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Capítulo 1

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MONET Wilde estaba en la quinta planta de los grandes almacenes Bernard’s, buscando en la trastienda un vestido de novia que se había perdido, cuando una de las empleadas entró para decirle que un hombre la esperaba en el vestíbulo y, aunque era brusco, no era tan fastidioso como la señora Wilkerson, que no podía entender cómo era posible que el vestido de novia de su hija hubiera desaparecido.

Monet suspiró mientras se atusaba el elegante y estirado moño. Vestía de modo más conservador que la mayoría de sus compañeras, pero como jefa del departamento de novias era importante mantener una imagen decorosa.

–¿Ha dicho lo que quiere? –le preguntó, mirando el reloj.

Quince minutos para la hora del cierre. Quince minutos para encontrar el carísimo vestido de la airada señora Wilkerson.

–A ti –respondió la joven con expresión compungida–. Bueno, ha preguntado por ti.

–Dime que no hemos perdido otro vestido de novia.

–No lo sé. Solo ha preguntado por ti.

Monet frunció el ceño. Había sido un día enloquecedor en Bernard’s. Los clientes habían entrado en hordas en cuanto abrieron las puertas esa mañana y las colas habían sido interminables. Además de las típicas compras navideñas, todo el mundo parecía haber decidido celebrar una boda de repente.

Monet había pasado horas al teléfono, llamando a diseñadores y costureras para ver si tenían listos los pedidos, y aún tenía una docena de cosas que hacer antes de cerrar.

–¿Ha dicho su nombre?

–Marcus Oberto o algo así. Es italiano.

Monet se quedó helada. El nombre era Marcu Uberto y era más que italiano, era siciliano.

–Le he dicho que estabas ocupada –añadió la joven– pero él dice que no le importa esperar, que no tiene prisa.

Monet no lo creía en absoluto. Marcu no era un hombre al que le gustase esperar.

¿Pero qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué ahora?

No lo había visto en ocho años. ¿Qué podía querer?

–¿Qué le digo? Es guapísimo, por cierto. Claro que yo adoro a los italianos, ¿tú no?

Siciliano. Marcu era siciliano hasta los huesos.

–Prefiero lidiar con el señor Uberto personalmente, pero podrías llamar a la señora Wilkerson para decirle que no nos hemos olvidado de ella y que tendremos noticias del vestido por la mañana.

–¿Seguro?

–Espero que sí. Tiene que ser así –respondió Monet, irguiendo los hombros mientras salía de la trastienda para enfrentarse con Marcu.

Lo vio inmediatamente. Estaba en medio del vestíbulo, de espaldas, mirando por el ventanal.

Alto, de hombros anchos, Marcu Uberto parecía lo que era, un poderoso y rico aristócrata. Iba impecablemente vestido con un traje de chaqueta gris hecho a medida, camisa blanca y una corbata azul brillante que destacaba su pelo negro y sus penetrantes ojos azules. Ocho años antes había llevado el pelo largo, pero ahora lo llevaba corto y apartado de la cara.

El pulso de Monet se aceleró mientras luchaba contra los recuerdos; recuerdos con los que no podía lidiar en un día como aquel. Por suerte, él aún no la había visto y aprovechó esos segundos para calmarse y controlar su respiración.

«Coraje y calma», se dijo a sí misma. «Puedes hacerlo».

–Marcu –lo saludó, acercándose–. ¿Qué te trae por Bernard’s? ¿En qué puedo ayudarte?

Monet.

Habría reconocido esa voz en cualquier sitio. Había un calor especial en su tono, una dulzura a juego con su cálida y amable personalidad.

Marcu se volvió, esperando ver a la chica bajita y simpática que conocía, pero esa no era la mujer que tenía delante. La chica a la que había conocido en Palermo tenía una sonrisa abierta y unos ojos dorados que siempre parecían alegres, pero aquella mujer seria, delgada, de mirada cautelosa y labios apretados en una línea firme era otra persona. Con el pelo sujeto en un estirado moño y un aburrido vestido de lana gris con rebeca a juego parecía mayor de lo que era.

–Hola, Monet –la saludó, inclinándose para darle un beso en la mejilla.

Ella apenas toleró el roce de sus labios antes de dar un paso atrás.

–Marcu –murmuró.

No, no se alegraba de verlo, pero él no había esperado que lo recibiese con los brazos abiertos.

–He venido a verte por un asunto personal y he esperado hasta última hora –le dijo, intentando mostrarse tan frío como ella–. ¿Podríamos cenar juntos para hablar sin distracciones?

