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I

¿Dónde estamos antes de nacer?

Nada se crea ni se destruye,

solo se transforma.

Rudolf Julius Emmanuel Clausius

Mark Twain, el famoso autor de Tom Sawyer, que nació y murió con el paso de un cometa, se hizo a menudo la misma pregunta: si la vida dura apenas unos cuantos años, muchos o pocos para los humanos, comparada con la duración del universo, apenas si vivimos un instante, casi nada, entonces dónde estábamos antes de nacer y dónde estaremos después de este instante vital.

¿Existimos antes de nacer en este mundo?

¿Hay una conciencia previa al nacimiento?

Cuando nacemos nos llenan la cabeza de información positiva y negativa y se nos enseña a ser quién somos, pero no me refiero a este tipo de conciencia que absorbemos en el contexto en el que nacemos y nos desarrollamos, sino a una conciencia previa de ser y estar antes del nacimiento.

A las hembras nos enseñan a ser mujeres y femeninas, y a los varones les enseñan a ser hombres y machos aprovechando ciertas condiciones biológicas dependiendo del lugar y la época del nacimiento.

Sexo solo hay uno y somos animales de reproducción sexual desde el nacimiento hasta la muerte, con las hormonas necesarias para la función fisiológica de la reproducción, independientemente de si nacemos hembra, varón o andrógino, el resto es una construcción social que depende de los factores contextuales a los que nos enfrentemos, y, dependiendo de la época y el contexto social, adoptaremos las figuras que se nos presenten.

Hoy podemos transformarnos en prácticamente lo que se nos antoje, y nos podemos maquillar, operar o disfrazar de lo que queramos dentro de nuestro contexto, imitando lo que vemos y lo que conocemos, pero no de lo que desconocemos. Los hombres que quieren ser mujeres imitan a las mujeres de su entorno, de la misma manera que las mujeres que quieren ser hombres imitan a los hombres de su entorno.

Los occidentales imitan a los occidentales, y los orientales imitan a los orientales, pero ni el alma ni el espíritu tienen sexo, por lo que antes de nacer no hace falta disfrazarse de nada, y la conciencia previa a la concepción carece de cargas morales, religiosas o sociales adosadas al género sexual.

Hago la distinción entre alma (sensaciones, emociones y sentimientos) y espíritu (ser esencial), porque a menudo tendemos a confundirlos y a tratarlos como si fueran una misma cosa, cuando no lo son en absoluto.

El alma se deposita en el cuerpo y se une a él por medio de la glándula pineal, mientras que el espíritu acompaña el proceso desde el chacra coronario y se manifiesta muy pocas veces a lo largo de nuestra vida material en este mundo.

Ese espíritu, nuestro ser esencial, como todo lo que hay en el universo, no debería crearse ni destruirse, sino ser eterno e inmanente, inmaterial, pero siempre presente ya sea en forma de energía, quinta esencia o subpartícula atómica sin masa, pero siempre presente, antes y después de cualquier formación material biótica o inerte.

Pues bien, ¿ese espíritu tiene conciencia, voluntad, recuerdos, intenciones?

Si los tiene es muy posible que sea capaz de elegir dónde y cuándo nacer, es decir, que existe la firme posibilidad de que usted haya elegido el tipo de familia, país, época y experiencias por las que desea pasar en esta vida, por buena o mala que pueda parecerle en este momento.

En este sentido el albedrío empezaría desde antes del nacimiento.

La libertad de ser y estar, la libertad de elegir, la libertad de experimentar y pasear por este maravilloso planeta, sin injerencias de poderosos o divinidades que nos manipulen a su antojo.

La libertad marea, da miedo, y muchos prefieren entregarse a una creencia antes de asumir la responsabilidad de su propia existencia.

La unión de las consciencias para formar un solo ser

Dentro de la tradición semítica que recorría buena parte del Mediterráneo hace más de dos mil años, el esperma masculino ya tenía vida en sí y era un bien sagrado que no se debía verter en tierra, mientras que en el África subsahariana se creía que con el semen se podía fertilizar los campos, y más de un grupo humano hacía literalmente el amor con la Madre Tierra. Tanto en uno como en otro sentido, el esperma estaba vivo, era sagrado y tenía propósito y conciencia: crear vida.


