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III

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Los Onetti despertaron del trance de los cuadernos sorprendidos por los ladridos de Gutiérrez, que volvía del veterinario con la mujer de Fernando.

—¿Qué hacen ustedes dos? Me podrían haber esperado. ¿Ya comieron? ¡Gutiérrez, vení para acá!

—Yo estoy muy bien. Vos, Anita, ¿cómo andás? —dijo Mariano, divertido con el enojo de su cuñada.

—Hola, bombón, perdoname. Pero entre que me perdí toda la mañana con la otitis del perrito de tu hermano y lo que me cobró el veterinario, vengo como mal. ¿Qué son esos cuadernos?

Fernando y Mariano le contaron a Anita la historia de la carta, la caja y la supuesta “máquina del tiempo” de Mario Onetti mientras terminaban de almorzar.

—No te puedo creer. ¿Marito un playboy y Lucía casada? ¿Pero cómo nunca nadie nos contó? —Anita no lograba salir de su asombro.

—Lo que no sé es si vos estás autorizada a leer lo que sigue. Como no sos “hija oficial”. —Mariano le guiñó el ojo a su hermano mientras hacía los signos de comillas con sus manos.

—Dale el remedio a Gutiérrez. —Anita obvió el comentario de Mariano por completo—. Me lo vengo fumando desde las 9 de la mañana con esto de la veterinaria. ¿Y cuando venís no me hacés un café? ¿Please? ¿Quién lee? ¿Vos, Marianito?

La parálisis emocional que me había provocado el encuentro con Lucía me duró poco más de una semana.

—La verdad, Marito, yo hubiese preferido que se casara con vos —dijo María una noche de verano mientras tomábamos cerveza esperando a que se cerraran las últimas mesas—. Y esto que quede entre vos y yo, pero a mí el marido ese que tiene no me gusta nada. Es buen mozo y al parecer le va muy bien y todo, pero para mí es un atorrante. Y, creeme, a mí esas cosas no se me escapan nunca.

—¿Y esta María de dónde salió?

—Ah, no, Anita. No empecemos a interrumpir cada dos párrafos que nos quedamos a vivir —se quejó Marianito.

—María es la hija de Alfredo Fernández, el dueño de la pizzería La Coqueta, donde trabajaba mi viejo en ese momento. Parece, por lo que nos acordamos con Fer, que era una prima de mamá. ¿Sigo?

—Dale.

—Che, Marito, ¿y si te casás conmigo?

María era ese tipo de mujer que nunca medía el impacto de sus propias palabras. Hablaba siempre desde la seducción, desde su propia y arraigada sensualidad. Y confieso que, en ocasiones, era muy difícil resistir su hechizo, su incuestionable encanto.

Era sumamente inteligente y creía en la amistad entre el hombre y la mujer, pero caminaba una línea muy delgada y peligrosa para la mayoría de los mortales.

Muy a pesar de su incuestionable atractivo, cualquier cosa entre nosotros estaba destinada al fracaso. La vida me había enseñado —un poco a los golpes— que ya no debía defraudar a nadie más; mucho menos a los Fernández.

Con el paso del tiempo, Alfredo me ofreció una participación en el negocio a cambio de un puesto de encargado. Y mi trabajo temporal, ese que era “hasta que consiga otro mejor”, se transformó en la mejor parte de mi vida.

Con los primeros ahorros me compré un Fiat 1500 usado y con pocos kilómetros. Lo cuidaba mucho y lo llevaba siempre al taller de los Spadaro, que quedaba en Lope de Vega y Santo Tomé, como a unas veinte cuadras de la pizzería para el lado de la General Paz.

Emilio Spadaro, el hijo del dueño, tenía veintiún años, pero ya casi manejaba el negocio de la familia.

Creo que en esa época solo atendían Fiat. Nunca daban turnos y no podías ir apurado. Al que llegaba primero lo atendían primero. Si llegabas después de las cuatro, tenías que volver al otro día. Como eran los mejores, y lo sabían, no le fiaban a nadie, mucho menos hacían favores o trabajaban gratis. Y siempre, independientemente del arreglo, había que pagar por adelantado.

Como Emilio venía muchas noches a La Coqueta y me conocía bastante bien, me hacía precio de amigo. Un lujo para pocos en el mundo de los Spadaro.

Fue en ese taller donde conocí a Eduardo Pérez Volpe.

Eduardo era un tipo alto, flaco, astuto e increíblemente carismático que tenía un departamento por Barrio Norte, pero que había llegado a lo de Emilio con una cupé Fiat que nadie podía poner a punto. Cuando quería y se lo proponía, era galante y hasta simple, pero la mayor parte de las veces no le salía. Lo traicionaban su propio temperamento y la arrogancia de la estatura social que creía poseer. Llevaba siempre el pelo corto, peinado para atrás, pero sin gomina. Y tenía unos bigotes prolijos y cortitos que le proveían un aire particular, casi cómico.

Solía viajar bastante por su negocio, pero generalmente estaba en Buenos Aires de martes a jueves.

En esa época, los coches iban mucho más al taller que hoy y, con el tiempo y más de un café de por medio, nos hicimos amigos.

Le gustaba la noche y era un gran seductor. Y como yo seguía solo, empecé a acompañarlo con alguna que otra mina que él me presentaba. Me lo pasaba bien y nos reíamos mucho. Lo conocía medio Buenos Aires y conseguía mesa en todos lados; pero vivíamos todas las noches metidos en Mau Mau.

Me acuerdo de que fumaba todo el día unos LM box que le traía una amiga azafata, y siempre tomaba whisky importado. Una noche, pasado de copas, me confesó que estaba “ felizmente” casado.

—En realidad me inventé este laburo de viajante para poder escaparme a Buenos Aires —dijo con tono sombrío—. Y te juro, Marito, que muchas noches me arrepiento y hasta lloro. Pero, para mí, la aventura, el escape, lo secreto, son como un vicio. El vértigo, el peligro, la adrenalina de ser descubierto es lo que me mantiene vivo cada día. No podría nunca resignarme a vivir preso de una relación tradicional… Yo soy un bon vivant bien educado, pero que vive del dinero de mi mujer, de mi suegro. Jamás podría mantener este estilo de vida por mi cuenta. Jamás. Por la plata que gasto, no tengo remordimientos. Mi suegro es un gallego terrateniente de Santa Fe y está lleno de guita. La que me da un poco de lástima es mi mujer. Me tiene en un pedestal. Y yo, la verdad, un poco también la quiero. Y como mi casa queda en Rosario, es prácticamente imposible que me descubra. La única que me preocupa un poco es la turra de la prima. Una morocha divina que vive cerca del taller de Emilio. Me tiene loco, pero no me da bola. Y para mí es porque algo sospecha.

Las coincidencias ya eran muchas y el corazón me latía fuerte de los nervios. Pregunté, aunque sabía la respuesta:

—¿Cómo se llama tu mujer?

—Lucía Fernández, ¿por?

Mariano cerró el cuaderno de golpe con las dos manos.

—Traeme ya el que sigue.

Los Onetti

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