La expresión cautelosa se cerró por completo. Una vez la había conocido tan bien que podía leer los pensamientos en su cara. Ahora no podía leer nada.

–Cerramos dentro de unos minutos, pero yo tengo que quedarme una hora más. Tengo pedidos que revisar y prendas que buscar. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres podrías llamarme con antelación.

–La última vez que vine te negaste a verme.

–Es que estaba muy ocupada.

–No quisiste verme, pero no voy a dejar que sigas dándome largas –replicó él, mirándola a los ojos–. Estoy aquí y no me importa esperar hasta que termines.

–No puedes estar en el edificio cuando echen el cierre.

–Entonces, te esperaré en el coche –dijo Marcu–. ¿Pero por qué vas a tardar una hora? Aquí no hay nadie, todo el mundo se ha ido ya.

–Soy la jefa del departamento y tengo que dejarlo todo solucionado –respondió Monet–. No querrás que te explique todos los detalles de mi trabajo, ¿verdad? No creo que te interesen tanto los vestidos de novia.

–No me sorprende que tú seas la encargada de abrir y cerrar.

–¿Cómo sabes que me encargo de abrir?

–Vine por la mañana, pero estabas muy ocupada.

–¿Ha ocurrido algo? –preguntó Monet por fin–. ¿Tus hermanos están bien?

–No ha habido ningún accidente, ninguna tragedia.

–Entonces no entiendo qué haces aquí.

–Necesito tu ayuda.

–¿Para qué?

–No sé si recuerdas que estás en deuda conmigo. He venido para que me devuelvas el favor.

Monet dejó de respirar durante un segundo.

–Tengo muchas cosas que hacer, Marcu. No es buen momento.

Él señaló dos sillones de terciopelo oscuro frente a un trío de espejos con marco dorado.

–¿Podemos hablar un momento?

Monet lo pensó y, por fin, asintió con la cabeza.

–Muy bien –asintió, sentándose en uno de los sillones y cruzando elegantemente las piernas.

Aquel era su lugar de trabajo y, sin embargo, él la hacía sentir como si fuese una intrusa. Como cuando era niña, viviendo en el palazzo Uberto, mantenida por su padre. Monet no quería recordarlo. No quería depender de nadie y odiaba que le recordase que estaba en deuda con él.

Pero era cierto. Ocho años antes, Marcu le había comprado un billete de avión y le había prestado dinero para que se fuese a Londres. Él debía saber que habría preguntas, y consecuencias, pero gracias a él pudo escapar de Palermo, que era donde vivía la familia Uberto. Y su madre, la amante del padre de Marcu.

Cuando la dejó en el aeropuerto, Marcu le advirtió que un día le pediría que le devolviese el favor y ella estaba tan desesperada por escapar que había aceptado sin pensarlo dos veces.

Habían pasado ocho años desde ese día y, por fin, estaba allí.

–Te necesito durante las próximas cuatro semanas –dijo él entonces, estirando sus largas piernas–. Sé que has sido niñera y siempre fuiste buena con mis hermanos. Ahora necesito que cuides de mis tres hijos.

Monet no había sabido nada de él durante años. No había querido leer nada sobre la aristocrática familia Uberto y, sin embargo, allí estaba Marcu, pidiéndole que lo dejase todo para cuidar de sus hijos. Sería de risa si cualquier otra persona le pidiera tal favor, pero era Marcu y eso lo cambiaba todo.

Monet tomó aire, intentando sonreír.

–Aunque me gustaría ayudarte, de verdad no puedo hacerlo. No puedo dejar mi trabajo en plenas navidades. Tengo que proteger a mis angustiadas novias.

–Y yo tengo que proteger a mis hijos.

–Me parece muy bien, pero me estás pidiendo un imposible. No me dejarían irme ahora.

–Entonces diles que te despides.

–¿Qué? ¿Por qué iba a hacer eso? Me encanta mi trabajo y he luchado mucho para llegar donde estoy.

–Te necesito, Monet.

–No me necesitas a mí, necesitas a una niñera profesional. Hay docenas de agencias que atienden a los clientes más exclusivos…

–No voy a dejar a mis hijos al cuidado de una extraña, pero te los confiaría a ti sin dudarlo un momento.

Monet no se sintió halagada por esa afirmación. Marcu y ella no se habían despedido amigablemente. Sí, la había ayudado a escapar de Palermo, pero él era la razón por la que había querido marcharse de Sicilia. Le había roto el corazón y había tardado años en recuperar su autoestima.

–Agradezco la confianza –empezó a decir–, pero no puedo dejar la tienda en este momento. Todo el departamento depende de mí.

–Te estoy pidiendo un favor.

