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Presentación

En una clase de periodismo, el profesor preguntaba por la población de Armero. ¿Alguien sabe dónde quedaba? ¿Cuántos habitantes tenía? ¿Cuál es el nombre del volcán que la borró del mapa? Las respuestas eran azarosas e imprecisas. Pero vino un interrogante que puso a los estudiantes en la perspectiva del tema: ¿quién era Omaira Sánchez?

Hubo casi consenso. Aunque no vivieron la experiencia, pues la tragedia ocurrió hacía 32 años, cuando los padres de los estudiantes probablemente ni tenían planes de un vínculo conyugal, conocieron el drama de la niña de 13 años que se aferró infructuosamente a la vida en una trampa de lodo y agua que le llegaban hasta el cuello. Y eso fue lo que les quedó. En la memoria de aquellos educandos no yacía Armero, sino Omaira.

El docente recordó, entonces, al escritor Germán Santamaría cuando afirmaba que lo que hace perdurable los hechos es el rostro de las personas. En cualquier tiempo que se consulte. Y el rostro humano, con sus pesares, ilusiones, alegrías y tensiones es nada más y nada menos que el eje de la crónica. Esa vitalidad la recoge muy bien en este libro el periodista y profesor Javier Franco Altamar.

Después de varios años de escribir y enseñar a escribir crónicas periodísticas, Franco se arriesga a producir lo que no dudo en llamar el primer manual de redacción del género. Porque antes de este texto se produjeron innumerables reflexiones sobre la narrativa, muchas de ellas con voces autorizadas por el oficio, pero nunca hubo una investigación tan profusa sobre el arte de contar historias.

Aquí está la crónica con todos sus vestidos y también con sus harapos. Está el trajín de la reportería y la reflexión de la lectura reposada. Está la experiencia del contador de historias y la del periodista que las conversa con los maestros. Está la inquietud del investigador que husmea en los anales y el docente que refresca perspectivas cuando lleva sus hallazgos a la clase.

En el entendido de que estamos en presencia del único género periodístico no anglosajón, el libro hace un intento razonable por construir una teoría sobre lo que nos inventamos en el patio latinoamericano. Los fundamentos están no solo en las recomendaciones y consideraciones de narradores emblemáticos como Villoro, Caparrós, Tomás Eloy, Salcedo, Guerriero, Samperes, Villanuevas, Hoyos, Rotker, sino en los aportes de la lingüística, la filosofía del lenguaje, la sicología y la semiología, por mencionar los que saltan a la vista.

No sorprende encontrar referentes emblemáticos como Bastenier y Grijelmo, frente a los cuales Franco rescata el gran mérito de la crónica de haberse sobrepuesto a los paradigmas de un periodismo apenas especializado (en España se le conocía como crónica deportiva o crónica taurina) y puesto a hablar a los estudiosos europeos de una esencia narrativa que hace poco conocen; pero es grato toparse con nombres como Jerome Bruner, Kenneth Burke, Lluís Duch, Umberto Eco, Cassany, Solé, Iser, Bernardo Souvirón, Genette, en cuyas obras Franco halla, hábilmente, unas pistas robustas y profusas para resignificar los relatos.

En ese mismo sentido se adentra también en la historia, en busca, primero, de las raíces etimológicas y luego de expresiones de las que habrían bebido los cronistas, verbigracia, la Epopeya del rey lujurioso Gilgamesh, que se salva de la condena a muerte al amistarse con el hombre salvaje que debía asesinarlo; las crónicas de Indias, encomendadas por los reyes de España a ladinos narradores para sentir suyos los mundos de su contabilidad particular que nunca conocerían, y la tradición oral de indígenas que asumían con ternura a los hombres grandes y blancos de barba y a caballo que desembarcaban en sus tierras fantásticas, como semidioses enviados por sus ancestros. Pero busca del mismo modo en la novela europea, en el movimiento modernista de Latinoamérica y en el “boom” latinoamericano, y establece nexos con el Nuevo Periodismo de Capote y Talese, ya en la frontera de lo que se ha dado en llamar el periodismo literario.

