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LICANTROPÍA

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Recién ahora recuerdo el sueño de anoche. Fue un sueño etimológico. Alguien me explicaba el origen de la palabra gallo (el pescado, no el ave). Según mi informante onírico, todo viene de los antiguos censos medievales. A veces los siervos estaban obligados por enfiteusis a entregar un gallo (el ave) mensualmente al señor a cambio de trabajar su tierra. En las zonas costeras, sin embargo, era más fácil para algunos siervos disponer de ciertos peces que de animales de corral para dar satisfacción al censo impuesto por su señor. De ahí que muchos señores toleraran e incluso aprobaran con gusto la sustitución del animal de corral por el marino. Y así, por elemental metáfora trófica, los señores empezaron a reclamar ‘el gallo’ (pescado) a sus siervos dedicados a la pesca. Y de ahí en adelante.

Consigno mis sueños a pesar de que soy consciente de ese lugar común según el cual los sueños carecen de todo interés narrativo. Incluso en la narrativa cotidiana, sin pretensiones literarias. Yo opino distinto. Los sueños son la baliza, la estación meteorológica que aporta los datos a partir de los cuales se puede predecir ese sistema caótico que es el imaginario colectivo.

Imagino una web donde cualquier ser humano pudiese transcribir sus sueños. Cada día el Big Data crecería alimentado por millones y millones de sueños procedentes de todos los lugares del planeta. Los analistas estudiarían los datos, tratando de extraer patrones reconocibles, los miedos y deseos que mueven el mundo, usando las armas de la estadística y la poesía. Esa web acabaría siendo muy importante, la más importante, de hecho; mucho más que Facebook o Twitter.

Escribir bien no tiene mérito. Escribir bien es un asunto estadístico. Hay un porcentaje de la población dotado para escribir (más o menos el mismo porcentaje que el que hace puzles o malabares o tiene una enfermedad rara), y punto. El canto del mirlo es hermoso, pero nadie lo soporta demasiado tiempo sin caer en el aburrimiento. Lo extraordinario sería que un pájaro que no está especialmente dotado para el canto sintiese la necesidad de inventarse uno, con sus ritmos, sus cadencias, su trémolo, sus modos de seducción, sus estrategias para desorientar a los depredadores. Un ave así haría enrojecer de envidia al más virtuoso de los ruiseñores.

La escritura no es en mi caso instintiva, como tampoco lo fue la afición al tabaco. No escribí nada hasta los veinte años. Empecé a fumar y a escribir a esa edad porque pensé que ambas acciones podrían suponer una especie de llave mágica para abandonar el callejón sin salida en el que preveía que podía convertirse mi vida. La literatura y el tabaco son por tanto vicios adquiridos. Como todo aquello que depende de la cultura y no del instinto, pienso que podría dejarlos a ambos, incluso simultáneamente, del mismo modo en el que llegaron, siempre que pudiera superar el síndrome de abstinencia. Me pregunto cuál de ambos síndromes sería mayor, si el de la literatura o el del tabaco. Ambas, la escritura y el tabaco, constituyen una adicción y, como tal, pueden manejar nuestra voluntad con un ímpetu todavía más incoercible que el que emana del código genético.

La impotencia es solo una cara de la moneda, la imposibilidad de satisfacer a la persona que se ama. Pero hay otra cara, tanto o más inquietante, y es la incapacidad de darse satisfacción a uno mismo. ¿Acabaría convirtiéndose –me pregunto– el orgasmo en un recuerdo más, candidato al olvido? Tarda uno años en encontrar el camino del orgasmo, en aislarlo, en dotarlo de intensidad, en convertirlo en un elemento puro desprovisto de azar y de confusión. Con el transcurrir del tiempo aprendemos a buscarlo, ejecutamos los pasos de un ritual, una mecánica que creemos infalible; seguimos un rastro que no sabemos si es un largo ascenso o un costoso descenso, en persecución de algo precioso agazapado en las entrañas, una maravilla que dura apenas lo que tarda en escurrirse un puñado de arena de entre las manos.

El timbre me saca de mis pensamientos. Probablemente sea el mensajero. Abro la puerta y, en efecto, ahí está, con el paquete entre las manos. Amazon es la encarnación del mal. Al igual que el mal, es rápido, omnipresente e imposible de derrotar. Abro la caja de cartón. Es mi máscara. Me la pongo frente al espejo. Tenemos un aspecto espeluznante. Juntos formamos una combinación explosiva. Regresamos, mi máscara y yo, junto al teclado. Aullamos y siento cómo a mi alrededor se estremecen la telaraña, la mesa nazarí y el cenicero. Sé lo que piensan. Si yo puedo ser otra cosa entonces ellos también, parecen decir. Traman la mudanza de sus actos. La mesa acrecienta su brillo respondiendo a la luz que penetra por los ventanales. La telaraña siente deseos de ser arpa. La ceniza ya no es una masa indistinta de polvo sino un acúmulo de polillas desecadas. Mis pulmones custodian el polvo de sus alas.

