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Capítulo 2

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UNA HORA después, cuando Monet por fin salió de trabajar, un coche negro esperaba frente a la puerta de los grandes almacenes. El conductor abrió un paraguas para protegerla de la nieve y, después de darle las gracias, Monet subió al coche, pegándose a la puerta para no rozar a Marcu.

–¿Qué haces aquí exactamente? –le preguntó él mientras el conductor arrancaba.

–Soy la jefa de la sección de novias, ya te lo he dicho. Ayudo a las novias a encontrar el vestido perfecto e intento que sus madres no las abrumen demasiado.

–Una elección profesional interesante, ¿no?

Ella levantó la barbilla.

–¿Porque mi madre no se casó nunca? –le espetó, enarcando una elegante ceja.

En Bernard’s no sabían nada sobre su pasado. De hecho, los únicos que lo sabían eran su padre, que nunca había sido parte de su vida, y la familia Uberto.

–No, no quería decir eso. ¿Has solucionado todos los problemas? –le preguntó él, con un tono excesivamente amable.

Monet tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.

–No, aún debo encontrar un vestido que se ha perdido.

–¿Trabajabas aquí cuando vine a verte hace unos años?

–Llevo cuatro años en Bernard’s.

–¿Por qué no quisiste verme entonces? –le preguntó Marcu.

Monet dejó caer los hombros.

–No tenía sentido –respondió, mirándolo de soslayo.

Tenía un rostro perfecto: frente ancha, nariz recta, labios firmes, mandíbula cuadrada. Y, sin embargo, no era un rasgo en particular lo que lo hacía tan atractivo sino la suma de todo, el rictus de su boca, las arruguitas alrededor de los ojos azules.

–No lo entiendo.

–Tú estabas casado, Marcu. Nada bueno podía salir de esa reunión.

–No vine a verte para acostarme contigo.

–¿Y cómo iba a saberlo? Tu padre sí lo hizo.

–¿Qué?

Monet se encogió de hombros, agotada. ¿Para qué guardar el secreto? ¿Por qué no decirle la verdad?

–Tu padre vino a verme un año antes que tú. Apareció en la puerta de mi casa con regalos.

–Tu madre acababa de morir. Imagino que solo quiso tener un detalle.

–Entonces podría haberme llevado una caja de bombones. ¿Pero un ramo de flores, un camisón de satén rosa? Me pareció totalmente inapropiado.

–Hace un par de años le regaló a mi hermana un camisón rosa en Navidad. ¿Por qué te parece tan escandaloso?

«Porque yo no le caía bien», pensó Monet mirando por la ventanilla. ¿Pero para qué contárselo a Marcu? Él siempre había adorado a su padre. Según él, Matteo Uberto no podía hacer nada mal.

El silencio se alargó. Había empezado a nevar con fuerza y los copos se pegaban a las ventanillas del coche.

–Yo no estaba interesado en que fueras mi amante –dijo Marcu después de unos segundos–. Vine a verte porque mi mujer acababa de morir y necesitaba consejo. Pensé que podrías ayudarme, pero me equivoqué.

Monet tragó saliva.

–Lo siento, no lo sabía.

–Pero sí sabías que me había casado.

Monet asintió. Se había casado seis meses después de que ella se fuera de Palermo. No quería saber nada, pero la noticia estaba en internet y en todas las revistas. La familia Uberto, rica, glamorosa y aristocrática, era la favorita de los medios de comunicación.

Se había casado en la catedral de Palermo con una condesa italiana, Galeta Corrado. Provenía de una familia noble, pero la de Marcu era más antigua. Sus antepasados habían pertenecido a la realeza siciliana quinientos años atrás, un hecho que los medios mencionaban cada vez que hablaban de la boda Uberto-Corrado.

La boda había sido fastuosa. El vestido de novia, con una cola de seis metros y un velo de encaje hecho a mano, sujeto por una tiara de diamantes y perlas que tenía más de doscientos años, había costado cincuenta mil euros. Cuando nació su primer hijo hubo rumores sobre si Galeta estaba embarazada cuando se casó. Fue entonces cuando Monet se negó a volver a leer revistas.