La unión de las conciencias

Los óvulos, en forma de esperma femenino, o menstruación, también contenían vida, señalaban la edad y las etapas fértiles de la mujer, y se les consideraba mágicos, capaces de influir en el comportamiento de quien los ingiriera.

Con la llegada del patriarcado a ultranza, los óvulos femeninos pasaron a ser negativos y receptivos, y el semen adquirió visos de poder.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero en ambos casos la idea de una vida consciente material antes de la concepción y el nacimiento ya se encontraba en el semen y en los óvulos. Muchas recetas mágicas los siguen incluyendo en sus pócimas, e incluso la cosmética hace uso de ellos desde tiempos inmemoriales.

Cuando se unen, cuando el esperma penetra en el óvulo sucede el milagro de la concepción y comienza el camino hacia la vida.

Justo en ese momento, se cree en algunos círculos esotéricos, el alma y el espíritu se asientan y se da inicio a la formación del cigoto y sus divisiones. Para otros no es sino hasta los catorce días, o dos semanas, cuando la unión de las conciencias tiene lugar, y ya es una persona con vida lo que hay dentro del vientre de la madre.

La consciencia femenina en forma de óvulo es el receptáculo del alma.

La consciencia masculina en forma de espermatozoide es el receptáculo del espíritu.

En una hay amor, sensaciones, emociones y sentimientos.

En la otra hay voluntad de ser, estar y existir.

Las dos son igual de importantes, porque las dos son indispensables para la creación de la vida, su preponderancia posterior no depende de su inicio, sino de algo previo que se manifestará más adelante y que nosotros conocemos como género o sexo, ya sea masculino, femenino o andrógino.

Estadísticamente, nacen un 51% de mujeres, un 48% de hombres y un 1% de andróginos, es decir, de personas con ambos sexos, y es posible, aunque difícil de constatar y de probar, que el alma y el espíritu que se unen en el cigoto ya tienen elegida su sexualidad desde mucho antes, pero de eso hablaremos en el capítulo siguiente.

Esas dos existencias, con sus conciencias propias, se funden en una sola, en un ser complejo, un organismo extraordinario, con mente, cuerpo, alma y espíritu, todos unidos y, paradójicamente, cada uno independiente del otro.

Un solo ser con cuatro cuerpos, o cuatro seres dentro de una misma expresión vital.

Si pensamos en los cromosomas, los 24 pares que se duplican y complementan, tendríamos cuarenta y ocho conciencias más, y si hablamos de la cadena de ácido desoxirribonucleico, o ADN, las conciencias independientes y complementarias serían aproximadamente treinta y seis millones.

El paquete básico es el femenino.

Todos somos hembras hasta que se decide genéticamente el sexo que se va a ostentar más tarde, ya sea femenino, masculino o andrógino, por lo que las hembras o son varones mal desarrolladas, como se creía en la antigüedad, sino que los varones son hembras con los ovarios como testículos y el clítoris como pene, capaces de amamantar a una criatura si es necesario, pero sin la posibilidad de parir, con lo que los varones serían hembras inconclusas desde el punto de vista biológico, con tendencia a desaparecer dentro de algunos miles de años.

Pero más allá de los datos biológicos, la fusión de todos los elementos y de todas las conciencias posibles, el resultado final será un ser vivo único e irrepetible, alguien que no sabemos de dónde viene ni que experimentará los placeres y los sufrimientos de este mundo en carne propia, y que dejará el cuerpo que ocupa para reencarnarse o para ir a donde tampoco sabemos con certeza, cielo, infierno, más allá, limbo o lo que sea, transformándose en algo que desconocemos, en una nueva consciencia, en un nuevo ser.

Tal parece que de una o de otra manera, tanto al nacer como al morir, las almas se parten en dos para volver a ser un único espíritu.

La vida dentro del vientre

Dentro del vientre de la madre, el bebé, a las seis o siete semanas, es decir, a los tres meses de gestación, ya tiene vida propia y se le puede considerar una persona con todos sus potenciales físicos y psíquicos, que piensa, sueña, siente , imagina, se educa, y va conformando su carácter y personalidad. Incluso hay quien señala que ya poseen memoria y recuerdos ancestrales, y no solo de la existencia espiritual, sino todo un conocimiento filogenético que le aportan sus antepasados, es decir, que en sus genes hay un nutrido bagaje de información que le acompaña desde la formación de sus células nerviosas hasta su muerte, y que a su vez transmitirá a sus descendientes, si es que los tiene.


