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CAPÍTULO XLV

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MIENTRAS regresaba andando a su casa, las meditaciones de Emma no fueron interrumpidas; pero al entrar en el salón encontró allí a quienes debían distraerla de sus pensamientos. El señor Knightley y Harriet habían llegado durante su ausencia y estaban conversando con su padre. El señor Knightley al verla se levantó inmediatamente, y con un aire más serio que de costumbre dijo:

-No quería irme sin verla, pero no tengo tiempo que perder, o sea que tengo que ir directamente al asunto. Me voy a Londres a pasar unos días con John e Isabella. ¿Quiere usted que les dé o les diga algo de su parte, además del «afecto» que no puede transmitirse por una tercera persona?

-No, no, nada. Pero, ¿lo ha decidido usted de repente?

-Pues… sí… más bien sí… Hace poco que se me ha ocurrido la idea.

Emma estaba segura de que él no la había perdonado; su actitud era distinta. Pero confiaba que el tiempo le convencería de que debían volver a ser amigos. Mientras él seguía de pie, como dispuesto a irse de un momento a otro pero sin acabar de hacerlo, su padre empezó a hacer preguntas.

-Bueno, querida, ¿no te ha ocurrido nada por el camino? ¿Cómo has encontrado a mi buena amiga y a su hija? Estoy convencido de que habrán estado muy contentas de que fueras a verlas. Emma ha ido a visitar a la señora y a la señorita Bates, señor Knightley, como ya le he dicho antes. Siempre es tan atenta con ellas…

Emma enrojeció al oír un elogio tan inmerecido; y sonriendo y negando con la cabeza, gesto que no podía ser más elocuente, miró al señor Knightley… Creyó percibir una instantánea impresión en favor suyo, como si los ojos de él captaran en los suyos la verdad y todos aquellos buenos sentimientos de Emma fueran en un momento comprendidos y honrados… Él la miraba con afecto. Emma se sentía sobradamente recompensada… y más aún cuando un momento después él inició un ademán que delataba algo más que una simple amistad… Le cogió la mano… Emma no hubiera podido decir si no había sido ella quien había hecho el primer movimiento… quizá más bien se la había ofrecido… pero él le cogió la mano, la apretó y estuvo a punto de llevársela a los labios… pero algo le hizo cambiar de idea y la dejó caer bruscamente… Ella no adivinaba por qué había tenido aquel reparo, por qué había cambiado de opinión cuando sólo faltaba completar el gesto… Según Emma hubiese hecho mejor de llegar hasta el fin… Sin embargo la intención era indudable; y ya fuera porque aquello contrastaba con sus maneras en general poco galantes, ya por cualquier otro motivo, consideró que nada le sentaba mejor… En él era un gesto tan sencillo y sin embargo tan caballeresco… No podía por menos de recordar el intento con gran complacencia. Revelaba una amistad tan cordial… Inmediatamente después se despidió… y se fue en seguida. El señor Knightley siempre lo hacía todo con una seguridad enemiga de toda indecisión y toda demora, pero en aquellos momentos su partida parecía más brusca de lo que era habitual en él.

Emma no lamentaba haber ido a visitar a la señorita Bates, pero sí hubiese preferido haber salido de allí diez minutos antes; le hubiese gustado mucho poder hablar con el señor Knightley sobre el empleo de Jane Fairfax… Tampoco lamentaba el que visitara a la familia de Brunswick Square porque sabía la alegría que iba a proporcionar su visita… pero hubiese preferido que hubiera elegido una época mejor… y que se hubiese enterado de su marcha con más antelación… Sin embargo, se separaron muy amistosamente; Emma no podía dudar de lo que significaba su actitud y su galantería inacabada; todo aquello tenía por objeto darle la seguridad de que volvía a tener buena opinión de ella… El señor Knightley había estado en Hartfield más de media hora… ¡Qué lástima que no hubiese vuelto más temprano!