Estaba harta. No quería saber nada más. Quería vivir al margen de la familia Uberto. Se negaba a mirar atrás, se negaba a recordar, a sentir dolor cada vez que alguien mencionaba su nombre.

Ese dolor la sorprendía porque se había convencido a sí misma de que no lo quería, que solo estaba encaprichada. Se decía que era curiosidad y deseo, pero no verdadero amor.

¿Entonces por qué le dolía tanto escuchar su nombre? ¿Por qué le dolía que se hubiera casado? Cuando se casó con Galeta y tuvieron su primer hijo, Monet se dio cuenta de que sus sentimientos por él eran más fuertes de lo que había querido creer. No le dolería tanto si solo hubiera sido un capricho adolescente. No lo echaría de menos si solo hubiera sido curiosidad. No, le dolía porque lo había querido de verdad.

Monet se volvió hacia Marcu de nuevo. Había sido muy guapo a los veinte años, pero era aún más atractivo a los treinta y tres. Sus facciones habían madurado y su piel ligeramente bronceada brillaba de salud y vitalidad.

–¿Cómo murió? –le preguntó, intentando ordenar sus pensamientos y sus imposibles emociones.

–Sufrió un derrame cerebral poco después del último parto –respondió él, apartando la mirada–. Yo no sabía que pudiera pasar, pero el médico dijo que no era tan raro. Al parecer, los derrames causan el diez por ciento de las muertes relacionadas con el embarazo –Marcu se quedó callado un momento–. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Me había ido a Nueva York pensando que estaba en buenas manos con la niñera y la enfermera.

–No debes culparte a ti mismo.

–No me culpo por el derrame, pero no puedo olvidar que murió mientras yo estaba en un avión sobre el Atlántico. No debería haber sido así –Marcu sacudió la cabeza–. Si hubiera estado a su lado, tal vez podría haberla llevado antes al hospital. Tal vez allí los médicos la habrían salvado.

Monet no sabía cómo responder, de modo que se quedó callada, escuchando el rítmico sonido de los limpiaparabrisas mientras su corazón latía acelerado.

Era lógico que a Marcu le pesara la muerte de su esposa. ¿Cómo no iba a sentirse parcialmente responsable? Pero, aunque lo lamentaba mucho, no era su problema. Necesitaba ayuda, ¿pero por qué se la pedía precisamente a ella?

–¿La familia de tu difunta esposa no puede ayudarte con los niños? –le preguntó–. ¿No pueden echarte una mano sus padres o sus abuelos?

–Galeta era hija única y sus padres han muerto. Mi padre también, ya lo sabes. Y mis hermanos están ocupados con sus vidas.

–Como yo estoy ocupada con la mía –dijo ella.

–Solo te pido unas semanas.

–No, lo siento. Sencillamente, no es buen momento.

–¿Y cuándo sería buen momento? –insistió Marcu.

Pasaron frente al banco de Inglaterra y otros edificios históricos que formaban el corazón de la ciudad de Londres.

–Ninguno –respondió Monet, cansada e incómoda. Quería quitarse el sujetador, ponerse el pijama y tomar una copa de vino en la cama–. No tengo el menor deseo de trabajar para ti.

–Lo sé –dijo él.

El conductor detuvo el coche frente a un edificio oscuro y salió con el paraguas para abrirles la puerta.

Marcu le ofreció su mano, pero Monet no la aceptó. Bajó de un salto y se alejó unos pasos para no rozarlo.

Marcu lanzó sobre ella una mirada irónica, pero no dijo nada mientras se dirigían hacia una sencilla puerta de madera, que se abrió silenciosamente cuando él pulsó un timbre escondido en la pared. Entraron en un vestíbulo extrañamente sobrio y Monet miró alrededor, desconcertada. Aquel sitio no parecía un restaurante.

