Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 81
ОглавлениеCapítulo XXXI
El coronel Fitzwilliam fue muy alabado y todas las señoras pensaron que su presencia sería un atractivo más de las reuniones de Rosings. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la casa, los Collins no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana después de la llegada de los dos caballeros, no fueron honrados con dicha deferencia y todavía, al salir de la iglesia, se les comunicó que no fueran hasta última hora de la tarde.
Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Catherine y a su hija. El coronel Fitzwilliam visitó más de una vez la casa de los Collins, pero Darcy solo apareció en la iglesia.
La invitación, como es lógico, fue aceptada, y a una hora prudente los Collins se presentaron en el salón de lady Catherine. Su Señoría les recibió cortésmente, pero se notaba bien claro que su compañía ya no le era tan complaciente como cuando estaba sola; así fue, estuvo más pendiente de sus sobrinos y habló con ellos, especialmente con Darcy, mucho más que con cualquier otra persona de los asistentes.
El coronel Fitzwilliam parecía sinceramente estar contento al verles; en Rosings cualquier cosa le parecía un consuelo, y además, la linda amiga de la señora Collins le tenía cautivado. Se sentó al lado de Elizabeth y charlaron con tanto deleite de Kent y de Hertfordshire, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de libros nuevos y de música, que Elizabeth jamás lo había pasado tan placenteramente en aquel salón; hablaban con tanta libertad y animación que atrajeron la atención de lady Catherine y de Darcy. Este último les había mirado ya varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato de la misma opinión, y se vio sin tapujos, porque no vaciló en preguntar:
—¿Qué estás hablando, Fitzwilliam? ¿A qué te refieres? ¿Qué le dices a la señorita Bennet? Quiero saberlo.
—Hablamos de música, señora —declaró el coronel cuando vio que no podía esquivar la contestación.
—¡De música! Pues hágame el favor de hacerlo en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me gusta. Tengo que tomar parte en la charla si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más adictas a la música que yo o que posean mejor gusto natural. Si hubiese estudiado, habría resultado una gran alumna. Lo mismo le pasaría a Anne si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado de forma encantadora. ¿Cómo está Georgiana, Darcy?
Darcy realizó un cordial elogio de lo adelantada que iba su hermana.
—Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias —dijo lady Catherine—, y te ruego que le transmitas de mi parte que ha de practicar mucho, para que se note la mejora.
—Le aseguro que no necesita que se lo advierta. Practica sin descanso.
—Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo abandone. Con frecuencia les digo a las jovencitas que en música no se consigue nada sin una práctica sin tregua. Muchas veces le he dicho a la señorita Bennet que nunca tocará con soltura si no practica más; y aunque la señora Collins no tiene piano, la señorita Bennet será muy bien acogida, como le he indicado con frecuencia, si viene a Rosings todos los días para practicar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.
Darcy pareció un poco avergonzado de la mala educación de su tía, y no respondió.
Cuando acabaron de tomar el café, el coronel Fitzwilliam recordó a Elizabeth que le había prometido tocar, y la joven se sentó enseguida al piano. El coronel puso su silla a su lado. Lady Catherine escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que Darcy la dejó y dirigiéndose con su precaución acostumbrada hacia el piano, se colocó de manera que pudiese ver el rostro de la atractiva intérprete. Elizabeth se percató de lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia él con una amplia sonrisa y le dijo:
—¿Pretende amedrentarme, viniendo a escucharme con ese semblante? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de tozudez en mí, que nunca me permite que me atemorice nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta meterme miedo.
—No le diré que se ha equivocado —repuso Darcy— porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo suficiente para saber que se complace a veces en defender opiniones que de hecho no son suyas.
Elizabeth se rio abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo al coronel Fitzwilliam:
—Su primo pretende darle a usted una acabada idea de mí enseñándole a no creer ni una palabra de cuanto yo le diga. Me entristece encontrarme con una persona tan determinada a descubrir mi auténtico modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas negativas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría llevar a vengarme y saldrían a relucir cosas que avergonzarían a sus parientes.
—No le tengo miedo —dijo él sonriente.
—Dígame, por favor, de qué le acusa —exclamó el coronel Fitzwilliam—. Me gustaría saber cuál es su conducta entre extraños.
—Se lo diré, pero prepárese a oír algo horrible. Ha de saber que la primera vez que le conocí fue en un baile, y en ese baile, ¿cómo cree usted que se comportó? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros, y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede decir que no.
—No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas que habían venido, a no ser las que lo hicieron conmigo.
—Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están aguardando sus órdenes.
—Quizá me habría juzgado mejor —añadió Darcy— si hubiese rogado que me presentaran. Pero no sirvo para hacerlo a desconocidos.
—Vamos a preguntarle a su primo por qué se comporta así —dijo Elizabeth sin dirigirse más que al coronel Fitzwilliam—. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para complacer a extraños?
—Puedo responder yo mismo a esta pregunta —replicó Fitzwilliam— sin interrogar a Darcy. Eso es porque no quiere tomarse el trabajo.
—Reconozco —dijo Darcy— que no poseo la gracia que otros tienen de conversar fácilmente con las personas que nunca he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como ocurre normalmente.
—Mis dedos —repuso Elizabeth— no se desenvuelven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto hacerlo a los de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir idéntico efecto. Pero siempre he pensado que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean aptos, como los de cualquier otra mujer, para tocar con soltura.
Darcy sonrió y le dijo:
—Tiene usted toda la razón. Ha utilizado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros interpreta ante extraños.
Lady Catherine les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Elizabeth se puso a tocar de nuevo. Lady Catherine se acercó y después de escucharla durante unos minutos, manifestó a Darcy:
—La señorita Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiese poseído las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es manejar las teclas, aunque su gusto no es como el de Anne. Anne habría sido una pianista extraordinaria si su salud le hubiese permitido tomar clases.
Elizabeth miró a Darcy para observar su amable asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni en ningún otro instante descubrió ningún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita de Bourgh, Elizabeth dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Bingley: que Darcy se habría casado con ella si hubiese pertenecido a su familia.
Lady Catherine continuó haciendo observaciones sobre la forma de tocar de Elizabeth, mezcladas con infinidad de instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Elizabeth las soportó con toda la paciencia que impone el decoro, y a petición de los caballeros continuó interpretando hasta que estuvo listo el coche de Su Señoría y los trasladó a todos a casa.