De las cuatro semanas a los 4 meses

El vínculo con la madre es necesariamente muy fuerte, pues el bebé permanecerá dentro de ella nueve meses, y de ella comerá, sentirá y escuchará.

Reirá con la madre.

Llorará con la madre.

Oirá a la madre por dentro y por fuera.

Absorberá sus nutrientes.

Padecerá sus miedos y sus angustias.

Gozará de sus alegrías, y por supuesto, recibirá todo su paquete genético, con las fortalezas y debilidades, traumas y éxitos, potencias y hasta enfermedades.

El vínculo con el padre no será el mismo, pero también lo escuchará y percibirá sus buenas y malas vibraciones, su presencia y su ausencia, su cariño o su rechazo, y, al igual que con la madre, recibirá toda su carga genética y toda su memoria ancestral biológica y vivencial, tanto en lo positivo como en lo negativo.

Si la pareja se lleva bien, el bebé lo percibirá.

Si la pareja discute, pelea o se lleva mal, el bebé lo percibirá.

Si hay amor, lo disfrutará.

Si no hay amor, lo sufrirá.

Si es querido y esperado, lo sabrá.

Si no es querido, percibirá el rechazo.

El ambiente externo, más allá del padre y de la madre, también le afectará, y le ayudará a crecer y a desarrollarse, o le influirá negativamente.

Su corazón late, su mente reacciona ante los estímulos, duerme y sueña, pero, ¿con qué sueña? ¿Cuál es el contenido de sus aventuras oníricas?

Sueña acaso con su futuro en este mundo o con la familia que ha escogido para nacer, o quizá solo con sonidos y sensaciones.

Tal vez aún recuerda su vida pasada o su estancia en el otro lado, cielo o mundo paralelo donde están las almas y los espíritus antes de nacer, porque, si nada se crea ni se destruye en este universo, el ser debe tener otro tipo de existencia antes de nacer.

Pero, de momento, dentro del vientre de su madre experimenta una vida dentro de la placenta durante al menos seis meses, con emociones, sufrimientos, hambre, incomodidad, calor y frío, así como con alegrías, risas y gratas sensaciones.

Se mueve, se enreda, patea y, sabiéndolo o sin saberlo, espera el momento de ser dado a luz.

Cuando un bebé nace es como si muriera, ya que ha de abandonar la vida a la que está acostumbrado para enfrentarse a otra vida nueva que desconoce por completo, y esa experiencia puede ser grata o convertirse en un trauma de por vida, ya sea por problemas en el parto, por el entorno, por la forma en que es recibido en el nuevo mundo, o simplemente porque pierde todo lo que tenía sin la posibilidad de volver atrás, a su tibia y confortable vida dentro del vientre.


Salir para no volver más

En el momento de la concepción, cuando se funden el óvulo con el espermatozoide, todo es potencia y energía, eclosión fantástica y casi milagrosa que también funde a las consciencias de alma y espíritu en el cigoto, con lo que la experiencia no es dolorosa, pero el parto sí puede serlo, incluso si se hace con el mayor cuidado posible, de forma sana y natural, con todos los avances técnicos y médicos de los que disfrutamos hoy en día.

A lo largo de la historia de la humanidad el parto ha sido considerado incluso como un riesgo vital, ya que muchas madres morían al parir, y muchos bebés morían al nacer o a los pocos días de haber nacido.

Los partos “seguros” son relativamente recientes, lo mismo que la baja en la tasa de mortalidad infantil, porque hasta hace poco menos de un siglo embarazarse era poner en peligro la propia vida, y las formas de recibir al recién nacido eran poco menos que salvajes.

En los países menos desarrollados, el parto sigue entrañando el peligro de muerte para la madre y para el recién nacido por más que se idealice o se piense románticamente en que el parto primitivo y natural es mejor que el parto moderno.

Nuestra forma de dar a luz, desde el punto de vista biológico, no es el mejor diseño de la naturaleza humana, ya que por donde cabe un limón debe de salir una sandía, y debe salir entera y sana aunque haya que desgarrar con fórceps el útero y la vagina de la madre.

El bebé debe salir de cabeza, presionando y empujando hasta que logra hacerse paso y salir al mundo, donde le cortarán el cordón umbilical, su unión materna y fuente de alimentación y respiración, para exponerlo a un mundo extraño.