–Normalmente, prefiero bajar por la escalera –dijo Marcu–, pero tú llevas de pie todo el día, así que sugiero que tomemos el ascensor.

Bajaron en el ascensor hasta un amplio salón con columnas de mármol. Monet seguía perpleja. Aquel sitio parecía la cámara acorazada de un banco.

–Me alegro de volver a verlo, señor Uberto –lo saludó un hombre vestido con traje de chaqueta negro y camisa del mismo color–. Acompáñenme, por favor.

Los llevó por un largo pasillo hasta un comedor con el techo plateado, lámparas de araña de varios estilos y sillas tapizadas en terciopelo malva. No había más de una docena de mesas, con grupos de hombres en algunas, parejas en otras. Pero no se quedaron allí. El hombre los llevó a un reservado decorado con el mismo estilo, aunque las sillas estaban tapizadas en terciopelo gris.

–Qué sitio tan extraño –comentó Monet mientras los camareros llevaban botellas de agua mineral, aceitunas y paté.

–Hace tiempo fue el banco de Sicilia, ahora es un club privado.

–Ya me lo imaginaba –Monet tomó una aceituna y se la metió en la boca–. A ver si lo adivino, tu padre venía a este club y tú has heredado su tarjeta de socio.

–No, mi abuelo era el dueño del banco. Mi padre lo cerró y cuando no encontró comprador para el edificio decidimos convertirlo en un hotel solo para socios. Y yo convertí la cámara acorazada en un club privado hace cinco años.

–¿Es aquí donde te alojas cuando vienes a Londres?

–En la última planta, sí. Tengo un apartamento.

–Es un sitio muy curioso –murmuró ella, tomando la carta que le ofrecía un camarero.

Le habría bastado con las aceitunas y el paté, pero cuando vio el delicioso marisco a la plancha supo lo que quería.

Cuando el camarero se alejó, Marcu fue directamente al grano.

–Te necesito urgentemente, Monet. Me gustaría volver a Italia esta misma noche, pero es demasiado tarde, así que organizaré el viaje por la mañana…

–No te he dicho que sí.

–Pero lo harás.

Monet dejó escapar un suspiro de frustración. Y, sin embargo, sabía que estaba en deuda con él.

–Enero hubiera sido mucho mejor para mí.

–Ya te he dicho que en enero debo acudir a una conferencia en Singapur y me gustaría tenerlo todo solucionado para entonces.

–¿Solucionado en qué sentido?

–Quiero estar casado con Vittoria para entonces. Me preocupan los niños cuando estoy de viaje y…

–Pero los niños no tienen relación con tu futura esposa, ¿no?

–Han sido presentados.

Monet tuvo que contener una carcajada.

–No sé quién me da más pena, tu futura esposa o tus hijos. «Han sido presentados» –repitió, haciendo una mueca–. ¿Dónde está tu sensibilidad?

–No tengo ninguna. Ahora soy duro como una piedra.

–Pobre de tu futura esposa.

–No soy un romántico, nunca lo he sido.

–¿Eso dice el hombre que adora la ópera, que escucha a Puccini durante horas?

–A ti te encantaba la ópera, yo solo apoyaba tu pasión.

Monet lo miró, pensativa.

–Tú sabes que sería mejor contratar a una niña profesional que intentar solucionar las cosas casándote de nuevo. Las mujeres tienen sentimientos.

–Vittoria es una mujer práctica y espero que tú también lo seas. Te pagaré cien mil euros por cinco semanas de trabajo –dijo Marcu–. Espero que eso cubra la pérdida de tu sueldo.

–¿Y si pierdo mi trabajo en Bernard’s?

–Seguiré pagándote veinte mil euros a la semana hasta que encuentres un nuevo puesto de trabajo.

Monet torció el gesto, intrigada y horrorizada a la vez.

–Eso es mucho dinero.

–Mis hijos lo merecen.

–De modo que te consume el sentimiento de culpa por la muerte de tu esposa.