Poco a poco las cosas se remansan. Me deshago de la máscara para ver cómo los objetos sestean a mi alrededor, emitiendo pulsos de ondas, cifrando un mensaje imperceptible, como mudas chicharras bajo la solana.

Aunque no son solo los objetos. En realidad las emociones pueden ser tan objetivas como las cosas que nos rodean. Consiste en colocarse al otro lado de la piel y contemplar desde allí el paisaje de nuestros sentimientos, el germen del que brotan nuestros (aunque tal vez resulte inadecuado llamarlos nuestros, del mismo modo en el que no son nuestros los árboles, ni los pájaros, ni los edificios que asoman al otro lado de la ventana) pensamientos.

Si busco al protagonista de la historia de mi vida, entonces no veo sino una sucesión inconexa de cosas y de personas. La historia de mi vida es absolutamente democrática y por tanto, supongo, deja de poder considerarse como una historia sino que más bien es un cajón de sastre (una frase hecha que, por cierto, carece en lo que a mí concierne de referente –nunca en mi vida intimé con un sastre hasta el punto de que me mostrara su cajón–, aunque supongo que debe ser así, que la imagen que resume la historia de mi vida debe ser algo que quede excluido de la propia historia, pues de otro modo esa imagen estaría dotada de un protagonismo inmerecido o al menos tan merecido como el resto de seres que habían transitado por ella, y todo ello haría de mi vida una paradoja en la que lo definido entraba dentro de la definición, menudo lío) donde todos los objetos en ella contenidos están dotados del mismo valor, como una de esas tiendas de chinos donde uno puede hacerse indistintamente con cualquier mercadería usando la misma moneda. Es una historia, por tanto, desprovista de acontecimientos, y es posible que los demás, aquellas personas de las que me rodeo, algo intuyan y que me guarden por tanto un prevenido rencor pues a nadie le gusta que le equiparen con un jarrón o una hoja de roble. Pero ese resquemor carece desde cualquier punto de vista de fundamento en el momento en el que yo, el narrador de mi existencia, doto de un desmesurado interés a ese jarrón o a esa hoja. El problema radica más bien en las personas y en su instinto de superioridad en relación al resto de seres (y esto incluye a las personas que no son ellos mismos), pero ese es su problema, no el mío, ni el del jarrón ni el de la hoja; y si algún asombro motiva este modo de ver las cosas es el de asistir a un acto de verdadera democracia. Pues la democracia, como todos los absolutos, asusta. A todo el mundo le apetece formar parte de ese minuto de gloria que uno se llevaría gustosamente al otro mundo y, en efecto, todos lo tuvieron, ese minuto. Lo que pasa es que ese minuto deberán compartirlo con la taza de café que llevaban en la mano o los pendientes o el vestido (ah, aquel vestido), pues en realidad ellos tampoco resultaban los exclusivos protagonistas de la escena y a veces era su voz o su torpeza o su fama (sí, a veces me dejaba encandilar por el oropel), pero de igual modo me dejaba embaucar por la insignificancia y la nadería y la frivolidad más absolutas y todo con una falta supina de criterio o más bien dejándome llevar por el único criterio de que todo en este mundo podía resultar igualmente maravilloso y desde luego excepcional, y cuando se es un auténtico demócrata con los seres, entonces uno puede dormir tranquilo. Así la insignificancia no deja de ser el polvo que levanta el jinete de la épica, la mosca posada en la pistola que aparece en escena y que nadie dispara. Tras mi conciencia se agazapa un cineasta, un documentalista franciscano especializado en la minucia que piensa que el encuadre y la producción lo son todo a la hora de lograr la gloria poética.

Una vez vi a una gaviota atacando a un dron. Fue en la playa de Benidorm.

Por la noche lo intentamos de nuevo, hacer el amor. Con idéntico resultado. No hablamos del tema. Tal vez ambos intuyamos (mejor dicho, confiamos) que se trata de algo pasajero, como un esguince o un grano en la mejilla. No aclares que oscurece, dicen que dicen los argentinos, esos doctorados en psicología. Luego le enseño mi máscara de Hombre Lobo. Le digo que con esa máscara me convertiré en el mejor escritor del mundo. Que la literatura es un bosque encantado y que yo he decidido desempeñar el papel de Lobo. Me cito a mí mismo y le digo que con ella me merendaré a las caperucitas de la poesía y a los cerditos de la novela. Marta se ríe sobre la cama. Me coloco la máscara y me abalanzo sobre su cuerpo desnudo. La masturbo con mis garras y escucho sus gemidos con mis orejas de lobo. Lamo su clítoris con mi palpitante lengua de lobo. Cuando llega el momento aullamos al unísono.

El aullido es una grieta del lenguaje donde caben todas las palabras. O por donde huyen despavoridas.

Tumbado de espaldas acaricio mi miembro inerte y descubro una protuberancia en la base del pene. Un garbanzo bajo la piel, la inquietante señal de una metamorfosis.

Null Island

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