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HOUDINIZE

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El bailarín se contorsiona sobre la escena como si hubiese decidido convertir su cuerpo en un sonajero de carne y hueso. El programa de mano y la crítica lo dejaban claro. El coreógrafo había sido fiel a los pocos documentos fílmicos que constaban de Harry Houdini, los había visionado cientos de veces (Houdini arrojándose esposado del puente de Rochester, Houdini colgado por los pies de una grúa, embutido en una camisa de fuerza); había interiorizado aquella vibración animal y errática cuyo final, por previsible no menos sorprendente, era la liberación de un cuerpo aherrojado por cadenas y grilletes. Houdini había conseguido encontrar un método en el espasmo, había mostrado a sus contemporáneos cómo la libertad podía ser la conclusión natural de una agitación errática y compulsiva. Houdinize (liberarse o librarse de algo retorciendo el cuerpo) era la aportación de aquel hombre a la lengua inglesa. Añadir un verbo a un idioma no era sino otro modo de inmortalidad. Houdini era el abanderado de los que amaban la libertad, el hombre capaz de evadirse de los instrumentos de opresión de la policía y el manicomio. Houdini como precursor de la deriva beatnik y de los espasmos del Rock and Roll. Nada menos. Y sí, en algún momento, de manera artísticamente deliberada, los movimientos convulsos del bailarín recuerdan a Elvis o al Iggy Pop de los Stooges. A imagen y semejanza del escapista, el bailarín había logrado desprenderse sucesivamente de las cadenas, de la chaqueta, de la camisa y los pantalones (había salido a escena vestido como un ejecutivo, esposado a un maletín), y todo sin usar las manos, convirtiendo el estilo de Houdini en una coreografía, transformando la magia en danza, sumando al asombro del milagro la fruición estética.

El bailarín acaba liberándose de sus ataduras. El final es previsible, casi bisoño, pero ello no hace que nuestro goce sea menor. Al fin y al cabo el espectáculo obedecía desde su inicio al esquema mil veces repetido del escapista. El público de Houdini sabía que acabaría librándose de sus cadenas y respondía a esa expectativa satisfecha con el aplauso. Nosotros hacemos lo mismo.

Salimos del teatro enardecidos como siempre que acontece el milagro de que el espectáculo desemboque en placer. Cenamos en un restaurante mejicano próximo a la sala de teatro. Yo propongo tomar una copa a continuación pero Marta prefiere regresar a casa.

Marta está bella esta noche, tanto o más deseable que cualquier otra noche, pero por algún motivo, cuando nos metemos a la cama, siento que me abandonan las fuerzas. Lo intento una vez tras otra. Penetrarla. Me había convertido en espectador de mis propios actos y me sentía incapaz de seguir representando aquel papel para el que, sin saber por qué ni cómo, ya no estaba dotado. Marta, solícita, tratando de ayudarme, introduciéndome en su boca, lamiendo y succionando hasta la desesperación sin ningún resultado. El presente mudándose en gerundio, un tiempo indefinido donde resulta imposible la consumación de cualquier acto. Me agito bajo las sábanas pero, al contrario de lo que había ocurrido durante el espectáculo, la conclusión no es la liberación del deseo sino una pasmosa desolación. En ese momento, desprovisto de la coraza protectora de la literatura, confrontado a aquella flaccidez a la que no socorrería ninguna metáfora, solo acuden a mi cabeza una sucesión de palabras que golpean como neones vergonzantes y patibularios: maldición, impotencia, gatillazo.

El color azul del envoltorio del preservativo y la cabeza abombada de la funda de látex hacen que irremediablemente me venga a la cabeza la imagen de un pitufo defenestrado sobre la mesilla de noche.

Espero a que Marta duerma para salir de la cama y plantarme frente al teclado. Abro algunas webs de pornografía. Jovencitas. Anal. Bondage. Intento masturbarme viendo esas escenas, no por la necesidad de experimentar placer sino para cerciorarme de que soy capaz de lograr aquello que hasta hacía tan solo una hora se me había concedido de manera gratuita, como respirar o hablar.

No lo consigo. Mi sexo sigue sin responder, encerrado en sí mismo, empeñado en una idiocia negligente. Cierro el ordenador y regreso al dormitorio. Marta duerme o finge que duerme. Me tumbo de espaldas a ella sin poder conciliar el sueño. Continúo masajeando mi miembro sin esperar ya nada de él, como se acaricia a un niño enfermo o a un moribundo. Me pregunto si alguien sigue masturbándose a oscuras, bajo las sábanas, fantaseando con escenas sexuales en lugar de recurrir a cualquiera de las miles de páginas porno que pueblan la web. La escena se me antoja inverosímil, pero quiero suponer que debe de quedar algún hombre o mujer que prefiere hacerlo así, recurriendo solo al material que le suministra la imaginación. Llego a la convicción de que las páginas de contenido pornográfico deberían, de hecho, incorporar un apartado dentro de su catálogo donde apareciesen personas masturbándose sin el auxilio de ninguna imagen (solo primeros planos de labios entreabiertos y pupilas dilatadas bajo las que se agitan las fantasías como peces tras la superficie de un lago helado). Se me antoja que ese apartado sería algo así como la poesía del porno, destinado a unos pocos pero selectos degustadores de pornografía entre los cuales me gustaría incluirme. Trato de fantasear, de imitar a uno de esos poetas del onanismo, pero mi imaginación solo me ofrece estándares pornográficos ineficaces, clichés manidos. Tal vez mi imaginación, en lo referente al sexo, esté agotada o saturada, y lo que corresponda sea un régimen de adelgazamiento, un Ramadán de abstinencia.

Del mismo modo en que el ayuno es una llave para hacer regresar el apetito, quizás la privación de imágenes sexuales infunda nuevos deseos. Tal vez.

Cubro mi glande con su capuchón de piel, con la amargura de quien echa el telón tras una representación fallida. Interrumpido el inútil diálogo con mi cuerpo me quedo a solas con mi conciencia. Monologo. Me abandono al ritual previo al sueño. Pongo a circular mis pensamientos, a entrechocarlos en busca de una idea fulgurante, como un acelerador de partículas que persigue a la desesperada un componente fundamental de la materia, antes de la parada definitiva. No pretendo llegar a ningún lugar por medio de la especulación. Simplemente recurro a ella como una costumbre, y esta noche no es una excepción. Especular había sido desde que tengo uso de razón una manera de conciliar el sueño. Hay quien necesita contar ovejas o respirar de manera pautada. Yo pongo a mi pensamiento en una barquita a la deriva, y así, gradualmente, pasando de la lógica a la analogía y de la analogía a la metáfora, me precipito infaliblemente al ilimitado delirio del sueño.

La pornografía es el simulacro de la infidelidad. Es el último pensamiento que recuerdo antes de caer rendido por el sueño. El output final de la jornada. O tal vez esa frase ya pertenezca del todo a mi sueño. O quizás sea esa frase un hijo cuya custodia deban disputarse la vigilia y el sueño. En ese caso no sabría muy bien por quién optar, si por uno o por la otra, el sueño o la vigilia. Papá o mamá. Me rindo. Todos nos hallamos divididos, con un cabo de cada pensamiento y de cada gesto en ambos extremos.

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