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Introducción

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Multidimensión, acumulación, desintegración, organización, recepción: repensar la contemporaneidad musical

«El cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración y, al mismo tiempo, de organización», señala el filósofo francés Edgard Morin, el cual así mismo apela al «carácter multidimensional de toda realidad». La música también es un cosmos multidimensional, un cosmos al que el etnomusicólogo Timothy Rice, a la hora de reformular los principios de su disciplina, intenta acercarse a través de la pregunta: «¿Cómo construyen históricamente, mantienen socialmente y experimentan individualmente la música los seres humanos?». En cualquiera de las posibles respuestas que intentemos encontrar, nos topamos con la máquina imperfecta que se desintegra al paso que se reorganiza. La música de los seres humanos del siglo XX es un artefacto sensiblemente multidimensional, desintegrado, reorganizado y, más que nada, complejo.

Sin embargo, la complejidad a la que nos enfrentamos a la hora de abordar la música de la centuria y de sus aledaños cronológicos no atañe simplemente a las enormes y múltiples ramificaciones estilísticas, o a la inusitada presencia de tradiciones de diversa procedencia o relacionadas con el ámbito denominado popular, sean de sello urbano o folclórico, en contraposición, convivencia, complementariedad o negociación con la corriente concertística clásica occidental. Amén de todo su aparato productivo, la forma que adquiere el receptáculo de dicha producción condiciona también nuestra percepción de esa complejidad.

La aparición de la posibilidad de almacenar cualquier sonido, y por ende cualquier música, mediante las diversas técnicas de grabación, desarrolladas principalmente a partir de principios del siglo XX, nos ha conducido hacia lo que cabría denominar una «fonoteca global». La música de la contemporaneidad se desenvuelve a la vez que se abre la puerta a su almacenamiento a gran escala, fenómeno que se expande al pasado, pues todas las ejecuciones de obras históricas pueden ser asimismo registradas, pasando a ser actuales en la medida en que su presencia en el mundo contemporáneo se vuelve activa. Esta «acumulación» de la historia en un puro presente se ejemplifica bien con la corriente de la llamada «música antigua», centrada principalmente en la recuperación de la música de época tanto barroca como anterior. Iniciada por pioneros como Wanda Landowska o Arnold Dolmetsch a principios del siglo, sufrió un fuerte estímulo principalmente después de la Segunda Guerra Mundial. Pero, como señala el oboísta y estudioso Bruce Haynes, no deja de ser un estilo del siglo XX, con todos los condicionantes que ello implica.

Continuando con la idea de recepción compleja, echemos la mirada un poco más atrás. Si efectivamente la integración en un solo discurso de la variedad musical del siglo XX se antoja una tarea complicada, nos podemos interrogar acerca de qué ocurriría si abordásemos los aparentemente más lineales siglos anteriores con las herramientas y con —más importante— el enfoque de los estudios modernos. Observemos el ejemplo de la música alla turca en la Europa del siglo XVIII, que ha estudiado Mary Hunter en su obra general sobre lo exótico en la música occidental. La presencia de las bandas jenízaras del Ejército turco en diferentes cortes europeas actuó como agente de intercambio cultural y provocó un fuerte impacto en la música de la época, creando un característico topos musical alrededor de determinados elementos armónicos, tímbricos, rítmicos o melódicos que influyó de una manera notable en las manifestaciones musicales del periodo.

Así pues, tradiciones musicales de diversa naturaleza han coexistido con la tradición clásica, objeto principal de estudio de la musicología histórica, estableciéndose en más de una ocasión vasos comunicantes entre ellas de carácter multidireccional. En este sentido, si un investigador moderno pudiese viajar en el tiempo con su grabadora o su papel pautado, la narración alrededor de nuestro pasado no es que fuese diametralmente diferente, pero sí por lo menos más rica en términos de producción absoluta. Es por eso que la etnomusicología siempre nos da pistas cuando busca precedentes a su labor en aquellos que se aproximaron a otras culturas con miradas sin prejuicios jerárquicos en cuanto a la superioridad de la tradición occidental. Citemos los casos del fraile franciscano Bernardino de Sahagún en el siglo XVI, con su acercamiento a la cultura azteca, o del francés Guillaume Villoteau, que a principios del siglo XIX se adelantó a su época al aceptar ser alumno de un músico egipcio para poder entender de la mejor manera posible los mecanismos de la música de esa cultura.