Hoy en día hay varios métodos para ahorrar sufrimientos y peligros a las madres, como la cesárea (a mí me practicaron dos), así como para salvaguardar al recién nacido y procurarle una mejor bienvenida a este mundo.

Si ahora somos más de siete mil millones de seres humanos sobre el mundo, se debe en buena medida a que las madres y los bebés ya no mueren como moscas en la sala de parto, en su casa o colgadas de un árbol, y así miles de millones de almas y espíritus tienen la oportunidad que no tuvieron durante miles de años, la de nacer y la de experimentar los bienes y los males de esta vida.

La mortandad infantil ha descendido dramáticamente en los últimos setenta años, y la esperanza de vida también se ha doblado en muchos casos (en el siglo XIX llegar a los cincuenta años era llegar a viejo, y en el siglo XXI a los cincuenta años se goza de una segunda juventud), y ya no hay necesidad de parir seis o diez hijos para que sobrevivieran dos o tres.

Sin embargo y con todos los adelantos, el nacimiento sigue siendo un trauma, un paso difícil y arriesgado, y superar los primeros nueve meses de vida en este planeta sigue siendo un triunfo, porque durante ese tiempo el bebé debe adecuarse forzosamente a la vida terrestre añorando su anterior vida dentro del vientre.

No es nada exagerado asegurar que la primera muerte que experimenta un ser humano es su propio nacimiento, ya que debe abandonar su vida previa, separarse de su madre y encarnarse en su propio e independiente cuerpo de ahí en adelante.

El bebé es un espíritu encarnado que lo sabe todo

Una leyenda árabe cuenta que el bebé, desde que es concebido y a lo largo de los nueve meses de espera, lo sabe absolutamente todo, lo conoce todo. Sabe lo que es el universo, las estrellas y sus misterios.

Conoce el presente, el pasado y el futuro, porque sabe que son una misma línea, un todo donde dimensionalmente se dan una serie de eventos, los cuales también conoce.

Sabe de todas las artes y de todas las ciencias, de todos los libros escritos y por escribir. Conoce por tanto la Biblia al igual que el Corán, y todos los textos sagrados que en el mundo han sido y serán.

En el cerebro del bebé hay las suficientes neuronas para tener todo el conocimiento.

En el alma del bebé hay el suficiente espacio para todos los sentimientos.

El espíritu del bebé está conectado con el todo, por eso conoce los misterios de la vida, la muerte y los infinitos planos de la existencia.

El bebé tiene consciencia plena. Mientras se desarrolla y se prepara para el alumbramiento, contempla lo que será su propia vida en este planeta, mientras observa el resto del universo y reflexiona sobre su trascendencia.

Lo conoce todo, y a todos, en su esencia, materia y existencia. Nada se le escapa.

Justo cuando va a nacer, un ser de luz le toca los labios para que olvide y guarde silencio, y le dice amorosamente: “Tú que lo sabes todo, ahora tendrás que vivir, experimentar y aprender. ¡Aprende!”.

Pero, ¿dónde estamos antes de ser concebidos?

En el cielo.

En el limbo.

En las estrellas.

En un mundo paralelo.

En el más allá tras una muerte previa.

En el eterno continuo a la espera de manifestarnos físicamente dentro del samsara o rueda del destino.

En el alma de otro ser que eclosionará para dar lugar a mil vidas por lo menos.

En otro cuerpo, muerto o vivo, esperando ocupar el cuerpo de otra persona transmigrando nuestro espíritu.

En un sueño de Visnú.

Junto a uno de los seis mil dioses que pueblan las creencias de la humanidad.

Como materia dispersa en el espacio.

Como materia dispersa en este mundo.

Como energía.

Como subpartículas atómicas.

Haciendo cola y a la espera de que nos toque el turno de instalarnos en un ser en el momento de la concepción, como quien hace un viaje turístico.

En las residencias celestiales como ángeles caídos o no caídos.

En un paraíso.

En el mar de la vida.

En un gen egoísta que espera su turno para medrar y continuar existiendo a través de diferentes cuerpos.

En el todo.

En la nada.

En el estado intermedio.

En un tribunal celestial que nos ha condenado a esta vida dentro de la cárcel que es este planeta.

