Читать книгу Los Onetti - Javier Lentino - Страница 8
I
Оглавление—Buenos días, ¿el señor Fernando Onetti? —dijo la voz metálica por el portero, mientras la imagen del visor mostraba a un cartero en blanco y negro que no sabía muy bien para dónde mirar.
—Soy yo. ¿Quién es?
—Del Correo Argentino. Tengo un paquete que necesita su firma —dijo el tipo, encontrando la cámara por fin.
—Ya salgo. ¿Quién lo envía?
—Deme un minuto… Mario Onetti dice acá.
—Mario Onetti no puede ser.
—¿Cómo?
—¡Que Mario Onetti no puede ser! —gritó buscando sus llaves—. ¡No lo puedo creer! ¡Qué lindo sábado!
Ya habían pasado varios meses desde la muerte de su padre, pero la sola mención de su nombre no hacía más que cargar las tintas de su habitual ansiedad. Vivía preso de un cóctel diario y explosivo de nervios, angustia y quizás bronca
—¿Dónde le firmo? —dijo con el gesto cansado, sacándose el pelo de la cara con toda la mano—. Leyó mal el remitente. Mario Onetti era mi padre y falleció hace poco. ¿No será Mariano?
—No, Mario. Acá dice Mario.
—Déjeme ver a mí —dijo con el gesto sobrado y casi arrancándole los papeles al cartero. Reconoció la letra cuidada de su padre en los formularios, la confirmó en la etiqueta del paquete.
Avergonzado de su propia reacción, firmó rápido y ensayó un “gracias” sin siquiera levantar la mirada. No quería que el cartero lo viese llorar.
—No te pongas mal, pibe.
—Últimamente con esto de la muerte de mi viejo me pongo nervioso por cualquier cosa y le contesto mal a todo el mundo. Usted no tiene nada que ver, discúlpeme.
—No te preocupes. ¿Te hago una pregunta?
Fernando solo asintió con la cabeza, devolviéndole los papeles y la birome.
—¿Era buen tipo tu viejo?
—La verdad es que sí. Créame, no es por él. Son estas cosas de mierda, el paquete, la muerte, la incertidumbre.
—Tal vez sea un regalo. Un álbum de figuritas que no encontrabas, fotos viejas, un paquete de chocolate en rama.
—¡O salamines!
Se rieron juntos.
—¿Sabés cuál es el problema, Fernando? Era Fernando, ¿no? En algún momento la gente crece y se olvida de divertirse. Como si reírse de cualquier cosa fuese cosa de chicos. Te doy un solo consejo: no dejes que la muerte de tu padre te haga perder la ilusión. Ilusionarse pasa por vivir la vida a fondo, con ganas. ¿Qué sabés lo que dice la carta?
El hombre le dio una palmada en la espalda y desapareció por la esquina mientras se guardaba la planilla en el bolso de cuero.
Fernando se sentó al sol, en el cordón de la vereda de su casa. Sin buscarla, se encontró con la primavera de su propio barrio. Los tilos de la calle parecían animarse a crecer, y el verde de sus hojas, traslúcidas por momentos, parecía volverse más intenso con el sol fuerte de la mañana. Respiró hondo. Tomó coraje y abrió el paquete con manos temblorosas.
Encontró un sobre dirigido a su hermano y a él. También, un paquete prolijo de quince cuadernos negros, casi iguales, envueltos en papel madera. Despegó el sobre con cuidado para no romperlo. La carta no era muy larga. Dos hojas inundadas de lapicera fuente. Las líneas apretadas, la inconfundible imprenta, los usuales papeles blancos y sin líneas.
Queridos chicos —rezaba el encabezado, sin fecha ni ciudad—, si mis cálculos, y el bendito Correo Argentino, no fallan, recibirán esta carta poco después de mi muerte. Es cierto que mencionarla, el escribir su nombre en un papel, me incomoda y hasta me pone la piel de gallina. Pero les juro que estoy tranquilo y en paz; por momentos, hasta conforme. La tuve a mamá casi toda la vida, los tuve a ustedes, que son mi orgullo máximo, la razón de mi propia existencia…
Las lágrimas de Fernando cayeron sobre el papel y destiñeron la tinta.
Esta no es una carta de despedida ni mucho menos. En realidad es una de bienvenida . Estos cuadernos representan la puerta de entrada a un mundo que aún no conocen.
Por muchas razones, nunca pude contarles . Este envío es una invitación para los dos. Un pasaje en el tiempo hacia mi propio pasado. Un viaje directo a la historia misma de esta familia, que es tan mía como de ustedes.
Fernando dejó los papeles en la caja y llamó de inmediato a su hermano.
Marianito —dijo con la voz entrecortada, mientras se secaba la cara con la manga del buzo—, recibí un paquete de papá con una carta. —Miró para arriba, como si buscara una respuesta en el cielo.