Con la esperanza de distraer a su padre de la desagradable impresión de la marcha a Londres del señor Knightley (¡una marcha tan precipitada, y además teniendo en cuenta que iba a caballo, lo cual podía ser tan peligroso!), Emma le comunicó las noticias de Jane Fairfax, y sus palabras produjeron el efecto que esperaba; consiguió distraerle… e interesarle, sin llegar a hacer que se preocupara. El señor Woodhouse hacía ya tiempo que se había hecho a la idea de que Jane Fairfax iba a emplearse como institutriz y podía hablar de ello tranquilamente; pero la súbita partida para Londres del señor Knightley había sido un golpe inesperado.

-No sabes lo que me alegro de saber que ha encontrado un empleo tan conveniente. La señora Elton es muy buena persona y muy agradable, y estoy seguro de que sus amistades son como deben ser. Confío en que el clima será seco y que se ocuparán de su salud. Deberían tenerle todas las atenciones, como estoy seguro de que yo siempre tuve con la pobre señorita Taylor. Mira, querida, ella será para esta señora lo mismo que la señorita Taylor era para nosotros. Y espero que en un aspecto tendrá más suerte, y no la obligarán a irse para casarse después de haber estado tanto tiempo en la casa.

Al día siguiente las noticias que se recibieron de Richmond hicieron olvidar todos los demás acontecimientos. ¡A Randalls llegó un propio para anunciar la muerte de la señora Churchill! A pesar de que no se habían dado motivos alarmantes a su sobrino para que se apresurara a regresar, cuando llegó apenas le quedaban treinta y seis horas de vida. Un ataque repentino, de un mal de naturaleza distinta de lo que hacía prever su estado general, le había causado la muerte tras una breve agonía. ¡La gran señora Churchill había dejado de existir!

Su muerte fue sentida como deben sentirse esas cosas. Todo el mundo se mostró un poco serio, un poco apenado; compasivo para con la que se había ido, interesado por los amigos que la sobrevivían; y al cabo de un tiempo razonable, curioso por saber dónde la enterrarían. Goldsmith dice que cuando una mujer encantadora empieza a volverse un poco loca lo mejor que puede hacer es morirse; y que cuando empieza a volverse desagradable, ésta es también la mejor solución para evitar tener una mala fama. Después de haber sido aborrecida al menos durante veinticinco años, ahora la señora Churchill hubiera podido oír cómo se hablaba de ella con compasiva benevolencia. En un aspecto había demostrado tener razón. Antes de entonces nunca nadie había creído que se encontraba gravemente enferma. Su muerte justificó, pues, todas sus manías, todos los males imaginarios que inventaba su egoísmo.

«¡Pobre señora Churchill! Sin duda había sufrido mucho; más de lo que nadie había supuesto… y el sufrimiento continuo siempre agria el carácter. Un lamentable acontecimiento… dejaba un gran vacío… a pesar de todos sus defectos… ¿Qué haría ahora el señor Churchill sin ella? Ciertamente, para el señor Churchill la pérdida era irreparable. El señor Churchill nunca lograría sobreponerse a ella…» Incluso el señor Weston cabeceó tristemente y adoptando un aire de solemnidad dijo:

-¡Ah! ¡Pobre mujer! ¡Quién lo hubiera pensado!

Y decidió que su luto sería lo más serio que fuera posible; mientras su esposa, inclinada sobre sus anchos dobladillos, suspiraba y hacía comentarios llenos de sentido común y de compasión sincera y profunda. Una de las primeras cosas que se les ocurrió a ambos fue preguntarse qué repercusiones iba a tener en Frank aquel hecho. Ésta fue también una de las primeras cosas en las que pensó Emma. La personalidad de la señora Churchill, el dolor de su marido… pensaba en ellos con respeto y con compasión… y luego, con una visión menos sombría, se preguntaba hasta qué punto aquel acontecimiento podía afectar a Frank, hasta qué punto podía beneficiarle, liberarle. En un momento creyó prever todas las ventajas posibles. Ahora, sus relaciones con Harriet Smith no iban a encontrar ningún obstáculo. Nadie temía al señor Churchill, una vez su esposa hubiera dejado de ejercer influencia sobre él; un hombre blando de carácter, dócil, a quien su sobrino convencería de cualquier cosa. Lo único, pues, que faltaba por desear era que el sobrino se propusiera fijar su interés en una persona concreta, y Emma, a pesar de la buena voluntad que mostraba en aquella causa, no tenía ninguna certeza de que ello fuese ya un hecho real.

