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La bella pesadilla

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Ese caballero en cuestión es un joven Igor Stravinsky (1882-1971), que ya ha iniciado su colaboración con Serguei Diaghilev (1872-1929), el empresario y director de la compañía de los Ballets Rusos, a resultas de lo cual crea la música para la puesta en escena de tres ballets que supondrán un cambio determinante en su estilo compositivo: El pájaro de fuego (1910), con una clara influencia de su maestro Rimsky Korsakov (1844-1908); Petrushka (1911) y La consagración de la primavera (1913), esta última coreografiada por Vaslav Nijinsky (1890-1950).

El impacto de La consagración es uno de los topos recurrentes de la historia de la música moderna aun a más de un siglo vista. Debussy, en frecuente contacto con Stravinsky, interpretó con el ruso la versión para piano a cuatro manos, experiencia que calificó de «bella pesadilla». Concebida para una enorme orquesta, La consagración ha sido ubicada frecuentemente dentro de un «primitivismo musical» tanto por su temática como por su estilo, algo no del todo ajeno a la fuerza primigenia de experiencias plásticas como la del fauvismo o al interés por culturas antiguas o lejanas que manifestaron algunos creadores cubistas. La desafiante temática del ballet sobre las festividades de la Rusia pagana, cuyo culmen es el sacrificio de una joven virgen en una devastadora danza final, se despliega musicalmente a través de impulsivas unidades rítmicas, con constantes alteraciones métricas e irregulares pulsaciones, en un contexto armónico tendente a la politonalidad, generando una poderosa y enérgica creación. Este fluir rítmico dentro de yuxtaposiciones constantes en lo que a su trama polifónica se refiere, unido a la temática del ballet, no dejó indiferente a la audiencia en el día de su estreno.

Pero, tras el tumulto y el escándalo de aquel 29 de mayo de 1913, del que se hicieron eco testigos como Marie Rambert, bailarina ayudante de Nijinsky, o el pintor Valentine Hugo, el lacónico comentario de Diaghilev —«es exactamente lo que quería»— anunciaba, seguramente sin intención profética alguna, el progresivo éxito de la obra. A la sazón, el empresario estaba acostumbrado a batallar con la controversia que sus espectáculos suscitaban entre un sector de la audiencia, como en el caso de la coreografía que el mismo Nijinsky creó en 1912 para L’après-midi d’un faune (La siesta de un fauno, 1894) de Debussy. Un año después, en 1914, Diaghilev encargaba a un joven Serguéi Prokófiev (1891-1953) varios proyectos de ballet, de los cuales, y con diversas transformaciones, surgiría la conocida como Suite escita, obra de enorme orquestación, de aire también primitivista y que, según la revista rusa M úsica, dejaba al ballet de Stravinsky en «una obra simplemente exótica escrita por un europeo refinado y afeminado».

Puede resultar llamativo que, casi cuarenta años después, el mismo Stravinsky expresase al profesor Claudio Spies durante una conversación en auto su malestar por la manera en que los diversos trozos de La consagración estaban conectados, pareciéndole tan arbitrarios como los tejidos musicales de dichas uniones. Deseaba reescribir la obra, como ya había hecho con Petrushka en 1946, magna tarea que nunca llegó a realizar. Veremos que tales apreciaciones eran totalmente coherentes con los años posteriores al estreno del ballet. Además, este inconformismo nos pone en alerta frente un fenómeno no exclusivo, pero sí muy característico, de la modernidad musical: los rápidos cambios en los diferentes entornos estilísticos hacen que los creadores transiten por diversos y variados contextos creativos.

Del colapso tonal al arte sonoro

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