La línea quedó muda.
—Es vieja —aclaró rápido ante la confusión de su hermano—. Se ve que la mandó antes y llegó ahora. Pero no es solo para mí, es para los dos. ¿Querés venir a casa? No estoy para leerla solo.
—¿Qué hay en la caja?
—Cuadernos negros. Un montón.
—¿Escritos o con fotos?
—Escritos. Con la letra de papá. Algunos más viejos que otros. Están fechados en el lomo y tienen números. Yo nunca los había visto. La carta dice algo de un pasado que no conocemos, de la historia de la familia. ¿Vos sabías algo?
—No. Bancame que voy para allá.
Mariano encontró a Fernando todavía sentado en el cordón, la vista perdida.
—¿Qué hacés acá sentado? ¡Te van a afanar! —le dijo mientras subía la moto a la vereda. Se llevaban poco más de tres años, pero mantenían una afinidad entrañable—. Vamos para adentro. Estás acá solo como un pelotudo, con la puerta abierta. ¿Vos le tenés miedo a la policía y confías en los chorros?
—¡Tenés razón! ¿Te hago café?
—Dale. ¿Le contaste a Anita?
—No, no está. Se fue temprano a llevar a Gutiérrez al veterinario porque se pasó toda la noche llorando. Parece que tiene otitis. ¡Otitis! Eso le pasa por meterse todo el día en la pileta. ¡Lo único que falta es que le pongamos aparatos en los dientes para que esté más lindo! Che, perdoná que te hice venir así, pero estas cosas de papá me ponen como loco.
—No te calientes. ¿Querés que yo siga leyendo? Alcanzame la carta.
Empezó a leer despacio; siguió con tono firme.
Los cuadernos del paquete están divididos por años y tienen un orden específico. Les pido que los lean sin saltarlos y respetando su cronología. El último, el 15, termina el mismo día en el que nació Fer.
A Mariano la sonrisa le llenaba toda la cara.
—Siempre Fer, Fer… ¿Y Marianito?
—Dale, boludo, seguí.
Por alguna razón sentí que era mi obligación contarles todo aquello que no saben . Lo que digo y cuento no tiene inventos, mucho menos ficción. Es la estricta realidad tal cual la viví.
—Che, Fer, me quedé pensando. ¿Cómo vas a hacer para leer todo esto hoy? Te vas a tener que tranquilizar a la fuerza —dijo y se rio con ganas.
Fernando se rio del comentario de su hermano y también de su propia miseria.
—¿Te imaginás? Empastillado tres días seguidos para leer la biografía no conocida del viejo. ¿Podés creer que el cartero que dejó el paquete me dijo que no me preocupara? ¿Me habrá visto mal?
—¿Era psicólogo o cartero?
—En serio te digo, salame. El tipo tenía un aire patriarcal, casi espiritual. Me dijo que no perdiera la ilusión, que no me olvidara de reírme y que disfrutara la vida.
—¿Cómo se llamaba? ¿Ángel? ¿Della Guarda de apellido? ¿Un amigo de Ravi Shankar?
—Para vos, siempre son todas boludeces, todo es joda, nada es importante. Seguí leyendo.
Empecé a escribir cuando supe que no me quedaba tanto tiempo. Busqué remanso en estas páginas, tranquilidad en los tiempos felices.
Paradójicamente me di cuenta de que había pocos momentos tristes. Hubo por supuesto broncas, enojos, pérdidas y días amargos. Pero tiempos largos y tristes, muy pocos. Escribiendo me di cuenta de que viví la mayor parte de mis años preocupado, nervioso , ansiando desenlaces, esperando conclusiones.
Cuando escribía el último de los cuadernos en el hospital, me topé con un enfermero. Medio ayudante, medio asistente. El tipo andaba por los cuartos trayendo agua, llevándose cosas sucias. Un día, sin siquiera pedir permiso , me preguntó: “¿Tiene miedo de morirse?”.
Le contesté que sí . Le conté también que había vivido con miedo a morir toda la vida.
Su respuesta fue la que me dio la tranquilidad que les contaba al principio: “No pierda la ilusión, Onetti. ¿Y si lo que viene es mejor? Se pasó toda la vida preocupado y veo que no para de escribir memorias. Tan malas no deben haber sido, ¿no ?”.
Trabajé toda la vida para que vivan contentos. No lloren mi muerte. Y, si me extrañan, celebren mi vida. Les dejo mi máquina del tiempo en estos cuadernos, para que me busquen cuando quieran.
Mariano lloraba como nunca.
—¿Qué pasa, boludito? ¿Te corrió frío por la espalda?
Los Onetti se abrazaron fuerte. Eran más hermanos que nunca.