Era la única condición que había puesto cuando la ayudó a marcharse de Palermo, que un día tendría que devolverle el favor. Monet había pensado que Marcu nunca la necesitaría, que habría olvidado esa promesa.

Pero, evidentemente, no la había olvidado.

–No es buen momento para pedirme ese favor, lo siento.

–Yo no estaría aquí si fuese buen momento.

Monet miró hacia el enorme ventanal que ocupaba toda una pared. Unos copos blancos habían empezado a flotar al otro lado del cristal. ¿Estaba nevando?

–Prometo hablar con Charles Bernard –dijo él entonces–. Lo conozco y estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción. Y si hubiese algún problema, prometo ayudarte a encontrar otro trabajo en enero, después de la boda.

Seguía siendo el mismo Marcu seguro de sí mismo, arrogante, contenido. Y, por un momento, ella se sintió de nuevo como esa chica de dieciocho años desesperada por estar entre sus brazos, en su vida, en su corazón. Pero habían pasado ocho años y, por suerte, ya no eran las mismas personas. Al menos, ella no era la misma chica ingenua. No se sentía atraída por él. No sentía nada por él.

¿Entonces qué era ese repentino escalofrío por la espalda?

–No entiendo. ¿A qué boda te refieres?

–La mía –respondió Marcu–. Tal vez no sabes que mi esposa murió poco después de que naciese nuestro hijo pequeño.

Monet lo sabía, pero lo había borrado de su mente.

–Lo siento –murmuró, clavando los ojos en el nudo de su corbata para no mirar el rostro que una vez había amado tanto.

Había tardado mucho tiempo en olvidarse de él y no iba a permitirse ninguna distracción.

–Necesito ayuda con los niños hasta después de la boda y luego todo será más fácil –siguió Marcu–. Solo te necesitaría durante cuatro semanas. Cinco, si las cosas se ponen difíciles.

¿Cuatro o cinco semanas trabajando con él? ¿Cuidando de sus hijos mientras Marcu se casaba de nuevo?

–¿Eso incluye la luna de miel? –le preguntó, burlona.

Marcu se encogió de hombros.

–En enero tengo que acudir a una conferencia en Singapur, así que depende de Vittoria si quiere que esa sea nuestra luna de miel.

–No puedo hacerlo, de verdad. Lo siento, pero ya te he devuelto el dinero que me prestaste, con intereses. Nuestra deuda está saldada.

–La deuda está saldada, el favor no.

–Es lo mismo.

–No es lo mismo –insistió él–. No me debes dinero, pero estás en deuda conmigo por la situación en la que me pusiste cuando te fuiste del palazzo. Hubo muchas especulaciones, Monet. Te fuiste sin despedirte de tu madre, de mi padre o de mis hermanos. Me dejaste en una situación muy difícil y debes saldar esa cuenta. Yo te hice un favor y ahora eres tú quien puede ayudarme.

Monet pensó que podría discutir tal afirmación, pero estaba segura de que él seguiría insistiendo. Marcu era inamovible. Incluso a los veinticinco años había sido un hombre de carácter, una fuerza de la naturaleza. Tal vez ese era su atractivo.

Ella había sido educada por una mujer incapaz de echar raíces en ningún sitio, una mujer que no sabía crear un hogar o tomar decisiones responsables. Su madre, Candie, era impulsiva e irracional. Marcu era todo lo contrario; analítico, juicioso, reacio a los riesgos.

Salvo esa noche, cuando la llevó a su dormitorio y la besó. Pero unos minutos después, su desdén le había roto el corazón. Apasionado y sensual en la cama, se había mostrado insensible y frío mientras hablaba de ella con su padre.

Monet se había ido de Palermo catorce horas después, con una simple mochila al hombro. Tenía pocas cosas. Su madre y ella habían vivido de la generosidad del padre de Marcu y no pensaba llevarse ninguno de los regalos que le habían hecho.

Tenía que irse, pero cuando llegó a Londres no podía dejar de pensar en Palermo. No porque echase de menos a su madre sino porque añoraba todo lo demás, la vida en el histórico palazzo, a los hermanos de Marcu y al propio Marcu.

Durante el primer año pasó muchas noches en vela, recordando sus besos. Le dolía recordarlo y, sin embargo, era la emoción más poderosa que había experimentado nunca. Se había sentido… como si ardiese, como si estuviera envuelta en llamas. Marcu había despertado algo dentro de ella que desconocía hasta ese momento y su cruel rechazo le había roto el corazón.

Había hecho todo lo posible para olvidar Sicilia. Había intentado apartar a la familia Uberto de su mente y, sin embargo, era la única familia que había tenido nunca.