También podemos buscar valoraciones de la multidimensionalidad musical en la musicología histórica al uso. Giuseppe Fiorentino ha rastreado la existencia de una polifonía de tradición oral en la España del Renacimiento. En el imposible caso de que se hubiesen conservado documentos sonoros de ella, el imaginario musical del siglo XV y XVI hispano podría cambiar notablemente, de la misma manera que, por ejemplo, el siglo XIX adquiriría otra dimensión si pensásemos que las disputas intergeneracionales que provocaba la música de Richard Wagner poseían un aire similar a los desencuentros que produjo el rock and roll o el hip-hop en la segunda mitad del XX.

Quizá, la tarea complicada a la cual nos referíamos más arriba sea simplemente innecesaria, por lo que, de alguna manera, la única posible sea la de las tareas parciales. Así —y volviendo a nuestro objeto de discurso— parecen expresarse trabajos recientes como The Cambridge History of Twentieth-Century Music (Historia de la música del siglo XX de la Universidad de Cambridge), editada en 2004, en cuyo capítulo introductorio los profesores Nicholas Cook y Anthony Pople ya advierten al lector que, al tratarse de una serie de artículos a cargo de especialistas en diversos campos, probablemente se encontrará con no pocas tensiones, cuando no directamente posiciones enfrentadas, con respecto a determinados hechos. Asimismo, en la La música en Hispanoamérica en el siglo XIX, editada por Consuelo Carredano y Victoria Eli, aflora la producción musical de todo un continente que ha permanecido en sombra para las historias decimonónicas occidentales. Y lo hace, como señala la propia Carredano, desde su especificidad, «enmarcada en los complejos procesos sociales, culturales e históricos». Esta óptica podría parecer más fácilmente aplicable a un espacio como el latinoamericano, alejado, en principio, de los centros de gravedad donde la musicología histórica ha elaborado su propio discurso. Sin embargo, para darnos cuenta de las lagunas que puede haber en dicho discurso, las más de las veces por una legítima necesidad de cohesión y articulación, no es necesario tan siquiera alejarse del etnocéntrico espacio europeo. Recordemos simplemente, como bien señala el musicólogo Richard Taruskin, la gran cantidad de sinfonistas de mediados del siglo XIX —Anton Rubinstein, Max Bruch o Robert Wolkman, entre otros— que han pasado al olvido, incapaces de competir en su momento con el creciente prestigio reverencial de los clásicos vieneses Haydn, Mozart, Beethoven y su consecuente «musealización» ante la audiencia del momento.

Llegados pues a este punto, parece que hemos hablado más de tiempos pretéritos al siglo XX que de sus propios días. El único propósito ha sido traer a primer plano la idea de que la complejidad en cuanto a ramificaciones y entrecruzamientos del fenómeno musical, más allá de la jerarquización con la cual se hayan mostrado en el redactar histórico de cada momento, siempre ha existido de una u otra manera, en un determinado grado u otro. Por eso, en un primer acercamiento a la música contemporánea, ya sea como fenómeno cultural, ya desde un punto de vista puramente estilístico, deberíamos tener en cuenta los siguientes factores: la relevancia de los materiales «externos», tanto históricos como exóticos, y sus modos de integración en el discurso musical, desde la pura apelación a la cita o el reciclaje; la difícil taxonomía de la continuidad o discontinuidad de los estilos, así como de muchos creadores puntuales; la presencia de música más allá del canon académico y del desinterés por parte de ciertas tradiciones musicológicas dominantes; la dinámica vital de los compositores en un contexto de cambio rápido y de amplias opciones a la hora de elegir estilo; la relevancia o ubicación social de los estilos; los factores pedagógicos y de transmisión de la música en general; el ensemble contemporáneo musical como herramienta característica del periodo; la valoración del sonido como material «musicable» en sí mismo; la vanguardia como referente principal desde el punto de vista cualitativo.