Harriet se portó extraordinariamente bien en aquella ocasión, con gran dominio de sí misma. Fueran cuales fuesen las esperanzas que el suceso le permitieran alimentar, no delató nada de sus sentimientos. Emma quedó muy complacida al observar esta demostración de que su carácter se estaba robusteciendo, y se abstuvo de hacer la menor alusión que pudiera debilitar su entereza. Por lo tanto, las dos amigas hablaron de la muerte de la señora Churchill con mucha circunspección.

En Randalls se recibieron varias breves misivas de Frank Churchill, comunicándoles lo más importante de su situación actual y de sus planes inmediatos. El estado de ánimo del señor Churchill era mejor de lo que pudiera haberse esperado; y al partir el cortejo fúnebre en dirección al condado de York, la primera visita que había hecho había sido a un viejo amigo suyo que vivía en Windsor y a quien el señor Churchill había estado prometiendo que visitaría desde hacía diez años. Por el momento no podía hacerse nada por Harriet; por parte de Emma lo único que le era posible era formular buenos deseos para el futuro.

Mucho más urgente era prestar atención a Jane Fairfax, cuyo porvenir se ensombrecía tanto como el de Harriet se aclaraba, y cuyos compromisos inminentes no permitían que nadie de Highbury que tuviese deseos de mostrarse amable para con ella, se demorase lo más mínimo, porque quedaba muy poco tiempo… y éste era precisamente el deseo que ahora dominaba a Emma. Jamás había lamentado tanto la actitud de frialdad que había tenido para con ella en otros tiempos; y la misma persona que durante tantos meses le había sido totalmente indiferente, ahora era con la que se consideraba más en deuda, a quien hubiera distinguido con todo su afecto y su simpatía. Quería serle útil; deseaba demostrarle que apreciaba su compañía, que la creía digna de respeto y de consideración. Decidió convencerla para que pasara un día en Hartfield. Y le escribió una nota invitándola. La invitación fue rechazada con una simple respuesta verbal. «La señorita Fairfax no se encontraba en condiciones de poder escribir»; y cuando el señor Perry fue a Hartfield aquella misma mañana, se supo que la joven se había encontrado tan mal que había tenido que ser visitada por el médico, aun contra su propia voluntad, y que sufría una jaqueca tan fuerte y una fiebre nerviosa tal que era dudoso que pudiera acudir a casa de la señora Smallridge en los días que se habían acordado. Por el momento su salud no podía ser más precaria… había perdido del todo el apetito… y aunque no había ningún síntoma decididamente alarmante, nada que pudiera hacer pensar en su antigua afección pulmonar, que era lo que más temía su familia, el señor Perry estaba preocupado por ella. Según su opinión, la señorita Fairfax se había lanzado a una empresa superior a sus fuerzas, y aunque ella misma comprendía que era así, no quería reconocerlo. Estaba muy abatida. La’ casa que habitaba -el médico no pudo por menos de comentarlo-no era la más adecuada para su estado de nervios… siempre encerrada en una habitación… él hubiese recomendado otro género de vida… Y en cuanto a su tía, aunque era una antigua amiga del señor Perry, éste debía confesar que no era la persona más apropiada para hacer compañía a una enferma como ella. Que la cuidaba y que la atendía en todo era indudable; sólo que en realidad la cuidaba y la atendía demasiado. Y él se temía que aquellos cuidados contribuían más a empeorarla que a mejorarla. Emma le escuchaba preocupadísima; cada vez más apenada por aquella situación, y afanosa por encontrar el modo de serle útil. Apartarla… aunque sólo fuera por una o dos taras… de su tía, hacerle cambiar de aires y de panorama, ofrecerle una conversación apacible y sensata, aunque sólo fuera por una o dos horas, podía hacerle mucho bien. Y a la mañana siguiente volvió a escribirle con las palabras más afectuosas que se le ocurrieron, diciéndole que iría a buscarla en su coche a la hora que Jane prefiriese… indicando que contaba con el asentimiento del señor Perry, quien se había mostrado decididamente favorable a que su paciente hiciera un poco de ejercicio. La respuesta llegó en esta breve nota:

«Muchas gracias y afectuosos saludos de parte de la señorita Fairfax, pero no se encuentra en condiciones de hacer ninguna clase de ejercicio.»