Ahí Franco nos pone ante un debate de siempre sobre las fronteras narrativas. Porque si bien acepta la sugerencia de Grijelmo en el sentido de que el principal criterio de distinción del género es la mayor o menor carga de subjetividad, nos hace ver que ninguna de sus formas puede apartarse del periodismo. Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, está basada en hechos reales, pero en el relato gana ascendencia la literatura cuando el autor apela a su espléndida fantasía. Es eso: en periodismo la imaginación es un caballo desbocado al que hay que atesarle las riendas, si bien los narradores nos podemos valer de su carrera alocada para contar mejor las historias. Y una buena manera de tensar la montura es a través de la investigación, que en toda ocasión nos atempera con la útil y necesaria información.

Es entonces cuando, sin dejar de mirar el concepto, el libro se convierte en un vademécum, en tanto intuye la pregunta de la muchachada sobre cómo escribir las benditas crónicas. Y de su cuerpo emerge un capítulo específico para el registro de la acción en sus dos niveles básicos, el panorámico y el escénico, y otro para la descripción como mecanismo que da cuenta de la apariencia de la realidad a partir de los instrumentos de la observación.

Ahí encontramos la crónica como proceso, desde la selección del tema hasta llegar a la redacción del texto final, pasando por la selección de fuentes e instrumentos. Cada eslabón del proceso es detallado y expuesto con ejemplos y variados recursos: la ruta narrativa, el comienzo, la estructura, el final, los cambios de planos, las explicaciones y contextos e, incluso, la titulación. Aunque algunos han propuesto que el escritor nace, por una extraña confabulación genética en el momento de su concepción, en los consejos de Franco uno puede encontrar la inmensa posibilidad de volverse, si los asume, por supuesto, con rigor y disciplina.

Hay a lo largo de esta segunda edición, incorporados en estratégico momento, según se va desarrollando cada arista, elementos, figuras, llamados de atención, apuntes, gráficas, mapas de ideas, y varios otros recursos, orientados, específicamente, a la didáctica de la crónica. Están incluidos en términos de cómo se debe enseñar, las asignaciones y orientaciones de los docentes, y los desafíos y recomendaciones para estimular, en los estudiantes, el deseo de escribir buenas crónicas, con ejercicios y estrategias de utilidad en el proceso enseñanza-aprendizaje. Eso es lo bueno de un texto escrito por quien considera que el placer profesional más importante después de escribir es enseñar.

Al final el libro nos pone ante los escenarios actuales en que se debate la crónica, ahora con un vestido de combatiente medieval que se bate a espada con quienes quieren cercenar sus alcances. Parece un contrasentido: mientras es más notable su papel preponderante en el mantenimiento de la memoria, lo cual le da un carácter histórico a su misión social, la industria mediática la ve como una especie de acechanza en medio de dinámicas que se dejan ganar por la inmediatez.

Resulta claro que los géneros no son un capricho ni de los periodistas ni de los medios. Los hechos escogen cómo deben ser contados. Si se presentan a la manera de suspenso, drama, emociones, ironías, al periodista le corresponde escuchar y reivindicar esas esencias. Simplemente. Negarse a la crónica por razones de espacio o lógicas productivas, implicar desoír la realidad.

Pero Franco no se deja seducir por la discusión sobre la pureza de los géneros, y hace bien. Aunque reconoce sus rasgos distintivos, lo cierto es que entre unos y otros hay un tráfico impúdico de herramientas de aproximación a la realidad y también de narrativas, que les van permitiendo fortalecerse en las ventajas del vecino, a veces sin que la audiencia se percate. Será mejor, entonces, que la crónica aparezca ante el público con los nutrientes de la indagación y el contraste, por ejemplo.

Estamos, pues, en presencia de un libro necesario que echábamos de menos las escuelas de formación en periodismo. En esta segunda edición, ampliada, además, con nuevos autores y teorías, actualizada como consecuencia de la investigación que avanza, y modernizada con recursos variados de interacción con el texto, el lector podrá acercarse a él de un tirón, página por página, o fijar el interés a la manera de los capítulos que el índice temático sugiere. Y está construido de tal forma que no solo es provechoso en grado sumo para el interesado en aprender sobre la crónica, sino para el docente que busca una guía en el diseño de sus escenarios de aprendizaje. En todos los casos encontrará coherencia, sintaxis y estética narrativa, pues a la sazón de lo que el texto se propone hacer con quienes tengan la posibilidad de leerlo, sin duda fue escrito con la virtud portentosa del buen cronista.

Si la crónica es el rostro de la realidad, el libro de Franco puede ser la mejor cara de su enseñanza.

Alberto Martínez Monterrosa Departamento de Comunicación Social Universidad del Norte

El camino de la crónica

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