Ante el aluvión musical de la centuria, y para evitar posturas dogmáticas totalizantes, el profesor Robert Fink decidió en uno de sus cursos prescindir de la nomenclatura «Historia de la música en el siglo XX» y acogerse a la de «Música en la historia del siglo XX». Nosotros nos centraremos en «una de esas músicas en el siglo XX», aquella que se ha amparado bajo denominaciones como música contemporánea, música artística, música de concierto o de tradición clásica, o incluso en la más que rebatible nomenclatura de música culta, sin perder de vista que la singladura podrá ser errática, recalando en más de una ocasión en puertos aparentemente ajenos a esta tradición.

Asimismo, tampoco queremos perder de vista la revisión actual de ciertos presupuestos epistemológicos, en especial, aquellos que intentan superar las visiones posestructuralistas o posmodernas que desde los años setenta han condicionado el estudio de los objetos por sospechar que todo estudio sobre estos dependía más de su relación con el observador que de la existencia de los objetos en sí. Javier Campos Calvo-Sotelo aboga por que «el eje del discurso científico musical debería siempre girar preferentemente en torno a la materia primera de estudio, no acerca de su intrasignificado y nivel de percepción, por más que estos factores interesen asimismo para la comprensión global del fenómeno». Así pues, consideremos que el objeto, en este caso el fenómeno musical, existe independientemente de que la mirada sobre este pueda sufrir modulaciones en uno u otro sentido. Por ejemplo, no se podría poner en tela de juicio la existencia del tango, cualesquiera que hayan sido sus vicisitudes a lo largo del siglo, sólo por su mayor o menor relevancia según los contextos geográficos o temporales, tal y como señala el estudioso Ramón Pelinski. De la misma manera, la llamada música clásica contemporánea, más allá de haber pasado por ser referente de parte de la clase burguesa, por arte sustentado privada o públicamente, o por un fenómeno en crisis por parecer insostenible dentro de los parámetros de producción finiseculares, ha existido y existe como tradición; tradición bajo la cual se cobijan desde la revocación desarraigada que de lo romántico hizo Gustav Mahler en su música hasta la exploración de un nuevo territorio que para un compositor como Giorgio Netti supone el estudio instrumental; tradición multidimensional en desintegración y reconstrucción, como el cosmos del pensador Morin con el que comenzábamos esta sección.

Por eso, esta introducción es solamente preventiva: nos asomamos a la historia de la música de la modernidad y pedimos disculpas, porque con toda probabilidad vayamos a caer en aquello que el ya citado Taruskin recrimina al discurso excesivamente hegeliano, esto es, el detenerse sólo en los logros estéticos o estilísticos. Tiene una explicación. El profesor Leon Botstein señala que la normativización del repertorio musical occidental de los siglos XVIII y XIX ha dejado el legado a las siguientes generaciones en forma de un constante acercamiento, redefinición o conocimiento de este. De una manera análoga se puede interpretar la aparición de los grandes museos y pinacotecas, donde las grandes obras del pasado se conservan e interpretan constantemente. La ruptura histórica que supusieron las vanguardias del siglo XX obligó de alguna manera a asumir nuevos presupuestos, consiguiendo ser introducidos dentro de los conocidos como museos de arte moderno o contemporáneo. Paralelamente, la música contemporánea no ha encontrado un sitio canónico para su fractura cultural: un compositor como Arnold Schoenberg todavía se programa e interpreta en ciclos de música moderna junto a creaciones más recientes. Es por ello que, tal vez, deseemos que la producción musical contemporánea llegue a descubrir su propio museo de la modernidad acorde con su posición fundamental en la historia de la cultura. En suma, encontrar su lugar en nosotros mismos, sujetos también multidimensionales en desintegración y reorganización constante.

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