Emma tuvo la sensación de que su nota merecía algo mejor; pero era imposible luchar contra aquellas palabras cuya trémula desigualdad decía bien a las claras que habían sido escritas por una enferma, y sólo pensó en cuál podía ser el mejor medio para vencer su repugnancia a ser vista o ayudada; por lo tanto, a pesar de esta respuesta mandó preparar el coche y se dirigió a casa de la señora Bates con la esperanza de que podría convencer a Jane de que saliera con ella; pero fue en vano; la señorita Bates fue hasta la puerta del coche, deshaciéndose en muestras de gratitud y afirmando que coincidía totalmente con ella en pensar que tomar un poco el aire le sería muy beneficioso.., y sirviendo de intermediaria entre ambas hizo lo que pudo para convencer a su sobrina, pero todo en vano. La señorita Bates se vio obligada a regresar sin haber conseguido su propósito; no había modo de que Jane se dejara convencer; la simple proposición de salir parecía que le hacía sentirse peor… Emma tenía deseos de verla, y de probar su poder de persuasión; pero casi antes de que pudiera insinuar este deseo, la señorita Bates le dijo que había prometido a su sobrina que por nada del mundo dejaría entrar a la señorita Woodhouse.

-La verdad es que la pobre Jane no puede sufrir el ver a nadie… a nadie en absoluto… Claro que, a la señora Elton no hemos podido decirle que no… y la señora Cole ha insistido tanto… y como la señora Perry también ha demostrado tanto interés… Pero, exceptuando estos casos, Jane no recibe a nadie.

Emma no quería ponerse a la misma altura que la señora Elton, la señora Perry y la señora Cole, que consiguen casi por la fuerza entrar en todas partes; tampoco creía tener ningún derecho de preferencia… por lo tanto, se resignó, y las demás preguntas que hizo a la señorita Bates sólo se referían al apetito de su sobrina y a lo que comía, por el deseo de auxiliarla en algo. Sobre esta cuestión la pobre señorita Bates estaba desolada y fue muy comunicativa; Jane apenas quería comer nada… el señor Perry le recomendaba que tomase alimentos nutritivos; pero todo lo que le daban (y bien sabía Dios que nadie como ellos podían alabarse de tener vecinos tan buenos) lo rechazaba.

De regreso a su casa, Emma llamó inmediatamente a su ama de llaves para que la ayudase a pasar revista a las alacenas; y mandó inmediatamente a casa de la señorita Bates cierta cantidad de arrurruz de la mejor calidad, junto con una nota redactada en los términos más cordiales. Al cabo de media hora el arrurruz era devuelto con mil gracias de parte de la señorita Bates pero «mi querida Jane no ha estado tranquila hasta saber que lo habíamos devuelto; es algo que ella no iba a poder tomar… y una vez más insiste en decir que no necesita nada».

Cuando poco después Emma oyó decir que habían visto a Jane Fairfax paseando por los prados a cierta distancia de Highbury, la tarde del mismo día en el que, con la excusa de que no estaba en condiciones de hacer ninguna clase de ejercicio, había rechazado tan tajantemente su ofrecimiento de salir con ella en el coche, no pudo tener ya la menor duda, teniendo en cuenta todos aquellos indicios, que Jane estaba decidida a no admitir ningún favor de ella. Lo sintió, lo sintió mucho. Estaba muy dolida al verse en una situación como aquélla, quizá la más penosa de todas, sintiéndose mortificada, dándose cuenta de que todo lo que hiciera sería inútil y de que no podía luchar contra aquello; y la humillaba el que dieran tan poco crédito a sus buenos sentimientos y la considerasen tan poco digna de amistad; pero tenía el consuelo de pensar que sus intenciones eran buenas y de poderse decir a sí misma que si el señor Knightley hubiese podido conocer todos sus intentos para ayudar a Jane Fairfax, si hubiera podido incluso leer en su corazón, esta vez no hubiera encontrado motivos para hacerle ningún reproche.

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