Pero necesitaba un trabajo desesperadamente y su padre, un hombre al que solo había visto un puñado de veces en su vida, le había presentado a una familia que necesitaba una niñera. Se había quedado con ellos hasta que los padres se divorciaron, pero encontró otro trabajo enseguida y luego otro. Por fin, decidió que no podía seguir siendo niñera para siempre porque tantas despedidas le rompían el corazón y decidió buscar trabajo en una tienda.

Había empezado como cajera en el departamento de sombreros y guantes de Bernard’s, pero un día necesitaban personal en el departamento de novias y, una vez que subió a la quinta planta, no había vuelto a salir de allí. Algunos pensaban que era demasiado joven para ser jefa del departamento a los veintiséis años, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta porque, a pesar de su juventud, tenía estilo y buen ojo para las prendas de calidad. Claro que no era una sorpresa. Al fin y al cabo, era hija de su madre.

–Podríamos ir a cenar y charlar tranquilamente –dijo Marcu, intentando animarla con una sonrisa–. Así tendrás oportunidad de hacer todas las preguntas que quieras.

–Pero es que no tengo ninguna pregunta que hacer –se apresuró a decir Monet. No tenía intención de caer en sus redes de nuevo, de modo que se levantó, indicando que la conversación había terminado–. No voy a ser tu niñera, lo siento. Debo volver mañana a primera hora y aún tengo que encontrar un vestido de novia que se ha perdido –añadió, tomando aire–. Me gustaría poder decir que me alegro de verte, pero sería mentira y después de tantos años no tiene sentido mentirnos el uno al otro.

–Nunca imaginé que fueses tan vengativa.

–¿Vengativa? No, en absoluto. Que no esté dispuesta a dejarlo todo para cuidar de tus hijos no significa que tenga nada contra ti. Lo que me pides es absurdo, Marcu. Una vez fuiste importante para mí, pero eso fue hace muchos años.

Él se levantó entonces, dominándola con su estatura.

–Me hiciste una promesa, Monet. No puedes rechazarme hasta que me hayas escuchado. No conoces los detalles, no sabes cuál sería el salario, los beneficios…

–Tengo un trabajo, Marcu –lo interrumpió ella–. Y no hay ningún beneficio en trabajar para ti.

–Una vez nos quisiste. Solías decir que éramos la familia que no habías tenido nunca.

–Entonces era joven e ingenua. Ahora sé más de la vida.

–¿Ocurrió algo cuando te fuiste de Palermo? ¿Algo de lo que yo no sé nada?

–No, no ocurrió nada.

–¿Entonces por qué ese odio repentino hacia mi familia? ¿Te hicieron daño alguna vez?

Monet no respondió enseguida. Los había querido a todos. Una vez, había soñado ser un miembro más de la familia Uberto, pero no pudo ser. No era uno de ellos, no tenía la menor esperanza de ser uno de ellos.

Le escocían los ojos y tenía un nudo en la garganta mientras decía:

–Tu familia se portó muy bien conmigo. Sabiendo quién era, me toleraron durante años.

–¿Te toleraron? –repitió él, con el ceño fruncido–. ¿Estás enfadada conmigo o con mi padre?

Aquello era precisamente lo que Monet no quería hacer. No quería revivir el pasado.

–Da igual, no quiero hablar de ello. Yo no vivo en el pasado y tú tampoco deberías hacerlo.

–Pero es que me importa. Y te recuerdo que estás en deuda conmigo, así que hablaremos más tarde, durante la cena. Ahora te dejo para que termines de hacer lo que tengas que hacer. Te esperaré abajo –dijo Marcu, antes de darse la vuelta.

No se volvió para mirarla hasta que estuvo en el interior del ascensor. Sus ojos se encontraron entonces en un reto silencioso, interrumpido solo cuando las puertas del ascensor se cerraron.

Marcu se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro. Había visto el brillo de reto en los ojos de Monet, su expresión desafiante. Había esperado cierta resistencia, pero aquello era ridículo. Monet Wilde debería recordar que estaba en deuda con él. Además, ella no había sido su primera elección como niñera.

Él era muy selectivo, muy protector, y necesitaba a una persona de confianza para cuidar de sus tres hijos. Ni siquiera había pensado en Monet hasta que la última candidata salió de su despacho. Estaba disgustado, preocupado. No quería dejar a sus hijos con una extraña en Navidad.

Ni siquiera había pensado en ella hasta que agotó todos los recursos. Su niñera, la señorita Sheldon, había tenido que volver a Inglaterra para atender a sus padres y él no confiaba en los desconocidos. Claro que, en realidad, no confiaba en mucha gente.