En un laboratorio que experimenta con nosotros.

En un programa de computación.

En una ilusión que da lugar a otras ilusiones como esta vida.

En la potencia creadora del cosmos.

En las páginas del libro del destino.

Simple y llanamente en la eternidad a la que volveremos muy pronto y de la cual venimos y vamos continuamente en las formas más increíbles, incluyendo la forma de seres humanos.

No lo sabemos a ciencia cierta, y es muy posible que no sea un lugar específico como los que conocemos, pero todos tenemos la sensación de la permanencia eterna antes, durante y después de la vida presente.

Nuestra materia es eterna, nuestro cuerpo físico está formado por las mismas energías y partículas que el resto del cosmos independientemente de si es inmanente y sempiterno, si apareció de la nada con el Big Bang o si repite ciclos de millones de trillones de años, somos polvo cósmico que se transforma y se reinventa constantemente desde el principio hasta el final delos tiempos.

Estamos aquí y ahora, con la sensación de existir en un eterno presente, donde el pasado, el presente y el futuro se reúnen y se funden en una sola línea, círculo o espiral, como bien dice la sabiduría oriental: “Todo momento es aquí y todo lugar es ahora”, o “todo lugar es aquí y todo momento es ahora”, el resto son ilusiones infinitas, tantas como las capas de una cebolla.

Desde la óptica de la física teórica y la mecánica cuántica, no solo es posible vivir antes y después de esta existencia física, sino que además podemos estar viviendo varias vidas, por lo menos once, en las diferentes dimensiones y mundos paralelos que envuelven a nuestro ser.

El cuerpo físico es un vehículo del alma, pero es tan eterno, materialmente hablando, como esta, que vuelve a sus orígenes orgánicos e inertes cuando el alma se desconecta y experimenta la transformación a la que llamamos muerte.

Si nuestro cuerpo es eterno, nuestra alma y nuestro espíritu también deberían serlo, y, según algunos estudios, la consciencia de nuestro ser etérico es, por lo menos, un cúmulo de información imposible de perderse a pesar de las diversas transformaciones a que se vea sometida, como lo son la previda, la vida y la vida más allá de la vida, entendiéndose la “vida” como existencia y consciencia más allá del proceso biótico.

Sí, somos información que está en la nube eternamente y que se va incrementando vida tras vida y reencarnación tras reencarnación.

La información es energía, y, como todo lo que hay en el multiverso, tampoco se crea ni se destruye, solo se transforma transmisión tras transmisión, experiencia tras experiencia, y el ser humano es en buena parte información pura y dura.

Por tanto, es muy posible que siempre hayamos estado aquí y ahora, aunque no pudiéramos percibirnos a través de los cinco sentidos, al lado del mundo físico, como lo están los sueños, los fantasmas, los muones y otras partículas subatómicas que nos acompañan y atraviesan constantemente sin que nos demos cuenta.

Desde ese “otro lado” más cercano de lo que imaginamos, podemos ver sin ojos y escuchar sin oídos lo que sucede en este mundo, y al que nos abocamos desde antes de la concepción a la experiencia vital.

Por tanto, es muy posible que estemos aquí y ahora desde antes del nacimiento, observando lo que será nuestra propia existencia en el mundo presente.

Por supuesto, la preexistencia, aunque lógica y factible, no está comprobada científicamente, y, a menudo, tampoco religiosa o teológicamente más allá de las creencias orientales, entre otras cosas porque la ausencia de jerarquías y la capacidad de libre elección del ser no son del agrado de los que mandan, del patriarcado, de la academia, de muchas religiones y, desgraciadamente, de los mismos seres que prefieren creer a pensar o a imaginar, y se sienten más cómodos si es un ser superior quien toma las decisiones y asume las responsabilidades.

Durante milenios hemos experimentado la dependencia y el apego, por lo que ya es hora de experimentar la libertad; de eso sabemos mucho las mujeres que hemos estado bajo la sombra de los hombres durante mucho tiempo, sufriendo o aprovechando la dependencia, a sabiendas que la inmensa mayoría de los hombres tampoco eran libres.

La vida es un aprendizaje constante e inevitable, un cúmulo de experiencias que escogemos desde antes de nacer de forma teórica para llevarlas a la práctica una vez que nacemos en este lado de la realidad.

El gran libro de la reencarnación

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