–No es sentimiento de culpa, es que quiero arreglar la situación. Mis hijos son buenos niños, pero yo no puedo atender todas sus necesidades. Necesitan una madre, por eso he decidido volver a casarme.

–Pero tu mujer será una extraña para ellos.

–Al principio sí, claro, pero tarde o temprano forjarán una relación. No espero que ocurra de la noche a la mañana, pero ocurrirá con el tiempo. Imagino que, cuando llegue el momento, los niños estarán encantados de tener una nueva hermanita o hermanito.

Monet torció el gesto. ¿De verdad pensaba que sus hijos, privados de su madre, recibirían a un hermanito con alegría, un niño con el que competirían por la atención de su padre?

–Estudiaste Economía en la universidad, pero deberías haber estudiado también psicología infantil –dijo por fin–. No creo que los niños quieran tener más competencia, Marcu.

–Aún son pequeños, pero su inocencia es una ventaja. Necesitan una figura materna y mi intención es dársela. Sienten un gran cariño por su niñera, pero me temo que la señorita Sheldon está a punto de dejarnos.

–Pensé que solo había ido a visitar a sus padres.

–Así es, pero solo es una cuestión de tiempo –Marcu hizo una pausa–. La señorita Sheldon se ha enamorado de mi piloto. Han estado saliendo juntos en secreto durante el último año. Ellos no saben que lo sé, pero no son tan discretos como creen.

–¿Y no podría casarse y seguir trabajando para ti?

–No, no lo creo. Imagino que querrán formar su propia familia.

–Pero aún no se ha ido.

Marcu hizo una mueca.

–No quiero seguir hablando de la señorita Sheldon. Solo quería decirte que no perderás dinero trabajando para mí.

Su brusco y arrogante tono molestó a Monet. La idea de trabajar para él le producía náuseas. No tenía intención de ser su empleada. No quería que Marcu fuera su superior. Pensar en darle explicaciones hacía que quisiera levantarse de la silla y salir corriendo.

Una vez había pensado que lo amaba desesperada, apasionadamente, pero a él le había parecido inapropiada, indigna.

Según Matteo Uberto, Monet podía ser dulce y encantadora, pero era la clase de mujer que uno tenía como amante, no como esposa. Y Marcu no la había defendido.

Escuchar eso a los dieciocho años, ser tan dolorosamente despreciada, lo había cambiado todo para siempre.

–No puedo trabajar para ti –le dijo–. No puedo estar a tus órdenes.

–Yo solo estaré unos días en la casa, hasta que te hayas familiarizado con los niños. Luego me iré a esquiar con Vittoria y, a menos que ocurra algo inesperado, volveremos después de Año Nuevo.

–¿No vas a pasar las navidades con tus hijos? –le preguntó ella, desconcertada.

–No, por eso necesito tu ayuda. No quiero dejarlos solos con una extraña.

Era difícil creer que Marcu se hubiera convertido en un hombre tan frío y pragmático. Había sido tan cálido y amable de joven.

–¿Y ellos lo saben?

–Saben que este año las navidades serán diferentes. No les he contado nada más. No me ha parecido apropiado hasta que Vittoria acepte mi proposición.

Monet frunció el ceño.

–Me preocupas, Marcu, y también me preocupan tus hijos.

–Yo no maltrato a mis hijos.

–Pero te echan de menos, seguro.

–No, tal vez incluso sea un alivio para ellos que me marche –Marcu hizo una mueca–. Sé que lo pasan mejor con la señorita Sheldon.

–¿Y eso no te preocupa?

–Yo nunca quise ser padre y madre a la vez.

–Pero es muy triste que los dejes solos en Navidad…

–¿Quieres pelearte conmigo? –la interrumpió él–. Ya he admitido que no se me da bien ser padre. ¿Qué más quieres de mí?

El dolor que había en su voz la sorprendió. Estaba sufriendo, eso era evidente.

–No quiero pelearme contigo, pero las cosas no terminaron bien entre nosotros y no me sentiría cómoda en tu casa. Sé que tus hijos necesitan estabilidad en este momento, pero también sé que no soy la persona adecuada para ser su niñera.