Eso había sido un problema durante gran parte de su vida adulta. Esa tendencia a analizarlo todo, a desmenuzarlo todo, no era algo malo para un inversor, pero sí lo era cuando se trataba de su vida social. Se había visto obligado a ampliar su pequeño círculo de amistades para encontrar una esposa y, después de una serie de insoportables citas, por fin había encontrado a una mujer que le pareció adecuada, Vittoria Bonfiglio, una joven de veintinueve años. Pero necesitaba pasar tiempo a solas con ella y eso era imposible cuando la niñera de sus hijos estaba en Inglaterra con su familia.

Y fue entonces cuando se acordó de Monet. No había pensado en ella en mucho tiempo, pero le pareció la solución perfecta. Siempre había sido estupenda con sus hermanos ¿por qué no iba a ser tan buena y paciente con sus hijos?

Una vez tomada la decisión, pensó que sería relativamente fácil convencerla. Vivía en Londres y trabajaba en los grandes almacenes Bernard’s. No estaba casada. Podría tener un novio, pero eso le daba igual. La necesitaba durante cuatro semanas, cinco como máximo. Luego volvería a su vida normal, él tendría una nueva esposa y su problema con el cuidado de los niños estaría resuelto.

No se le ocurrió pensar que Monet pudiera negarse porque estaba en deuda con él y necesitaba que le devolviese el favor.

Monet seguía clavada en el sitio, sin saber qué hacer. Solo deseaba que se la tragase la tierra.

Lo único que quería era volver a casa después del trabajo, darse un largo baño de espuma, ponerse un cómodo pijama y ver su programa favorito de televisión, pero pasarían horas hasta que pudiese hacerlo.

Se volvió lentamente, mirando la planta. Durante años, aquel elegante y lujoso espacio había sido su hogar más que su apartamento. Era buena en su trabajo, sabía calmar los nervios de una angustiada novia y organizar a las que estaban abrumadas. ¿Quién hubiera imaginado que aquel sería su don, su habilidad?

Hija ilegítima de una actriz francesa y un banquero inglés, había tenido una infancia inusual y bohemia. Cuando cumplió los dieciocho años había vivido en Irlanda, Francia, Sicilia, Marruecos y Estados Unidos.

Pero había pasado más tiempo en Sicilia que en ningún otro sitio. Palermo había sido su hogar durante seis años, desde los doce hasta los dieciocho. Su madre había seguido viviendo con el aristócrata italiano Matteo Uberto durante tres años más, pero Monet no había vuelto a Sicilia. No quería saber nada de la familia Uberto y había rechazado ver a Marcu tres años antes, como había rechazado recibir a Matteo, su padre, cuando apareció en su casa con una botella de vino, un ramo de flores y un camisón rosa más apropiado para una querida que para la hija de su antigua amante. Fue esa visita lo que hizo que cerrase la puerta a la familia Uberto para siempre.

No tenía nada en común con la familia con la que había vivido durante seis años. Sí, comían juntos, iban al cine, al teatro, al ballet, a la ópera. Compartían vacaciones en la playa y disfrutaban juntos de las navidades en el palazzo, pero en realidad Monet no era uno de ellos. No era miembro de la familia ni miembro de la aristocracia siciliana.

No, ella era la hija ilegítima de un banquero inglés y una actriz francesa más famosa por sus aventuras que por su talento dramático y, por lo tanto, era tratada como alguien de segunda clase.

Aunque había querido el amor y el respeto de Marcu, él había sido el primero en decepcionarla y Monet había jurado no depender nunca de nadie.

Decidida a no seguir los pasos de su madre, había dejado atrás su pasado bohemio. Ya no era la hija de Candie. Ya no era vulnerable, no tenía que disculparse por nada ni pedir favores. Era ella misma, su propia creación. Al contrario que su madre, ella no necesitaba un hombre.

Eso no evitaba que los hombres intentasen conquistarla. Se sentían intrigados por su estilo francés, sus generosos labios, sus ojos dorados y su largo pelo oscuro, pero no la conocían y no sabían que, aunque por fuera pudiese parecer una sirena, era una mujer formal y no le interesaban las aventuras sin importancia.

No estaba interesada en el sexo y, por eso, a los veintiséis años seguía siendo virgen. Tal vez era frígida, pero le daba igual. No estaba interesada en etiquetas. Sabía que para la mayoría de los hombres las mujeres eran juguetes y ella no pensaba ser el juguete de nadie. Su madre, Matteo y Marcu Uberto se habían encargado de que pensara así.

Hasta que pase la tormenta

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