cual parecía que para él la vida ya no tenía nada más importante que ofrecerle. Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y prontitud. Cada plato era alabado primero por él y después por sir William, que se hallaba ya lo suficientemente recobrado como para hacerse eco de todo lo que decía su yerno, de tal modo, que Elizabeth no comprendía cómo lady Catherine podía soportarlos. Pero lady Catherine parecía halagada con tan exagerada admiración, y sonreía afable sobre todo cuando algún plato resultaba una novedad para ellos. Los demás casi no articulaban palabras. Elizabeth estaba dispuesta a hablar en cuanto le concedieran la oportunidad; pero estaba sentada entre Charlotte y la señorita de Bourgh, y la primera se dedicaba a escuchar a lady Catherine, mientras que la segunda no abrió la boca en toda la comida. La principal ocupación de la señorita Jenkinson era estar atenta a lo poco que comía la señorita de Bourgh, rogándole con insistencia que tomase algún otro plato, temiendo todo el tiempo que estuviese indispuesta. María creyó mejor no hablar y los caballeros no hacían más que comer y ensalzar.

Cuando las señoras regresaron al salón, no tuvieron otra cosa que hacer que oír hablar a lady Catherine, cosa que hizo sin parar hasta que sirvieron el café, exponiendo su opinión sobre los más variados asuntos de un modo tan imperativo que demostraba que no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria. Interrogó a Charlotte minuciosamente y con toda familiaridad sobre sus quehaceres domésticos, dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien organizado en una familia tan reducida como la suya, y la aconsejó hasta en el cuidado de las vacas y las gallinas. Elizabeth comprobó que no había nada que estuviese bajo la atención de esta gran dama que no le ofreciera la oportunidad de dictar órdenes a los demás. En los intervalos de su discurso a la señora Collins, dirigió varias preguntas a María y a Elizabeth, pero sobre todo a la última, de cuya familia no conocía nada en absoluto, y que, según le dijo a la señora Collins, le parecía una muchacha muy gentil y hermosa. Le preguntó, en distintas ocasiones, cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si había alguna que estuviera para casarse, si eran guapas, dónde habían sido educadas, qué clase de carruaje tenía su padre y cuál había sido el apellido de soltera de su madre. Elizabeth notó la impertinencia de sus preguntas, pero respondió a todas ellas con cortesía. Lady Catherine observó después:

—Tengo entendido que la propiedad de su padre debe heredarla el señor Collins. Lo celebro por usted —dijo volviéndose hacia Charlotte—; pero no veo motivo para legar las posesiones fuera de la línea femenina. En la familia de sir Lewis de Bourgh no se hizo así. ¿Sabe tocar y cantar, señorita Bennet?

—Un poco.

—¡Ah!, entonces tendremos el gusto de escucharla en algún momento. Nuestro piano es magnífico, probablemente mejor que el de... Un día lo probará usted. Y sus hermanas, ¿tocan y cantan también?

—Una de ellas sí.

—¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted?

—No, en absoluto.

—¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes?

—Ninguna.

—Es muy raro. Supongo que no habrán tenido ocasión. Su madre debió haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos maestros.

—Mi madre no se habría opuesto, pero mi padre odia Londres.

—¿Y su institutriz sigue todavía con ustedes?

—Jamás hemos tenido institutriz.

—¡Que no han tenido jamás institutriz! ¿Cómo es posible? ¡Cinco hijas educadas en casa sin institutriz! Nunca vi nada igual. Su madre debe haber sido una auténtica esclava de su educación.

Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido así.

—Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de haber estado desatendidas.

—En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que queríamos aprender, jamás nos faltaron los medios. Siempre fuimos impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios. Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían hacerlo.

—¡Sí, no lo dudo!, y eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiese conocido a su madre, habría insistido con todas mis fuerzas para que tomase una. Siempre sostengo que en materia de educación no se consigue nada sin una instrucción sólida y ordenada, y solo una institutriz la puede dar. ¡Hay que ver la cantidad de familias a quienes he orientado en este sentido! Me encanta ver a las chicas bien situadas. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson se colocaron muy bien gracias a mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien me hablaron por casualidad, y la familia está contentísima con ella. Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para agradecérmelo? Asegura que la señorita Pope es una joya. “Lady Catherine —me dijo—, me ha dado usted una joya”. ¿Ha sido ya presentada en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet?

—Sí, señora, todas.

—¡Todas! ¡Cómo! ¿Las cinco a la vez? ¡Qué raro! Y usted es solo la segunda. ¡Las menores presentadas en sociedad antes de casarse las mayores! Sus hermanas deben de ser muy jóvenes...

—Sí; la menor no tiene todavía dieciséis años. Quizás es demasiado joven para haber sido presentada en sociedad. Pero lo cierto, señora, es que opino que sería muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y de sus atractivos, por las circunstancias de que las mayores no tuviesen medios o ganas de casarse pronto. La última de las hijas posee tanto derecho a los placeres de la juventud como la primera. Retrasarlos por ese motivo creo que no sería lo más justo para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de espíritu.

—¡Caramba! —dijo Su Señoría—. Para ser usted tan joven da sus opiniones de modo muy seguro. Dígame, ¿qué edad tiene?

—Con tres hermanas detrás ya crecidas —contestó Elizabeth con una sonrisa—, Su Señoría no puede esperar que se lo confiese.

Lady Catherine se quedó pasmadísima de no haber recibido una respuesta directa; y Elizabeth sospechaba que había sido ella la primera persona que se había atrevido a burlarse de tan insoportable impertinencia.

—No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita esconder su edad.

—Todavía no he cumplido los veintiuno.

Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se montaron las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar su mesa, que fue aburrida en grado sumo. Casi no se dijo una sílaba que no se refiriese al juego, salvo cuando la señora Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más movida. Lady Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia era exagerada. Sir William no hablaba mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.

Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las mesas y le ofrecieron el coche a la señora Collins, que lo aceptó muy agradecida, e inmediatamente dieron órdenes para traerlo. La reunión se congregó entonces junto al fuego para escuchar a lady Catherine pronosticar qué tiempo iba a hacer al día siguiente. En estas les avisaron de que el coche aguardaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron. En cuanto dejaron atrás el zaguán, Collins invitó a Elizabeth a que expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió, solo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se esforzó su elogio no fue suficiente para Collins, que no tardó en verse impelido a encargarse él mismo de ensalzar a Su Señoría.

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