–¿Por qué no? Se te dan muy bien los niños.

–Solo cuidé niños hasta que encontré un trabajo fijo. Además, no puedo irme así, de repente. Tengo que hablar con mi jefe y…

–Ya lo he hecho –la interrumpió Marcu–. He hablado con Charles esta mañana.

–¿Charles Bernard?

Él asintió con la cabeza.

–Le conté mi problema y está de acuerdo en que tú eres la mejor solución para esta emergencia…

–¿Qué emergencia? –lo interrumpió ella, atónita–. Tú has decidido ir a esquiar con tu novia justo cuando te has quedado sin niñera. Eso no es una emergencia. Contrata a una niñera profesional como haría cualquier persona normal.

–Charles entiende que no puedo dejar a mis hijos con una extraña. Cuando le hablé de tu conexión con mi familia, también él pensó que era la mejor solución.

«Qué arrogante, qué manipulador».

–No puedo creer que hayas hablado con el dueño de los grandes almacenes sin decirme nada –le dijo, airada–. Siento mucho que tu niñera no esté disponible en este momento. Siento mucho si eso estropea tus planes de ir a esquiar…

–No se trata de esquiar, Monet. Voy a proponerle matrimonio a Vittoria.

–Sigue sin ser mi problema y me parece intolerable que hayas hablado con el dueño de los grandes almacenes sin contar conmigo.

–No hay nada malo en que Charles sepa que entre nosotros hay una relación. Al contrario, creo que eso te ayudará. Seguramente recibirás un aumento de sueldo cuando vuelves al trabajo.

–¿Le has contado a Charles Bernard lo íntima que era esa relación? ¿Le has dicho que mi madre era la amante de tu padre? El señor Bernard es una persona muy conservadora…

–Sí, lo sabe. Como sabe que eres hija de Edward Wilde. Tu padre está en el consejo de administración de los grandes almacenes y sospecho que tu ascenso ha tenido algo que ver con eso.

Monet lo miró boquiabierta. No sabía que su padre estuviera en el consejo de administración. No había hablado con él desde que la ayudó a encontrar el primer trabajo como niñera cuando llegó a Londres.

–Conseguí ese ascenso por mí misma, trabajando mucho, no gracias a mi padre.

–Tu padre es una persona respetada en el mundo de la banca.

–Eso no tiene nada que ver conmigo –replicó ella–. Le he visto cuatro o cinco veces en mi vida. Él no tiene ningún interés en mí, solo me dio una carta de referencias porque le dije que necesitaba su ayuda. De hecho, me la dio cuando amenacé con contarle a su mujer y sus hijos quién era.

Marcu enarcó una ceja.

–¿Crees que no saben de tu existencia?

–Estoy segura de que su mujer no sabe nada y me da igual. Todo el mundo comete errores y mi madre fue el error de Edward. O al revés.

–¿Lo llamas Edward?

–Desde luego, no lo llamo «papá».

–Estás más a la defensiva que nunca.

–No estoy a la defensiva, solo digo la verdad. Él no me quería. Le dio dinero a mi madre para que se librase de mí, pero en lugar de hacerlo Candie se fue a Estados Unidos y luego a Marruecos… y ya conoces el resto de la historia. Edward tolera mi existencia porque no tiene más remedio. De niña, tenía que aceptar que mi existencia era meramente tolerada, pero ya no –dijo Monet, tomando aire–. Por eso no puedo hacerte este favor. No voy a permitir que me trates como a una persona de segunda clase. Ni a ti ni a nadie.

–Yo nunca te he tratado como si fueras una persona de segunda clase.

–Sí lo hiciste, tú sabes que es así.

–¿De qué estás hablando? ¿Esto tiene algo que ver con el beso?

Monet apartó la mirada.

–Fue algo más que un beso.

–Y te gustó. No digas que no.

–No voy a negarlo, pero lo que yo pensé que estaba pasando no tenía nada que ver con la realidad.

–No te entiendo.

Monet tomó aire de nuevo, intentando mantener la compostura. Llorar sería un desastre, perder el control sería una humillación.

–No estábamos en situación de igualdad. Tú me hiciste pensar que lo estábamos, pero no era verdad.

–Sigo sin entenderte.

–Da igual, ya no importa. Lo que importa es que no voy a dejar mi trabajo para ser tu niñera. Si hubiera querido ser parte de tu vida me habría quedado en Palermo, pero me marché y no tengo el menor deseo de pasar tiempo contigo. Por eso, te exijo que perdones la deuda, que olvides el favor que me hiciste y que cerremos la puerta del pasado para siempre.

Marcu se quedó helado al escuchar esas palabras. Porque tenía razón, seguramente los dos deberían cerrar la puerta del pasado. Y, sin embargo, eso era lo último que quería.

Y en ese momento se dio cuenta de algo más.

No había sido sincero consigo mismo al pensar que Monet no había sido su primera elección. Eso era mentira. Había entrevistado a muchas candidatas, pero no le gustaban porque ninguna de ellas era Monet. Había rechazado a una detrás de otra, encontrándoles defectos a todas, precisamente para poder buscar a Monet y decirle: te necesito.

Porque era cierto.

La necesitaba para que lo ayudase a estabilizar la situación en casa antes de casare con Vittoria. Él no era paciente, tierno o particularmente afectuoso. Quería mucho a sus hijos, pero no sabía cómo tratarlos y, por eso, necesitaba una esposa, alguien maternal, alguien que crease estabilidad en su hogar. Él viajaba demasiado, trabajaba demasiado. Estaba constantemente en guerra consigo mismo, tratando de manejar sus negocios y estar presente en la vida de sus hijos.

Y no era tarea fácil cuando su cuartel general estaba en Nueva York y sus hijos crecían en Sicilia. A veces, tres días en Nueva York se convertían en una semana y luego en dos, y entonces se preocupaba por sus hijos y, además, se odiaba a sí mismo y se sentía culpable.

Se sentía culpable por la muerte de Galeta y se odiaba a sí mismo porque, en realidad, no quería volver a casarse.

Galeta había sido una esposa amable y leal y, aunque el suyo no había sido un matrimonio apasionado, se habían convertido en amigos. Galeta había creado un hogar para él y para sus hijos en el palazzo. Su muerte había provocado una conmoción y había tardado años en superar la tragedia. ¿Por qué no sabía que una mujer seguía siendo tan vulnerable durante y después del parto? ¿Por qué había pensado que todo sería tan fácil?

El sentimiento de culpa lo consumía. Galeta no merecía morir, sus hijos no merecían haber perdido a su madre y él no era el padre que quería ser. De modo que, aunque no deseaba volver a casarse, lo haría porque su prioridad eran los niños.

–No puedo olvidar el favor porque te necesito –le dijo, con tono impaciente–. Tú me pediste ayuda hace ocho años y yo te ayudé, Monet. Ahora te pido que me devuelvas el favor. Y lo entiendes, sé que lo entiendes. Viviste con nosotros muchos años y nos conoces bien.

Ella sacudió la cabeza.

–También sé que podrías ser magnánimo y perdonar la deuda.

–Lo haría si fuese algo sin importancia, pero se trata de mis hijos.

Monet se echó hacia atrás en la silla, prácticamente vibrando de furia. Era a la vez preciosa y fiera, y Marcu pensó que nunca había visto esa faceta de su personalidad. En Palermo había sido discreta y dulce, con un delicioso sentido del humor. No hablaba mucho cuando su padre estaba presente, pero cuando estaban solos era muy charlatana y divertida. Debería haber sabido que bajo ese aspecto dulce había un carácter de acero. Y, en realidad, se alegraba. Él estaba rodeado de gente que accedía a todos sus deseos sin rechistar solo porque era rico y poderoso, pero resultaba difícil confiar en aquellos que solo querían complacerte. Ese tipo de gente era peligrosa, podían ser comprados.

–No me gustas –dijo Monet entonces.

Marcu frunció el ceño. Le gustaría recordarle que una vez lo había seguido a todas partes, que siempre era la primera en defenderlo, incluso cuando no necesitaba que lo defendiese. Su lealtad siempre lo había emocionado y, a cambio, había cuidado de ella, incluso cuando estaba en la universidad. Entonces había encargado a uno de los empleados del palazzo que estuviese pendiente de ella porque sabía que Candie se había olvidado de la existencia de su hija y, aunque su padre nunca le había hecho daño, solo toleraba a Monet porque Candie era su amante.

Y Monet era demasiado inteligente y demasiado sensible como para no darse cuenta de cuál era su sitio en el palazzo Uberto.

–Ahora –le dijo–. No te gusto ahora, los dos sabemos que antes no era así.

–Da igual, no me gustas y eso debería ser suficiente para que no me quisieras como niñera de tus hijos.

–Estás siendo sincera y lo respeto. Además, te conozco y sé que no dejarás que eso influya en el trato con mis hijos.

–No me conoces, Marcu. Ya no soy la chica que se marchó de Palermo hace ocho años con una mochila a la espalda.

–Y cinco mil euros que yo te metí en el bolsillo.

–Cinco mil euros que ya te he devuelto. ¿Es que no lo entiendes? –le espetó Monet, levantándose de la silla–. Yo no quería tu dinero entonces y no lo quiero ahora.

Estaba a punto de salir corriendo, pero él la tomó por la muñeca.

–Siéntate –le dijo en voz baja–. Habla conmigo.

–¿Para qué? No me escuchas –replicó ella–. Te he dicho que no puedo dejar mi trabajo ahora. Podría hacerlo en enero…

–En enero no te necesitaré porque la señorita Sheldon habrá vuelto –la interrumpió él, soltando su mano.

Esperaba que volviese a sentarse, pero no lo hizo. Siguió de pie, mirándolo con expresión indignada.

–No puedo dejar mi trabajo durante cinco semanas, es ridículo.

–Cuatro semanas entonces –dijo Marcu, conteniendo un suspiro de impaciencia–. ¿Quieres sentarte, por favor? Estamos llamando la atención.

–Estamos solos, es un salón privado.

–Me haces sentir incómodo.

–Ah, no, qué horror, y eso no puede ser –replicó ella, irónica, antes de volver a sentarse–. Dos semanas.

–Tres.

Monet tomó un sorbo de vino, esperando que él no se diese cuenta de que le temblaba la mano.

–No quiero estar en la casa cuando Vittoria y tú volváis de esquiar.

–Muy bien.

–Volveré a casa el primer fin de semana de enero.

–Te enviaré de vuelta a casa en mi avión, te lo prometo.

Monet lo miró a los ojos.

–Una cosa más –le dijo, después de pensarlo un momento–. Tengo que ir a trabajar mañana. Debo encontrar un vestido de novia que se ha perdido.

–Tenemos que irnos a Italia…

–Tú tienes que ir a Italia, yo no –lo interrumpió ella–. Yo tengo que encontrar el vestido de la señorita Wilkerson. Le he prometido a su madre que lo encontraría y no puedo faltar a mi promesa.

Marcu lo pensó un momento antes de asentir con la cabeza.

–Muy bien, de acuerdo. Iré a buscarte a la una. Te esperaré en la puerta e iremos directamente al aeropuerto.

–No pensarás que voy a salir huyendo, ¿verdad?

Esa sonrisa irónica lo excitó, pero, por suerte, no iba a pasar mucho tiempo con ella. La llevaría al palazzo y se marcharía enseguida porque Monet Wilde seguía poniendo a prueba su autocontrol después de tantos años.

–Sé que no vas a salir huyendo –dijo con voz ronca–. Porque sé que para ti una promesa es una promesa.

Hasta que pase la tormenta

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